Discurso de recepción de D. Ricardo Gil Otaiza en la Academia Venezolana de la Lengua Correspondiente de la Real Academia Española

 

Ricardo Gil Otaiza*

LA PALABRA QUE ARTICULA Y NOMBRA[1]

 

Y es cierto que hay épocas en que

nuestro idioma se cansa. ¿Quiénes entonces lo reavivan,

lo despiertan? No, ciertamente, los que lo

dejan como lo tomaron, enamorados

de él, y, por tanto, temerosos de forzarlo

y violarlo, sino aquellos que, por el contrario, lo

hallan insuficiente, por no decir pobre, y entonces

van a lo ajeno y vedado, como Garcilaso

lo hizo, y como Góngora y Cervantes y Darío,

y Neruda y Vallejo lo hicieron, y en nuestro días

Jorge Luis Borges…

 

Augusto Monterroso

El idioma español

Literatura y vida[2]


La palabra nombra, da identidad y sentido de pertenencia y hace de todos seres ganados a la noción de lo humano. El habla o lenguaje trasluce libertad de pensamiento y de expresión, configura un antes y un después en nuestras vidas y nos entrega un mundo como herencia. La palabra, que es en esencia el lenguaje, una vez trajinada en un determinado contexto cultural, no se anula por decisión o por capricho. Es el tiempo, por desuso o por olvido de un vocablo, el que hace su trabajo silencioso hasta convertirlo en bruma, en nube que arrastra el viento; en difusa fantasmagoría. Y es el tiempo el que desde la tradición y el uso enriquece a la palabra, el que la sustantiva y le confiere suerte y destino. 

Tendría tres o cuatro años cuando a mi madre le extrajeron las amígdalas. Por cierto, era una técnica quirúrgica que un emporio médico con ansias crematísticas puso de moda en la Mérida de entonces. Llegó a la casa y por órdenes del cirujano, como cabe suponerse, no debía hablar. En un descuido, y por querer atender tal vez alguno de mis requerimientos, al ser el hijo menor y su consentido, intentó articular palabras y de su boca apenas salió un murmullo ininteligible; algo así como un eco bronco y lejano nacido de las entrañas de una caverna. Me asusté y salí corriendo, al tiempo que les gritaba a quienes quisieran oírme: “¡A mamá se le fue el volumen!”. Sí, mi horror y desasosiego eran inmensos, porque su palabra había sido siempre el refugio en el que me abrigaba de los permanentes asechos del mundo.

Creo, sin temor a equivocarme, que desde entonces comprendí la importancia del lenguaje. Era, sin muchas vueltas, lo que articulaba la vida y me permitía “llegar al alma de las cosas”, como diría Kundera [3]; lo que me hacía sentir vivo, que pertenecía a una familia y a un contexto en mi pequeña ciudad. Más que con cualquier otra persona de mi casa (mi padre o mis hermanos), era con mi madre con quien mejor me entendía. Ella me escuchaba y me respondía en la misma dimensión y registro lingüístico. Su visión era también la mía y sus palabras, qué duda cabe, un bálsamo para mis inquietos sentidos y las guías perfectas que orientaban mis acciones y necesidades más apremiantes. La palabra hecha lenguaje era, ni más ni menos, mi cosmovisión, y a partir de aquella tierna infancia supe que, fuera lo que fuese (médico, bombero, policía, vaquero o súper héroe), mi abrigo siempre estaría en ella.

Muy pronto me percaté de que no solo la oralidad me hablaba, y que había varios tipos de lenguaje. Que bastaba con un abrazo de mi madre para sentirme protegido, y que una sonrisa suya era la alcabala abierta que me posibilitaba seguir adelante cuando los demás me increpaban o reñían. Que su ceño fruncido y sus hermosos ojos destellantes eran signos evidentes de que me había portado mal, y que eso tendría consecuencias para mí o para los otros. Pronto me di cuenta también de que la gente leía y por sus rostros sabía que disfrutaban: un libro, una revista, una historieta; o que aquello asentado en la misteriosa página era algo terrible: un telegrama llegado desde otro lugar que notificaba en clave alguna infausta noticia. Quise entonces aprender a leer y fue mi madre, maestra de primero y segundo grado, a quien le correspondió la ingente tarea de ponerme en sintonía con lo tangible e intangible del lenguaje hablado y escrito, y sus extrañas y profundas complicidades con la existencia.

Cada tarde, cuando retornábamos a la casa luego de la escuela, que nos quedaba muy cerca, mi madre nos servía la merienda y nos poníamos a hacer las tareas, mientras que ella se recostaba en la cama para descansar después de una larga y agotadora jornada. Una tarde me llamó a la cama y me dijo que me tomaría la lección (era con el silabario Aurora, imposible olvidarlo). Cuando mi madre se percató en aquel instante de que ya leía de corrido, fue tanta su emoción y alegría, que lo anunció a los cuatros vientos, y entonces comprendí la importancia de aquel suceso, que sin saberlo me marcaría para siempre. Leer signó un antes y un después en mi vida. De hecho, a menos de dos décadas de aquello, serían la lectura y la escritura las que harían de mí un poseso de la palabra y de los libros, y lo demás es parte ya de mi historia personal en las vertientes de profesor y escritor. 

Cuando veo en retrospectiva todo aquello, reflexiono y me digo, no sin asombro, que sin la palabra todo sería un insondable vacío. El lenguaje nos articula con el mundo, nos relativiza; nos hace presas de muchas dimensiones que enriquecen el existir. Las historias que nos cuentan, lo que escuchamos y leemos, la interacción con los otros en la casa o en la calle: todo conjunta una serie de circunstancias y variables que nos hominizan y otorgan un lugar en el planeta. Al principio fue el Verbo, dicen las Escrituras, y ese Verbo configuró el Todo y le dio un sentido humano; se hizo parte de nosotros mismos. Sabemos que hemos sido una comunidad planetaria a lo largo de muchos siglos, gracias a la tradición oral y luego a la escritura, todo lo cual nos otorga una carta de ciudadanía y de pertenencia a una misma humanidad. 

El lenguaje le otorga a lo existente una dignidad, lo hace sustantivo y posibilita a su vez una dialógica, que ha hecho realidad el poder articular el pensamiento y convertirlo en una poderosa arma de intercambio para zanjar las diferencias, muy a pesar de la eterna mácula de la guerra y la destrucción, que es, por así decirlo, su antítesis y negación. No obstante, a pesar de ser el lenguaje en sus diversas manifestaciones el propiciador de todo este portento, ha sido usado también como fuente de marginación y de exclusión. Si el lenguaje nombra al mundo, como dije, y nos otorga un lugar y un sentido de la realidad y del ahora, hay en él una inmensa ambigüedad que disjunta, disgrega y atomiza todo aquello que pretende hacer suyo. El lenguaje conjunta y amalgama sentimientos, emociones y acciones, pero también abre profundas brechas e hiatos difíciles de cerrar, y en esta ambigüedad se mece para darle a la vida todo un espectro de claroscuros: luces y sombras batiéndose a duelo en el lento transcurrir de los siglos. 

El lenguaje por lo tanto jamás universaliza de manera ingenua, aséptica y no deliberada, porque ha sido articulado durante centurias, y así lo recogen posteriormente los diccionarios y lo diseccionan las gramáticas, para posicionar a un género en desmedro del otro, lo que se ha traducido en discriminación y en negación. Cuando digo que jamás universaliza de manera no deliberada, me refiero a que fue estructurado desde la mentalidad y el poderío del hombre sobre la mujer, que ha sido una constante (en mayor o en menor grado) en todas las civilizaciones que han poblado a la Tierra. Es decir, era “natural” que así lo fuera, porque han sido mis congéneres quienes desde siempre han nombrado al mundo y a todo lo que hay en él, desde su propia dimensión y realidad. Si la mujer ha sido invisibilizada desde siempre, y es casi un objeto en muchos contextos, pues mal podría tener un peso en el lenguaje, porque éste reconoce y le otorga preeminencia e importancia a todo lo que existe, y ella nunca las ha tenido, a pesar de haber parido al mundo y de ser la protagonista del maravilloso portento de la oralidad, que luego se traduciría en literatura, en libro y en cultura y, además, de haber movido en silencio los hilos de la historia, como nos lo recuerda con brillo Irene Vallejo en su celebrada obra El infinito en un junco [4] .

Al respecto, los invito a que analicemos de manera somera lo siguiente, que pareciera trivial, pero, a mi entender, es realmente significativo. Vivimos en el mundo inserto en “El Universo”, que es “El Cosmos”. Muchos creemos en un dios, el cual según la tradición cristiana encarnó a un hijo varón, que forma parte a su vez del misterio de una Trinidad. El vocablo “Trinidad” viene del  término femenino latino trinitas, pero nombra el trío de personas divinas subsumidas en una misma esencia: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Residimos en un país, al que emocionados reconocemos como nuestra Patria, vocablo que, según una fuente de la Web, “viene del latín, de la forma femenina del adjetivo patrius-a-um (relativo al padre, también relativo a los “patres” que son los antepasados)”. Agrega la fuente: “Esta voz se deriva de pater, patris (padre, antepasado).” [5]

Los de la vieja guardia solían expresar (indistintamente del género): “somos los hombres los cabeza de familia”, o “aquí mando yo” (mi padre lo afirmaba, a veces con serena convicción; otras: con la altanería propia de quien se siente dueño de una verdad irrefutable), pero… paradójicamente, en la sociedad latinoamericana, y venezolana en particular, es casi siempre la mujer, por ausencia del hombre,  la cabeza de la casa y la que lleva el sustento a los hijos (en honor a la verdad esta no fue mi realidad: en mi casa ambos padres estaban presentes y trabajaban y se repartían los gastos y las responsabilidades). Hasta hace muy poco tiempo, todos, sin distinción alguna, eruditos y también ágrafos, nos referíamos a la persona humana con el vocablo “hombre”, que a decir de la gramática española es “neutro”, pero que curiosamente también nombra de manera genérica a lo masculino. Iguales consideraciones caben para el vocablo “padres”. Es decir, y sin darle más vueltas al asunto: Si bien hay vocablos femeninos y “neutros” que también nombran el mundo, lo hacen casi siempre sobre la base de preceptos y raíces eminentemente masculinos. Ergo, nuestra cosmovisión es masculina en su esencia, y está profundamente enraizada en nuestra manera de ver y sentir, de pensar y expresar. 

Nombramos lo más importante de nuestras vidas (y al mundo) desde la perspectiva de lo masculino, y así ha sido durante siglos por el peso e influencia determinantes de la tradición greco-latina, a pesar de que fue una madre la que nos alimentó en su vientre, la que nos enseñó las primeras palabras, la que seguramente nos puso en contacto con la deidad y con el mundo de relaciones. Eso, créanme, resultó para el niño que fui una gran ambigüedad y contradicción absolutas, de las que me dejé abrazar (en complicidad, hay que decirlo, con las propias mujeres de la familia, e incluso de mi madre), hasta asumirlo como parte de una realidad inconmovible e inamovible, que nadie de mi generación, ni de las anteriores, nos atrevimos a contradecir, so pena de ser tildados de rara avis.  

El mundo cambió, y con él sus referentes ontológicos y fácticos. Si como nos lo recuerda Octavio Paz en su magnífica obra El arco y la lira: “El lenguaje es una condición de la existencia del hombre y no un objeto, un organismo o un sistema convencional de signos que podemos aceptar o desechar."[6] , su incompletitud al nombrar y articular el mundo, anula la existencia, al obviar el otro lado esencial de la vida. Es decir, a la mujer. Signo y sujeto, en opinión del citado autor, son entonces una misma cosa; una esencialidad indisoluble. La palabra no solo nos nombra, transijamos, sino que nos constituye. Nuestro mundo está edificado en la palabra. Cuando mi madre me hablaba no lo hacía sólo desde una lengua, o desde viejos convencionalismos establecidos para comunicarnos, que articulan palabra con palabra para formar frases, oraciones y párrafos, sino que cada uno de estos elementos configuraban en mi Ser una emoción y un sentimiento. Ella y yo éramos la palabra fundida en el insondable abismo de la existencia.

Créanme, que a pesar del desasosiego que para mí implicaba echar mano de un lenguaje que invisibilizaba a una parte esencial de mi vida, de manera consciente y racional lo hice mío; tal vez azuzado por la vorágine de la existencia, que nos empuja muchas veces a no pensar, sino a dejarnos arrastrar por la fuerza de la tradición. También me hice un cómplice a ultranza de un lenguaje que a mi entender era inclusivo desde sus orígenes: es decir, la lengua castellana o española; cuestión no tan cierta como sabemos de sobra. Sí, hay vocablos y estructuras gramaticales femeninas y masculinas (como hemos visto), y también “neutras”, en los que deberíamos sentirnos nombrados e involucrados todos sin excepción genérica, pero también sabemos que esa supuesta “neutralidad” deviene en muchas circunstancias de convencionalismos asumidos desde antaño a partir de la primacía de lo masculino. Tanto es así, que hace no mucho tiempo me reí con Mario Vargas Llosa con aquello del “todes”, en lugar de “todos” o “todas”, que le propuso sin ruborizarse el periodista mexicano Jorge Ramos, en una no tan lejana entrevista que pronto se hizo viral y escándalo en las redes sociales. Como lo expresaba Vargas Llosa, aquello se trataba de una inaceptable aberración del lenguaje, de un verdadero dislate de la razón, de un intento de falsear la lengua, y afirmé enrojecido que estamos en el deber de defenderla de todo aquello que pretenda desnaturalizarla, dañarla y hasta ridiculizarla. Es decir, del mero uso popular.

A pesar de mi postura, el tema continuó dando vueltas en mi cabeza y reconozco que varias veces trastocó mi sueño. Muy pronto llegó a mi mente un viejo episodio que me causó entonces cierta desazón, aunque también incontenible hilaridad. Siendo estudiante del doctorado me topé con una profesora que en su discurso académico insistía, en que debíamos prestar mucha atención a nuestra postura doctoral. La postura doctoral para arriba y para abajo. Sin más, un lugar común. Un día expuse un tema en la clase y a causa de los nervios no sabía qué hacer con las manos, y opté por guardar una de ellas en el bolsillo del pantalón. 

Cuando finalicé la ponencia, la crítica de la profesora se centró en mi postura: “¿Cómo era posible que yo tuviera esa postura que no se correspondía con la de un doctor?” Preocupado ya al ignorar qué fue lo que expresé en mi intervención que tanto había escandalizado a la profesora, le pedí intrigado que me dijera cuál había sido mi error filosófico o epistémico para poder corregirlo. Sin inmutarse, me respondió: “¡Resulta inaceptable, Ricardo, que hayas metido una mano dentro del bolsillo, esa postura no es la de un doctor!” Entonces caí en la cuenta. La postura que tanto le preocupaba a la profesora nada tenía que ver con lo que pensaba, o con mis ideas y tesis. Ella hablaba de mi actitud, afectación o posición corporal. Pequeño y gran detalle, por cierto.

La anécdota regresó con gran nitidez y me dije, no sin desconcierto: ¿Lo mío con el lenguaje es una auténtica postura intelectual, que responde a una profunda convicción, o se trata tan solo de una mera pose cuadriculada frente a una temática que debemos mirar con agudeza y sentido de importancia? Debo confesar que en mi respuesta hay mucho de mis mujeres: mi esposa y mis hijas, quienes han luchado con los atavismos del esposo y del padre, que impelido por la usanza y la crianza andina tradicional y machista, se resistía a aceptar que lo que hoy acontece no es cuestión de una moda, de algo irrelevante e intrascendente, o de uno de los subproductos de una mera corriente ideológica en boga (con la que no comulgo dicho sea de paso, ni comulgaré jamás), sino de la genuina reivindicación de la mujer frente a una gran injusticia histórica, de la que todos en mayor o en menor grado somos copartícipes. Es decir, de poner, ya, los puntos sobre las íes.

Ha llegado la hora de un profundo cambio cultural y civilizatorio. Si el lenguaje es unidad y concreción con la realidad, tendrá que darse en el mismo un giro copernicano (para excluir el vocablo “radical”, estigmatizado por razones políticas entre nosotros), que lo ponga en correspondencia con el tiempo que vivimos. “La palabra que define y la palabra que penetra lentamente en la noche de lo inexpresable”, nos lo recuerda con agudeza la filósofa y poeta mexicana María Zambrano [7], tendrá que ser para nosotros emblema de un tiempo, que se niega a seguir dando a la mujer una posición de inferioridad frente al hombre, lo cual no se corresponde ni con los cambios suscitados en el devenir histórico de las últimas décadas, y mucho menos con la realidad tangible y observable. 

Si la igualdad de género y léxica es hoy una bandera, es porque en cierto sentido hemos llegado a un grado de madurez civilizatorio que hace inadmisible una situación que contradiga el desarrollo tecnocientífico alcanzado hasta ahora, así como al humanismo de lo profundo que pretendemos abrazar, en los que sin duda la mujer ha tenido un papel relevante. Aunque la fuerza de las circunstancias pareciera a veces llevarnos a los extremos, y esto choca con la tradición y la usanza, así como contra muchos intereses de todo orden (crematísticos, políticos y hasta tribales), no podemos olvidar que la historia de la humanidad es un claro ejemplo de agudos extremismos, en los cuales la mujer ha sido siempre un blanco perfecto, un eslabón desprotegido, estigmatizado y cruelmente violentado. No requiero profundizar en el asunto, solo echemos un vistazo en la Biblia, preferentemente en el Viejo Testamento, para entender de lo que se trata. O sencillamente, entremos en las redes y en la Web, para ver con horror la violencia contra la mujer desde distintos flancos: religioso, moral, intelectual, profesional-laboral, jurídico, cultural, familiar...

Con esa misma fuerza irrumpe en nuestros días (aunque viene desde hace casi cinco décadas), el “lenguaje no sexista, de género neutro o inclusivo” (cuya denominación y conceptualización son, a todas luces, discutibles y en lo particular tengo serias dudas y críticas), que busca equilibrar los platos de la balanza, aunque a veces los empuje hacia derroteros insospechados. En nuestro país los vestigios de tal “lenguaje”, siempre entre comillas, tienen sus raíces en el ámbito de la política, cuyos protagonistas de turno llevaron dicho estandarte (y lo siguen haciendo) con claros fines proselitistas y demagógicos para atraer consigo adeptas y votos. Mero populismo decimonónico blanqueado. Es más, si ahondamos en dicho fenómeno a escala mundial, nos percatamos de que se ha hecho consigna de los autodenominados “progresistas” o “progres”, como suele llamárseles, ubicados, como todos sabemos, en el extremo izquierdo del espectro político: azuzados a su vez, y paradójicamente, por intereses de toda laya, así como por ingentes capitales globales. El denominado “progresismo” es toda una noria que requeriría, no de una, sino de muchas tesis doctorales, y al que hay que prestarle atención.


Empero, sobre esta amplia base, creo que ha llegado el momento de quitarles las banderas a los extremistas y también a los oportunistas y supuestos ideólogos, y de asumir como académicos de la lengua una discusión que nos corresponde por definición. Si bien una lengua no la hacen las academias, ya que en todo caso son receptoras y depositarias de usos, modismos, neologismos, giros, variantes, etcétera (ergo, la fuerza del uso), y como organismos técnicos y de vigilancia que son (o que somos), analizan y deciden si los incorporan o no al diccionario, para que sean ya parte del corpus de la lengua oficial en todas sus orillas (con las variantes propias de cada región y país), es su tarea impostergable articular los pros y los contras de una situación que emerge sin más como lava ardiente, y proceder en consecuencia a definir o a definirse. 


Si bien, y a raíz de ciertos episodios aislados, la Real Academia Española por sus vías ha fijado su posición en hechos muy precisos y puntuales (meros aspectos técnicos o gramaticales), no ha sido así en el tremedal generado en los últimos años por la efervescencia de las circunstancias aquí planteadas, que crece con inusitada fuerza y amenaza con convertirse en una suerte de remezón lingüística y cultural.


Comprendo que esta temática de la inclusión léxica sea incómoda y trastoque nuestros esquemas (en mí acontece, como ya lo he expresado), pero la dinámica de nuestros días nos impele a no cerrarnos de canto frente a un mundo que se nos presenta con una velocidad trepidante y en distintas direcciones (la pluridimensionalidad epocal, como suelo calificarla), que escapa muchas veces a la trajinada razón ilustrada, nacida hace ya varios siglos, y que estructura aún nuestro mundo desde distintas aristas, sobre todo en lo intelectual, académico, científico y humanístico. En su isócrono fluir los nuevos tiempos arrastran consigo atavismos, posturas y “verdades”, que hoy son refutados con incisiva inquina, y nos empujan a reflexionar y a replantear, u olvidarnos de los viejos esquemas. 


No se trata de aceptar o no la contraparte femenina a muchos de los viejos vocablos, lo que podría lucir a nuestros ojos como inaudito y pueril, amén de violentar la concreción, la precisión y la economía del lenguaje, que son esenciales para una buena comunicación, ni de ampliar el espectro de la elegante y eufónica neutralidad en aras de la paz. La discusión no está planteada en si aceptamos o no el risible “todes”, y a muchos de los vocablos “neutralizados” con la salvadora “e”, que se nos muestran a diario en los medios y en las redes, o de si los títulos profesionales deberán llevar el equivalente genérico, así como los cargos y dignidades, entre otros. No, apreciados académicos. No podemos quedarnos en el mero orden técnico. La discusión es en otra dimensión: profundizar en la raíz histórica, lingüístico-filológica, filosófica, literaria, ética, antropológica y sociológica de una problemática cuyos orígenes se pierden en los albores de nuestra lengua, y atisbar nuevos contextos y circunstancias. La gran discusión no deberá quedarse en meras poses, sino dar el salto cualitativo hacia auténticas posturas del pensamiento, que posibiliten la necesaria apertura en torno de la dinámica y los derroteros que les aguardan a la lengua española en los próximos decenios, y que hoy por fortuna goza de buena salud, es cierto, pero cuyos pronósticos no lucen demasiado alentadores en un mundo multicultural, mestizo y diverso como el nuestro, que la permea a cada instante; un mundo en el que las TICS  son un poderoso influjo que trae consigo cambios y distorsiones en el lenguaje oral y escrito; un mundo en el que la lengua inglesa se posiciona día a día en el habla cotidiana en todo el orbe y en el complejo mundo de la filosofía y la ciencia, y que avanza a pasos agigantados y a un ritmo trepidante a erigirse como “lengua universal”. Y ni hablar del chino mandarín, hoy tan en boga, y de muchos otros.


Estamos insertos en una gran revolución cultural y social, azuzada, hay que decirlo, por lo tecnológico, y de manera específica por la hoy denominada Inteligencia Artificial, cuyos cambios e impacto podrían equivaler por su importancia a lo acaecido a finales del siglo XV, cuando se descubrió el nuevo mundo, y se abrió de pronto a la humanidad un inconmensurable espectro de posibilidades. En este contexto, la emersión de la mujer en todos los aspectos de la vida y su anhelo de tener un trato igualitario frente a la marginación de la que ha sido objeto por parte del hombre durante milenios, no es cualquier cosa y nos cae encima como un aluvión. 


Si a todo esto aunamos la inaudita diversidad genérica (y sus indefinidos matices) de la que hoy somos atónitos testigos, que trae consigo el abrupto cambio de referentes filosóficos-ontológicos, jurídicos, biológicos, antropológicos, religiosos y sociales del Ser, y que dicho sea de paso es un capítulo de tanta importancia para las Humanidades (y dentro de ellas para la lengua como esencia y eje articulador de las relaciones y de la vida), así como para las ciencias, pues la lógica conclusión es el abordaje y el estudio inmediato de la problemática planteada (que tiene rasgo de punto de inflexión civilizatorio), sin atavismos ni mediatintas, pero con coherencia, mentalidad abierta y flexible, así como con un agudo sentido histórico, antes de que esto se erija en una suerte de Torre de Babel (y por allí van los tiros), que se haga ininteligible e inescrutable para casi todos. 


La Real Academia de la Lengua, así como las Correspondientes de todas estas naciones hispanohablantes (desde la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), en cuya cabeza está hoy un buen amigo, expresidente de esta corporación e insigne venezolano), tenemos mucho qué decir al respecto, así como también las de las otras lenguas romances, cuyo concierto planetario es de gran peso e importancia, así como clave en el futuro que nos aguarda.


El niño que fui se regocija en sus orígenes, en el tiempo en el que mi madre era abrigo y ternura, cuando su palabra certera y precisa configuraba el mundo y todo lo que en él era posible. El hombre de hoy se resiste a que todo aquello no sea significativo en su vida, y que el lenguaje con el que se comunica desdibuje y margine de manera atrabiliaria, la fuerza femenina que alguna vez lo sostuvo y lo lanzó con decisión e ímpetu a lejanos sueños y horizontes. Hoy, el hombre investido como académico de la lengua (que patentiza, qué duda cabe, un sueño de la lejana juventud), se atreve a decir con todo respeto en medio del sagrado recinto de esta noble Academia, primera en el país, creada por un grupo de intelectuales, azuzados por el Ilustre Americano, y que acaba de cumplir 140 años, que el lenguaje nos aglutina y hace de nosotros experiencia compartida, andadura por anchos y angostos senderos, fuerza de cambio en medio de un planeta convulso y complejo; seres ganados para la diversidad y la poética del vivir. 


En medio del delirio de nuestros días, de la pérdida del sentido de humanidad y de tolerancia, “la palabra, en sí misma, es una pluralidad de sentidos”, nos lo recuerda Paz en la obra ya citada [8] , lo que se traduce en experiencia humana, en arquetipo de la razón, en tarea pendiente para las próximas décadas, para así lograr articular sociedades justas y menos crueles a las de ahora, en donde todos tengamos las mismas oportunidades. 


¿Lo podremos alcanzar, o será tan solo una utopía? No lo sé. Estoy consciente, eso sí, de que la lengua podría erigirse en herramienta de cambio, en factor de inclusión social y genérica: en articulador de una nueva cosmovisión y de un mundo más plural y tolerante. 
Si la palabra que articula y nombra abre nuevos derroteros civilizatorios, su poder hará de este mundo un espacio para la esperanza. 


Tenemos esta crucial empresa por delante, no hay tiempo que perder, la vida nos deja atrás en sus inusitadas arremetidas. En este sentido, el poeta que también soy, no se cansa de repetir…

***

No hay tregua en la existencia, corren rápido

las horas, cada paso es en sí presente y olvido.

Ven, rescata mis despojos, afuera las arenas

claras son bañadas por las olas. La vida huye

hacia adelante, es portento y vértigo, todo se

va de las manos y quedan vacías, expectantes,

detenidas en la nada, arrumadas en las sombras. [9]

 

 

¡Muchas gracias por su atención!

 

RGO: 12-06-2022/27-03-23/ 03-05-23/25-05-23/24-06-23

 

*El autor es Profesor Titular (J) de la Universidad de Los Andes. Ha publicado 36 libros en distintos géneros literarios. Es Individuo de Número Sillón 5 de la Academia de Mérida y columnista de El Universal. Tiene inéditos cinco libros.


____________________________

[1] Discurso leído por el autor el 01 de junio de 2023, en la ocasión de su recepción como Miembro Correspondiente Nacional por el estado Mérida de la Academia Venezolana de la Lengua correspondiente de la Real Academia Española. 

[2]  Augusto Monterroso. (2004). Literatura y vida. Bogotá: Alfaguara.

[3] Milan Kundera. (2005). El telón. Ensayo en siete partes. Barcelona: Tusquets Editores, S.A. 

[4] Irene Vallejo. (2021). El infinito en un junco. Madrid: Ediciones Siruela, S.A. 

[5] https://etimologias.dechile.net

[6] Octavio Paz. (2012). El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica.

[7] María Zambrano. (2013). Filosofía y poesía. México: Fondo de Cultura Económica.

[8] Ibídem.

[9] Ricardo Gil Otaiza. (2021). Poética del ser y la nada. Inédito. 




Compartir:

Lector de poesía

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Lector de poesía 

"La edad era propicia además para los versos de amor e intenté memorizar poemas y el intento fue fallido, mi cabeza no daba para tanto. Me llevaba para arriba y para abajo un tomo con lo mejor de Neruda..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:




Compartir:

La invasión de Piglia

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


La invasión de Piglia 

"Murió prematuramente Ricardo Piglia, en pleno apogeo de su capacidad creadora, cuando más esperábamos de él, abrumado por los problemas económicos, cercado por sus demonios y angustias existenciales..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:




Compartir:

La última de Marías

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


La última de Marías 

"En la novela el gozo está en cómo se nos cuenta esa historia y que su prosecución nos lleve a nuevos territorios y expectantes mundos..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:




Compartir:

Borgeano por amor

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Borgeano por amor 

"Borges es universal porque sus textos hablan desde la pluridimensionalidad del Ser, desde la perspectiva de diversas aristas que se entrecruzan para hacer de sus textos lecturas del disfrute y del asombro..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:




Compartir:

Encuentro con Márai

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Encuentro con Márai 

"Nada escapa a la mirada inquisidora de Márai, a su agudeza e incisión intelectual, a la mirada desengañada frente a una vida que le había dado todo, pero que también lo dejara con las manos vacías..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:




Compartir:

Bolaño, entre paréntesis

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Bolaño, entre paréntesis 

"Muchos no saben que Bolaño, más que un narrador, se consideraba un poeta y los poemas descriptivos (en verso y en prosa) reunidos en La Universidad Desconocida, escritos a partir de su llegada a España en 1977, nos muestran el otro lado del artista..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:




Compartir:

Novedades literarias de Drácena

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Novedades literarias de Drácena 

"Una magnífica tétrada de obras literarias, que aún saboreo en el sosiego de mi casa con una taza de café en la penumbra de la caída de la tarde, y siempre expectante frente a los artificios de los autores..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:




Compartir:

Buscar este blog

Ricardo Gil Otaiza

Ricardo Gil Otaiza

Sobre el autor

Puedes saber más sobre el autor en el siguiente enlace: Curriculum

Popular Posts

Categories

Ricardo Gil Otaiza 2020. Todos los derechos reservados. Con la tecnología de Blogger.