Solos en los bares de noche

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Solos en los bares de noche 

"El tratamiento dado por Montesinos no es complaciente con el personaje; todo lo contrario: lo mece entre quedarse en Dublín macerándose en whisky y rumiando con horror su pasado y su presente o retornar a la casa paterna y saldar las cuentas pendientes..."

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El envejecimiento de los clásicos

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


El envejecimiento de los clásicos 

"Hay obras que releí en el pasado y me dejaron un grato sabor, pero hoy ya no me atrevería a tomarlas de nuevo (el tiempo jugando siempre su carta). Es como si las mismas hubieran cerrado su ciclo conmigo..."

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ÉXTASIS

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

ÉXTASIS 


Naufrago en tus 
cascadas 
                         (transparentes, 
pierdo la 
vida 
por un 
momento. 

Mi aliento 
se hace amargo, 
la luz 
                       (de la mirada 
se diluye 
para siempre. 

Leves contorsiones 
mueven mi cuerpo, 
el éxtasis 
me acompaña. 
Siento 
tu cuerpo 
              (VIBRAR 
De anhelo. 

Ambos 
              (temblamos 
              (Y NO DE MIEDO 
 Acompasados. 





Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).



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BÚSQUEDA

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

BÚSQUEDA 


Busco por fuera 
 El Mundo, 
Camino, divago, siento, 
y permito. 
Las calles me gritan sus voces, 
  dispersas, 
Me pierdo,  
                              (en el vacío. 


Nada de lo habido calma mi sed. 
Profunda tristeza 
  me embarga. 
En vano la mano golpea la vida, 
Al no hallarle 
                             (sentido. 


Me siento en el parque, 
y medito 
Lo efímero de la existencia. 
¿Por qué 
Buscamos fuera 
    de nosotros?, 
Cada quien es 
                                     (El Mundo. 





Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).



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INCÓGNITA

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

INCÓGNITA 


Si al nacer 
                    (vivimos. 

Al morir 
¿Qué sucede? 

Se pierde 
el cuerpo... 

¿Se perderá...  
                     (la memoria? 
                 
De ser así: 
¿Qué permanece entonces? 





Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).



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EL SONÁMBULO

 

EL SONÁMBULO 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Nadie es perfecto; y nadie en su sano juicio parece serlo. Muchos estamos recargados de una amplia variedad de defectos e imperfecciones, y estando conscientes de ellos, nada hacemos —o muy poco podemos hacer— para solventarlos. Peor aún, hay circunstancias en las que no estamos conscientes de nuestros defectos, por tratarse de situaciones que escapan a nuestro libre albedrío de poder consentirlos o no. Simplemente los tenemos, punto, y ya nada podemos hacer para cambiar el sino, la marca, o el sello con el que nacemos. Tal es el caso de la fealdad o de la belleza.  En el primero, sufrimos a mares cuando nos miramos en un espejo, o cuando alguien —de los que nunca faltan cuando somos niños, y aún, de adultos— nos echa en cara nuestra condición esperpéntica. En el segundo, la cosa se pone peliaguda, cuando de tan bellos somos asediados por la lujuria, y caemos en la vida libertina hasta agotar nuestra imagen. Podríamos afirmar que el ser bello se transforma en un defecto que nos persigue casi hasta la muerte, y nos hace sufrir y llorar en la soledad de nuestro castillo vital. Así podríamos seguir enumerando casos en los que un defecto o una virtud nos hacen inconfundibles en un contexto determinado, poniendo en apuros nuestra autoestima, tranquilidad  y dignidad personales.

En el caso particular de los sonámbulos es tarea difícil su cuadratura en el esquema anterior, porque en él convergen una serie de elementos que permiten escabullir —en quienes lo sufren— la culpa o la responsabilidad cuando sucede algún percance o accidente.  Pongamos el ejemplo de un personaje común y corriente. Digamos que un profesor universitario que tiene que salir a diario, muy temprano en la mañana, a dictar su cátedra en una universidad importante. El tipo se prepara para hacerle frente a la jauría de estudiantes que le caen a preguntas en medio de la clase, o cuando ésta finaliza. Él, impertérrito, va respondiendo con aplomo cada una de las interrogantes, sin dejar asomo de duda acerca de su idoneidad para el cargo que ostenta y de sus conocimientos. De regreso a su cubículo es abordado por decenas de jóvenes que desean entablar con el catedrático una relación de amistad, o simplemente estrechar los lazos académicos. Abre la puerta que ruge como un león por falta de aceite en las bisagras, y arrastra varias sillas y las coloca frente a su escritorio. Conversan alegremente y él les va resolviendo las dudas, aclarando los teoremas y haciendo observaciones acerca de lo visto en clase.  De pronto mete la mano en el bolsillo de su gabán y extrae una cajetilla de cigarrillos, saca uno, no sin antes ofrecerla a los visitantes, y lo enciende con cierta parsimonia decimonónica. Echa varias bocanadas de humo, y de inmediato el ambiente se hace pesado e irrespirable. Comprende la forzada situación, se levanta y con fuerza mayor a su endeble capacidad física, abre de un tirón el ala derecha de una ventana visiblemente oxidada y roída por la humedad. Entra aire fresco y la respiración de todos se fluidifica de inmediato. Presenta disculpas por su vicio incontenible e irremediable, y vuelve con asomo de interés sobre la libreta de anotaciones de la chica guapa que lo interroga. Pasan los minutos y las horas y la chica guapa no da muestras de querer marcharse de aquél cubículo francamente feo, con pintura azul clara descascarada y con techo oblicuo que pareciera que se les viniera encima. Él, con disimulo mira su reloj, ella lo nota, pero se hace la loca y nada pasa en los siguientes veinticinco minutos de trabajo académico. Ya es medio día. El catedrático tiene que ir a comer y se lo hace saber a la chica guapa. Ella con risa coqueta le dice que le gustaría compartir la comida con él. Él hace cuentas mentales de su estado financiero y llega a la funesta conclusión de que no le alcanzan los euros para hacerle frente a una comida para dos. Ella, bastante inteligente y perspicaz, le manifiesta de inmediato que irían a medias, si a él no le importa. El catedrático acepta gustoso y salen a respirar el aire del hermoso campus que bordea las sinuosidades de la bahía, y se internan en un comedero barato. 

Toman cerveza antes de la comida y con el frío a él le dan ganas de ir a orinar. Pide permiso, se levanta con la discreción propia de un hombre maduro, y se interna en las profundidades del comedero. Ella, con la rapidez de una liebre, saca de su bolso una pequeña tarjeta rosada y la deja escapar debajo de la servilleta de él. Al regreso, el catedrático se entera de que  ella se ha tomado la libertad de ordenar por los dos, con un gesto de indiferencia toma la servilleta y se la lleva al cuello. En el preciso instante nota él que algo cae sobre el suelo. Se agacha, lo recoge y se entera del contenido de la tarjeta rosada: “Si no le importa me gustaría hacerle el amor. Si no le interesa mi propuesta, le agradezco devolvérmela porque no cuento con otra”. Ella, mira con disimulo hacia las mesas vecinas, él, con el rojo encendido en el rostro, guarda la tarjeta en el bolsillo de su gabán. Llega la comida y ambos se quedan mirando con apetito los platos. Ella ordena fabada asturiana, y una botella de vino de La Rioja. Él, no deja que el mesero descorche la botella, saca del bolsillo del pantalón un llavero provisto de una navaja, destapa la botella, sirve en ambas copas y propone un brindis: “Por esta comida y por la grata compañía. Arriba, abajo, al centro y adentro”. Beben saboreando el trago y se miran directamente a los ojos por primera vez. Ella, sostiene la mirada altiva y desafiante. Él, parpadea nervioso y gira levemente la cabeza hacia la derecha, esquivando esos ojos verdes aceituna. Ella, sonríe y vuelve a beber de la copa. Comen en silencio. De pronto se escucha un fondo musical de rumbas y sevillanas. El catedrático acostumbrado a comer con rapidez, notó su torpeza y poca caballerosidad de finalizar primero que ella. Ella, con un gesto de restarle importancia al asunto, le pone una mano sobre su brazo. Así permanecieron durante unos minutos. Pasa hora y media de comida y de charla. Ríen gustosos de los chistes de la clase y de las anécdotas de los jóvenes del curso.  Sin preámbulo alguno ella se levanta de su silla y le planta en los labios un beso húmedo; y él se deja hacer. Escuchan un extraño carraspear en sus oídos, y perplejos comprenden que han sido sorprendidos por unos cuantos estudiantes de la cátedra que iban a solicitarle que pospusiera el examen del día siguiente. Como si nada pasara, y haciendo gala de un histrionismo inusitado en aquél hombre, los atiende con cortesía y accede a posponer el examen para el lunes siguiente. Se despiden con un abrazo, y con la promesa de un futuro encuentro. 

Es de noche en Madrid la bella. El catedrático se da a la tarea de corregir decenas de informes con un cigarrillo en la mano, y con una copa de vino sobre el escritorio. Afuera aún se escuchan los ruidos de la calle que se va apagando en la medida en que crecen las horas. A ratos se levanta intentando desentumecer las piernas que se le han quedado varadas por la mala posición, abre la ventana, y aspira una bocanada de aire frío que se cuela ligera. Va a la cocina, destapa otra botella, se apertrecha con más cigarrillos, y regresa al despacho a terminar de corregir. Nunca tarea alguna se le había hecho tan pesada y monótona. Maldijo entre dientes el tener que corregir y calificar con números las distintas capacidades intelectuales.  ¿Cuándo inventarán un sistema que mida no solo respuestas sino también todas las potencialidades de un estudiante? —se preguntó con dejo de un hastío que se le hacía cada vez más insoportable. De vez en cuando llegaba a su mente la imagen de la chica guapa, y del beso robado. A pesar de haberse sentido como un perfecto estúpido en el restaurante cuando los sorprendieron los estudiantes, deseaba volver a vivirlo. Se pierde durante varios minutos en cavilaciones de tipo ético-deontológicas, pero las ahuyenta con las necesarias recidivas de un cuerpo que todavía siente y anhela. Retorna de nuevo a su presente, cambia de cigarrillo, sorbe un buen trago de vino, y se dispone a finalizar con la pesada tarea de la corrección.  De pronto suena el timbre; y él no espera visita.

Ataviada con una mínima falda que apenas le cubría las nalgas, entró expectante la chica guapa al apartamento del catedrático.  De pronto hubo un silencio prolongado y cómplice. Él la invitó a sentarse, al tiempo que le ofrecía algo de beber; ella aceptó gustosa. Él fue hasta el estéreo y puso a sonar a Vivaldi y le manifestó su complacencia de tenerla en su casa a esa hora, en la que se suponía debía estar durmiendo, sobre todo por su edad. Ella exclamó: ¡Al diablo con la edad! Hablaron de temas académicos, de la universidad, de los estudiantes, del campus, del país, del mundo, y del espacio sideral. Cuando no hubo más temas que tratar, ella tomó la iniciativa: se le sentó sobre las piernas, introdujo su lengua en la boca de él, y comenzó a acariciarle la cabeza. Él sintió cómo su vetusto pene se levantaba con fuerza y determinación, y gritaba por salir de aquel recinto en el que se hallaba preso.  Él fue desvistiendo a la chica guapa; ella hacía lo mismo con él. Ambos quedaron desnudos sobre el amplio sofá. Ella se abalanzó sobre él y de un suave empujón introdujo el largo y pesado falo, en su suave y delicada boca profunda. La chica bella lamió el pene durante varios minutos hasta que el catedrático la detuvo en señal de que iba a eyacular. Respiró profundo y se contuvo. Volteó y la puso frente a él, abrió sus delgadas y trigueñas piernas y con la mano introdujo el pene en su raja de ralo bello negro, y la cabalgó durante varios minutos, hasta que no pudo más. Estallaron en quejidos y sollozos que no se interrumpieron hasta quedar exhaustos. Durmieron durante varias horas.  

Él se calzó las sandalias de piel que estaban al pie de la cama, se levantó lentamente, y con los brazos estirados y los ojos cerrados, se dirigió hacia la cocina. Buscó en las gavetas, en los estantes y en la nevera y encontró un largo y filoso cuchillo que había comprado recientemente en el supermercado. Lo tomó con la mano derecha y retornó a la habitación. Dentro de ella se quedó algunos minutos inmóvil y apacible. Luego comenzó  avanzar hasta la cama, en donde yacía la chica guapa dormida. Se quedó parado al lado de ella, y escuchaba su fatigada respiración. El movimiento rápido de los ojos y un leve ronquido que escapaba como desde una cueva muy profunda, la hacían parecer misteriosa y perversa. En el instante en el que el catedrático quiso apuñalar a la chica bella, ella abrió los ojos y lanzó un grito desgarrador. Se levantó presa de pánico, y buscó escapar. Él comenzó a perseguirla con el cuchillo por el apartamento, derrumbando sillas y lámparas con las que tropezaba en su carrera siniestra. Estaba completamente dormido, actuaba maquinalmente por acción de un sonambulismo atroz. Por más que ella gritaba su nombre, él no despertaba, y seguía con su empeño de asesinarla. Desnuda abrió la puerta del apartamento y escaleras abajo alcanzó la puerta de salida y se perdió en la oscuridad de la noche.  

El catedrático retornó apacible a la cocina, guardó el cuchillo y se acostó de nuevo. En la madrugada se levantó, se calzó las sandalias de piel, estiró los brazos y se dirigió hacia la ventana.  En ese momento entraba una brisa fresca que levantaba con ímpetus el cortinaje, y el catedrático se quedó inmóvil con la mirada perdida.  Fue hasta la cocina, abrió la nevera, se sirvió agua y bebió. Luego tomó dos rebanadas de pan integral, las untó con mantequilla, les colocó lechuga, pepinillo, jamón, papitas fritas y se sentó a comer. Destapó una botella de vino, la bebió toda y retornó con los brazos extendidos a la sala. A veces abría los ojos, pero de inmediato los cerraba, como si una luz enceguecedora le impidiera hacerlo. Se sentó en el sofá en el que le había hecho el amor a la chica bella horas antes, y así permaneció durante un largo rato, hasta que decidido retornó a la habitación. Dio varias vueltas alrededor de la cama y se acostó.

Soñó que se encontraba en una torre en llamas, todos los pisos ardían, y la gente era abrazada por el fuego. Él se hallaba en un apartamento de la torre y se enteró del incendio cuando las llamas habían alcanzado toda la entrada, y prácticamente era imposible salir con vida. Desesperado intentó atravesar la sala cubierto por una toalla húmeda; pero las incipientes llamas que comenzaban a cubrirlo le hicieron retroceder de temor. Miró a través de la ventana del cuarto y la altura hizo que un ligero mareo lo dejara sin fuerzas. Se hallaba en el décimo piso. Estaba atrapado, sería su final. Buscó en el closet varias sábanas para hacer una larga cadena y poder escapar; pero se dio cuenta de que contaba apenas con tela como para bajar al piso inmediatamente inferior. El humo comenzó a dejarse colar por debajo de la puerta. Empapó una toalla con agua y se la llevó a la nariz. La puerta del cuarto comenzó a quemarse hasta que las llamas alcanzaron el recinto interno e iban devorando cortinas, muebles, cuadros y, finalmente, la cama. Faltando tan solo un metro para ser alcanzado por el fuego, el catedrático abrió la ventana del cuarto, apartó con brusquedad las cortinas, y se colocó en cuclillas sobre el marco metálico de la ventana. Cerró los ojos, estiró los brazos, y de un saltó se lanzó al vacío. 


Decenas de personas se agolpan frente al edificio donde vivía el catedrático; así como varias patrullas de la policía. Indagan entre los amigos y los conocidos los motivos que pudo tener tan reconocido personaje para suicidarse. Su cuerpo, vestido con una bata de dormir y calzado con unas sandalias de piel, se encuentra aplastado sobre el pavimento. 



Relato tomado del libro Hombre Solitario y otros relatos (Consejo de Publicaciones de la ULA, 2002), que fuera incluido luego en Cuentos Antología Personal (Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria, 2010).




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El otro lado de la traducción

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


El otro lado de la traducción 

"Los lectores damos por hecho que el libro que leemos es tal cual lo escribió su autor, ignorando que muchas veces entre lo original y lo traducido hay inmensos abismos..."

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REVOLUCIÓN

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

REVOLUCIÓN 


Pueblo 
             (callado 
Pueblo 
              (sumiso 
Pueblo 
              (silente 
Pueblo 
              (triste. 

Nada hay 
                 (en 
El consciente. 

Todo está 
Almacenado: 
                      (hambre y miseria 

Todo 
en el 
Inconsciente. 

Pueblo 
              (alzado 
Pueblo 
              (armado 
Pueblo 
              (gritando 
Pueblo 
              (libre. 




Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).



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A VIVA VOZ

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

A VIVA VOZ 


A viva voz 
Lanzo 
Mi sentir 
                  (al mundo. 

Los oídos 
Nada 
Escuchan. 
                
Un inmenso hermetismo 
Se ha apoderado 
De la raza 
Humana. 

Enmudezco... 





Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).



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CRUCIFICADO

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

CRUCIFICADO 


Un hombre llegó 
                          (a la Tierra. 

Sus coetáneos 
Lo clavaron 
                          (en una cruz. 

Hoy la casta 
Que 
Dice ser su descendiente 
Se encarga 
De explotar su nombre. 

¡No conviene 
que baje 
                (de la cruz! 




Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).



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La última epopeya

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


La última epopeya 

"El Bolívar de García Márquez se mece entre la humillación de la postración y sus ímpetus de aventura. Su ya menguada autoridad se ve exaltada por los deseos de sus fieles de que acepte la presidencia de la república que le propone Rafael Urdaneta..."

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Todo comienza en nosotros

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Todo comienza en nosotros 

"Cuando un líder es gerente (y viceversa) sabe que el poder no se arrebata, ni se hereda, ni surge por generación espontánea, sino que se cultiva desde el yo y cada día, y a la final se merece (o no) y se alcanza..."

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ÍNCUBOS Y SÚCUBOS

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

ÍNCUBOS Y SÚCUBOS 


La lucidez se pierde 
En los caminos 
                                     (del hombre 
Tras la búsqueda de su destino. 

Diablos y ángeles 
pueblan nuestra 
existencia. 

No hay equilibrio
                                (posible.

Con la mano
                      (derecha.

¿Por qué no
                       (con la izquierda?





Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).




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CLAROSCURO

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

CLAROSCURO 


Luces y sombras 
Matizan la vida. 

El centro 
del 
Universo es un  
claroscuro 
                        (siniestro. 

¡Somos el centro
                         (del Universo!




Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).




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DE LO VIVIDO

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

DE LO VIVIDO 


Me veo en tus ojos 
Más yo no te veo. 

Te siento 
                (suave y tibia 
Y mis manos 
No te hallan. 


¿El recuerdo 
                   (de lo vivido 
Es lo único
Que permanece?

La memoria
se pierde,
                    (también,
Con los años.




Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).



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El SUICIDA

 

El SUICIDA 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

No es difícil ser un escritor fracasado en la ciudad de Caracas. Hay cientos de ellos. Por regla general en esta ciudad capital el vocablo escritor es sinónimo de «pelabolas», es decir, de un ser que todo y nada tiene. En cualquier otra parte de América Latina, en Europa, y ni qué decir en los Estados Unidos, cualquier escritor puede vivir plácidamente de lo que escribe. Aquí la cosa es muy folclórica, y hasta divertida. En cualquier café o tenducha te topas con decenas de seres que dicen ser escritores y poetas; pero eso sí, son inéditos. Nadie ha leído de ellos jamás ni una sola cuartilla partida por la mitad. Quienes sí han tenido la fortuna (solo hipotética) de salir del ostracismo del anonimato, no logran vender sus libros ni poniéndolos en remate. Compungidos y con vergüenza, los autores se conforman con regalarlos a quienes deseen recibirlos, porque aquí tampoco se lee, a la espera de que le hagan el favor de redactar en algún periódico (de provincia) una escuálida reseña que diga con caramelosa empalagosidad las virtudes y demás menudencias del libro; o que sea descuartizado con un cuchillo de carnicería, hasta que se desangre en los anaqueles del olvido. 

Pues bien, no hay por qué asombrarse entonces cuando nos percatamos de la elevada tasa de suicidios entre los escritores. Por lo general, se les puede ver en las casas de empeño entregando hasta los calcetines sucios, con tal de hacerse de algunas monedas que les permitan sobrevivir en esta dura y perversa capital americana. Otros, no tan aventajados, por no gozar de objetos apetecibles por los compradores de esperanzas, tienen que conformarse con ponerse en la Plaza Bolívar a recitar de memoria versos pensados y escritos en medio de alguna borrachera, para así poder recoger la limosna que les saque del apuro filosófico. Los más vergonzantes sacan de sus oxidados estantes los libros que dicen haberlos influido en su vena literaria, y los venden en la vía pública, llevando más sol y agua que una gata ladrona en un tejado gótico. En estas ventas podemos encontrar desde los evangelios perdidos de San Juan, hasta el libro de las antimemorias de Bryce Echenique, que dicho sea de paso, es costosísimo en las librerías normales. Y, por último, los de la categoría ínfima,  es decir, aquellos que ya nada les queda para vender, o que nada recuerdan para recitar, tienen que conformarse con pasar como experimentados ladrones de supermercados y librerías; o preparar con escalofriante pulcritud su coartada para el suicidio perfecto. 

Mi amigo, del que les vaya contar, perteneció a todas las categorías antes descritas, solo que sí había sido publicado por las más importantes editoriales del país. Tenía la extraña virtud de regalar todo lo que tenía como bienes de fortuna. Nada quedaba en su poder, sin que fuera debidamente reciclado. Sus libros habían ido a parar a los anaqueles de amigos, de conocidos, y de diversas instituciones públicas y privadas. En el tiempo de las vacas gordas —como suelen llamar a los años de la bonanza petrolera y de los gobiernos puntofijistas— vivió de un mediocre puesto en la administración pública que le permitió gozar de cierta holgura económica y sentimental. A menudo se le podía ver en bares de mala muerte nalgueando chicas hermosas que se entregaban al placer orgiástico. Un par de veces fue detenido por la policía al ser encontrado follando en la calle. Una que otra vez fue detenido por llevar en sus bolsillos unos cuantos gramos de droga blanda, que compartía con sus amigos y colegas escritores. Fue recogido y llevado varias veces a albergues públicos por brigadas especiales del municipio, que lo encontraban durmiendo en paradas de autobuses y en jardines privados. Desvirgó a más de una quinceañera de buena familia deslumbrada por su personalidad artística, y hasta intentó la violación cuando los palos se le subieron a la cabeza. 

Cuando mi amigo se quedó sin casa propia, sin familia y sin una obra que ofertar a las casas editoriales, comenzó a pensar seriamente en el suicidio. Se le podía observar hablando solo y riéndose consigo mismo, a la vez que escribía algo en un cuaderno sucio y deshilachado. Yo, que pude leer lo que allí anotó con tanta precisión, puedo dar fe de que se trataba de las distintas formas que había concebido para quitarse la vida. Algunas eran tan ridículas, como por ejemplo, tomarse un jugo de lechosa con vidrio molido hasta que se le rompieran todas las vísceras y así morir desangrado, que él mismo no podía aguantar las ganas de reír. Otras, en cambio, eran demasiado grotescas, como por ejemplo, lanzarse de cabeza desde el último piso de una de las torres de Parque Central, tirarse a los rieles del metro en el momento que fuese pasando frente a la estación de Capitolio (y escogió esa por su gran afluencia peatonal en las horas pico). Llegó un momento en que la idea de suicidarse se transformó en una obsesión, razón por la que no había conversación en la que no la mencionara. Sus amigos pensamos que se trataba de las especulaciones propias de un egocentrista, cuyo norte siempre había sido llamar la atención de sus amigos y familiares. Habíamos conocido en él a un chico perita, francamente apuesto, que se movía en diversos mundos sociales, y de relaciones públicas. Lo admiraban por su gran talento, por esa innata capacidad de fabular todo lo que se le pusiera por delante. No había anécdota que no fuera procesada por su pluma sin que se transformara en una obra maestra. En el país se erigió en una de las figuras claves de la nueva narrativa, que representaba el rompimiento con la literatura telúrica y del costumbrismo, que tantas obras y buenas figuras había cosechado a la nación. En tiempos en los cuales los maestros del boom descollaban en el continente americano y en Europa, mi amigo logró hazañas inimaginables para nuestras letras: ganó premios importantes, lo invitaron a conferenciar en universidades e institutos de investigación literaria, lo tradujeron al inglés y al francés y se daba el lujo de despreciar jugosos contratos con empresas de renombre internacional, por aquello del nacionalismo y demás bagatelas. 

Mientras todo ello acontecía, en mi amigo se iba generando un proceso de deterioro físico y mental. Comenzó a alejarse de su casa por períodos muy prolongados, no frecuentó más los sitios en los que acostumbraba a charlar con sus amigos, dejó de colaborar para los diarios y revistas que antes le eran indispensables, y abandonó paulatinamente la actividad de escribir, hasta el grado de aborrecerla y de no querer saber más de ella. Físicamente se descuidó, dejó de cambiarse la ropa, se dejó crecer la barba, el cabello y las uñas, y los dientes se le comenzaron a tapizar con la pátina de la mugre y de la enfermedad. El apuesto e inteligente escritor, el más prometedor de su generación, se transformó de pronto en una piltrafa humana, a quien nadie deseaba tratar, al que sus amigos —menos yo— abandonaron, y al que las editoriales execraron rápidamente. Sus obras, agotadas desde mucho tiempo atrás, no volvieron a ser reeditadas y en los colegios donde recomendaban la lectura de algunos de sus textos, su figura comenzó a causar repulsión y asco. Mi amigo se convirtió de la noche a la mañana en un muerto viviente. 

Viéndose acosado por las circunstancias y sintiéndose repudiado por la gente, mi amigo tomó la decisión de acabar con su vida. Buscó en el buró el viejo cuaderno de anotaciones y repasó mentalmente las diversas posibilidades que se le presentaban. Eligió la más económica y la menos grotesca: se lanzaría desde el último piso de una de las torres de Parque Central. La caída le proporcionaría una muerte instantánea, seca, sin dolores extras ni remordimientos. La noche anterior arregló con inusitada meticulosidad sus papeles. Metió en arrugadas carpetas de manila decenas de borradores de sus conocidas novelas, agrupó textos sueltos que podrían dar pie a algún libro, tiró al cesto algunos cuentos y fragmentos de ensayos que no deseaba que se conocieran, y escribió una breve carta a su mejor amigo, es decir, yo. Acto seguido fue hasta la nevera se preparó un sándwich de queso y lo fue comiendo con la mirada perdida en el infinito. Destapó una cerveza y la bebió a sorbos que a veces le lastiman los sentidos y le arrancaban fuertes accesos de tos. Quiso saber qué pasaban en la tele y su decepción fue mayúscula cuando vio imágenes que mostraban a un suicida que caminaba en la cornisa de un edificio, el alboroto de miles de personas apostadas en las calles y los agentes de la policía tendiéndole una red protectora, que movían de acuerdo con los caprichos zigzagueantes del hombre. Sintió repugnancia y apagó el televisor lanzándole un curtido cenicero de bronce que reventó en miles de pedazos la pantalla. Fue hasta el anaquel y comenzó a acariciar el lomo de los libros que más amaba, los abría luego, y leía a saltos pequeños fragmentos de novelas. Retiró de cada uno de ellos los marcapáginas que se hallaban en su interior, y los apiló hacia un costado del estante. Tomó un bolígrafo y con letra menuda, casi imperceptible, los dedicó a cada persona que conoció en su atribulada existencia. El mío era especialmente hermoso, estaba fabricado con piel ribeteada de dorado y tenía una inscripción: «solo la lectura cambiará tu existencia». Se quedó mirándola y la releyó hasta que la mirada se le nubló con el asomo de algunas lágrimas que pronto secó sin ninguna contemplación. Abrió los cofres que tenía cerca de los libros y pudo constatar que la vida no había pasado en vano: en uno de ellos se hallaba la pluma con la que había autografiado, en una tarde esplendorosa, su primera publicación literaria. Intentó escribir algo con ella, y se percató de que estaba seca, vacía... sin hálito de vida. Un poco más allá encontró una vieja fotografía que lo representaba cuando tenía veintidós años, junto a su primera novia. Tenía un rostro lleno de felicidad, una felicidad contagiosa, y al mismo tiempo triste. Captó en su mirada una señal profunda e inequívoca de su frustración futura, de su gran desventura, de su fracaso como hombre, como amante, y como escritor. Encendió fuego y dejó que la consumiera hasta quedar solo cenizas. 

De pronto se halló frente al espejo y no pudo contener su desazón. Se vio en malas condiciones y tomó la decisión de no llegar al más allá con un aspecto tan desgarbado. Fue hasta el cuarto y tomó una oxidadas tijeras que pertenecieron a su difunta abuela, y comenzó a cortarse el cabello. Al poco rato estaba irreconocible, había dejado en el piso más de un kilo de cabello profundamente negro y rizado, salpicado con las motas blancas de una caspa enfermiza y saltarina. Pero ello no le satisfizo. Había algo en su rostro que aún no le cuadraba a sus deseos de mostrarse como lo que alguna vez fue: jovial y atractivo. Decidió quitarse la barba. Entonces, con las mismas tijeras que usó para el cabello, cortó con dificultad la fuerte barba que le colgaba desde varios años atrás. Minutos después su fino rostro quedó al descubierto, libre de la pesada carga de un vello que lo hacía lucir con veinte años más. Se miró con detalle al espejo y no logró satisfacer sus deseos de lucir como el muchacho bien parecido que alguna vez había sido. Sus ojos estaban hundidos en el rostro, con un brillo cadavérico y traslúcido. Unas inmensas ojeras le desfiguraban la cuadratura de las mandíbulas rectangulares y sólidas. Abrió la boca y se percató de la amarillez de una dentadura perfecta y completa; buscó un poco de bicarbonato y con un cepillo, cuyas cerdas estaban chatas por el uso, rayó la superficie de los mismos hasta que un brillo de limpieza regresó a ellos. Se volvió a examinar a la luz de la bombilla, y no quedó satisfecho con lo que veía. Ya nada quedaba por hacer, tan solo falsear una breve sonrisa. De inmediato el rostro le cambió: una extraña liviandad le recordó que aún era joven y que podía vivir; si así lo decidía. Pero no estaba dispuesto a retroceder. Poco a poco el recinto se oscureció y mi amigo se quedó dormido, hasta el amanecer. 

Un fuerte reflejo de sol le hería los ojos. Sentía una gran pesadez en las extremidades, como si su cuerpo no respondiera a las órdenes del cerebro. Con un esfuerzo sobrehumano se levantó, al tiempo que recordó la intención de acabar con su vida, y procedió a ejecutarla. Para ello se echó sobre el hombro un ligero morral con algunas de sus pertenencias, para que una vez recogido muerto sobre el pavimento, revisaran el morral y aquellas cosas tan preciadas llegaran a su destino. Revisó que todo estuviera en su sitio, colocó la nota a su mejor amigo sobre el buró, y se marchó dejando tras de sí el sonido seco del portazo. Tomó una buseta, y se quedó en la parada más cercana a Parque Central. Entró a una de las torres —le daba igual— y llamó el ascensor; pero estaba descompuesto.  Así que tuvo que subir a pie hasta el último de los pisos. De vez en cuando se detenía para recuperar el aire y reponerse de la fatiga de una mala noche, hasta que llegó a su destino. ¿Cómo haría para entrar a uno de los apartamentos? Se sentó en la escalera y esperó con calma a que llegara alguien. De pronto, llegó una oficinista que trabajaba en un conocido bufete, y entró detrás de ella con un filoso cuchillo, por si se ponía necia. La chica no pudo emitir sonido alguno y dejó que mi amigo abriera la ventana, se asomara a través de ella y midiera las circunstancias de su acto. Arrastró hasta la ventana una pequeña mesa y se subió hasta ponerse en sentido contrario a la chica. Lo separaba del vacío una pequeña voladura en la construcción que no llegaba a los cincuenta centímetros. Cuando mi amigo le dio la espalda para lanzarse, la muchacha accionó una alarma. En pocos minutos se hallaban frente a Parque Central más de diez patrullas de la policía, y dos camiones del cuerpo de bomberos. Al rato, periodistas y centenares de personas se apretujaban abajo a la espera de que el suicida se lanzara para disfrutar morbosamente de un espectáculo ya no tan inusual. El fragmento de película que mi amigo había visto la noche anterior en su apartamento se repetía con saña y perversa similitud. Dos redes se contoneaban desde abajo dirigidas por sus caprichosos movimientos, intentando salvarlo. De nada le servía gritar y accionar sus manos con desesperación para expresar que no quería vivir, que era su decisión el lanzarse para acabar con tanta mediocridad. Abajo, quienes lo habían ignorado durante tanto tiempo se empeñaban en salvarlo y convertir aquel acto suicida en una demostración de efectividad de las fuerzas del orden público. Tal vez algunos de aquellos mequetrefes que se encontraban abajo dirigiendo las acciones aspiraban a un ascenso, o a una medalla al mérito. Desconcertado, intentó regresar a la ventana para retirarse del sitio; pero se encontró con que estaba cerrada. De pronto la luz del bufete se encendió y pudo ver cómo un comando de salvación de la policía entraba con intenciones de apresarlo. Con absoluta y fría determinación, mi amigo se lanzó de cabeza al vacío, y los agentes que manejaban la red de salvamento no pudieron contenerle. Su liviano cuerpo, dibujando una clara hipérbole en el espacio, fue a dar contra el muro de contención de un pequeño puente que divide artificialmente a la avenida. El morral cayó luego sobre la red como un paracaídas fofo. 



Relato tomado del libro Hombre Solitario y otros relatos (Consejo de Publicaciones de la ULA, 2002), que fuera incluido luego en Cuentos Antología Personal (Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria, 2010).





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No ser tan coherentes

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


No ser tan coherentes 

"Cuando me acerco a mis artículos y a mis libros, es cuando veo patentizados los profundos cambios dados en mi ser en las últimas décadas. Soy el mismo de siempre, pero también otro muy distinto, y esa ambigüedad no me horroriza ni me preocupa en absoluto."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:

 

 

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ADIÓS

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

ADIÓS 


Calle solitaria 
      Roída 
Por los años. 

   Esplendor 
                 (verdusco 
     Hendido 
en las paredes 
                  (y en los muros. 

Brisa fresca 
               (de la mañana 
Que el rostro
     golpea.

¿De dónde vienes
                      (ciudad
Que ya no me recuerdas?



Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).



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A VECES

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

A VECES


      A veces 
      Decimos 
Tontas verdades 
En un instante 
                  (desenfrenado 
    Por la vida. 

     A veces 
Se nos agolpan 
                   (las palabras. 

          A veces 
Toda una eternidad. 

         A veces
     Aguardando
                     (las mentiras.



Tomado de mi libro Corriente Profunda (Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes, 1998).



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