Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Un rayo
de luz proveniente del oriente iluminaba mi rostro. El viento era sutil,
fresco, levantaba mis blancas vestiduras. El lugar era lo más hermoso que ojos humanos hayan visto jamás. Flores de
diversas formas, tamaños y colores tapizaban los muros y ventanas. Rosas,
gardenias, amapolas, tulipanes, lirios, cayenas…
Las
edificaciones transparentes permitían la visión de la naturaleza. Cuánto
verdor, cuánta vegetación. Los animales se codeaban con los seres humanos de
manera perfecta y sin miedo. Un tigre jugando plácidamente con un niño, al
igual que el león con un hombre. No había reyes ni emperadores que rompieran el
orden.
No
sentía hambre. El pensamiento era nuestro único alimento. Los cuerpos eran
livianos y sin dolor. Todo era un verdadero paraíso.
Caminos
trazados de manera perfecta se dibujaban en el horizonte. El ganado
pastoreando. Las flores purificando con alegría el ambiente. Cielos despejados
y pintados al pastel.
Allí
nadie discutía o reñía con su hermano. Las relaciones eran inaudibles. Sólo nos
comunicábamos telepáticamente. La tierra húmeda enriquecía generosamente a la
planta, para que de ella brotaran los mejores frutos, que no comíamos, sino que
regresaban a la tierra en un ciclo perfecto.
Aguas
cristalinas —hábitat de ciento de miles de animales— corrían plácidamente en
medio de los campos, bañándolos de manera continua, sirviendo de fuente de
vida para todos los seres vivientes.
Yo
observaba desde la cumbre de una montaña todo el universo y su grandeza. No
sabía cómo había llegado hasta aquel paraíso. Lo cierto era que me sentía
confortable, tranquilo. De mi vida pasada no recordaba nada en absoluto. Apenas
tenía una ligera imagen de la forma de mi rostro, por lo que me decían las
aguas limpias y cristalinas del río.
Veía a otros
seres como yo, mas no nos acercábamos. Cada quien vivía su vida de manera
independiente y libre. No recibía órdenes de nadie. Sin embargo, intuía
internamente fuerzas superiores a quienes daba tácitamente cuentas.
No tenía
noción del tiempo, al parecer no existía. Sin embargo, no me importaba en
absoluto...
Todo era
luz... siempre, constante. Había muchas lunas sobre mi cabeza. Todas de
diversos colores y con algunas características que las diferenciaban unas de
otras. Percibía los movimientos entre ellas. Cambiaban de manera constante sus
posiciones. Muchas estrellas errantes dejaban a su paso estelas titilantes y
vistosas.
No sé
cuanto tiempo estuve en aquel estado de perplejidad (aunque mi médico, el
doctor Thompson se empeñe en decir que fueron tres años). A pesar de que había
mucho movimiento, al mismo tiempo, todo era inalterable. Era como mirar una hermosa
película que se quedó detenida en un momento del rodaje.
Lo qué
más recuerdo, y lo que más anhelo de mi experiencia, fue la inmensa y absoluta
paz. El gozo interno que experimentaba... es inexplicable.
Lo
extraño de mi caso es que, a pesar de haber estado muerto —desde el punto de vista médico—
pudiera vivir aquella hermosa experiencia, que hoy pretendo contar al mundo.
El fuerte golpe que recibí en la cabeza, a causa del volcamiento de la bicicleta
que conducía, me sumió en un estado de inconsciencia total. Eso que llaman de
manera metafórica: vida vegetativa. Mi cerebro estaba muerto. Sólo presentaba
los signos vitales.
Si mi
cerebro estaba muerto, ¿cómo viví todo aquello? ¿Cómo pude recuperarme en
cuestión de segundos? ¿Cómo es posible que lo recuerde?
Hasta
hoy —seis meses después de haberme recuperado— nadie ha podido darme una
explicación lógica. El gobierno venezolano me envió a los Estados Unidos de
Norte América, para que me evaluaran desde diversas perspectivas: psiquiátrica,
fisiológica, psicológica, parasicológica, etc. Hasta ahora no he recibido
respuestas de aquella inmensa cantidad de pruebas e interrogatorios. Los
médicos estaban desconcertados ante las evidencias.
Me
pasaron a través de la máquina de la verdad. Después de un despiadado
interrogatorio, no hallaron respuestas. Aquel aparato perdió el control.
Luego de
haber sido vejado por no querer retractarme de mis relatos, he decidido
escribirlos. No más exámenes. No más pruebas. Lo viví y punto.
Recuerdo
que se presentaron hasta mí, a manera de película, imágenes de episodios de la
vida.
Vi a un
hombre solo en medio de la multitud del mundo. Viví su tristeza y soledad.
Sentí lástima por aquel ser, que se conformaba tan solo con estar en medio de
las personas.
Se me
presentó a un hombre tras las rejas. El pobre quería suicidarse para escapar de
los fantasmas de sus recuerdos. La fuerza mayor, aquella que gobernaba el
orden, impidió que se consumara el hecho.
Las imágenes se sucedían velozmente. Apenas podía captar
lo más importante de cada una de ellas. Recuerdo, que cuando desperté en el
hospital, lo primero que hice fue pedir papel y lápiz para escribir acerca de
ellas. Ya que como todo sueño, tiende a olvidarse luego.
Me pude reír a mandíbula batiente del profesor universitario,
que en el ocaso de sus días, se enamoró de una jovencita. Ella lo utilizó
sexual y económicamente, para luego abandonarlo sin un adiós, siquiera.
Pedí a la fuerza mayor, castigo severo para el hombre que
se hacía llamar el padre Hoyos. Me ofuscó la frialdad de sus actuaciones, la
vena criminal que lo impulsó a valerse de seres precarios culturalmente. El
castigo judicial le será dado. A pesar de haberse fugado temporalmente de la
cárcel en la que lo recluyeron.
Por insinuación mía, le fue enviada una compañía a la hora
de la muerte al escritor que no tenía a nadie quien le cerrara los ojos. Era
más que imposible darle una familia, ya que jamás se preocupó por cultivada. Sin
embargo, fue premiado por haber estimulado en otro ser la necesidad de
emulación y creación.
Solicité la metamorfosis del policía que encañonó a dos
jóvenes, dispuestos a deshacerse de un extraño que les invadió la privacidad
de sus hogares. El gesto, aunque no resolvía el problema de fondo, les
permitía sentirse dueños de su destino.
Me fue imposible interceder para evitar la muerte de un
joven a manos de su mejor amigo, ya que la probabilidad en la ruleta rusa es
mayor que la fuerza del destino.
Todavía me encuentro tratando de construir otros relatos
acerca de mis visiones. No obstante, me es imposible revelar todo el conocimiento
obtenido, ya que no puedo —en mi hora actual— cambiar lo determinante. Sería un arma
muy peligrosa. Yo no soportaría su peso.
Para mí,
vivir en la tierra, después de haberlo hecho en el paraíso, significa una
manera de purificación. Es difícil adaptarse a la mediocridad de lo que nos
rodea. Recuerdo que cuando desperté, fue tan grande mi deseo del retorno, que
le rogué al médico que me matara. Su mirada fue de comprensión y asombro. Me
alegro que no lo hiciera —no sólo por él, ya que en Venezuela no se permite la
eutanasia—, porque me ha permitido convertirme en portavoz de una verdad
difícil de explicar a través de los símbolos y las palabras. Debo aclarar que
jamás fui religioso, ni muy creyente. Lo mío siempre fue vivir la vida tal y
como se me presentara. Procuraba no desperdiciar oportunidades, fueran estas,
sexuales, de trabajo o de negocios buenos y sustanciosos.
No es
que haya cambiado... en absoluto. Sigo siendo el mismo de siempre. Con multitud
de defectos e imperfecciones. Sólo que ahora mido más las consecuencias de mis
actos.
Volví a
montar la bicicleta, con la que me volqué en aquella tarde de agosto. No soy
supersticioso. Creo que a una persona le suceden las cosas que le deben
suceder, cuando está en el sitio ideal y en el momento oportuno.
No me
interesa ser distinto a los demás. Es más, no estoy dispuesto a serIo. Cuando
haya contado y escrito todo lo vivido en mi gran sueño, me someteré a la terapia
de hipnosis, para borrar de mi mente toda aquella experiencia. Sé que la leeré
luego en el libro, pero ya no será igual. Porque es como leer algo acontecido a
otra persona.
Me
encuentro sobre el cerro el Ávila. Estoy extasiado mirando desde esta
prodigiosa altura, la magnificencia y la belleza de Caracas. A cada rato
tropiezo con personas que trotan o caminan para mantenerse en forma. Desde esta
altura, puedo mirar la hermosa y frondosa vegetación. Los bosques tupidos de
especies distintas, donde los animales se encuentran en un perfecto equilibrio
con su entorno.
Los
riachuelos recorren alegres la tierra y la inundan de vida. Un rayo de sol me
llega desde el poniente y le confiere visos dorados a mi cabellera. La brisa
suave me golpea las mejillas, y me enrojece la nariz el contacto con la
humedad.
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Conocí hace muchos años a dos amigos inseparables. Eran el
uno para el otro. Ese tipo de amistad que a menudo se confunde con la
hermandad, la camaradería, el cariño sincero. Ambos vivían muy cerca. Las dos
familias se habían relacionado como consecuencia de la amistad de los dos
muchachos.
En el liceo los llamaba Los Inseparables. Para todos
lados iban juntos. Las calificaciones, el comportamiento, el modo de vestir, de
caminar, de reír, se parecían increíblemente.
Se graduaron de bachiller al mismo tiempo. Escogieron la
misma carrera universitaria. Hasta se enamoraron los dos de la misma chica.
Conquistarla no fue problema para ambos. Ella no se decidía por ninguno. El
tiempo fue pasando y la atracción se transformó en rutina. Nada lograba
fracturar aquella amistad...
Yo que los observaba de lejos, no entendía aquella
estrecha relación. Como todos, comencé a ver un sesgo de homosexualidad en
ellos. Tal vez lo que me motivaba a criticarlos era la envidia, de la pura, de
la verdadera.
La mezquindad humana, no tiene límites. No podemos ver
pureza en los sentimientos, porque tratamos de enlodarlos, de ensuciarlos con
nuestras cochinas teorías. Jamás logré tener una amistad así. Siempre fui muy
celoso con mi intimidad, con mis cosas. Me molestaba compartir los discos, los
libros, los gustos, los momentos. Me aparté lentamente del mundo de lo social.
Me
encerré —mejor dicho—, me enfrasqué en mis pensamientos y deducciones "lógicas"
de las cosas”.
A
lo mejor, en el fondo, muy dentro de mi subconsciente, me creía superior a los
demás. Un acomplejado.
Se puede
estar en compañía de muchas personas, y sentirse terriblemente solo. Eso me
pasaba con frecuencia. Sufría amargamente en mi aislamiento y soledad. Veía
como los jóvenes de mi edad se divertían, mientras yo me reventaba los sesos
buscándoles defectos y mutaciones biológicas.
Como
resultado de todo aquello, me convertí en un joven muy tímido. Me sonrojaba por
todo. Hablaba pegando demasiado la lengua al paladar, lo que producía un sonido
muy extraño en la pronunciación de algunas palabras. Un día la profesora de
inglés, me hizo la observación. Eso me bastó para corregir el defecto. Claro,
en el momento quería que me tragara la tierra.
Toda mi
tragedia personal la volcaba en criticar a los demás. A todos les veía
defectos, problemas, deficiencias. Yo era el bueno de la partida. El
inteligente; el correcto, el pulcro. Por eso, ataqué a Los Inseparables de una manera mortal y
despiadada.
No
lograba comprender cómo dos jóvenes se complementaran de una manera tan armónica
y simpática. Su compenetración era estupenda.
Mi
familia se mudó de aquella urbanización. Perdí contacto con todas las personas
del lugar, ya que el sitio al que nos mudamos distaba del anterior, más de
cuatro kilómetros. Además, para aquel entonces ingresé a la universidad y me
dediqué en alma y vida al estudio. De vez en cuando, nos encontrábamos a alguno
de los antiguos vecinos y nos daba relación de los conocidos. Eso fue al
principio. Más tarde, no volvimos a enterarnos acerca de aquello. Bueno... la
vida, el corre-corre, el ajetreo por alcanzar las metas trazadas.
Me casé
a los veinticuatro años. Y mis padres me cedieron la antigua casa donde pasamos
buena parte de la vida. Me llevé a vivir a mi esposa y comenzamos a entablar
relaciones con los nuevos vecinos. Poca gente quedaba de la de entonces.
Para mi
sorpresa, Los Inseparables seguían
con su amistad inquebrantable. Me acerqué a ellos. Mis complejos anteriores habían
cedido con el paso de los años y con las experiencias vividas. A lo mejor, me
enseñaron los golpes y las metidas de pata.
Ellos no
tuvieron reticencias para conmigo. Es más, veían en mí a un viejo conocido.
Comenzamos una fraterna amistad. Nos visitábamos a menudo. Íbamos al campo. Al
cine. De viajes. Ellos se habían graduado en turismo, eso facilitaba la
permanencia en hoteles de cinco estrellas.
Yo era
para ese entonces un aficionado a la práctica del tiro al blanco. Ellos en
cambio, jugaban con maestría al tenis. Poco a poco, logré interesarlos por mi hobby. Los fines de semana íbamos hasta
la hacienda de Roberto (así se llamaba uno de ellos), improvisábamos lo
necesario, y nos dábamos a la tarea de afinar nuestra puntería.
Mi
esposa no compartía conmigo la afición, sólo la toleraba. A veces nos acompañaba
a las prácticas. Otras tantas, se dedicaba a escribir en su notebook, que yo le había regalado en su
cumpleaños.
Mi
cambio había sido sorprendente. Ni yo mismo me reconocía. ¿Cómo pude haber
sido tan estúpido y mediocre? Me recriminaba constantemente mi comportamiento
anterior. Sentía que había perdido muchos años de mi vida, lacerándome con
fantasmas e inmediateces.
Ellos
(Roberto y Nelson) me tranquilizaban, aduciendo que la génesis del problema
eran las costumbres rígidas y conservadoras de mi crianza, de las cuales yo no
era culpable indudablemente.
A los
pocos meses mis amigos —valga decir, Los inseparables—lograron
gran destreza en el manejo de las armas. La afición de ellos logró superar mis
expectativas. El entusiasmo llegó a los límites de querer montar en el solar de
sus casas campos de entrenamiento de tiro al blanco. Cosa improcedente desde
todo punto de vista.
Insistieron
en la idea. Pero yo me negaba rotundamente, por el peligro que representaba
para la vida de los vecinos, o de los transeúntes de la calle que estaba detrás
de las casas.
Para
paliar un poco el deseo de mis amigos de practicar al tiro, tuve la idea de
obsequiarle a Roberto una bella arma para el día de su cumpleaños. La única
condición que le puse a mi amigo, fue que se la regalaba con el compromiso que
desistiera de instalar dentro del solar de su casa —o en la de Nelson— un campo
de práctica de tiro. Él aceptó sonriente. La joya la compré en una tienda
especializada.
Roberto
se quedó paralizado de la emoción con mi regalo.
Tomó el
arma entre las manos y la acarició dulcemente. Con su pañuelo fue borrando con
gran parsimonia las huellas dejadas sobre la fina cubierta. Esa noche celebramos
hasta el amanecer.
Casi a
las seis de la mañana me despedí de ellos, con la promesa de verlos en la
tarde en el club de tiro para estrenar el arma. Efectivamente, llegué a mi casa
y caí profundamente dormido. Mi esposa me despertó a las tres, para que
almorzara.
Comí
rápidamente, me impacientaba la práctica de aquella tarde.
Quería sentir la explosión de aquella joya,
y la emoción de Roberto por su primera arma.
Llegué
al club a la media hora. Para mi sorpresa estaba cerrado. Extrañado por tanto
silencio, me bajé del auto y me dirigí hasta la puerta, donde estaba colocado
un letrero. En él se podía leer: cerrado
por duelo. ¿Pero, quién murió? Me pregunté exaltado. Al no
encontrar a nadie que me dijera algo acerca del extraño letrero, regresé a la
casa.
En la entrada del jardín me esperaba mi esposa. De
inmediato se lanzó a la calle y me hizo detener violentamente el auto. Me dijo
ensombrecida: "Francisco,
amor. Ve de inmediato a casa de Roberto". No le pregunté nada
más.
Al llegar a su casa salió a mi encuentro la esposa de Nelson
y me dijo con lágrimas en los ojos: "¡mi marido mató a Roberto...!”
Más sosegada, me contó que cuando yo me retiré aquella madrugada,
los dos empezaron a jugar —inducidos por los tragos— a la ruleta rusa. Se
habían olvidado de que el arma tenía carga, y un tiro le atravesó la cabeza a
Roberto. Quedó fulminado al instante.
Luego de varios meses de aquel trágico suceso, Nelson pudo
salir de la cárcel. Se comprobó su inocencia en la acusación de homicidio
culposo. Sin embargo, yo me siento terriblemente culpable. Fui yo quien le
regaló el arma a Roberto. Fui yo quien los entusiasmó en la práctica del tiro
al blanco. Yo entré en medio de los dos y fracturé para siempre aquella
amistad, que nada ni nadie había podido romper.
Todo cambió en nuestras vidas. Nelson no ha podido recuperarse
del impacto. Su esposa solicitó el divorcio por la prisión del marido. La mujer
de Roberto se recuperó rápidamente y sin traumas de la tragedia. Anda flirteando con otros
hombres.