Poema V

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

V

muy pronto quedó el nido
vacío, la casa se me vino
encima. Hablo con la nada
en las horas del encuentro con
las sombras, y mi estentórea voz
denuncia con sus ecos lo impo-
sible del ahora. ¡Qué solo he que-
dado en mi propio mundo!

me paseo inquieto entre las
cosas y a ratos escucho lo que
cuentan: el diálogo callado entre
el ser y la nada. En mi soliloquio 
ausculto mi historia, pero ella enmudece
si le inquiero verdades. Todo es tan
relativo como la importancia del
verso, y sin embargo eternece

¡qué callado está mi mundo!, la 
voz crece hacia adentro. Nada de lo
que pretendía seguro permanece.
Los ecos de la conciencia me
recuerdan que estoy vivo; mi presen-
cia se hace etérea. Ergo, un tímido 
vaho que no empaña los cristales
de la vida


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior


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Uno grande entre los grandes

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 


Uno grande entre los grandes

"Gustaba de la buena sazón, disfrutaba de una grata velada, bailaba muy bien, vestía a la moda y con elegancia (gracias a que desde muy joven, y para ayudarse económicamente, aprendió el oficio de la sastrería, por lo cual elaboraba sus propios trajes)..."

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Poema IV

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

IV

corto es el recorrido, y muchos
los años vividos. Sin embargo, hubo
ayeres en los que oteé en el
paraíso prometido, pero pronto
conocí el desengaño; heme aquí
con Dante en el averno. ¡Que As-
clepio y todos los dioses me 
conserven!

rápido pasan los días
como queriendo recordar 
la finitud y el ocaso. En vano
hallo consuelo en lo escrito,
porque muy pronto le acae-
ce el olvido. Cada libro
leído es una pieza extraviada
en el laberinto interior, y no
hallo puntos de contacto

soy hechura del desvarío
de otros. Me han conducido 
por calles oscuras y no
es posible encontrar el centro
del ahora. Cada historia per-
sonal es un álbum de fotos, 
en el que el rostro permanece
intacto, no así la mirada de
quien lo observa desde la
oquedad de la sima  



Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior



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Lo usual en el lenguaje


Por: Ricardo Gil Otaiza 


Lo usual en el lenguaje

"Como usuarios de este instrumento maravilloso que es la lengua española o castellana, debemos ser cuidadosos para no degenerarla, creyendo enriquecerla..."

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Alimentos y medicamentos

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Alimentos y medicamentos

"Como se puede observar en esta modesta lista de alimentos y de medicamentos (por razones obvias dejé muchas plantas por fuera), no requerimos hacer grandes esfuerzos para mantenernos sanos..."

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Poema III

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

III

he cometido el peor de
los pecados: dejar que mi
fe se extraviara por oscuros
laberintos, y ahora me hallo
perdido, a la deriva, náufrago
de aliento

las cárceles del alma me atenazan, 
soy su cruel prisionero,
vago por amplios espectros de
razones adocenadas. Busco 
sin hallar consuelo; ya nada
podrá salvarme

es el vacío lo que más duele,
que se incrusta en los huesos
como morbo terrible, hasta
hacer de mí poseso de un
pasado imposible. ¿Qué fue
de mi ser? ¿Adónde huyó mi ino-
cencia? ¿Qué fue de mi dios inte
rior? ¿Quién secuestró el dogma?



Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior



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Cuento - PARAÍSO OLVIDADO

 


Un rayo de luz proveniente del oriente iluminaba mi rostro. El viento era sutil, fresco, levantaba mis blancas vestiduras. El lugar era lo más hermoso que ojos humanos hayan visto jamás. Flores de diversas formas, tamaños y colores tapizaban los mu­ros y ventanas. Rosas, gardenias, amapolas, tulipanes, lirios, cayenas…

Las edificaciones transparentes permitían la visión de la natu­raleza. Cuánto verdor, cuánta vegetación. Los animales se co­deaban con los seres humanos de manera perfecta y sin miedo. Un tigre jugando plácidamente con un niño, al igual que el león con un hombre. No había reyes ni emperadores que rompieran el orden.

No sentía hambre. El pensamiento era nuestro único alimen­to. Los cuerpos eran livianos y sin dolor. Todo era un verdadero paraíso.

Caminos trazados de manera perfecta se dibujaban en el hori­zonte. El ganado pastoreando. Las flores purificando con ale­gría el ambiente. Cielos despejados y pintados al pastel.

Allí nadie discutía o reñía con su hermano. Las relaciones eran inaudibles. Sólo nos comunicábamos telepáticamente. La tierra húmeda enriquecía generosamente a la planta, para que de ella brotaran los mejores frutos, que no comíamos, sino que regresaban a la tierra en un ciclo perfecto.

Aguas cristalinas —hábitat de ciento de miles de animales— co­rrían plácidamente en medio de los campos, bañándolos de ma­nera continua, sirviendo de fuente de vida para todos los seres vivientes.

Yo observaba desde la cumbre de una montaña todo el uni­verso y su grandeza. No sabía cómo había llegado hasta aquel paraíso. Lo cierto era que me sentía confortable, tranquilo. De mi vida pasada no recordaba nada en absoluto. Apenas tenía una ligera imagen de la forma de mi rostro, por lo que me decían las aguas limpias y cristalinas del río.

Veía a otros seres como yo, mas no nos acercábamos. Cada quien vivía su vida de manera independiente y libre. No recibía órde­nes de nadie. Sin embargo, intuía internamente fuerzas superio­res a quienes daba tácitamente cuentas.

No tenía noción del tiempo, al parecer no existía. Sin embargo, no me importaba en absoluto...

Todo era luz... siempre, constante. Había muchas lunas sobre mi cabeza. Todas de diversos colores y con algunas característi­cas que las diferenciaban unas de otras. Percibía los movimien­tos entre ellas. Cambiaban de manera constante sus posiciones. Muchas estrellas errantes dejaban a su paso estelas titilantes y vistosas.

No sé cuanto tiempo estuve en aquel estado de perplejidad (aunque mi médico, el doctor Thompson se empeñe en decir que fueron tres años). A pesar de que había mucho movimiento, al mismo tiempo, todo era inalterable. Era como mirar una her­mosa película que se quedó detenida en un momento del rodaje.

Lo qué más recuerdo, y lo que más anhelo de mi experiencia, fue la inmensa y absoluta paz. El gozo interno que experimenta­ba... es inexplicable.

Lo extraño de mi caso es que, a pesar de haber estado muerto —desde el punto de vista médico— pudiera vivir aquella her­mosa experiencia, que hoy pretendo contar al mundo. El fuerte golpe que recibí en la cabeza, a causa del volcamiento de la bicicle­ta que conducía, me sumió en un estado de inconsciencia total. Eso que llaman de manera metafórica: vida vegetativa. Mi cere­bro estaba muerto. Sólo presentaba los signos vitales.

Si mi cerebro estaba muerto, ¿cómo viví todo aquello? ¿Cómo pude recuperarme en cuestión de segundos? ¿Cómo es posible que lo recuerde?

Hasta hoy —seis meses después de haberme recuperado— nadie ha podido darme una explicación lógica. El gobierno venezola­no me envió a los Estados Unidos de Norte América, para que me evaluaran desde diversas perspectivas: psiquiátrica, fisiológi­ca, psicológica, parasicológica, etc. Hasta ahora no he recibido respuestas de aquella inmensa cantidad de pruebas e interrogatorios. Los médicos estaban desconcertados ante las evidencias.

Me pasaron a través de la máquina de la verdad. Después de un despiadado interrogatorio, no hallaron respuestas. Aquel aparato perdió el control.

Luego de haber sido vejado por no querer retractarme de mis relatos, he decidido escribirlos. No más exámenes. No más prue­bas. Lo viví y punto.

Recuerdo que se presentaron hasta mí, a manera de película, imágenes de episodios de la vida.

Vi a un hombre solo en medio de la multitud del mundo. Viví su tristeza y soledad. Sentí lástima por aquel ser, que se confor­maba tan solo con estar en medio de las personas.

Se me presentó a un hombre tras las rejas. El pobre quería suicidarse para escapar de los fantasmas de sus recuerdos. La fuerza mayor, aquella que gobernaba el orden, impidió que se consumara el hecho.

Las imágenes se sucedían velozmente. Apenas podía captar lo más importante de cada una de ellas. Recuerdo, que cuando des­perté en el hospital, lo primero que hice fue pedir papel y lápiz para escribir acerca de ellas. Ya que como todo sueño, tiende a olvidarse luego.

Me pude reír a mandíbula batiente del profesor universita­rio, que en el ocaso de sus días, se enamoró de una jovencita. Ella lo utilizó sexual y económicamente, para luego abandonar­lo sin un adiós, siquiera.

Pedí a la fuerza mayor, castigo severo para el hombre que se hacía llamar el padre Hoyos. Me ofuscó la frialdad de sus ac­tuaciones, la vena criminal que lo impulsó a valerse de se­res precarios culturalmente. El castigo judicial le será dado. A pesar de haberse fugado temporalmente de la cárcel en la que lo recluyeron.

Por insinuación mía, le fue enviada una compañía a la hora de la muerte al escritor que no tenía a nadie quien le cerrara los ojos. Era más que imposible darle una familia, ya que jamás se preocupó por cultivada. Sin embargo, fue premiado por haber estimulado en otro ser la necesidad de emulación y creación.

Solicité la metamorfosis del policía que encañonó a dos jóve­nes, dispuestos a deshacerse de un extraño que les invadió la privacidad de sus hogares. El gesto, aunque no resolvía el pro­blema de fondo, les permitía sentirse dueños de su destino.

Me fue imposible interceder para evitar la muerte de un joven a manos de su mejor amigo, ya que la probabilidad en la ruleta rusa es mayor que la fuerza del destino.

Todavía me encuentro tratando de construir otros relatos acerca de mis visiones. No obstante, me es imposible revelar todo el conocimiento obtenido, ya que no puedo —en mi hora actual— cambiar lo determinante. Sería un arma muy peligrosa. Yo no soportaría su peso.

Para mí, vivir en la tierra, después de haberlo hecho en el pa­raíso, significa una manera de purificación. Es difícil adaptarse a la mediocridad de lo que nos rodea. Recuerdo que cuando des­perté, fue tan grande mi deseo del retorno, que le rogué al médico que me matara. Su mirada fue de comprensión y asombro. Me alegro que no lo hiciera —no sólo por él, ya que en Venezuela no se permite la eutanasia—, porque me ha permitido convertir­me en portavoz de una verdad difícil de explicar a través de los símbolos y las palabras. Debo aclarar que jamás fui religioso, ni muy creyente. Lo mío siempre fue vivir la vida tal y como se me presentara. Procuraba no desperdiciar oportunidades, fueran es­tas, sexuales, de trabajo o de negocios buenos y sustanciosos.

No es que haya cambiado... en absoluto. Sigo siendo el mismo de siempre. Con multitud de defectos e imperfecciones. Sólo que ahora mido más las consecuencias de mis actos.

Volví a montar la bicicleta, con la que me volqué en aquella tarde de agosto. No soy supersticioso. Creo que a una persona le suceden las cosas que le deben suceder, cuando está en el sitio ideal y en el momento oportuno.

No me interesa ser distinto a los demás. Es más, no estoy dis­puesto a serIo. Cuando haya contado y escrito todo lo vivido en mi gran sueño, me someteré a la terapia de hipnosis, para borrar de mi mente toda aquella experiencia. Sé que la leeré luego en el libro, pero ya no será igual. Porque es como leer algo acontecido a otra persona.

Me encuentro sobre el cerro el Ávila. Estoy extasiado miran­do desde esta prodigiosa altura, la magnificencia y la belleza de Caracas. A cada rato tropiezo con personas que trotan o caminan para mantenerse en forma. Desde esta altura, puedo mirar la her­mosa y frondosa vegetación. Los bosques tupidos de especies dis­tintas, donde los animales se encuentran en un perfecto equilibrio con su entorno.

Los riachuelos recorren alegres la tierra y la inundan de vida. Un rayo de sol me llega desde el poniente y le confiere visos dorados a mi cabellera. La brisa suave me golpea las mejillas, y me enrojece la nariz el contacto con la humedad.



Estimados lectores les remito el último cuento perteneciente al libro Paraíso olvidado. Quienes hayan leído las anteriores piezas, podrán hallar en este último relato la explicación a muchas de sus interrogantes. Gracias por sus comentarios e interés mostrado a lo largo de los últimos meses. Como anécdota remota debo decirles, que este libro recibió en su momento la atención del gran hombre de la cultura que fue Juan Liscano, quien quedó tan prendado de la obra, que le dedicó un extraordinario ensayo titulado El Paraíso Olvidado por Ricardo Gil Otaiza, aparecido en el fenecido diario de Caracas El Globo el día 24 de octubre de 1997. Puedo afirmar con inmenso orgullo que el libro Paraíso olvidado me ganó la amistad de Juan Liscano, cuyas largas conversaciones y enseñanzas atesoro muy dentro.

El autor.


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El papel lo aguanta todo

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 


El papel lo aguanta todo

"A pesar de los portentos de la tecnociencia, no me fio del resguardo de la memoria histórica de la humanidad solo en soportes electrónicos, porque se corre un elevado riesgo de perderse lo alcanzado..."

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Poema II

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

II

navegar entre sombras y solo 
hallar espectros alrededor. El
crujir de la madera, el latir
de un perro; el correr del río. El
rumor del viento en los cristales
es de voces acompasadas de un
alma sumergida en pena

mirar por doquier y solo hallar
el eco detenido de una vida que
se hizo niebla. El paisaje se
borró en bruma y la ciudad se
fue tras un hombre a caballo

¿en dónde está aquello que alguna
vez llamamos vida? ¿Para cuál
recodo se fue la esperanza? ¿En
dónde se encuentra el sendero para
el día después?

Navegar entre sombras y solo
hallar espectros alrededor. La lumbre
oxidada; la pátina en los muros; 
el goteo incesante de un grifo. El
sonido del silencio delata a cada
instante que la vida puede también
ser callada


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior



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De las plantas medicinales

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


De las plantas medicinales

..."soy tajante a la hora de advertirles de los riesgos de un uso inadecuado de las plantas medicinales. Algunos me lo agradecen, otros piensan que lo hago por mezquindad, ya que sienten que intento disuadirlos de echar mano de ellas"...

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Las mujeres, su impronta en mí

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Las mujeres, su impronta en mí

"Cuando pienso en las mujeres que han formado parte de mi vida, entiendo que he sido un afortunado. Siempre dije que ellas dominarán el mundo, y la gente se reía creyendo que estaba bromeando. Hoy esta afirmación es casi una realidad..."

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Poema I

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

I

Vértigo y desenfreno, olvidadas
ofrendas sobre el altar de mi nombre,
repudio de la razón perdida. Con cada 
vuelta al sol se agolpan tus silencios
entre la nada, hasta hacerse eco sordo
del desvarío

busco entre las grietas las huellas
del ayer, y solo hallo polvo seco
como costra en plena madrugada.
¿A dónde se fueron las voces que
contaban alegres mis días? ¿Quién
me mira ahora entre las sombras?

llegan a mí reminiscencias de una época
lejana, como ramalazos de recuer-
dos de tiempos ajenos. No sé cuándo
me perdí entre las hojas secas,
porque absorto en pensamientos
no conté con el mañana

grito sin que mi estentórea voz
se escuche, quizá esté des-
dibujado. Tal vez ya no exista.
Me sumerjo en el sepulcro de
tu olvido


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior



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Cuento - JUEGO MORTAL

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

Conocí hace muchos años a dos amigos inseparables. Eran el uno para el otro. Ese tipo de amistad que a menudo se confunde con la hermandad, la camaradería, el cariño sincero. Ambos vi­vían muy cerca. Las dos familias se habían relacionado como consecuencia de la amistad de los dos muchachos.

En el liceo los llamaba Los Inseparables. Para todos lados iban juntos. Las calificaciones, el comportamiento, el modo de vestir, de caminar, de reír, se parecían increíblemente.

Se graduaron de bachiller al mismo tiempo. Escogieron la misma carrera universitaria. Hasta se enamoraron los dos de la misma chica. Conquistarla no fue problema para ambos. Ella no se decidía por ninguno. El tiempo fue pasando y la atracción se transformó en rutina. Nada lograba fracturar aquella amistad...

Yo que los observaba de lejos, no entendía aquella estrecha relación. Como todos, comencé a ver un sesgo de homosexuali­dad en ellos. Tal vez lo que me motivaba a criticarlos era la envi­dia, de la pura, de la verdadera.

La mezquindad humana, no tiene límites. No podemos ver pureza en los sentimientos, porque tratamos de enlodarlos, de ensuciarlos con nuestras cochinas teorías. Jamás logré tener una amistad así. Siempre fui muy celoso con mi intimidad, con mis cosas. Me molestaba compartir los discos, los libros, los gustos, los momentos. Me aparté lentamente del mundo de lo social.

Me encerré —mejor dicho—, me enfrasqué en mis pensamientos y deducciones "lógicas" de las cosas”.

A lo mejor, en el fondo, muy dentro de mi subconsciente, me creía superior a los demás. Un acomplejado.

Se puede estar en compañía de muchas personas, y sentirse terriblemente solo. Eso me pasaba con frecuencia. Sufría amar­gamente en mi aislamiento y soledad. Veía como los jóvenes de mi edad se divertían, mientras yo me reventaba los sesos buscándoles defectos y mutaciones biológicas.

Como resultado de todo aquello, me convertí en un joven muy tímido. Me sonrojaba por todo. Hablaba pegando demasia­do la lengua al paladar, lo que producía un sonido muy extraño en la pronunciación de algunas palabras. Un día la profesora de inglés, me hizo la observación. Eso me bastó para corregir el defecto. Claro, en el momento quería que me tragara la tierra.

Toda mi tragedia personal la volcaba en criticar a los demás. A todos les veía defectos, problemas, deficiencias. Yo era el bue­no de la partida. El inteligente; el correcto, el pulcro. Por eso, ataqué a Los Inseparables de una manera mortal y despiadada.

No lograba comprender cómo dos jóvenes se complementa­ran de una manera tan armónica y simpática. Su compenetra­ción era estupenda.

Mi familia se mudó de aquella urbanización. Perdí contacto con todas las personas del lugar, ya que el sitio al que nos muda­mos distaba del anterior, más de cuatro kilómetros. Además, para aquel entonces ingresé a la universidad y me dediqué en alma y vida al estudio. De vez en cuando, nos encontrábamos a alguno de los antiguos vecinos y nos daba relación de los conocidos. Eso fue al principio. Más tarde, no volvimos a enterarnos acerca de aquello. Bueno... la vida, el corre-corre, el ajetreo por alcan­zar las metas trazadas.

Me casé a los veinticuatro años. Y mis padres me cedieron la antigua casa donde pasamos buena parte de la vida. Me llevé a vivir a mi esposa y comenzamos a entablar relaciones con los nuevos vecinos. Poca gente quedaba de la de entonces.

Para mi sorpresa, Los Inseparables seguían con su amistad in­quebrantable. Me acerqué a ellos. Mis complejos anteriores ha­bían cedido con el paso de los años y con las experiencias vivi­das. A lo mejor, me enseñaron los golpes y las metidas de pata.

Ellos no tuvieron reticencias para conmigo. Es más, veían en mí a un viejo conocido. Comenzamos una fraterna amistad. Nos visitábamos a menudo. Íbamos al campo. Al cine. De viajes. Ellos se habían graduado en turismo, eso facilitaba la permanencia en hoteles de cinco estrellas.

Yo era para ese entonces un aficionado a la práctica del tiro al blanco. Ellos en cambio, jugaban con maestría al tenis. Poco a poco, logré interesarlos por mi hobby. Los fines de semana íba­mos hasta la hacienda de Roberto (así se llamaba uno de ellos), improvisábamos lo necesario, y nos dábamos a la tarea de afinar nuestra puntería.

Mi esposa no compartía conmigo la afición, sólo la tole­raba. A veces nos acompañaba a las prácticas. Otras tantas, se de­dicaba a escribir en su notebook, que yo le había regalado en su cumpleaños.

Mi cambio había sido sorprendente. Ni yo mismo me recono­cía. ¿Cómo pude haber sido tan estúpido y mediocre? Me recri­minaba constantemente mi comportamiento anterior. Sentía que había perdido muchos años de mi vida, lacerándome con fantas­mas e inmediateces.

Ellos (Roberto y Nelson) me tranquilizaban, aduciendo que la génesis del problema eran las costumbres rígidas y con­servadoras de mi crianza, de las cuales yo no era culpable indudablemente.

A los pocos meses mis amigos —valga decir, Los inseparables—lograron gran destreza en el manejo de las armas. La afición de ellos logró superar mis expectativas. El entusiasmo llegó a los límites de querer montar en el solar de sus casas campos de en­trenamiento de tiro al blanco. Cosa improcedente desde todo punto de vista.

Insistieron en la idea. Pero yo me negaba rotundamente, por el peligro que representaba para la vida de los vecinos, o de los transeúntes de la calle que estaba detrás de las casas.

Para paliar un poco el deseo de mis amigos de practicar al tiro, tuve la idea de obsequiarle a Roberto una bella arma para el día de su cumpleaños. La única condición que le puse a mi amigo, fue que se la regalaba con el compromiso que desistiera de instalar dentro del solar de su casa —o en la de Nelson— un cam­po de práctica de tiro. Él aceptó sonriente. La joya la compré en una tienda especializada.

Roberto se quedó paralizado de la emoción con mi regalo.

Tomó el arma entre las manos y la acarició dulcemente. Con su pañuelo fue borrando con gran parsimonia las huellas dejadas sobre la fina cubierta. Esa noche celebramos hasta el amanecer.

Casi a las seis de la mañana me despedí de ellos, con la prome­sa de verlos en la tarde en el club de tiro para estrenar el arma. Efectivamente, llegué a mi casa y caí profundamente dormido. Mi esposa me despertó a las tres, para que almorzara.

Comí rápidamente, me impacientaba la práctica de aquella tarde.

    Quería sentir la explosión de aquella joya, y la emoción de Ro­berto por su primera arma.

Llegué al club a la media hora. Para mi sorpresa estaba cerra­do. Extrañado por tanto silencio, me bajé del auto y me dirigí hasta la puerta, donde estaba colocado un letrero. En él se podía leer: cerrado por duelo. ¿Pero, quién murió? Me pregunté exalta­do. Al no encontrar a nadie que me dijera algo acerca del extraño letrero, regresé a la casa.

En la entrada del jardín me esperaba mi esposa. De inmediato se lanzó a la calle y me hizo detener violentamente el auto. Me dijo ensombrecida: "Francisco, amor. Ve de inmediato a casa de Roberto". No le pregunté nada más.

Al llegar a su casa salió a mi encuentro la esposa de Nelson y me dijo con lágrimas en los ojos: "¡mi marido mató a Roberto...!”

Más sosegada, me contó que cuando yo me retiré aquella madrugada, los dos empezaron a jugar —inducidos por los tragos— a la ruleta rusa. Se habían olvidado de que el arma tenía carga, y un tiro le atravesó la cabeza a Roberto. Quedó fulminado al instan­te.

 

Luego de varios meses de aquel trágico suceso, Nelson pudo salir de la cárcel. Se comprobó su inocencia en la acusa­ción de homicidio culposo. Sin embargo, yo me siento terrible­mente culpable. Fui yo quien le regaló el arma a Roberto. Fui yo quien los entusiasmó en la práctica del tiro al blanco. Yo en­tré en medio de los dos y fracturé para siempre aquella amistad, que nada ni nadie había podido romper.

Todo cambió en nuestras vidas. Nelson no ha podido recupe­rarse del impacto. Su esposa solicitó el divorcio por la prisión del marido. La mujer de Roberto se recuperó rápidamente y sin traumas de la tragedia. Anda flirteando con otros hombres.


Y yo, no hago otra cosa que rumiar en las desdichas de la vida. Lo falso de la felicidad y del amor. Tal vez algún día pueda borrar de mi mente la imagen de la muerte, y siga buscando por los rocosos caminos de la amistad, poder complementar el vacío dejado por Roberto en Los Inseparables. 

Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).

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