Poema XVIII

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XVIII

un mundo que agoniza, animales y pla-
tas en retirada, el clamor frente a la sierra
y la devastación, llorar en silencio lo
perdido. Ser la voz que clama en el desierto,
gritar aquí y allá los errores cometidos,
ver renacer en los ojos de quienes
me escuchan una luz de esperanza. 
Oh, ¿qué hemos hecho con todo? ¿Quién
podrá lanzar la primera piedra? ¿En dón-
de se halla el fiel de la balanza? ¿Qué será
del porvenir?

nada de lo perdido volverá a nosotros,
se ha esfumado entre las manos, por más
que golpeemos el pecho y clamemos de
dolor, lograremos revertir el ominoso 
destino. Delfines y ballenas atrapados en
redes de polietileno, bosques socavados en
sus entrañas, ríos y prados convertidos en
desiertos; la vida enciende sus últimas
alarmas

ya nada será igual, hemos roto con el pa-
sado, los glaciares nos dicen adiós; la 
las tradiciones y las etnias se despiden.
¿Qué fue de la razón ilustrada? ¿En dón-
de encontrar la lucidez? ¿Hasta cuándo sopor-
tará la Tierra tantas heridas? ¿Podrá una 
nueva conciencia frenar el inminente
abismo? 




Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior






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El desacreditado arte de poetizar

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


El desacreditado arte de poetizar

"La poesía nos posee, nos consustancia en su seno, nos mece en el vacío hasta hacer de nosotros la amalgama perfecta entre la razón y el desvarío..."

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No saber qué libro leer

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


No saber qué libro leer

<<He sabido de casos de autores que han llegado al suicidio, a las drogas y a la locura, y hasta han perdido a sus familias por no haber podido superar la “página en blanco”...>>

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Poema XVII

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XVII

el trinar de las aves, el certero rayo de sol
en mi rostro al amanecer, los sonidos
del mundo; la remezón del despertar
de la aurora. Desentrañar las entumecidas
articulaciones, escuchar su crocante ronroneo,
saberse vivo; la noción de un nuevo día.
Sin duda, un portento, estar aquí en el
ahora, ser parte de una misma corrien-
te; ser cauce y ser río

el desayuno sobre la mesa, el tinto
a más no poder, leer una que otra
noticia del desvarío del mundo, asom-
brarse y seguir; marchar a paso firme
sobre los huesos de los antepasados,
no detener las horas, buscar en el maletín
la tarea pendiente, sentirse parte de la
vida y su fluir. Reconocerse en el espe-
jo sin temor al asombro, ver caer so-
bre sí la escarcha del tiempo

todo, todo acaece, lo bueno y lo malo, el
ir y venir, la luz y la sombra, la mirada
furtiva en el otro; la pérdida de la inocen-
cia, el extravío de la sensatez. Salir a la calle
y perder la identidad, ser masa y amorfo, 
fundirse en la oscuridad a plena luz
del día, no saber quiénes somos; regresar
agotados y vacíos al caer la tarde 




Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior





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OBSESIÓN (Segunda versión de los hechos)

 

OBSESIÓN

(Segunda versión de los hechos)

Por: Ricardo Gil Otaiza


(Pensaba): 
"¡NO LA VOY A LLAMAR! ... Si lo hago... y no la encuentro, me voy a hundir más en la amargura del desengaño y hoy no deseo eso a mi atribulada existencia; hoy menos que nunca. 

Hoy recordaré a Camelia con su hermoso rostro y cuerpo de sirena, sus bien merecidas caderas, su cadencia deliciosa y sensual que me levanta el ánimo —y el sexo— en estos difíciles momentos. 
Esta noche la recordaré como lo que es: una bella mujer al acecho de su presa. 
Es bella y triunfal, es un himno de alabanza a la costilla de Adán. 
¿Pero cómo describirla sin caer en elogios y poesía? 
No me engaño en esto: es bella, y punto. 
Su presencia irrumpe denodada entre lo que la rodea: grácil, atractiva y delineada. 
Sí. ¡Exquisitamente delineada! Bien hecha hasta la saciedad. 
Rica, riquísima, sin desear evitar, siquiera, el deseo malsano y alienante. Su figura es viciosa: después de besarla, jamás se puede ser otra vez el mismo hombre. 
Es ese tipo de fémina, que aun estando plena en sus facultades físicas, trasluce una niña débil y risueña, que inspira ternura. Mucha ternura, abrazos, besos y varios etcéteras. 
¿Su piel? Como la seda. 
¿Su fragancia? Evocadora de momentos todavía por vivir. 
Hoy sé que la necesito. También sé que no podrá retomar la paz de mi espíritu si no retorna Berthita a mi lado. 
... Ese es mi miedo, mi pánico, que me estremece hasta los huesos... "      
    
***

Pero no está; su imagen se desvanece como la espuma; igual como se diluye la sal en medio del agua. Escribe sus recuerdos y le duele su ausencia, aún la desea como el aire, como el propio alimento. No se resigna a no estar, a no verla, a no poder olerla. ¡Eso es!, su olor. Huele a hembra, a mujer deseosa y deseada. Huele a noches de amor, a borrachera húmeda sobre las sábanas. La desea más cada día, cada noche, cada hora de su atormentada existencia; esa existencia que dejó de ser sin ella. Ella: hermosa, atrevida: el potro cerrero, y al mismo tiempo potrillo tierno. Cómo explicado, es difícil hablar de ella sin tener la tentación de poseerla. Es ese tipo de mujer que no deja de ser mirada y apetecida por todos: admirada... y mil veces admirada. Recuerda sus besos, sus caricias, sus abrazos, su voz cálida. No se resigna a perderla. "Es mía, es mía". Lo grita sin resignarse todavía. "Mujer, mujer, no te vayas... eres mía". 

Dicen que los suicidas buscan buenas o malas excusas para suicidarse. "Pues bien: ella podría ser la mía". Tiene cuarenta días con sus noches sumido en la desesperación lasciva; en el guiño más perfecto del ansia que conduce al placer coartado. Por más que la anhela no llega a sus sentidos, su aire ya no lo respira, "...mi piel no la toca de manera ardiente como en el pasado no tan lejano. La veo en la ensoñación, la oigo en la fantasía, la encuentro en la falsa percepción; en la fantasmagoría de una locura perenne y ritual. Mi cuerpo pierde fuerzas, siento cómo se me va el halo de vida. En esta huelga que mantengo contra la existencia, de seguro que ella no tomará mejor partido. Lucho contra mi persona, en vano trato de asirme de la nada: del viento, de las formas inexistentes y necias. Aún permito que me suministren sueros; aguas saladas a través de mis venas: sustitutos farmacéuticos que son inoperantes si no se tiene el valor...". 

Navidad. ¿Qué significa sin ella? ¿Por qué lo nutren a través de la vena si no lo desea, si dentro de su ser se esfumaron las ganas, los deseos, las formas que siempre llenaron su vivir? Ya lo dijo a la prensa: no va a retroceder; de ese camastro lo sacan con los pies hacia adelante. Es más: desde hace mucho tiempo que quiso hacer huelga de hambre; pero jamás había encontrado las fuerzas morales suficientes para ello. "Sí. Ya sé que llevo más de un mes sin probar bocado. Sé que estoy al borde del abismo: en la entrada del infierno. Pero si ella no regresa a mí, de seguro que me hago sepultar; enterrar para siempre jamás... "Debió haberse pegado un tiro en la sien; pero es más ceremoniosa una huelga de hambre. Lo hizo con la efímera esperanza de verla retomar a su vida, de que colmara con su presencia su vacío absoluto, su oscuridad, "...mi laxitud perenne, mi eterna bolsada". 

***

Camelia llegó en un momento crucial de su existencia. Renovó sus fuerzas para continuar divagando sin mentirse a sí mismo. "¿El matrimonio? Que bonito suena y que feo y duro es llevarlo a la práctica cuando te consigues con la persona menos indicada (para tu mala leche)..." ¿Buena? Sí, estaba buenísima su ex mujer. "Te lo juro que si la ves te caes de espaldas... ". Pero la mujer tenía bien guardado ese condenado carácter —y esa locura— con el que postró sus sentimientos. Lo hundió —con premeditación absoluta—¬ en un novedoso y fortísimo experimento del cual salió extenuado y sin fuerzas. 

Cuando Camelia posó frente a su escritorio casi se desmayó del impacto. Con esos ojos era imposible ignorarla —como bien se merece. Recordó que se paró frente a él y puso sus dos delgadas manos sobre su polvoriento y antiguo escritorio universitario. Él se encontraba leyendo (porque eran más de las 6:00 de la tarde) a Dostoievski (“y cuando leo me abstraigo tanto del medio, que paso por muerto..."). Recordó un vago sonido como este que voy a intentar escribir: "Hururururú" (para que te salga igual al original debes cerrar la boca, colocar la lengua detrás de los incisivos inferiores y sacar aire de adentro). Lo cierto es que la mujer lo sacó de la lectura con su raro carraspeo y levantó la acuosa mirada hasta su agradable figura. Ella estaba allí: perfecta y superior a su raza. Casi es imposible compararla con alguien (para que te la imagines) en aquel inaudito momento. No sé de dónde sacó ese corte de cabello tan audaz y afortunado —muy alto de nuca, con los extremos filosos apuntando hacia las orejas, impregnado con un gel que le impedía algún fugaz movimiento. Siguió bajando la mirada y captó su busto —delgado pero contundente, acosado a un body castaño que hacía más provocativa su figura. Como es de humanos, la mirada siguió la línea corpórea, hasta descubrir ("...aunque por desgracia estuvieran cubiertas... ") las piernas y la entrepierna, cuyo blue jeans dejaba al pensamiento esos encantos que humedecen —creo que es momento para que suspendas momentáneamente la lectura, tomes un poco de aire fresco y oxigenes tus inmediatas intenciones. 
                   
***

"La seguí mirando —y ella seguía imperturbable— con mirada cautelosa —aunque impactante—: la suerte era que no se enterara de sus deseos nacientes y desde ya tormentosos". (En un gesto a lo Renny Ottolina), levantó sus gafas con el dedo medio de la mano derecha y muy contrario a lo que generalmente le ocurre, es decir, que puede dominar sus impulsos, se paró y sin mediar alguna palabra conciliadora —o de excusa momentánea—, la abarcó con violencia con sus brazos y la besó. La besó de manera intensa y grosera; la besó "…como se besan a las novias que cumplen con uno alguna fecha importante". La besó como se besa a la mujer la noche de bodas: sin permitírsele réplica y, mucho menos, justificación. Pero muy al contrario de lo que sucede en las telenovelas; la mujer no lo abofeteó. Volteó para cerciorarse de alguna presencia extraña y le consumó el deseo con la mano. En ese momento fue él quien se turbó; le preocupaba el sitio, la gente, sus estudiantes, las secretarias, los directores, el decano o el rector. Cualquiera hubiese podido aparecer para preguntar alguna nimiedad. "Qué sé yo... a lo mejor para que les dijera la hora o para saber acerca de alguna calificación extraviada en los intersticios de cualquier gaveta". Le intrigaba todo lo sucedido: No pedía tanto por tan poco conocimiento. Jamás obtuvo nada gratis; siempre tuvo que pagar una alta cuota por todo lo que anheló tener. Aquello no podía ser la excepción. 

Así como apareció de improviso, así desapareció —no crean que se esfumó entre nubes de humo—, sólo dio medio vuelta y dejó estallar la puerta sobre su espalda. Le dejó un sabor agradable en la boca y la tentación de su regreso... la esperanza de otra mañana de fugaz y excitante compañía. 
                
*** 

Extenuado por los días sin comer ni dormir, a punto de perder el conocimiento, Roberto Urrás (así se llama el personaje) conocido catedrático de la Universidad más antigua del país y de origen español —y quien yace tirado sobre un colchón en las afueras de su cubículo—, se entregó sin tregua al pensamiento, al desencanto, a la pasión inconclusa. Decenas de personas lo visitan a diario (entre ellos sus alumnos y exalumnos), la prensa nacional (la que no está mediatizada por intereses mezquinos) se ha hecho eco de tan extraño fenómeno. Las fotografías muestran —las que se pueden mostrar— a un hombre moribundo: flaco (nunca fue gordo), ojeroso, extremadamente pálido y con sendas entradas en su pequeña cabeza, que lo hacen ver de mayor edad. No parece tener cincuenta años; perece un anciano de noventa —mirándolo bien se parece a su abuelo Javier. Cuando las horas lo asedian, saca de su maletín de piel (otrora de mucha prestancia), una flauta dulce con la que intenta alegrarse  los recuerdos (¿o endulzarlos?). Pero las fuerzas le fallan —claro: no recibe alimento sólido—, sus casi 5 unidades de hemoglobina lo mantienen en el filo de la muerte —cualquiera en su estado hubiese perecido. Frente a su cubículo (que por suerte no compartía), se levanta un hermoso jardín, eterna gloria de la Ciudad Universitaria (no me refiero al "Jardín Botánico"). Inmensos paseos conducen a exquisitos promontorios de flores (cuando las dejan crecer las viejitas vecinas), elegantes vértices que culminan en erectas palmeras (cuidado con lo de erecto), el sol se cuela a mitad de la tarde entre las hendijas del oscuro ambiente que huele a cartón, a papel viejo y vencido. Nada devuelve a aquel lugar la prestancia de los sesenta (lógico: estaba recién construido). Nada, porque a los lugares los vitalizan las gentes, los habitantes (pura bobaliconería). Ya a Roberto lo olvidaron hace ya mucho tiempo la vida y las ganas (excepto para las mujeres). Su eterna obsesión por las mujeres le robó parte de su existencia (casi se queda sin pene). Ahora está tirado sobre su “camastro...", sobre el último resquicio de propiedad que le queda, sobre el único testigo de sus experiencias amorosas. A veces cuenta, entre sueños, episodios recónditos que casi nadie entiende, verborrea que a nada conduce, palabras ciegas que chocan como mariposas contra las cosas que las rodean. Todos desean ayudar a Roberto Urrás; pero nadie sabe cómo —mucho menos yo que lo estoy escribiendo e inventando. 
                                                      
***

Salió en busca de ella. Abandonó la cátedra a la espera otra vez de su mano lasciva y poderosa. ("Siento aún sus dedos juguetear entre mis piernas, su carne junto a mi carne, mi humedad entre sus dedos... "). Tomó el metro, dejó pasar infinidad de estaciones. Se bajó, la buscó entre la multitud, entre las cosas, en las paredes, en los techos, en las ventanas. Todo se la recordaba. Creyó reconocerla en una gigantesca valla. Se detuvo a precisarla, a perderse en sus ojos hermosos y finos; casi lo atropella un camión, se detuvo en la acera de enfrente. "¡Es ella! Grité con emoción... ". De pronto se vio trepando las bases de aquella valla. "Me vi a seis metros de altura pendiendo de ella como un fofo péndulo de cartón". La besó con ardor, con deseo. Pronto se dio cuenta de que en ella no había vida. Abajo la gente se reía, le abucheaban. La policía estaba apostada a lo largo de la calle a la espera de su acto suicida, camas elásticas añoraban su caída temeraria al vacío inmenso. Así como subió, comenzó a descender, lenta y calmadamente. "¿Cómo pude equivocarme? Era la pregunta que me hacía mientras trepaba. Al darme cuenta de que me apresarían, no regresé a la avenida, sino que me perdí entre los techos de las casas vecinas". Corrió como un desgraciado, y se escondió entre los desperdicios de construcciones civiles. No sabemos cuántas horas pasó entre tablas, alambres, trozos de ladrillos y piedras; pero pronto sintió hambre. Se estaba haciendo oscuro y poco a poco iba perdiendo la identidad de las cosas y del sitio. Y como en una cruel maldición, ella lo perseguía de manera inclemente: su imagen, su olor, su fugaz contacto. Todo lo anhelaba con bastante intensidad. Poco a poco se dejó derrumbar y permaneció en cuclillas —no se sabe cuánto tiempo más. "Ella, y el hambre me asechaban, sentía desfallecer mis fuerzas. Por fin salí del escondite y me turbó la noche y su luz artificial. Recorrí los contornos y pronto hallé un mísero sitio para comer. La busqué sin fortuna entre la gente, avancé de camino a casa y sólo encontré el amanecer. No sé en qué momento dejé mi ropa sobre el sofá del recibidor, lo cierto fue que desperté casi al mediodía; fastidiado por los destellos de la luz del sol que penetraban de manera furtiva. Casi sin fuerzas, y con el cerebro batido, tomé una ducha y luego una comida rápida que encontré en la despensa. Al mirar el escritorio recordé los ciento veinte exámenes por corregir. No podía eludir la dura tarea, mis alumnos ya se impacientaban por el tiempo transcurrido luego de la prueba. En cada hoja ella se me representaba; la percibía entre ceja y ceja. Un agudo prurito me embargaba, una sensación de derrota, de fastidio por lo inevitable y terrible. De pronto me veía imaginando coartadas para encontrarla, alegatos para buscarla, sueños para retenerla. 
La había tenido de manera ligera, casi me atrevería a afirmar que aquello no sucedió en realidad. Sólo fue una mala jugada de mis deseos de hombre soltero y solo. Un hombre cuya cama le estaba quedando demasiado grande para su gusto. Alguien que se había cansado de esperar nuevos días y nuevos sucesos. No podía entender mi turbación, mi impresión. ¿Acaso era la primera mujer que pasaba por mi vida? No. Ya había perdido la cuenta…" 
                                                         
***

Los días subsiguientes al encuentro con su amada desconocida, Roberto Urrás no hizo otra cosa que esperarla. En las tardes, cuando las obligaciones académicas cesaban, recostaba su silla en la pared y se daba a la tarea de pensarla. A medida que pasaba el tiempo, éste iba desdibujando sutilmente la imagen de aquella graciosa y atrevida mujer que alguna vez llegara para alterar su existencia. No sabía su nombre —no le dio tiempo para preguntárselo— no conocía su voz —¿y si era muda? Sólo recordaba aquella imagen voluptuosa que lo perseguía —para masturbarlo de nuevo. Decidió darle un nombre: Camelia fue el escogido —viene de Camellia sinensis, es decir, té: su bebida favorita. Ahora su recuerdo no estaba solo, algo importante complementaba aquella solitaria imagen —a lo mejor consiguió compañera en la Casanova. Podía comparar aquel nombre con el de las conocidas y otrora amadas. Sin darse cuenta escribía páginas enteras con aquel invento —Albert Einstein se quedó pequeño a su lado—, con aquella confabulación de caracteres que daban forma a lo informe y un ser a lo inexistente —cálmate Sartre. ¿Sería posible que nunca más la tuviera delante de sí? —espabile los ojos lo más que pueda. ¿Se perdería aquel rostro que se metamorfoseaba de manera total en imágenes de mujeres conocidas y también deseadas? —más se perdió en el Diluvio Universal.

Un día creyó verla en una librería (que se ponga lentes), y sin vacilar ni medir las consecuencias, se abalanzó sobre "ella", la tumbó y juntos rodaron sobre la alfombra, y la perforó con un beso (¡qué bárbaro!). En vano ella trataba de separarse de él; mientras más insistía, más era su obstinación. Golpes y arañazos no sirvieron para hacerle entender a Roberto que aquella mujer a quien él tanto apretujaba contra su cuerpo, no era Camelia (¿cómo?). Era para su desgracia la mujer del director de su escuela (recurso manido... escritor). Solo el fuerte impacto de una gigantesca Biblia sobre su cabeza (¿no encontró otro objeto contundente mejor?), pudo separarlos. Roberto fue llevado a la enfermería y salió de allí con un memorándum a cuestas (que por poco le cuesta el cargo en la universidad). 

*** 

"Sin duda que buscaba con ansiedad mi propia desgracia. Dicen que los del signo escorpión somos tercos como las mulas, y yo lo demostré con suficientes alegatos". La soltería lo hartaba, ¬eso es cierto; pero aquella soledad era preferible a convivir con un imposible. Eso era para él Camelia: un error, un imposible, una nota en blanco, una tarde gris, una noche sin estrellas, un cielo nublado, un mar tenebroso, un... "Bueno, no les interesa mi depresión... ". Desde aquel día que "Camelia" se apareció frente a su escritorio y le dejó al desconsuelo, su vida no pudo seguir siendo igual. Por más que intentaba un reacomodo a la denominada existencia, lo atropellaba el dolor, el vacío, la humedad dejada entre sus piernas, el beso que le pudo robar en un arrebato de valor. A lo mejor fue un amor intempestivo, inmediato, fulminante. "En mí se había grabado su tierno rostro, sus ojos de muñeca triste, sus pecas diseminadas y su figura de reina". La buscó hasta el cansancio, recorrió kilómetros indagando sobre su paradero. Llegó un momento en el que perdió todas las esperanzas de volver a verla; pero una mañana se presentó hasta su escritorio Fernando, un viejo amigo, con un retrato hablado de su Camelia. "Quedé petrificado al verlo: 

—¿Pero, cómo no se me había ocurrido?” —dije perplejo. 
—Recuerda —respondió circunspecto— el deseo cierra la mente y la inteligencia. Sin duda el retrato hablado correspondía a mi Camelia, sólo que no entendía cómo pudo mi amigo realizarlo. 
—Oye, Fernando, me queda una duda por aclarar —dije pensativo—: ¿Cómo te salió tan igual a mi Camelia? 
—Fue muy fácil, Roberto. Desde hace varias semanas no has hecho otra cosa que describírmela: mañana, tarde y noche dedicas hablar de la fulana Camelia. 
La respuesta de Fernando cargada de reproche e ironía, lo turbó por momentos; sin embargo, la inmensa alegría de contar con algo que pudiera ayudarlo a dar con su paradero, diluyó su impresión. 
—¿Ahora qué hago con el retrato? —interrogué preocupado. 
—Tenemos que pensarlo muy bien. En realidad contamos con muy poco en medio de una ciudad tan grande como esta. Ya se me ocurrirá algo. 
—Ojalá estemos a tiempo, porque estoy muy mal, su recuerdo se me ha convertido en una obsesión. 
—No es su recuerdo, Roberto, tu obsesión es poseerla. Cuando la consumas disminuirá tu tensión; a lo mejor te reirás de esto más adelante. 
—...me lamentaré -repuse con amargura. 
—Quién sabe, amigo. Quién sabe. 
El comentario de Fernando acerca del origen de su "obsesión" por la chica, lo incomodó, lo dejó pensativo, enterrado en cavilaciones filosóficas y literarias, ya que —aunque parezca tonto afirmarlo—, siempre aspiró a un amor romántico, de flores y música, de miradas y deseos. "Tal vez me dejé influir por los amores de Fermina Daza y Florentino Ariza, personajes favoritos de mis lecturas iniciales". "Sólo los hombres y las mujeres copulan con incubos y súcubos " (pensó recordando a Octavio Paz). "Sí. Tenemos nuestros diablos a los cuales llamamos en medio del ardor venéreo, copulamos con ellos, nos extasiamos en nuestras fantasías". A él se le diluyeron los diablos, hace tiempo que no lo visitan. Solo le quedan las ansias por ella, por la mujer que creía su compañera hasta el fin. Nunca creyó que se fuera de su lado, "…le di todo". Bueno casi todo. Se obsesionó tanto durante su vida por las mujeres, que ha vivido por ellas, se ha entregado con desenfado en los brazos del amor, "…y ya me ven: arruinado y a punto de exhalar mi último suspiro". Del "camastro" no se levanta si no aparece ella, "…la de la melena engominada y perfecta, la de las curvas nuevas, la del rostro de cera". La mujer más bella "llegada" a su vida. 

iQué extraño! Durante buena parte de su no tan larga existencia ha estado a la espera de una mujer. Cada loco con su tema: Al Coronel de una de las mejores novelas de Gabriel García Márquez se le fue la vida a la espera de una correspondencia. 

***

Encontrando Fernando a su amigo en tal estado de abatimiento y depresión, se le ocurrió la idea de disfrazar a una fulana amiga suya de "Camelia". La llevó una tarde hasta su residencia ubicada en el piso cuarenta de una de las torres del Parque Central y se dio a la tarea de transformar a Bertha en "Camelia"; cuestión que no le fue muy difícil si tomamos en cuenta que la muchacha era bastante bella y seductora, con melena ondulante que batía constantemente con ambas manos; con un busto capaz de atropellar a cualquiera y, un trasero espectacular (en esas condiciones cualquiera la lleva hasta esas alturas). Lo cierto fue que la muchacha se "dejó hacer" (¿hacer qué?... explícate escritor) por la módica suma de cincuenta mil monedas (¡no tan barata!); siempre y cuando estuviera libre al amanecer, que es cuando debía estar de vuelta en su casa (pobrecita, tan recatada y obediente la chica). El trato se cerró a las cinco de la tarde (mejor así, porque a las tres mataron a Lola), cuando Bertha ya era "Camelia", y estaban tanto ella como Fernando listos para emprender una de las mejores comedias de la historia reciente de la capital (¡vamos hombre!, que no es para tanto). Fernando siempre fue un chico perita (¿?) y demasiado perfeccionista; cuestión por la que se esmeró hasta en los más diminutos detalles físicos, los cuales fueron dados por Roberto en sus fastidiosas cuitas en el "Café San Sebastián" (no conozco ese sitio), lugar de encuentro de ambos amigos. Fernando tenía que salvarlo; su ambigua situación sentimental le era insoportable por la amistad que los uniera desde mucho antes de la Perestroika (pero sí no es una novela rusa); nunca antes lo había visto en tan deplorables condiciones físicas y espirituales. Aquella tarde, en su apartamento de lujo que había cosechado a dólar 4:30 (otro que se salvó de la debacle financiera), se debatía entre la alegría y la expectativa: Si Roberto descubría la farsa, como mínimo... lo mataría (con qué revólver… ¿Con qué?). Jamás había osado enfadarlo, conocía de sus agrios humores (pero no tenía mal aliento), de sus enemigos gratuitos —y otros no tanto—, todo lo cual lo había llevado a ganarse fama de ogro, mujeriego obsesionado y cruel; nada menos que en la universidad. Constantemente llegaban a su cubículo notas con amenazas de novios burlados, maridos corneados, señoritas desfloradas a destiempo, viejas chalequeadas, etc. (a lo mejor contaba con apartado de correos en el sitio de trabajo: ¡vaya que suerte!). Además, acostumbraba a aplazar a sus alumnos por una mala mirada, un gesto torpe o alienante, una burla solapada por su estilo un tanto chabacano (¡qué carácter!) Es así como esa noche Fernando se la estaba jugando: o Roberto se comía la mentira de su falsa "Camelia"; o sucedería una tragedia al puro y exquisito estilo griego (a lo mejor se come la farsa porque no se comió a la chica). Además, estaba poniendo a prueba sus dotes histriónicas, ya que debemos aclarar que Fernando era profesor de Arte Dramático en la escuela del mismo nombre, de la misma universidad de Roberto (casualidad; pura casualidad). ¿Cómo no iba a resultarle si la chica era copia fiel y exacta del retrato hablado que él había realizado, que a su vez era igual a la tal "Camelia" que había conocido o soñado su mejor amigo? (a lo mejor lo contratan de maquillador en algún canal comercial de televisión). Allí la tenía Fernando: digna, hermosa, insultante a los sentidos; hasta le provocaba consumarla de una bendita vez (¿acaso estamos hablando de una pizza o de una torta?). Pero no. Estaba fríamente dedicada —sólo por esa noche—, a Roberto: el amigo a punto de enloquecer por el recuerdo de un fantasma (así si son buenos los amigos). Entonces borró decididamente la intención de la cabeza, la tentación no podía caber en aquel momento (vade retro...). Un bonito cuerpo, unas bonitas caderas, un buen busto, una mirada penetrante; aún no lo podían convencer ni desviar de su pasada determinación (¡claro! si ahora gustaba de los hombres). 

Apresurado, tomó del guardarropa un fino abrigo que perteneció a su exesposa; la misma que le devolvió la fidelidad total, por la trastada siniestra. Aquella que medio mundo vio jugársela a su marido en los bares y sitios nocturnos de la convulsionada ciudad. La mujer que le hizo perder la fe en el amor femenino para arrastrarse hacia las caricias iguales, hacia la consumación sodomita de los deseos. De ella era aquel pesado abrigo con detalles pastel que colocaba silente sobre los hombros de Bertha (cuidado con el peso del abrigo y le dañas los hombros a la pobre Berthita). Todavía exhalaba su olor, su clase, el portento de la lujuria transformado en mujer (¿hace cuánto que no lo manda a la lavandería?). Aquel abrigo fue —quizás— testigo de los mejores y los peores años de su vida (que metáfora tan ridícula, vale). Los mismos que lo colocaron en el cenit de su acción profesional; los mismos que vieron al hombre derrumbarse una tarde de encuentros (oh, que cursi). Sí. Cuando se encontraron frente a frente: él, el marido cumplidor y sumiso; ella, la voluptuosa "dama" que se arrastraba en su lecho envuelta en el sudor y la simiente de su amante (cuidado y te censuran la historia por atrevida). Aquella misma tarde que renunció a cometer dos crímenes: el de ella y el de él; es decir el suicidio, el atentado contra su propia vida. Al otro lo ignoró, de inmediato lo borró de su mente para no tener que cobrar cuentas de por vida; sabía que la vida no es lo suficientemente larga para ello (a lo mejor es un pendejo... como diría Don Uslar). Sabía, también, que el tiempo lo tenemos medido, contando y recortado: desafortunadamente calculado (para que veas filosofía de la pura y auténtica). Por una mujer no iba desgastar su vida, la única con la que contaba, a pesar de las eternas promesas de vidas futuras y expectantes. 

El abrigo en Bertha cobraba nuevos matices, nuevas dimensiones... nuevos y armoniosos brillos (dale con el dichoso abrigo). Viéndose pálido y ojeroso en su propio espejo (a lo mejor fornicó sin parar) sacudió la cabeza para acabar con los recuerdos, para desdibujar las imágenes que una a una fueron colmando su mente durante esos diez años de convivencia y desencuentro (cuidado y no le dañes a Fernando el disco duro). Aquel lujoso apartamento era el marco perfecto para la escena que estaba viviendo: una hermosa mujer ataviada con finas prendas de la mano de un hombre maduro con las sienes blancas por tantos pensamientos (si están solos ¿... qué esperas camarada?). Él sabía que su imagen le doblaba en edad; quizá por esto tomó meses atrás la decisión de cabalgar en caballos muertos, de vibrar al ritmo que le trajera la marea de la vida (este tipo es puro bla, bla; pura verborrea pueril). Como quien se despide por última vez de sus pertenencias, Femando dio una lastimera mirada a las paredes y cosas que colgaban de ellas, antes de tomar del brazo a Bertha y marcharse al encuentro con su desesperado amigo, quien hacía ya varios días que no abandonaba, a capricho, las cuatro paredes de su húmedo y desordenado cubículo universitario (Fernando: límpiese los mocos y deje de hacer pucheros; porque de lo contrario esa chica va a descubrir tu bien guardado secreto). 

*** 

"Afortunadamente salí ileso de aquel penoso suceso en la panadería, y continué en la búsqueda de mi "Camelia", calle arriba y calle abajo, humillado bajo la inquina del sol tropical, sorteando huecos y baches, saltando las singulares lagunas peatonales de nuestra atormentada capital". En su delirio creía verla en el rostro y cuerpo de cada una de las bellas mujeres que pasaban a su lado; tal vez en su cabeza las transformaba, aunque el parecido con ellas no estuviese presente. La posesión de su espíritu era total, nada le importaba más en la vida que poder encontrarla, poseerla, para hacerle lo que su aún juvenil cuerpo le pedía, lo que sus deseos le gritaban, lo que en aquella mañana cambió su fofo y trivial devenir universitario. 

"Aquí, sobre este siniestro camastro ante el cual me rindo por la posesión de mi exesposa, quiero decirle a la gente que me rodea y, a la que me escucha a través de las ondas hertzianas, que no depondré la huelga, que no continuaré en mis actividades académicas si ella no regresa a mi lado". Nada le hará doblegar en su voluntad, nada podrá sacarlo del vacío que le dejó su fugaz presencia y abrupta partida, su camino hacia lo desconocido; porque no sabe dónde está, hacia dónde se fue su armoniosa figura, su ceñido talle, sus cadenciosos movimientos terrenales. 

Una noche de esas aciagas, tomó la determinación de encontrar a costa de lo que fuera a "Camelia", así que se preparó para salir de su apartamento a eso de las seis, luego de la última clase del día. Una vez en la esquina, siguió con rumbo al Este. Caminó sin un norte específico y, al cabo de una hora, se encontraba en las puertas del famoso y antiquísimo Cine Rialto. Pagó con copiosa propina la entrada a una función del Cartero. Buscó despreocupado y sin fuerzas una butaca, y se quedó cabizbajo a la espera de la película. "A mi lado nadie se sentó, no por lo feo de mi figura, ya que los que me conocen coinciden en afirmar que no estoy del todo mal; sino porque coloqué en un puesto infinidad de golosinas, y en el otro, un paquete no tan voluminoso de unos cuantos libros de lectura obligada para un intelectual....", como presumía ser. Despertó al poco tiempo de iniciada la película y su euforia fue mayúscula al descubrir en la guapa de la protagonista, a su bien amada "Camelia". "Sí, eran sus tetas, sus caderas, su fabuloso trasero, esos ojos centelleantes y nocturnos, esa cabellera bien peinada". 

"Lo demás no lo recuerdo; sólo sé que desperté en la enfermería de la central de policía". Como respuesta a la pregunta acerca de su presencia en aquel lugar, se le dijo que había formado tal alboroto en la sala de cine, que los encargados de la proyección, junto con el portero, se habían encargado de trasladarlo a rastras hasta aquella oscura jefatura. Lo dejaron en libertad luego de los trámites corrientes y de presentarles sus credenciales como académico distinguidísimo de la universidad más antigua del país, y regresó derrotado al apartamento. "Me miraba en el espejo y se me hacía difícil reconocerme, estaba extraviado, muy lejos del camino anhelado por quienes me conocían. "Camelia" se había transformado en una obsesión; pero en una obsesión muy distinta a todas las obsesiones de mi vida". Quizás, la última. 

***

Roberto Urrás se encontraba en su habitación rugiendo como una fiera por las incomodidades sufridas en la jefatura policial (cálmate Robertito, que aún falta mucho). Si no sale tan pronto como lo hizo, le abren los otros reclusos un agujero más en su trasero (¿Cómo es eso...? No entiendo). Superadas ya todas las cuestiones de aquella pesada noche, se dejó caer sin voluntad sobre la cama, que aún estaba sin arreglo alguno; miraba a la nada: quizás a la pared o más allá... al futuro. Se encontraba en un verdadero laberinto de imprevisiones, de asperezas, de urgencia y liviandad existencial (este Roberto sí que es impreciso, de una psicología indefinida y poco clara). Nada tenía lógico sentido; todo se había transformado en una mecánica pesada e inútil, sin mayores consecuencias ni razones. Contaba a su favor un buen trabajo que le permitía una vida más o menos cómoda. Solo le inquietaba la soltería, las noches de farras y mujeres sin rostros, el licor desperdigado en el insomnio y la resaca. Se sentía mayor, a pesar de su no muy avanzada edad; pero era que había vivido demasiado en tan corto tiempo. Su cuerpo empezaba a mostrar los signos del agotamiento y de la alarma interna. Sus ojos comenzaban, ya, a rodearse de unas profundas arrugas que le desfiguraban el rostro al sonreír, las entradas en las sienes se acentuaban paulatinamente y sin pudor (dejándole una leve impresión de héroe de la independencia). 
Lo único que lo mantenía atado a la existencia era su experiencia universitaria, ese desvelarse por llevar adelante una carrera relativamente triunfal. Nada en su facultad le era ajeno; casi todas las mujeres con las que trabajaba se habían relacionado con él en algún momento de su vida (tremendo don Juan el tipo...), a lo mejor por ello había perdido el interés, la expectativa, la capacidad para sorprenderse. 

Aquella aparición vaporosa en aquella mañana de aquel abril repleto de polen, lo había devuelto a sus viejas obsesiones, a sus sueños despierto, a su deambular siniestro por las calles en la búsqueda de lo profundo y de lo duradero de manos de lo efímero. El sexo siempre había sido para él un enlace con el cual pretendía sujetar a su vida un recuerdo, una permanencia, un calor en la cama (pobre pene, luciría agotado y triste). Pero ese mismo sexo lo había condenado a la lujuria, a la perversión, al masoquismo, al voyeurismo, al cunnilingus, al... desear participar con su amigo Fernando de sus gustos sodomitas; pero no lo hizo, no por una inculcada moral, ni porque estuviera convencido de su inutilidad; sino porque sus náuseas eran muchas a la hora de enfrentarlo (eso es lo que nos cuenta el tipo... no sabemos). Quiso con todas sus fuerzas escapar del sexo en sus relaciones con mujeres, trató en vano de profundizar en sentimientos y caracteres tácitos en las personas, pero el ímpetu, la voluptuosidad, el deseo eran más fuertes que su perspectiva y planes futuros (¿le vamos a creer semejante embuste?). Roberto estaba condenado a las relaciones pasajeras, a que su cuerpo fuera tomado por simple deleite, a que las mujeres sólo desearan disfrutarlo durante un rato, para apartarlo luego, para abandonarlo en la búsqueda de otros placeres (por algo será: a lo mejor el tamaño de su miembro o el ímpetu de sus ganas). Entre más se empeñaba en profundizar en las relaciones, aparecía pletórico el juego sexual, la búsqueda del morbo (¡qué cosas... no!). Muchas veces pensó que sus obsesiones eran consecuencia de su constante búsqueda, de ese querer permanecer, de ese querer ser querido para siempre (eso me suena a vieja ranchera). Cuando atisbaba a alguien con quien sintiera ganas de estar de manera estable, se le escapaba, se esfumaba como el vapor en medio del aire, se fundía en la nada del día o de la noche. No importaba, para el abandono no hacen falta pretextos u horas, lugares o desencuentros. Aparecía el fantasma de la fuga, y adiós para siempre. Miraba aquel cuarto y se le hacía más grande el vacío, la ausencia de quien nunca estuvo presente, la voz cálida de quien no conoce todavía. Pero siempre fue bueno para intuir, para olfatear, para captar los efluvios, tal vez por ello marcó su vida con tantas pasiones, con tantos coitos inconexos y sin vida. Jamás pudo salir ileso de situaciones con mujeres, se adosaban a aquel cuerpo como pequeñas termitas, como terneros ávidos de calor y lujuria, de placer y de fuego (¡bravo!... te salió supremo). Por eso, estando acostado en su cama, en aquel lecho testigo de sus veteranas fornicaciones, recordaba la rápida imagen de aquella mujer sin nombre, con un rostro casi desdibujado con el correr de los días, se impacientaba, crecía en él un extraño prurito que lo desasosegaba, que lo hundía más en el abismo de la soledad y el deseo. Pero es que sus deseos ya no son solo por la carne, por las buenas y bien formadas tetas, por los traseros redondos y contundentes. No. Sus deseos van más allá, desea profundizar con alguien en la vida, en la cotidianidad, en la lujuria de sentirse amado y deseado por una sola mujer. En el morbo por ensayar con una misma persona todas las técnicas amatorias aprendidas en su disoluta existencia. En la esperanza de pertenecer a alguien: de ser amado, soñado, querido, admirado, etc.

El no aspiraba a una simple aventura con "Camelia"; la quería para que fuera su mujer, su amiga, su amante, su compañera, su madre... (oye che, la pintaste muy joven para ello). Veía en ella a una buena tabla para asirse, para sujetarse a lo buscado y nunca encontrado. ¿Era aquello mucho pedir? (no..., pero por los vientos que soplan yo le sugeriría una tabla para surf). 
                     
***

No ocurrió lo esperado por su amigo Fernando; todo lo contrario, Roberto acogió entre sus brazos a la ficticia "Camelia". Desde que se presentó su amigo del brazo de esa hermosa mujer, Roberto sintió una fuerte compresión en sus vísceras y decidió seguirle el juego a Fernando. "Qué más da (pensó, mas no se lo dijo a Fernando), a esta mujer en lo sucesivo la llamaré Camelia II en recuerdo de aquella: la de la presencia efímera; tan efímera como la permanencia de Juan Pablo I en el Vaticano". A partir de aquel momento el solitario profesor universitario abandonó su vida de ermitaño y se dedicó a limpiar su oscuro ambiente ubicado en un oscuro edificio de una calle más oscura que todas. 
Camelia II (alias Berthita; perdón, es al revés) también decidió seguirle el juego a su amigo Fernando y al amigo de su amigo. Despachó (con un absurdo pretexto) al marchante que le hacía la carantoña cada noche, y recogió sus cuatro peroles y cambió su habitación por aquel oscuro ambiente que le ofrecía tan extraño sujeto. Está perfectamente claro que lo hizo por negocio y con mucha curiosidad; nunca había sido pedida por nadie, siempre había sido tomada a la fuerza y por hombres peores que aquel profesor universitario. 

Para desgracia de todos, Roberto se enamoró de Berthita (alias Camelia II) y Camelia II (alias Berthita) también se enamoró de Roberto. Luego de tres meses de aquel pintoresco encuentro, ambos contrajeron nupcias en una prefectura perdida en alguna calle de la moderna capital. Hicieron vida conyugal a golpes y porrazos. Roberto pensaba que era feliz hasta que un día su amigo Fernando lo interrumpió en su clase vespertina con una infausta noticia: "La mujer, valga decir, Berthita (o Camelia II, o simplemente Camelia, como se empeñaba Fernando) se había ido sin dejar rastro". Pero su amigo mintió de nuevo: en realidad Berthita se había lanzado del balcón de aquel fantasmal edificio en el que vivían.
 
Roberto no buscó mayores explicaciones al suceso, miró con sus ojos húmedos a los estudiantes, y les dijo: "El semestre ha culminado, todos están aprobados, no vuelvan nunca más por acá". Apartó de manera brusca a Fernando, que le cerraba el paso, y se perdió entre las espesas brumas de su cubículo. 



 

Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).




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Los libros, antes y después

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Los libros, antes y después

"La lectura es una sinergia, es la suma exponencial de experiencias y de sensaciones, es la certeza de vivir más intensamente, aunque por largos momentos nos aislemos en la soledad del libro y de su entorno..."

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Poema XVI

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XVI

lo vivido me contiene en esencia,
y de su substancia me nutro
en el desvarío siniestro de cada
día. De pronto, ráfagas, fogona-
zos de recuerdos, hilos sutiles que
apenas me sostienen,
hiato profundo de sensaciones, fechas
y nombres olvidados, ayeres abigarrados 
en el ser para continuar existiendo

cada objeto es testigo del pasado y sus
desvencijados rostros me cuentan del
tiempo ido, de lo no dicho entonces
pero articulado, de las calles reco-
rridas, de los paisajes admirados, de
la lúgubre neblina en cada amanecer, 
del sol de la tarde, del ardor de la piel,
de las ansias agolpadas en el pecho
hasta convertirse en llanto

todo, todo está aquí, me contiene, lo 
contengo, me miro en sus ojos a cada ins-
tante y me reconozco, pero no soy yo:
la vida ha dejado en mí huellas profundas.
La melodía cantada, el libro leído, la
ropa gastada en el recorrido. Todo
está y no está, todo es y no es; en 
esa ambivalencia me dirimo hasta perder-
me en sus laberintos, y caer exánime
de horror 




Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior






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La pérdida de la inocencia

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 


La pérdida de la inocencia

"La humanidad, ha perdido la inocencia, porque son tantas las mentiras mostradas como verdades y verdades mostradas como mentiras a través de los medios y las redes, que nadie cree en nada, y cuyo escepticismo ha caído en extremos peligrosos..."

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Los libros y sus solidaridades

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 


Los libros y sus solidaridades

"Lo sucedido se denomina, ni más ni menos, la verosimilitud del relato. Las preguntas de Fernando me alegraron, porque el ardid, la farsa que es toda narración, cumplió su tarea. El lector se creyó todo lo que le contaba..."

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Poema XV

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XV

luz del patio de la casa,
uña de danta en el matero,
dos camburales incólumes como
fieles centinelas. Yo con mi trici-
clo volando suicida por inven-
tados cielos. ¡Qué grande era mi
mundo! Hoy nada hay de aquello

mis hermanos y yo en inauditos
juegos, el corazón saliéndose del
pecho, policías y ladrones asaltan-
do murallas y batiéndose a duelo.
El árbol rojo en la glorieta
en la frágil memoria como
testigo: de la bruma, del sueño, de
la nada, del tiempo ido

paseos del domingo, alegría desbordante,
destorcer zigzagueantes caminos en busca
de momentos. El agridulce de la
rebanada de piña, los pastelitos andinos
del 23 de enero o de la Roca, la certera
fotografía en las manos expertas de mi padre

adentrarnos en los bosques, bañar los pies
en las cascadas, llegar a Las Cruces o a 
Jají, ir cantando en el camino, recitar
manidos poemas o desentrañar adivi-
nanzas. Ver correr caseríos y ríos 
a través de la ventana. 
¡Qué lejos luce aquello! Rápido pasa 
la infancia para traducirse en huella





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior




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RÁFAGAS

 

RÁFAGAS 

Por: Ricardo Gil Otaiza

El extraño ruido en la calle despertó a Miguel Ángel de sus tormentas oníricas. Desde hacía seis meses no podía descansar, como era su deseo, lo cual le permitía deambular —cigarrillo en mano— a través de los setenta metros cuadrados de su apartamento, durante toda la madrugada. Aquella noche —no tan fresca por cierto— dejó de leer la más reciente novela de uno de los grandes del boom latinoamericano, al sentir un cansancio mayor a su afán por develar el misterio de la mujer dejada en medio de un mar de sangre, y de sus partes corporales desperdigadas a todo lo largo del pasillo de un antiguo teatro. Fue hasta la mesa —que fungía de escritorio— y recortó un trozo de papel de un recibo de luz para utilizarlo como marca libro, y se propuso conciliar el sueño perdido desde hacía dos meses atrás, cuando jugó la casa, el carro, la computadora y, hasta la mujer, en un casino de mala muerte en una cercana isla caribeña.

Le molestaba el ruido de la nada al chocar de manera constante contra los pocos objetos del lugar; le indignaba la ingrimitud inaudita que se había apoderado de su ser. No se aguantaba a sí mismo por el simple hecho de estar convertido en un zombi, en un hombre derrotado por esas fuerzas invisibles tejidas con hilos de insensatez y de mentiras. Esa noche, el silencio era expectante y abrumador por la ola de imágenes llegadas hasta su mente ya repleta de recuerdos y de malos momentos. Sin duda, aquel comienzo de año no lo favoreció: los doce deseos arrancados a las uvas del tiempo se convirtieron en saetas fulminantes; todo lo pedido se dio; pero en sentido contrario. En vano intentaba aquietar las voces internas del desvarío, los gritos mudos empujándolo a salidas rápidas y preestablecidas, por los sucesos amarillistas repetidos de manera incesante en las páginas rojas de los diarios y revistas. Tal vez las fuerzas le eran insuficientes para el peso del abandono; los recursos con los cuales podía contar un hombre contemporáneo se presentaban superfluos, cargados de vacío y de confusión. Fue así como en esa noche sosegada cerró la novela y se dispuso a entrar en las brumas previas al sueño verdadero. Esta vez sí estaba convencido de que no lo acallaría, que permitiría a los agujeros negros que anteceden a la minúscula muerte —conformando el sueño— lo invadieran de pronto. Ya no se opondría. Haló con fuerza los acordes modulantes de la penumbra de la habitación, contigua a una espesa calle perdida de día entre los trajines de la gente común, y se lanzó de prisa en el lecho sin vida.

Con los ojos irritados por la lectura, miró su reloj, y con asombro descubrió que a las once y cuarenta y cinco minutos de la noche estuviese preparándose para dormir. Hasta la palabra "dormir” le era ajena y huidiza. De pronto un ardor seco en la garganta le recordó que en la nevera había unas cuantas latas de cerveza. Con paciencia de sí mismo, se levantó descalzo y con pasos tambaleantes se dirigió a la cocina como volando en los sopores de un licor aún no disfrutado. La luz de la nevera le sonrojó el rostro y el intenso frío que bajaba desde el congelador le entumeció las vísceras. Extendió el brazo y tomó la lata forrada en una delicada escarcha.

El silencio de la calle se agudizó, cuestión que le molestaba por atávicos sucesos que lo marcaron de manera indeleble. Intentó cerrar los ojos para encontrarse con el sueño, y no recordó cuándo pasó del estado consciente a la inconciencia superior; esa que significa prácticamente una pequeña muerte. Siempre se preguntó: ¿acaso no morimos a cada rato en nuestra vida diaria? ¿Un orgasmo, una borrachera, el deleite ante una hermosa imagen, la pérdida súbita de lo más querido, el rostro y el cuerpo que vamos dejando tras el paso de los años... no son, acaso, anticipos de la muerte?

                                                 ***

Cuando los extraños sonidos trastocaron la calle, Miguel Ángel despertó sobresaltado (eran exactamente las cuatro y doce minutos de la madrugada). Confuso intentó encender la luz, pero una fuerte ráfaga de metralleta —pensó que era— hizo que de manera inconsciente se lanzara de bruces al suelo. Abrumado quedó en esa posición, y poco a poco recobró la serenidad logrando ponerse de pie junto a la ventana. Lentamente fue removiendo la cortina que le ocultaba la visibilidad y pudo ver decenas de personas que corrían de un lado a otro de la calle, mezclándose con uniformados que accionaban sus armas de reglamento en un intento por devolver la normalidad a la noche. La gente gritaba consignas, vociferaba insultos. A lo lejos se escuchaban cómo caían de manera aparatosa las vidrieras de los comercios apostados a lo largo de la avenida perimetral. Más allá, unos cuantos vecinos intentaban en vano sofocar el fuego que consumía a un vehículo nuevo, cuya propietaria —una insignificante mujer de la ciudad— casi enloquecía por la situación. Miguel Ángel estaba pegado a la ventana con los ojos voraces queriendo no perderse los detalles, y con un desasosiego que le oprimía la garganta y le aceleraba el corazón. Sentía aún en su aliento destellos de la cerveza consumida: halitosis mañanera mezclada con la angustia de verse en medio de una guerra, y no saber el porqué. Se dirigió hacia la otra ventana del apartamento y las imágenes de la gente y el ruido de las armas se perdieron hacia la calle posterior. Sin abandonar la serenidad se colocó un short, una franela y unos zapatos de tenis, abrió la puerta del apartamento y trató de indagar con los vecinos; pero se encontró con el mismo silencio. Otra ráfaga se hizo sentir en medio de la noche. De pronto escuchó gritos, llantos, ladridos de perros, mentadas de madre. Por instantes pensó en encender la luz para ubicarse en el espacio y en el tiempo; pero desechó la idea. Tendría que salir a la calle, o esperar hasta que amaneciera para enterarse de todo. La impaciencia hizo que decidiera por lo primero.

Entonces hubo un instante de calma, la noche recobró la lucidez robada y Miguel Ángel sintió que los músculos de su cuerpo regresaban a su condición habitual. Estaba empapado de sudor, todavía le temblaban las piernas y la saliva —entrecortada y espesa— se resistía a fluir de su boca. Abrió la cortina y el conmovedor espectáculo de decenas de personas tiradas en el suelo —muertas seguramente— lo llenó de rencor. A los pocos minutos llegaron periodistas y camarógrafos de los canales de televisión y se dieron a la tarea de filmar las imágenes que se difundieron de inmediato al mundo. Libre del miedo inicial bajó de manera sigilosa las escaleras y llegó hasta la entrada principal, la cerradura cedió sin problemas y se echó a la noche que ya comenzaba a refrescar. Quedó aturdido al verificar que los cadáveres de las víctimas de la escaramuza ya no estaban sobre el pavimento, comenzó a caminar para indagar en las calles vecinas y la soledad le abofeteó el rostro, una descarga de adrenalina lo fulminó y los latidos acelerados de su corazón rompieron el silencio. Corrió sin pausa de una casa a otra y nadie escuchó su ardiente llamado; los vidrios esparcidos por doquier delataban lo sucedido. Las edificaciones se transformaron de pronto en serios y enfundados fantasmas al acecho: corría, se sentía atrapado en una pesadilla de horror, los ruidos lejanos de ambulancias lo estremecían por breves instantes, para luego retomar la nocturnidad y el sosiego. Escuchaba ráfagas lejanas y quizás los mismos perros ladrando y la misma gente gritando; pero no sabía si lo había vivido o soñado. El viento frío de la madrugada le atormentaba las piernas desnudas en su diminuto short y le laceraba el rostro que ocultaba entre los brazos. La distancia recorrida le infundió el deseo de regresar al apartamento.

No fue un sueño. A la mañana siguiente supo que lo vivido fue un violento alzamiento popular; la prensa nacional y los medios audiovisuales reseñaron veinte muertos en la capital de la república. Miguel Ángel sabía que el número era mayor, él los vio tirados frente a su edificio; de seguro una patraña política cercenó la información disminuyendo la cifra de los caídos. Bastaba con ver las fachadas de los edificios para constatar decenas de agujeros dejados por los impactos de proyectiles de armas largas, y los destrozos en ventanas y puertas.

Desanimado aún, regresó a su apartamento —alrededor de las cuatro de la tarde—, y la ferretería donde trabajaba, tras las puertas cerradas, contabilizaba las pérdidas ocasionadas por la revuelta. Le contaron que la gente salía con la mercancía a cuestas para llevársela hasta sus casas, y lo que no podían cargar —por el excesivo peso— lo iban dejando tirado en los cestos de la basura apostados a lo largo de las calles y avenidas. Tal vez el dueño tendría que declararse en quiebra, y él perdería de nuevo el trabajo. Afligido abrió la puerta del apartamento y se dejó caer en la cama y comenzó a cavilar situaciones. Estando aún envuelto por los pensamientos, llamaron a la puerta. Un hombre con traje azul oscuro y con lentes para el sol le extendió la mano. Después de identificarse como miembro de inteligencia militar, le hizo saber que las filmaciones televisivas realizadas la noche anterior, dejaban ver que en la ventana de su apartamento había sido herido un hombre que estaba asomado a través de ella, el cual podría ser testigo clave en la aclaración de algunos detalles. Luego de mostrar la credencial, el hombre procedió a revisar de manera detallada el apartamento. No encontró rastros, ni balas perdidas, ni agujeros, o daño alguno en pared, ventanas o vidrios, que pudieran servir de indicios. Sin darse por vencido, procedió a interrogarlo, intentando encontrar en sus palabras datos de importancia para la investigación. Miguel Ángel tuvo que mostrarle al agente su cuerpo intacto y sin heridas para sustentar su versión; por nada de este mundo le diría que estuvo asomado en la ventana para averiguar qué era lo que sucedía, ya que conocía de sobra las innumerables dificultades y bochornos por los cuales tenían que pasar los testigos de hechos importantes. El hombre se marchó con las manos vacías por la ausencia de evidencias, no sin antes anunciarle que podría ser citado para rendir declaraciones en los próximos días.

           ***

Lo contado por el agente de inteligencia, acerca de un herido en su ventana, inquietó a Miguel Ángel, ya que era imposible que aquello fuese verdad, puesto que era el único habitante de aquel apartamento, y no había sido herido. A lo mejor —pensó intrigado— los investigadores se equivocaron, ya que todos los edificios de esa misma zona presentan el mismo tipo de ventanas. Con el transcurrir de los días procuró hacer su vida con normalidad y olvidarse de la revuelta que le trastocó, aún más, la vida y el sueño.

Estando a punto de finalizar la lectura de la novela, tomó la decisión de hacerse examinar de la vista, por los fuertes dolores de cabeza que había comenzado a sufrir. De la agudeza visual lo encontró bien el especialista, no obstante, notó algo extraño al estudiar el fondo del ojo derecho. De inmediato lo remitió a un internista, quien después de examinarlo con mucha calma —y con los resultados de la tomografía todavía en las manos— le dijo sin rodeos:

—Lamento informarle,  señor  Miguel  Ángel,  que  tiene  usted una bala alojada en la cabeza.

—“¿Operable?" —fue  lo  único que atinó a preguntarle al médico con el rostro demudado de terror.

—No, amigo... le quedan horas de vida, —le contestó.

De inmediato, y en absoluto silencio, Miguel Ángel regresó al apartamento, y en la puerta del edificio lo estaban esperando un grupo de uniformados, entre los cuales reconoció al agente de inteligencia militar, quien al verlo se le acercó y tomándolo de un brazo lo increpó:

—No hay razón para que siga mintiendo, sabemos que en su apartamento fue herido de gravedad un hombre la madrugada de la revuelta, y usted tiene que conducimos a él antes de que fallezca.

Miguel Ángel lo miró con la indiferencia de quien se sabe ya un difunto, encendió un cigarrillo y subió con una lentitud fantasmal las curtidas escaleras.


 Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).



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