EL DESPISTADO

 

EL DESPISTADO

Por: Ricardo Gil Otaiza

Etanislao Alfínger, ese era su nombre, vivía en la calle 36, cruce con la avenida El Recreo, al lado de su media hermana Gisela, cuyo horripilante apodo de “La gastada” servía de entretenimiento a los chicos de la cuadra. Así la llamaban, no porque la pobre estuviese muy ajada de cueros y no mereciese ni una mirada de compasión por parte de los hombres del lugar, sino por su costumbre de salir a la calle con la ropa y su humanidad hechas un verdadero desastre. Lo cierto es que la vida de aquellos hermanos transcurría sin mayores tropiezos: él trabajaba como ayudante de plomería junto al maestro Campusano, quien tenía su taller no muy lejos de la casa; ella, en cambio, no tenía un oficio muy estable que se diga: vendía baratijas en una de las esquinas de la plaza principal de aquella no tan populosa ciudad, pero tenía que salir corriendo con la mercancía apenas tronaba la sirena de la policía, perdiendo muchas cosas en la ligereza y desesperación de aquel instintivo acto.  

En los ratos libres, que no eran muchos por cierto, Etanislao se daba a la tarea de llevar a pasear a su pequeño hijo Etanislaito, por los alrededores del bulevar. Le compraba —durante aquel lento recorrido— helados y otras golosinas, que también él disfrutaba con alegría infantil. Si a ver vamos, Etanislao era un buen hombre, y casi se podría decir que bien parecido: medianamente alto, no tan resoplado y con largas patillas a la usanza de los setenta, vientre no muy prominente como para deformarlo, sobre  la frente dejaba caer un gajo —a manera de chicharrón— de cabello negro tinto y rizado, que venía a ser como el atractivo para las chicas, usaba pantalones muy ajustados, para dejar entrever lo bien dotado que lo había hecho Dios y la naturaleza. Las camisas y franelas le gustaba llevarlas muy abiertas, y mostraba gustoso la pelambre que le poblaba buena parte del pecho, en cuyo fondo lucía y relumbraba, una gruesa cadena de oro con un crucifijo conjurado por todos los brujos, que en su penosa carrera de creencias y especulaciones había frecuentado. 

En cambio, Gisela no era muy apegada y curiosa con su cuerpo, ya que le daba pocas satisfacciones y cuidados. Solo se conformaba con ponerse encima lo que buenamente encontraba en la mañana, y se lanzaba a ganarse la vida sin mayores preocupaciones ni riesgos. Eso sí, antes de acostarse procuraba dejar lista la comida del día siguiente, para no tener que llegar cansada, luego de tanta agua, sol y de peleas con los clientes, ladrones y la policía, a tener que entendérselas con la cocina, oficio que no le atraía. Pero se sentía satisfecha de lo que hasta ahora humildemente había alcanzado. No obstante, sus aspiraciones personales siempre fueron el tema central de la atención de los familiares y amigos, quienes no entendían el porqué de tanto conformismo por parte de una chica bien plantada, y sin duda con futuro en la capital. Sin embargo, Gisela  nunca se quejó por nada (callada maldecía su suerte); nadie tuvo jamás que hacerle reproche alguno por exigencias inalcanzables para una clase media-baja depauperada y en cocimiento, que se perfilaba extinguida en relativamente poco tiempo. Mucho más, habiendo perdido a los padres desde que era muy niña, quienes sí se esmeraban por tenerla siempre como a una princesa, al igual que a Etanislao, su medio hermano por padre.

Gisela con su carácter conformista y poco ambicioso y Etanislao con un despiste a toda prueba, configuraban un dúo perfecto: ella aparentemente no ambicionaba nada; él quizás por olvido, o por descuido, dejaba que la vida transcurriera sin mayores sobresaltos. Su única preocupación, tal vez, era la crianza y la educación del niño que le quedara de un matrimonio maltrecho con una mujer enferma del cuerpo y del alma, que no lo amó nunca. El niño había heredado, por desgracia, lo despistado del padre: perdía con gran facilidad las cosas que le pertenecían, dejaba la casa cerrada con la llave adentro, abría la llave del agua y se olvidaba de cerrarla hasta que un riachuelo doméstico, que inundaba su piso y el de su tía y demás vecinos, se lo recordaba. Se le olvidaba cepillarse los dientes, a veces no se peinaba y salía a la calle como un verdadero troglodita, no hacía las tareas a tiempo y era castigado por su maestra, casi nunca recordaba los nombres de sus amigos y de sus compañeros de clase. Un sinfín de despistes, que acumulados en el tiempo podrían equivaler a una bomba de tiempo a punto de hacer explosión. 

Se podría afirmar que su padre era la misma cosa: iba al banco en los días feriados, se le olvidaba la fecha de su cumpleaños y la del niño, a veces no recordaba el camino de vuelta a casa y tenía imperiosamente que preguntar en cada esquina, cumplía a medias sus labores como ayudante de plomería, dejando olvidadas las herramientas de trabajo en los sitios donde había estado, o conectada la llave del agua con la del gas sin mayores problemas, destapaba la cañería que estaba en buenas condiciones y dejaba intacta la obstruida sin percatarse del suceso, o llegaba a casa del cliente sin la caja de herramientas de trabajo y tenía que regresar a buscarla con la consiguiente pérdida de tiempo. Tanto era su despiste, que a quienes lo conocían —y que no era pocos, por cierto, debido a su carácter afable y risueño— ya no les hacía gracia la espantosa situación y consideraban a Etanislao como a un hombre que requería con urgencia ayuda psiquiátrica, y no tardaron en buscársela. De paso también al niño. La estratagema de ayuda no valió un centavo, puesto que los Etanislao se valieron de finas argucias para despistar al médico y no cumplir con nada de lo prescrito. Así que el tiempo pasaba y el despiste de los Etanislao se hizo notorio  en  la ciudad, y pasaron a constituir una pareja de antología en los anales de la historia ciudadana de la zona. Gisela se reía de todos, porque sabía que lo que su hermano buscaba era publicidad y que nada morboso dañaba su mente, y mucho menos la de su querido sobrino. 

Una tarde de domingo, cuando el sol se calmó un poco, Etanislao vistió con gran parsimonia a su hijo porque lo llevaría a la capital a dar un paseo, para que conociera los monumentos patrios. Tomó un taxi y se acercaron a la capital, caminaron largos trechos, recorrieron infinidad de sitios importantes que recordaban la epopeya libertaria. Para la ocasión Etanislao mostró una dedicación especial y lucía un traje de kaki, que adquirió diez años antes, y sin remilgos, en la tienda del árabe; afeitó la barba, peinó su cabello con gomina, refinó las patillas hasta la altura de los mentones, lustró los zapatos de patente hasta que el sol entró en ellos y encandiló la casa, usó ropa interior amarilla para atraer la buena suerte, se impregnó con agua de colonia barata, cepilló con detenimiento la dentadura hasta que le sangró la encía y se le aflojaron los dientes, buscó un hisopo y hurgó con precaución los oídos para extraer la molestosa y vergonzante cerilla, se gargarizó con bicarbonato de sodio y limón para ahuyentar el mal aliento y las bacterias, cortó a ras las uñas de los pies, no sin antes limpiarlas con un detenimiento asombroso y paciente: igual cosa hizo con la de las manos, mandó a almidonar la camisa de listones blanco y beige y la acompañó de un par de hermosas yuntas que recibiera como parte de pago de una deuda vieja y perdida, escogió con afán una fina y larga corbata que tuvo que esconder dentro del pantalón y anudar para que no sobresaliera a manera de rabo, dobló con exactitud un pañuelo bordado  en ribetes dorados y lo colocó en el bolsillo del paltó, de tal forma que luciera a manera de triángulo equilátero, buscó en el baúl de los recuerdos un prensacorbatas cuyo propietario anterior ya había olvidado, acarició y masajeó su cuerpo con talco de bebé hasta que el polvo lo hizo estornudar mil veces, se percató de que en la muy usada billetera estuvieran los billetes verdes que necesitaba para adquirir las chucherías que le compraría al niño, su cédula de identidad y la partida de nacimiento del chiquillo, se peinó con gracia el  bigote y las cejas, se sonó la nariz hasta el total congestionamiento del rostro, hizo sonar los nudillos de ambas manos, y se lanzó a la conquista de la capital.

Una vez en el centro, la alegría los embargó, ya que constituía un paseo que no daban en mucho tiempo y Etanislao se propuso que la pasarían muy bien. Los Etanislao mostraron al mundo sus mejores sonrisas. Numerosas personas se agolpaban en los sitios históricos; mujeres y hombres de la mano con sus niños disfrutaban de la iluminada tarde, que dibujaba de nubarrones naranja y verde el horizonte. Empujones y codazos los hacía buscar nuevos caminos, tratando de acortar distancias y ganarle tiempo al tiempo. Etanislao recordaba a su hermana y no podía evitar la nostalgia de que no los hubiese acompañado, ya que a pesar de ser domingo, se aventuró con sus baratijas tratando de conseguir a fuerza de persistencia, un puesto fijo con la Alcaldía.  Borraba del rostro la tristeza y seguía caminando con su niño por las calles atiborradas de personas, de distintos rostros que desconocía. Comieron helados, cotufas, confites y melcochas, y siguieron caminando con rumbo a casa cuando el día se apagó y la noche se perfilaba con sus sombras.

Etanislao hablaba y Etanislaito ya no le contestaba; tal vez el cansancio de toda una tarde de diversión lo agotó y sus fuerzas a sus escasos seis años no daban para más (pensó el padre). Empero, insistía sin lograr que el niño pronunciara palabra alguna.  A medida que avanzaban por las calles, Etanislao notaba que el niño se resistía a seguir caminando, como si una fuerza mayor quería evitar la tragedia; no obstante, con inusual persistencia y casi a rastras, Etanislao logró su objetivo: llegar hasta el apartamento a pie, ya que las reservas de dinero las había agotado en las chucherías, y no le alcanzaba para tomar un taxi. De inmediato, el hombre se dio a la lenta y titánica tarea de devolver toda su indumentaria al clóset. Primero el paltó, ya manchado con refresco y helado de chocolate, luego la corbata que dobló atentamente durante cinco minutos en virtud de sus varios metros de largo, poco a poco fue desabotonándose la camisa hasta quitársela, de inmediato se quitó los zapatos de charol y con un papel humedecido les devolvió el brillo original, el pañuelo lo llevó hasta la nariz y aspiró profundo su fragancia barata, las yuntas y el prensacorbatas los guardó en la mesa de noche, se colocó el pijama y se dirigió a la habitación de Etanislaito para ayudarlo a desvestir y llevarlo a la cama. 

Cuando Etanislao entró en la habitación, escuchó que el niño sollozaba. Extrañado, abrió la puerta al no reconocer el timbre de aquel llanto, encendió la luz y al verle el rostro fue cuando se dio cuenta de lo sucedido. Etanislaito no era realmente Etanislaito, otro niño estaba sobre la cama con la mirada húmeda y perpleja vuelca hacia la ventana. 




Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).





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Leer demasiados libros

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Leer demasiados libros

"Leer demasiados libros deja en nosotros una profunda huella, al punto de dividir nuestras vidas en épocas y en momentos: antes y después de tales obras. Tener estas experiencias lectoras, es sin duda haber vivido muchas existencias en una sola..."

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Poema XXVI

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XXVI 

aquí estoy, tiempo después: sumo lo vivido
y deshago lo confuso, aro con mis manos
surcos profundos a pesar de la tormenta
y del olvido. Tengo al frente el espejo y a
mi propio rostro y nada hallo en él salvo
viejas cicatrices que se ahondan con
inquina, que acechan en lo ido, que como
tizones ardientes se hacen memoria
y allí callan a pesar de sus gritos

aquí estoy: cabalgo las horas, hago
eco de la nada y trastoco con rubor sus
oscuros territorios, socavo aquí y allá en 
espesas neblinas y descubro callejones y
senderos que llevan al vacío. He hecho tan-
to y tan poco que apresuro el latido; empino
mi voz en la noche y busco dentro el hálito
que enciende tu rostro, hasta que cansado
entro en llanto y me conmuevo en su dolor

qué terrible luce todo cuando el oráculo 
calla; cuando la mirada no ve más allá de las
horas, cuando el afanarse de la vida se hace
sinuoso y oscuro; cuando desoímos el 
susurro de las voces y nos entregamos iner-
mes a la batalla; cuando la espera se hace 
eterna y en ella muere la esperanza





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior





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La verdad de una vieja sentencia

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


La verdad de una vieja sentencia

"En las farmacias centramos nuestra actividad profesional en la “dispensación del medicamento”, que implica la delicada tarea de orientar a las personas en el correcto uso de los mismos, evitando así la automedicación, los efectos adversos y colaterales..."

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De lo femenino y lo masculino

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


De lo femenino y lo masculino

"El problema del machismo y de la violencia contra la mujer es universal, y tiene profundas raíces culturales y religiosas. Desde siempre se asoció a la mujer con el “sexo débil”..."

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Poema XXV

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XXV 

librar serias batallas, hacer morder
el polvo a los que no tienen excusas,
vivir bajo el calor de la mirada ace-
chante, romper para siempre con el
temor, ser en definitiva el gladiador
que a cada instante cierra un frente

tú me dirás, aquí estoy, como siempre
victorioso, dispuesto a renacer, a cam-
biar de rostro, a tejer densas urdimbres
y pasiones, a dejar a tus pies lo me-
jor de mí, a poner de lado el pasado,
a seguir andando sin temor a repetir
viejos esquemas, sorteando a cada 
paso adversidades y peligros, impre-
visibles escollos

tú me dirás, aquí estoy siendo el que soy, 
sin traicionar el sendero, sin rehuir el destino,
sin adocenar el pensamiento y las acciones, 
ajeno a todo trance, apacible y sereno, siem-
pre dispuesto a buenas causas, a trajinar 
las páginas con la mirada expectante, a ser lo
que la musa me impone, a otear en los otros
lo mejor de sus deseos, a ver en cada cosa
una nueva oportunidad, a sentir que la
vida es un juego y a ella apostamos todo sin
saberlo, sin pensarlo, siguiendo instintos, 
impulsos, latidos 





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior





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LA ESCALERA

 

LA ESCALERA

Por: Ricardo Gil Otaiza

Las casas eran contiguas y estaban unidas por una pared. ¿Y las familias? Bueno, también, unidas, hasta que sucedió lo que sucedió, hace ya muchos años... y que luego les contaré.  En aquellos tiempos la ciudad no era una ciudad, sino un pequeño pueblo en el que todos los habitantes se conocían. Por las mañanas, el jefe de la casa se sentaba en el portal a esperar el paso de los marchantes, quienes llegaban cargados con los productos del campo. El lechero, con inmensos cántaros de leche fresca y muy cremosa, con la que se preparaba mantequilla.  El quesero pasaba un poco más tarde con latas llenas para todos los gustos, bajo distintas formas y años de maduración. Mientras eso sucedía, las mujeres se dedicaban a las labores propias del ama de casa, bien lavando, cocinando, atendiendo a los niños, o preparando todo para el almuerzo. En aquellos tiempos las mujeres no trabajaban en la calle, ni estudiaban en la universidad; culturalmente solo a  los hombres les estaba permitido. Muy distinto a lo que sucede en nuestros tiempos, en los que la mujer sale a la calle en busca del sustento y llega muy entrada la noche a procurar el calor para el grupo familiar.

Don Jerónimo era un hombre bueno, que gozaba del aprecio de toda la comunidad. Había instalado en el inmenso caserón que le servía de vivienda, la herrería, en cuya fragua fundía el hierro, hasta transformarlo en hermosos ventanales, en espléndidos barandajes, o en sencillas herraduras para los caballos. Hacía ya muchos años que había contraído nupcias con Piedad, bella trigueña de futuro prometedor. Su carácter era al extremo severo, impasible, y a veces altanero. De mañana se sentaba cerca de la puerta de la casa a esperar el paso de los marchantes y  a ver pasar a las muchachas. Le gustaban unas piernas bien formadas y un torso elegante y veleidoso, dejando escapar algún suspiro, o una bonita expresión de disfrute por “las obras bien acabadas de Dios” —como solía decir. No dormía en la misma cama de su esposa, sin embargo  —como el mismísimo general Juan Vicente Gómez— tuvo larga descendencia: once hijos, de los cuales le sobrevivieron ocho. De no ser así; es decir, de haber dormido cada noche con su esposa, ésta no hubiese visto ni un solo año de su vida fecunda sin el consabido embarazo. 

Don Jerónimo no era un hombre alto, pero sí lo suficientemente fuerte y atractivo como para no pasar inadvertido  Desde muy joven su cabello se había puesto blanco, y esta situación le ganó una terrible fama de abuelo a destiempo. Su memoria era prodigiosa, recordaba los hechos vividos desde los tres años de vida (tiempo remoto, que en la mayoría de las personas se desdibuja con el paso de los años).  A veces le llegaban hasta la memoria vagos recuerdos de su familia venida desde las lejanas tierras vascongadas, sobre todo cuando tenía frente así una taza de café humeante: parecía como si su humor se elevara al igual que los espléndidos vapores aromáticos.  

Recordaba que siendo apenas un niño de cinco años, se había fugado de la casa de su padre, para escapar de las palizas que le propinaba la bruja de su madrastra —quien lo odiaba con fiereza—, aprovechando las salidas constantes del general Liborio, su padre, a sus eternas campañas militares.  Antes del amanecer, el niño Jerónimo salió con una mochila al hombro, en la que solo metió un pantalón, una camisa, y unas cuantas  prendas interiores.  Sin rumbo fijo comenzó a caminar y así lo hizo durante catorce horas sin parar a descansar.  Cuando entró la noche, se encontró a la puerta de una humilde morada, y allí mismo se desmayó. Sus habitantes,  unos pobres arrieros, le ofrecieron los mayores cuidados, hasta que despertó. Durante varios días intentaron en vano convencer al niño para que regresara a su casa, razón por la cual lo aceptaron como a un miembro más de la familia, eso sí: sin pedir mayores explicaciones.

Cuando los arrieros partían al campo, mucho antes de que cantaran los gallos, Jerónimo se levantaba para ayudarlos en algunas de las labores.  Pero ellos no aceptaban que aquel niño apuesto, y de modales finos, se incorporara de lleno a un trabajo impropio para su edad y para su condición.  Solo le permitieron que ordeñara la única vaca que tenían: un animal flaco y taciturno como sus dueños, que en lugar de leche, ofrecía un líquido transparente y escaso de sus entrañas.  Con el correr de los días, Jerónimo se fue adaptando a la vida de aquella gente, que poco le ofrecía, pero se sentía seguro y a salvo de aquella mujer que se la tenía jurada desde siempre.  

En las noches, en medio del ensordecedor ruido de las chicharras y de los sapos, Jerónimo recordaba con tristeza a su padre, con quien había compartido muy poco a causa de las constantes partidas para hacer frente a las rebeliones de caudillos, a los grupos de insurrectos, o para aplacar motines en las cárceles y en los cuarteles. El general Liborio era un hombre rudo y temerario, que llegó al generalato como recompensa a su extremo valor y destreza en el campo de batalla. Con machete en mano podía dirimir cualquier contingencia, sin haber recibido herida alguna en su cuerpo. Estaba curtido por muchos soles y macerado por cientos de lluvias.  A los pocos meses, de la fisonomía de Jerónimo ya no quedaba gran cosa: su rostro lucía teñido por el hollín de la leña quemada sin reposo de día y de noche, sus manos eran fuertes y pesadas, el cabello estaba reseco y oscuro como producto de los soles tropicales.  

Una remota madrugada de mayo, mucho antes del amanecer, Jerónimo despertó sobresaltado por un extraño ruido. Sin avisar a los arrieros, se levantó para observar desde la puerta del rancho la polvareda levantada a lo lejos por los caballos, que impedía ver más allá de unos cuantos metros.  Al poco rato los arrieros lo acompañaban con machetes en mano a la espera de los visitantes. Uno de los jinetes que cabalgaba un hermoso caballo —al parecer, quien comandaba al grupo— se adelantó y alzó una bandera blanca en señal de paz. 

—En nombre de Dios Todopoderoso, os pregunto: ¿Es esta la casa de la familia Romero?, —dijo con voz potente. Al escucharlo, Jerónimo dejó caer el machete sobre la tierra y corrió a encontrarse con su padre.  Permanecieron abrazados mucho rato, y nadie decía una palabra. El silencio de la madrugaba era expectante. Los hombres que acompañaban al general Liborio estaban armados y en posición de alerta.

— ¡Bajen la guardia, hombres!... ¿acaso no veis que he encontrado a mi hijo?, —dijo insultante. Abrazados fueron hasta donde permanecían los arrieros en completo silencio.  El general introdujo su mano en un bolsillo y extrajo varias monedas de oro.

—Os pido que aceptéis esta humilde recompensa, junto con mi eterna gratitud, por haberos molestado en cuidar a mi hijo, —dijo.  De inmediato, impartió una orden de regreso a sus hombres, montó a Jerónimo en su caballo y se marcharon.  

El viaje a través de la cordillera andina se tornaba peligroso. A veces no había camino y tenían que viajar a orilla de río, sorteando inmensos peligros. Cuando habían avanzado varios kilómetros, uno de los hombres, que se había desmontado para orinar, fue mordido por una serpiente. Al escuchar el grito, el general detuvo el paso y con rapidez procedió a extraerle el veneno, utilizando para ello técnicas arcaicas que aprendió en sus lejanas expediciones. Cuando el herido se sintió bien, prosiguieron la marcha con mejor suerte hasta la ciudad.

Los recibieron con alborozo. A lo largo de las calles la gente se aglomeraba para verlos pasar, saludándolos con aplausos.  A mediodía se celebró una sesión extraordinaria en la Alcaldía, en la que amigos y allegados se turnaban, en el derecho de palabra, para expresarle al general Liborio la alegría del pueblo por el retorno de su hijo.  Mientras tanto la madrastra, aprovechando la algarabía del pueblo, rápidamente recogió sus cosas, hizo la maleta y se marchó, sin que nadie pudiera jamás dar noticias de ella.

Todavía con la taza en la mano, Jerónimo regresó de su pasado.  Ahora se encontraba casado y con una bonita familia.  Su padre, muy mayor para entonces, vivía en un espléndido caserón, rodeado de lujos y con decenas de sirvientes que se esmeraban por agradarlo. Visitaba a Jerónimo con bastante frecuencia y le apadrinó varios de sus hijos. A veces la cotidianidad se apoderaba de la existencia de Jerónimo, quien la ahuyentaba con whisky y en compañía de hermosas mujeres. Piedad sabía de sus contoneos voluptuosos, no obstante, el fuerte carácter de su esposo, y ese espíritu indomable que lo caracterizaba, le impedían a ella hacer otra cosa que no fueran reproches.  De la noche a la mañana Jerónimo se transformó, de cristiano escéptico y fugaz, en asiduo y fervoroso practicante. Cada mañana —mucho antes de las cinco— se levantaba para afeitarse, engalanarse, y partir a la misa de cinco. Una tarde, Gertrudis —quien era la madrina de bautizo y de confirmación de Piedad— la alertó acerca de la inaudita y súbita costumbre de su esposo.  

—Hija, no está de más que abra los ojos con respecto a la extraña actitud de su esposo. Resulta muy sospechoso que de buenas a primeras se convierta en un fervoroso cristiano, —dijo capciosa.

—Jerónimo no es ningún santo, madrina, ya le he contado de sus amoríos con cualquier mujer que le pase por el frente.

—Pero es que esto me huele distinto, hija. Algo se trae entre manos su esposo..., algo que no me gusta nada.  Es más —agregó contundente—: mañana mismo usted debe averiguar lo que le está pasando. 

Al día siguiente Piedad fingió que dormía. Luego que Jerónimo se acercó para besarla cuando se despedía, se levantó con sigilo, azuzó el oído, y esperó hasta que su marido cerrara la puerta de la calle para seguirlo. Se extrañó al no escuchar ruido, salió hasta el zaguán y constató que la puerta estaba cerrada desde adentro, lo cual significaba que su esposo estaba aún en casa. Con serenidad fue hasta cada rincón y no lo encontró. El silencio reinante hizo que sintiera miedo, un leve escalofrío le recorrió el cuerpo y las piernas le flaquearon.  De pronto sintió deseos de volver hasta la habitación, pero las duras palabras de su madrina Gertrudis, que le herían su orgullo de mujer, hicieron que no desistiera, y tomara nuevas fuerzas para continuar. Con cada ruido del amanecer se le aceleraba el corazón: sentía que le latía en la boca, en la garganta, en las manos, en los oídos.  El aleteo violento de los canarios, o el ruido de las hojas de los helechos al golpearse con las paredes, se le insinuaban como fantasmas al acecho. Sentía su casa extraña, ajena, como si a cada paso cualquier cosa podría sucederle.  Por instantes se sintió estúpida, infeliz, una pobre mujer tras los pasos de un marido infiel. Pero estaba ya decidida, era mejor salir de la grave incertidumbre que se le había clavado en su corazón, hundiéndola en la depresión, en el hastío de estar unida a alguien que no le pertenecía completamente, alguien que buscaba en brazos ajenos el calor que ella nunca le negaba. Llegó hasta la cocina, y el sonido de los trastos viejos que tanto le habían servido, le entristeció la mirada. Con la mano se secó las lágrimas y se adentró hasta el solar. Poco a poco se fue internando en ese pequeño bosque que había nacido como fruto de su trabajo: de mañanas y tardes enteras entregada a la labor de la huerta, de la plantación de ruborizados tomates y pimientos, de pepinos largos y enhiestos como falos amenazantes, de alegres y redondos repollos, de pequeños árboles de plátanos que parecían viejos agonizantes o ebrios. A cada paso el crujir de las hojas la devolvía a la vida, le recordaba que estaba en su propia casa, y que no había podido cumplir con su cometido. Al mirar hacia un lado, vio la escalera que perteneciera a su difunto padre recostada en la pared. Una ráfaga de electricidad la arropó de pronto, las vísceras se le comprimieron y punzadas de dolor le aguijonearon la carne. Allí estaba la prueba. Ese instrumento de madera, largo como un cuello de jirafa, le servía a su esposo para saltar hasta la casa del vecino —un hombre viejo y pálido  que se casó en el ocaso de su vida—  para verse con su mujer. Lloraba. Sabía que ella era mejor que su vecina; pero se indignaba. Ahora comprendía las salidas de su esposo bien de mañana, de su fervor cristiano; de ese extraño olor que tomaba su cuerpo y que ella le notaba al regreso. Jerónimo aprovechaba que el esposo de Eufrasia iba a misa de cinco, para refocilarse con su mujer, para revolcarse en aquellas sábanas que sabía prohibidas.  

Sin esperar su regreso, Piedad huyó del solar; temblaba, acezaba, tenía ganas de matarlos, de cortarles la cabeza, de destrozarlos en mil pedazos. Nunca había sentido tanta indignación, tanto coraje contra otros y contra ella misma.  Eran las seis.  Fue hasta su habitación, se sentó en la cama y pensó largamente, ensimismada, abobada, hundida en miles de cavilaciones, de espejismos y de rabias. ¿Qué hago ahora? —se preguntaba. Caminaba de un lado al otro de la habitación, tejía hipótesis, excusas y alegatos terribles que daría a los jueces por sus crímenes.  Se veía sentada, humillada, perpleja de asombro por algo que intuía, pero que no podía asegurar. Desde hacía mucho tiempo veía las miradas subrepticias entre Eufrasia y su esposo; pero no les daba importancia. Se creía insustituible y segura, a pesar de las frugales aventuras de su marido.  No podía pensar el que su esposo pudiese gustar de aquella mujer sin ningún atractivo: desgarbada, ojerosa y olorosa a ajos.  ¿Qué hago? —se volvía  a preguntar. No encontraba respuesta. Sentía que los caminos se le habían cerrado.  Entonces pensó en su madrina Gertrudis.

—Yo se lo dije, que su marido andaba en algo raro, —dijo seca y con un mohín de superioridad.

—Sí, madrina, pero ahora me encuentro con una verdad tan grande como la Sierra Nevada y no sé qué hacer, —dijo Piedad con las manos en la cara.  

—Hija, se me ocurre una idea. Vaya y se lo cuenta al padre Pablo: es un hombre sabio. Sabrá que aconsejarle.

—¡Cómo madrina!, me daría vergüenza contarle a un sacerdote algo tan íntimo, tan mundano.

—Solo él podrá contarle una verdad tan espantosa al infeliz viejo cornudo del marido.

—Vamos, madrina, no estoy para malos chistes. En todo caso, yo también soy una cornuda…

—No lo digo como chiste. ¿Sabemos acaso cómo reaccionará Don Modesto frente a una situación tan indecorosa como esta? Podría matar a Jerónimo y a Eufrasia. ¡Una tragedia!

—No lo sé, madrina, aún no me convence, —dijo Piedad.

—Hágalo ahora, hija, aproveche que Jerónimo está en la herrería.

Piedad se fue hasta la iglesia: un templo al estilo barroco-bizantino, de una hermosura tal, que asombraba a los turistas por estar inmerso en un pueblo perdido en el mundo. Eran las nueve de la mañana. La oscuridad era dueña del recinto. De pronto recordó que no llevaba puesto el velo, pero no le importó. Comenzó a avanzar a través de la nave central y a cada paso un eco espectral le devolvía fantasmagóricos sonidos que la estremecían. A cada lado, e incrustadas en simétricas hornacinas, yacían petrificadas antiguas imágenes de santos, con miradas brillantes. Por instantes se asustaba con el sonido de los murciélagos que volaban de un lado a otro de la iglesia buscando sus nidos, o con el veloz aletear de colibríes atrapados entre aquellas vetustas paredes, resignados a morir de hambre. Nadie había en la iglesia, los feligreses desaparecían tan pronto finalizaba la misa.  El miedo y la expectación hacían que el trayecto hasta la sacristía se le tornara siniestro. A veces el crujir de la madera de los asientos y de los confesionarios le impulsaba a dar un salto, y maldecía su suerte.  Cuando llegó a la sacristía, tocó con el nudillo dos veces y no recibió respuesta. Al rato, el sonido de aldabas oxidadas la sobresaltaron y, aún más, el rostro de un hombre alto y delgado, de ojos muy grandes y húmedos y de dientes podridos, que se asomó. 

—¿Qué desea la señora?, —dijo con voz hueca, como salida desde un profundo túnel.

—¿Bu... bu… e…no...— tartamudeó Piedad— deseo hablar con el padre Pablo.

—Está desayunando, pero puede esperarlo si es su gusto, —dijo cortésmente. El muchacho le acercó un mueble de madera, que por su aspecto decimonónico dejaba ver su antigüedad, y se perdió. Piedad se sentía incómoda, insufrible, como víctima de una pesadilla. Sobre la pared estaba colgado un crucifijo descascarado y mocho, que le restaba prestancia al lugar.  Pasaron algunos minutos, cuando de pronto sintió sobre su hombro una mano fría y pesada, estando a  punto de gritar escuchó:

—¡Qué sorpresa!..., usted por acá Piedad. Que recuerde, no viene nunca por la iglesia en horas de la mañana.... algo novedoso le trae. 

Al voltear, Piedad pudo constatar el rostro nada agradable del padre Pablo: sus cicatrices que le dejó alguna enfermedad ya perdida en el tiempo, esa apariencia mofletuda que contrastaba con una dulzura interna imposible de cotejar. De pronto, de aquella boca escapó una leve sonrisa que dejó al descubierto unos picachos de dientes, amarillentos y espaciados. 

—Me asustó usted padre —dijo Piedad—, al tiempo que se inclinaba para besarle la mano. Gesto que fue rechazado con extrema cortesía:

—En absoluto, Piedad, usted es como de la casa, eso déjeselo a los otros... A ver, a ver, hija, qué le trae por acá, —dijo. 

Piedad bajó instintivamente el rostro en señal de vergüenza, y un leve enrojecimiento, que contrastaba con la penumbra del lugar santo, delató su estado de turbación.

—Es que...padre....bueno...usted verá... 

El padre Pablo se levantó de la silla y fue hasta donde estaba Piedad, y le tomó las manos.

—Hija, si le avergüenza hablar de esta forma, vamos hacerlo bajo el sacramento de la confesión.

 De inmediato fue hasta donde reposaba un inmenso mueble marrón, carcomido por el tiempo, lo abrió, y extrajo una hermosa estola con ribetes dorados, y se la puso alrededor del cuello, no sin antes darle un beso. 

—Ahora sí, Piedad, no está usted ante un simple y mortal sacerdote, sino ante un ministro de Dios, al cual le va a contar lo que tiene que contarle —dijo con voz ceremoniosa y grave.

—Padre, mi esposo me traiciona, —dijo Piedad con el último hilo de voz que le quedaba.

—Perdóname, hija, pero eso no es nada nuevo, toda la ciudad sabe lo flojo de bragueta que es su marido.

—¡Padre, por Dios, que está usted diciendo! —dijo perpleja Piedad.

—Perdón, otra vez, hija, y esta vez por la dureza de mi afirmación. Por favor continúe usted.

—Verá, padre, lo que le quiero decir es algo mucho más grave de lo que usted y el mundo entero se imaginan, —dejó caer las palabras con un rictus de importancia y de hidalguía.  Continuó: —Mi marido me engaña nada más y nada menos que con Eufrasia, la esposa de mi vecino Don Modesto.

—¡Qué! —exclamó el padre Pablo con los ojos desorbitados y moviendo las manos sin coordinación alguna.  Al instante guardó de nuevo la compostura y dijo:

—¿Cómo lo sabe usted? ¿De qué pruebas se vale para decir semejante barbaridad? 

—Bueno, padre, todo comenzó con una sospecha de mi madrina Gertrudis, que al notar cambios en el comportamiento de mi marido, me alertó acerca de alguna aventura fuera de lo común.

—Siempre verán a esa vieja chismosa metiéndose donde no la han llamado —dijo con enojo y fiereza el cura.

—No diga eso, padre, mi madrina Gertrudis no es ninguna vieja chismosa. Si me alertó es por mi bien y el de mi familia.

—Al grano, Piedad, ¿cómo sabe usted que su esposo la engaña con Eufrasia?

—Lo vi con mis propios ojos que se los han de comer la tierra.

—Pero, no entiendo... digamos que los encontró...

—¡No, Padre!, lo seguí cuando se levantó esta mañana bien de mañana y me di cuenta de que coloca una escalera en la pared que colinda con la de los vecinos... por donde seguramente pasa hasta la casa de esa mujerzuela...

—Un momento, Doña… —no pudo terminar su nombre—: está usted afirmando algo tan grave contra su marido y contra Eufrasia por el simple hecho de ver una escalera puesta en la pared que colinda con la casa de sus vecinos... ¿Estoy entendiendo bien?

—Bueno... no sé..., ¿entonces qué hace esa escalera allí si yo no la puse? —interrogó Piedad acorralada por la astucia del padre.

—Vaya usted a saber mi doña. No podemos juzgar a nadie si no contamos con una clara evidencia del hecho. Más, si la cosa enloda el honor de dos familias distinguidas de la ciudad. 

De pronto, el padre Pablo se levantó de su silla, y alzando la mano con el dedo índice amenazador dijo:

—Vaya a su casa, Piedad, y pídale perdón a su marido por haberlo juzgado sin pruebas, y dígale a Gertrudis que tengo que hablar con ella a la brevedad posible.  

—Yo no le pido perdón a mi marido, y más a sabiendas, como usted mismo lo dijo hace un rato, que me juega el honor con cuanta mujer le pasa por su lado.

—Si no lo hace, hija, está usted expuesta al pecado mortal y a la excomunión de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana —dijo con cautela en el tono de voz, y luego agregó:

—¿Supongo que usted no querrá exponerse a eso...?


Piedad regresó a su casa con todo el desánimo de la humanidad sobre sus hombros. En su mente no cabía tal aflicción y desdicha. Su mundo, su pequeño y grandioso mundo se hacía pedazos en un instante. Pensó en suicidarse, en salir rápidamente de este mundo para escapar como una cobarde del inmenso dolor que todo eso le causaba; pero la salvación del alma le era más importante y trascendente que salvar su honra. Sabía de sobra de las ligerezas de su esposo, de esa liviandad de alma que le permitía refocilarse con cualquiera de la calle; solo que no conocía ningún rostro, ninguna imagen llegaba hasta su cerebro para poder asociarla con la impudicia de Jerónimo. Por eso lo de Eufrasia no lo soportaba: no sabía si era el honor lo que tanto daño le causaba, o el orgullo de hembra  herido frente a una contendora que intuía menos dotada que ella. 

¿Pensaba en ella cuando se acostaba con Eufrasia? ¿Acaso un ápice de remordimiento le aguijoneaba el corazón mientras la traicionaba con una mujer simple, y sin mayor atractivo que el no ser su esposa?

 A Jerónimo no le dijo nada, y mucho menos le pidió perdón. Tampoco se atrevió a ir a la casa de la vecina para gritarle en su cara la desvergüenza y lo mucho que la despreciaba. Sabía que era rebajarse a la vil condición de una esposa muerta de celos. 

A penas tuvo fuerzas —presa de una gran rabia e impotencia— para tomar con sus manos un hacha (la misma que con gusto utilizaría para decapitar a su esposo y a Eufrasia) que reposaba en la trastienda, y dirigiéndose al solar buscó con desesperación la maldita escalera para hacerla añicos, y así borrar todo vestigio de pecado; pero no la pudo alcanzar. Con horror descubrió que la escalera se hallaba hacia el otro lado de la pared. 





Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).




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La feminización de la pobreza

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


La feminización de la pobreza

"La realidad de la pobreza en América Latina, África y Asia se patentiza en el rostro de la mujer. Hablamos de hogares matriarcales, en los que la única cabeza y sustento son las mujeres, quienes no tienen posibilidad de acceso al mercado laboral..."

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Poema XXIV

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XXIV 

una vuelta más al sol, muchos días
contenidos en el ahora, cabalgar presurosos
y llevar consigo errancias y haberes
que justifiquen lo vivido. Ser uno y muchos, 
tantas cosas nos definen, estar aquí y allá como
si no nos bastara el aliento que nos mueve. Mirar
el ayer y el mañana y sentir de pronto la calidez
de la brisa, su contacto con la piel, saberse ungido 
de esperanza frente al ominoso destino. 

caminar sin mirar atrás, sonriente y expectante, 
batir con fuerza las alas a pesar de la tormenta. 
Arrancar al día una sonrisa, no importa qué haya 
sido, serenar el rostro y decirle al mundo
que estamos vivos, que aún late en nosotros 
cordura y desvarío

una vuelta más al sol, cambio de piel
y cruce de caminos, trajinar horizontes
sin otear los ayeres, ser espuma de mar
aunque presagie tormenta; mirar a la
cara al otro y buscar en nosotros los
porqués de lo vivido. Hay tanto por
andar y recorrer, tantos rostros que vol-
ver a ver; tantas luces encendidas
en la espesa neblina





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior





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El mundo podría ser mejor

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


El mundo podría ser mejor

"Hay que tomar medidas que reviertan el caos que hemos generado. De no hacerlo, estaremos privando a las futuras generaciones de un planeta vivible, y no hay derecho para esto..."

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De la gran meta educativa

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


De la gran meta educativa 

"La educación primaria de mis tiempos era de mucha exigencia y de elevada calidad. Recuerdo que teníamos incluso que presentar examen final con jurado seleccionado de otras escuelas, y designado por el Ministerio..."

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Poema XXIII

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XXIII

el tiempo ha pasado y fatigado la
piel, los días son recuerdo en el
ahora, el ser está expectante y el
mundo enfermo de dolor, y ya na-
da podrá recuperar lo perdido. Mucho
se ha errado en el camino, todo es instin-
to y pasión, y ya la lumbre que oteaba
el horizonte se ha extinguido. Aquí estoy
sobre el papel, intento dar forma a lo impo-
sible, pero el estrépito de la batalla es
más fuerte que mi voz, y a veces las fuerzas
flaquean y la voluntad derrumba

el ayer no existe y los ramalazos del presente
golpean con fuerza hasta hacerme sucumbir. 
Luego me lavanto, me empino sobre la realidad 
y oteo tristeza y desencanto. El país ya no es-
tá, lo secuestraron las huestes, y en su lugar
dejaron sombras erráticas, seres anodinos
y cansados; restos de grandeza transformados
en miseria y escombro

el desaliento cunde por doquier, los sueños son
bruma y lluvia, luz cenital al final de la
tarde que arrastra sus pasos, viento gélido
que entumece los sentidos, noche oscura de
los tiempos, eco de espectros paganos, mur-
mullo de oraciones a un dios lejano. Nada ha que-
dado, todo se fue apagando, permanece solo la
flama herida del recuerdo





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior






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EL ROBO

 

EL ROBO

Por: Ricardo Gil Otaiza

El día se presentaba ideal para una de las tareas que lo había llevado a la desesperación en los dos últimos años: finalizar la escritura de la novela. Muy de mañana se dio una deliciosa ducha con agua helada, tomándose todo el tiempo posible. Dejaba caer sobre su cabeza ese torrente que llegaba desde la sierra, que brotaba límpida desde unas cumbres aún desconocidas y más o menos vírgenes. Sentía constreñir cada intersticio de su cabeza, cada espacio.... cada lugar habitado por decenas de personajes, a los cuales les daría vida dentro de un momento. No por casualidad la noche anterior se le había dificultado conciliar el sueño: se revolcaba en la cama presa de una extraña sensación de vértigo, de pesadez, que lo devolvió a la cocina para prepararse una infusión de menta. Pero nada lo tranquilizaba, era un torbellino de ideas lo que llegaba a su cabeza para atormentarlo, incorporándolo —cada vez más— en su siniestro vórtice. Cuando se levantó, a las pocas horas, todo le daba vueltas, las paredes de la habitación se le iban encima sin remedio. Pero vencería: había decidido finalizar el libro aquella mañana, su paciencia ya no aguantaba levantarse cada día con la sensación de bloqueo y de rigidez mental, que lo hundieron en el vacío, en el anonimato que tanto odiaba. 

Aquel verano resultaba perfecto para su propósito: la familia desapareció entre montañas de maletas tras un portazo, para encenderse en las brasas de las playas, en el sol inclemente, en los baños de arena que laceran la piel. Eso no estaba hecho para su temperamento, para su idea del descanso y del disfrute. Prefería quedarse en casa y descansar leyendo, o escuchando música, o simplemente no haciendo nada. La carpeta que guardaba las ciento ochenta y tres cuartillas de su inconcluso libro, estaba cubierta por capas de polvo e hilos de telaraña. Nunca más se atrevió a hojear aquello, ya que una sensación de frustración y de fracaso lo abrazaba sin remedio. No podía explicar a nadie, mucho menos a sí mismo, el porqué de la demora, de tanta insatisfacción, de cientos de cuartillas escritas y tiradas sin remedio a la papelera. Nada podía sacar en limpio —aunque su escritura se perdiera en la marea de la alegría— porque luego se esfumaba cuando lo leía de nuevo. Creyó en algún momento haber perdido la capacidad creadora, o estar frente a la senectud mental, de la que tanto hablan los expertos. Pero estaba dispuesto a finalizar el libro, a pesar de la noche siniestra, a pesar de sus tantos temores y de los comentarios malintencionados de sus amigos, que lo sumergían en decenas de cavilaciones. 

Tomó la máquina (sin presagiar siquiera lo que vendría), apartó un cuarto de resma de papel, preparó un litro de café tinto, y arrumó sobre la mesa dos cajetillas de cigarrillos. Comenzó a escribir y las ideas comenzaron a fluir de manera serena, libre, sin presiones que lo molestaran. A diferencia de las ocasiones anteriores, sentía una seguridad inusual, inaudita, que lo aferraba a los pliegos de papel que iban brotando incesantes de la máquina. Después de una hora, en el cesto no había ni una sola hoja perdida o herida con la tinta imprecisa. En el papel estaban plasmadas las frases tal y como las pensó desde siempre: sin equívocos, sin dudas, sin ideas confusas que tuviera que arreglar luego. A medida que avanzaba notaba con orgullo como aquel libro —que parecía encantado—, iba aumentando de tamaño, cobraba fuerza, volumen, ímpetus de gran obra: no lo pensaba por el tamaño, sino por la versatilidad que se apoderó de su mente y de sus manos. Al finalizar la mañana, escribió diez cuartillas limpias, precisas, que nada tenía que objetarles su creador. Se levantó, abrió la ventana de la sala y aspiró con suavidad la brisa que se colaba, el frescor de una tarde prometedora. Se sirvió una taza de café y fumó un cigarrillo, no quería pensar, no deseaba hacer conjeturas o comparaciones que le recordaran sus anteriores experiencias. Se sentía un creador, un artífice de vidas, quizás un dios. Luego de dos oscuros años de inacción, de mutismo, aquella esplendorosa jornada lo devolvía a la vida. 

En la tarde la experiencia se repitió y —a pesar del calor y del sueño que a veces intentaban apoderarse de su voluntad—, logró resolver el nudo principal de la trama, dio a cada personaje un cierre magistral, con lo cual aprovechó al máximo las posibilidades de todos. Logró serenar la sensación de pesadez y de presión que lo invadieron la noche anterior. Poco a poco fue resolviendo las dudas que le cercenaron el ver publicada su obra desde hacía casi dos años. 

A las once de la noche finalizó el libro. Tomó con alegría las cuartillas escritas, las ordenó con sumo cuidado, para luego incorporarlas dentro de la carpeta que contenía la otra parte. Con un cigarrillo en la mano las fue hojeando con serenidad, lentamente, como asegurándose de que no era un sueño, de que de verdad tenía entre sus manos el libro más deseado y la resolución a la experiencia más dolorosa de sus últimos años. Llegó a pensar en el absurdo de aferrarse a la nada: a letras plasmadas sobre hojas de papel, a ideas y situaciones sobre personas inexistentes. Pronto deshizo el pensamiento, no podía permitirse minimizar su obra, o enmarcarla dentro de un proyecto superfluo o tonto. A diferencia de lo que pensaban muchos, para él la literatura era la vida misma, era la única razón: su sola excusa dada por la existencia. El libro estaba allí, materializado, presente, redondeado; nadie podría en lo sucesivo dudar de su capacidad, de su vena literaria, de su entereza tan puesta en entredicho en los años recientes. Todos tendrían que reconocerle, alabarle, aplaudirle por tan espléndida contribución a la cultura occidental. Era ya casi uno de los grandes, ¿quién se atrevería a negarlo? 

Al día siguiente, intentó ordenar el estudio, puesto patas arriba por su entrega total a la escritura. La fetidez de la comida descompuesta le lastimaba el olfato, por lo que impregnó una toalla absorbente y la pasó por los anaqueles y por el escritorio. Arrojó a la basura varias bolsas de desperdicios, y guardó en el closet la ropa que lucía arrojada de cualquier manera sobre los muebles. Encendió el televisor y escuchó el noticiero matutino. De pronto una serie de graves incertidumbres comenzaron a aguijonearle los sentidos y la paz. ¿Quién le publicaría el libro? ¿Cuánto tiempo pasaría para verlo impreso? ¿Acaso tendría él que editarlo, como hacían varios de sus amigos por la ausencia de casas interesadas? La alegría del rostro se transformó de pronto en mohín de terror, en mueca de espanto, ante la posibilidad de vagar con un libro bajo del brazo. Le molestaba sobremanera el tener que hacerles antesala a los grandes burócratas de la sociedad, le sabía a mierda la pirámide de valores que los hombres habían impuesto para que todo medio funcionara. Jamás se había inclinado frente a seres mediocres y despreciables, que pretendían tener la solución a todo, y que a cada circunstancia y razón les ponían un precio; muchas veces inalcanzable para la gran mayoría. No quería pasar por otro suplicio más, ya le bastaba el haber estado bloqueado durante dos largos años, propinándole un sinnúmero de dolores de cabeza, de malestares estomacales, de caída del cabello, de exacerbación galopante de su úlcera gástrica. A pesar de tener cuarenta años, a veces creía tener más de cien: se sentía pesado, fofo, intolerante e intolerable. Muchas veces la mujer y los niños tuvieron que salir de la casa para no escuchar sus imprecaciones, sus gritos y pataletas infantiles: los cientos de reclamos por aquello que decía no depender de su presencia ni de su voluntad. ¡Basta! Estaba bueno ya de mala vida; una vez escrito el libro, se publicaría sin muchas dificultades ni zozobras. Se daba tres meses para esto. 

A los pocos días recibió una llamada de su esposa comunicándole el regreso. Por lo tanto, debía partir de inmediato a la ciudad vecina para recibirlos en el aeropuerto, ya que los vuelos locales estaban suspendidos por arreglos generales en las instalaciones. Con fastidio inocultable, colgó la bocina y se preparó para el viaje, introduciendo en un maletín algunas cosas para el aseo personal. Se cercioró de que las puertas traseras estuvieran bien cerradas, dejó suficiente comida al perro, puso agua y semillas a los canarios, desenchufó los electrodomésticos, cerró las ventanas, desconectó el servicio de gas y de luz, y cerró la llave de paso del agua. De igual forma revisó el vehículo, que desde que le habían caído diez años de vejez, no salía de algún problema. Midió la presión del aire de las llantas, puso agua desmineralizada a la batería y, por último, revisó el sistema de frenos y de embrague. Estando a punto de salir, vio en el escritorio el sobre manila con la novela, pensó meterlo dentro del maletín, pero le pareció inoportuno, podría extraviarse o mancharse durante el viaje. Se le ocurrió escribir con marcador y en letra grande de molde: "Este paquete contiene una novela triunfadora". Se rio por la ocurrencia, y dejó el sobre en el mismo sitio. 

Durante el viaje no hizo otra cosa que hablar de su novela finalizada. La esposa lo miraba con resignación y paciencia: total, su triunfo sería el de todos. 

Al llegar a la casa los esperaba el vecino, que muy pronto se apresuró a recibirlos. Se le notaba descompuesto, con grandes ojeras, y con una palidez inusual. Les tenía la noticia de que la casa había sido robada. Encontraron todo por el suelo. Al perro lo degollaron, a los canarios les retorcieron el pescuezo: todas las piezas de porcelana y la vajilla fueron destruidas en minúsculos trozos. Más que un simple robo, aquello era un acto de salvajismo y brutalidad. 

El resto de la casa estaba en las mismas condiciones, solo que en la cocina pintaron en las paredes —con salsa de tomate— ¬consignas pronazi, que invitaban a la destrucción de todo aquello que representara el status, al judaísmo y a sus seguidores. Javier comprendió que aquello significaba un acto de terrorismo contra los descendientes de judíos, por un renacer del nazismo en las nuevas generaciones de alemanes. Las muñecas de las niñas fueron destruidas, extrayéndoles las entrañas con una navaja y desperdigando todo su interior a lo largo de las habitaciones y de los pasillos. Hasta las flores del jardín fueron cercenadas sin pudor alguno, tirándolas a lo largo de la calle. En el lavandero Javier encontró un gran recipiente con restos de cenizas, que el viento había arrastrado por todos lados. Al parecer —pensó por un instante— le prendieron fuego a algo como documentos, fotos, o..., intuyendo lo peor, corrió hasta su escritorio y no encontró el sobre con la novela, pero sí una pequeña nota: "Las cenizas de la novela alimentaron nuestro ego, de ahora en adelante la llamarán: Lo que el viento se llevó; por su puesto, en su tercera parte".  

(Hay momentos que merecen un buen suicidio: tal vez un pistoletazo en la sien, una soga bien amarrada al techo, o unas venas abiertas hasta el desangre total. Hay episodios literarios con los que un escritor puede lucirse, o llevar a los lectores hasta un estado de éxtasis máximo y definitivo. No obstante, eso solo acarrearía lujuria narrativa, placer orgiástico, deleite absoluto y morboso. El caso de Javier, es uno de esos en los que sucede lo inaudito, lo imprevisto y lo impensado. Pudiéramos, entonces, darle otro destino a nuestro escritor, como volverlo loco perdiéndolo para siempre al ejercicio de la lucidez, o alejarlo de la casa sin un rumbo fijo. Otros, lo enfermarían de un infarto fulminante, que lo mandaría —ipso facto— a la eternidad. No obstante, todo esto conllevaría catarsis, limpieza del espíritu, liberación fortuita de todo aquello que llevamos por dentro como un lastre; y no deseo hacerlo así. Perder una obra, tal y como le sucedió a Javier, es como perder la vida. Ya lo había expresado el narrador: "la literatura era la vida misma, era la única razón: su sola excusa dada por la existencia " ¿Qué más podría sucederle al personaje? Si el narrador lo privó de su razón de la existencia, de esa energía en que se convierten las letras en la vida de un escritor; lo ha privado de todo. Dejemos, pues, que sea el mismo Javier —y su familia— quienes decidan qué hacer con sus vidas, qué rumbo darles en lo sucesivo). 

En estado de abatimiento, Javier y su familia procedieron en silencio a poner las cosas en su sitio. Se dividieron las tareas: unos fueron a la cocina, otros se quedaron en la sala, y el tercer grupo ordenó las habitaciones. Nadie dijo nada; ni siquiera dieron parte a la policía. El vecino se incorporó también a las labores, trabajando en el césped y sembrando nuevas flores. Durante varias semanas trabajaron día y noche; apenas descansaban para beber agua y comer. De noche se turnaban: los padres arreglaban durante tres horas y los hijos dormían. Luego cambiaban de guardia. Poco a poco el hogar fue recobrando el brillo y la placidez que alguna vez tuvo, y hasta la sonrisa retornó en algún momento. 

Al mes la tarea finalizó, quedando Javier solo con la decisión que le devolvería la alegría: reescribir su obra, retomar los puntos centrales para intentar contarla de nuevo (tenía esa tarea por delante y la labor se convertiría en su gran razón para seguir viviendo). Algunos días al amanecer sentía la necesidad de sentarse para comenzar a teclear en su vieja máquina portátil; pero el escozor y la rabia retornaban de nuevo. Quizás no era el momento. No estaban dadas las circunstancias. A lo mejor tendría que pasar meses o años para que Javier retornara a su camino. ¿Escribirá la novela otra vez? ¿Saldrá triunfante de esa prueba? Él no lo sabe aún, mucho menos nosotros. El tiempo —que cicatriza algunas  heridas— quizás le permita a Javier rescatar su obra de las cenizas. ¿Acaso no lo había hecho antes? 



Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).




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