Video de la Sesión IV - 2021: Incorporación del Dr. Ricardo Gil Otaiza a Individuo Numerario

 


La Academia de Mérida (Venezuela) tiene el agrado de presentar la Sesión Solemne de Incorporación del Dr. Ricardo Gil Otaiza como Individuo de Número, Sillón 5, realizada el día 17 de febrero de 2021.

Agenda de la sesión:

[00:00​]  Apertura de Sesión Solemne a cargo del Presidente de la Academia de Mérida, Dr. Eleazar Ontiveros Paolini y lectura de la Agenda a cargo de la Secretaria Accidental, Dra. Janne Rojas Vera.

[01:50​]  Palabras del Dr. Eleazar Ontiveros Paolini, Presidente de la Academia de Mérida.

[04:36​]  Lectura del Acuerdo de la Academia de Mérida para la Incorporación del Dr. Ricardo Gil Otaiza como Individuo de Número, Sillón No. 5.

[18:01​]  Lectura del Trabajo de Incorporación del Dr. Ricardo Gil Otaiza como Individuo de Número.

[01:03:24​]  Discurso de Respuesta a cargo del Académico Dr. Rosendo Camargo Mora, Individuo de Número, Sillón 14.

[01:25:17​]  Juramentación del Dr. Ricardo Gil Otaiza como Individuo de Número, Sillón No. 5.

[01:26:21​] Entrega de Acuerdo e Imposición de Medalla que acredita al Dr. Ricardo Gil Otaiza como Individuo de Número, Sillón 5, de esta institución.

[01:27:53​]  Firma del Libro de Personalidades Ilustres.

9) Clausura de la Sesión Solemne.

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Créditos:

Producción, edición y montaje: Dr. Jonás A. Montilva C. 

Promoción: Dr. Luis Sandia 

Fotografía y grabación: Sr. Alejandro Ramos

Música de fondo:  Corelli - Concierto I en Re Mayor - Allegro adagio



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Poema XLIX


Por: Ricardo Gil Otaiza 

XLIX

libas la flor del Edén y te sacias
con su néctar, esparces tu simiente en
el mundo y como en los espejos de Bor-
ges abominas de la humanidad. Eres
cocreador de todo, en ti anidan las raíces
de lo atávico y bulle lo insondable.
Ya nada podrás hacer, eres ímpetu,
fuerza incontenible, fragor de mil ba-
tallas olvidadas para siempre

estás en el ahora y traes contigo el mun-
do: todo es de tu esencia, guardas pa-
ra siempre la clave de la vida. No hay
azar posible, vas y vienes en muchas
pieles, cada recodo de tu cuerpo ex-
plica el infinito, habla distintas len-
guas, se pierde en la neblina de los
tiempos

un día te marchas sin mucha explica-
ción, dices adiós a todo pero te quedas;
serás entonces memoria, brisa del ama-
necer, canto suave en la mañana,
sueño del niño al nacer. Te fuiste, pero
seguirás en cada anhelo perdido, en
el viento que sopla y golpea la ventana,
en cada grano de arena de una playa
desierta, en el abrazo amoroso de la 
madrugada


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior

 

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Poema XLVIII

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

XLVIII

eres llama ignota en la noche de
los tiempos, contigo renace a
cada momento la conciencia del
ahora y el anhelo del mañana,
tu luz perenne gravita en cada
ser y como halo de estrella eres
guía y camino, milagro y azar,
presencia y destino

en ti vibra el mundo y en cada
latir te haces uno y muchos, lle-
vas contigo el gen de la memoria,
nada escapa a tus designios; tu
heredad es huella profunda, pie-
dra cincelada por los siglos, voz
ancestral que deviene y se hace
eco entre nosotros

eres el mismo y otro a la vez, el
cambio es tu signo, todo queda
y se va y en esta dicotomía se
abre dentro de ti el universo, y te 
expandes en la nada, entre el ayer y
el mañana, y como náufrago en la 
orilla te asombras, exhalas un suspiro, 
echas a andar de nuevo barriendo los 
pasos, cargando sobre ti la historia


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior


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Cuento - EL VENTRÍLOCUO

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

Desde muy pequeño, Juan Cordero tuvo inclinaciones cultu­rales y artísticas. Soñaba con brillar como estrella en el firmamen­to de la farándula nacional e internacional. Ya de adolescente, formó un pequeño grupo teatral, con el cual realizaba el monta­je de algunas obras y las llevaba por todas partes. No había cami­nos que no recorriera, ciudades que no visitara en su afán de recrear a la gente. Sin embargo, era un niño muy inquieto y aventurero. Todo esto le atrajo una serie de inconvenientes. Más de una vez tuvo que huir, junto con los demás integrantes de su grupo, de la lluvia de piedras luego de alguna presentación tea­tral. Cuentan que en la ciudad de Barinas montaron la obra “El Cristo de las Violetas". Juan representaba al difícil perso­naje de Don Fernando, un español típico de la época colonial. En medio de la actuación, debía Don Fernando (Juan) alcanzar­le la silla a la cieguita, pero tuvo la infeliz ocurrencia de sacarla rápidamente antes de que la muchacha pudiera sentarse, yen­do ésta a parar de golpe sobre la tarima. Tuvieron que salir precipitadamente de aquel sitio, para evitar ser heridos por las piedras que llovieron a granel.

Aquello no desanimó al grupo. Montaron otra obra, esta vez de la autoría de Juan Cordero. La representación se realizó en la ciudad de San Cristóbal, en un elegante salón del Centro Cí­vico. La noche de la gala del estreno, bajó Juan Cordero del escenario y se acercó hasta el puesto de un respetable señor, a quien despojó de uno de los zapatos. Le quitó sin permiso el calcetín y se lo llevó con el brazo en alto, haciendo alarde del mal olor del mismo. Esa misma noche, a la salida de la obra, el citado señor avergon­zado todavía por el bochorno del cual había sido objeto, se suicidó en uno de los baños del sitio. Como es de suponer, se presentaron las autoridades policiales y arrestaron a todos los miembros del grupo. En pri­sión permanecieron por espacio de una semana, hasta que pu­dieron salir gracias a los buenos oficios del Director de Cultura de una de las ciudades presentes en aquella gala teatral.

Luego del estrepitoso final del grupo de teatro, Juan Cordero quiso introducirse en los duros caminos de la literatura. Escri­bió un cuento que fue rechazado varias veces por los diarios lo­cales. Aquellos alegaban    —con razones válidas, por cierto—, erro­res gramaticales, sintaxis incorrecta, incoherencias, etc. Tanto insistió el muchacho, hasta que un famoso diario le aceptó el texto, para ser publicado en una separata cultural que aparecía encartada todos los domingos.

Al lunes siguiente, las reacciones no se hicieron esperar. Lle­garon cartas insultantes contra el director del diario, llamadas amenazantes contra el gerente general, quien decidió, en un ataque de furia, despedir al ingenuo director. La ira del arzo­bispo por el vilipendio del que fue objeto en el cuento de Juan Cordero, llegó hasta las alturas del Vaticano. El Papa se vio en la obligación de escribir una nota de adhesión y de respaldo al arzo­bispo, a través del Nuncio.

Así finalizó la triste incursión de Juan Cordero en la literatu­ra, ya que todos los diarios de circulación nacional se hicieron eco de la situación y le cerraron las puertas.

Pocos días después, se le vio alegre, con nuevos aires; aquellos que mostraba cuando tenía algún proyecto entre manos. Fue hasta un cuarto ubicado hacia el fondo de su casa, y buscó entre las cosas perdidas de un viejo escaparate. Permaneció encerrado durante tres días y tres noches. No comía, ni se bañaba, mucho menos dormía. Al cabo de aquel tiempo, empezó a inquietar a sus padres y amigos, quienes se pararon frente a la puerta del cuarto en cuestión para saber lo que ocurría. Al poco rato, la puerta se abrió y apareció Juan Cordero     —más que con una sonrisa— con una mueca de expectación. Pero no salió solo, estaba acompañado de dos espantosos muñecos que había fabricado durante los días del encierro. Aquellos seres inanimados, tenían una expresión bastante extraña y grotesca. Sus rostros parecían de cera.

A partir de aquel momento el joven se dedicó a la tarea de hacer hablar a sus muñecos, sin que los movimientos de sus la­bios fuesen detectados por el público. Días y noches le llevaron lo­grar aquel cometido. Pero lo logró. Quien lo veía en plena ac­tuación, juraba que los muñecos poseían vida propia. La modu­lación perfecta de los tonos de las voces, el fino humor que los acompañaba, la coordinación perfecta entre los dos personajes siniestros. Poco a poco la gente comenzó a murmurar que los muñecos tenían vida propia y que eran el engendro de algunos demonios sueltos. Unos dijeron haberlos visto caminando en una solitaria avenida de la ciudad. Otro —más osado aún— juró en la prefectu­ra que uno de los perversos muñecos lo había atacado una no­che con intención de violarlo.

La fama del ventrílocuo se fue extendiendo hasta las ciudades cercanas. Constantemente llegaban invitaciones para asistir a eventos importantes. De Caracas un conocido animador de tele­visión lo invitó a participar en su popular programa de nuevas estrellas.

Después de cada presentación, Juan Cordero se daba a la fatigosa tarea de limpiar y mejorar el aspecto decaído de sus muñecos. Según cuentan, les hablaba, los acari­ciaba suavemente y les daba un trato como si de seres humanos se trataran. Su compenetración con ellos se hizo tan fuerte, que no podía hablar con su tono normal de voz. A cualquier pregun­ta, respondía como lo hacía Pepe o Bartolo. La gente se molesta­ba, ya que consideraban una burla semejante conducta.

Pero lo que no sabía el común del pueblo, es que ni el mismo Juan Cordero podía explicar muchas veces las respuestas de sus muñecos. Durante todo el tiempo que tuvo el espectáculo con ellos, se vio envuelto en una serie de problemas a causa de las res­puestas poco adecuadas al público espectador. Meticulosamente preparaba la presentación, cuidaba con cautela los diálogos entre ambos muñecos, pero cuando tenía por delante al público, otras cosas muy distintas a las preparadas le salían sin poder evitarlo.

Muchas veces Juan Cordero no ocultaba su asombro ante las respuestas o actuaciones de sus muñecos, cosa que notaba el público con des­concierto.

Angustiado por la situación, Juan Cordero buscó ayuda psiquiátrica. El doc­tor le recomendó darse unas vacaciones a la orilla del mar, ya que, posiblemente, el exceso de trabajo de los últimos meses le esta­ba llevando a una situación de estrés y cansancio mental.

Tal como lo recomendó el doctor, Juan Cordero invitó a su familia a disfrutar de una semana fuera de la ciudad. La noche anterior a la partida, guardó cuidadosamente a los dos muñecos dentro de un viejo baúl, que le regaló un marino muy amigo de sus padres, cerró con esmero el candado y metió la llave dentro del relicario de su madre.

Las siete noches pasadas en la playa Juan Cordero soñó insistentemente con sus muñecos. En uno de los sueños, Pepe cometía un asesinato. Con el cuchillo de la cocina de su casa le cercenaba el cuello a la hija del alcalde de la ciudad. Mientras que Bartolo prepara­ba el asesinato de su creador. Debido a los sueños reiterados, Juan y su familia regresaron a la casa. Él no le contó a su madre ni a sus hermanos lo que le estaba sucediendo.

Lo primero que hizo Juan, fue ir en busca de sus dos muñe­cos, y no los encontró dentro del baúl. No obstante, la llave permanecía guardada en el relicario de su madre. Al poco tiempo, se enteró del asesinato de Francisca, la hija menor del alcalde de la ciudad, a manos de un desconocido que la in­terceptó muy cerca de su residencia.

Intrigado por el asesinato de la muchacha y la desaparición de sus muñecos, Juan regresó a la casa del psiquiatra en busca de algu­na respuesta. El profesional sonrió indiscretamente al conocer la causa de la visita de Juan, y le recomendó realizar terapias de grupo, junto con la administración quincenal de una inyección de Moditén.

Cuentan los testigos, que Juan intentó por to­dos los medios destruir a sus muñecos, pero una extraña fuerza se lo impedía. Sabía él, que de ellos se había apoderado un poder sobrenatural, ajeno a su dominio. Él no hablaba por ellos, él no los movía a su antojo, como fue al principio de la aventu­ra. Poco a poco Pepe y Bartolo se independizaban y alejaban de la voluntad de su creador. Al darse cuenta de aquello, Juan sintió te­mor, pero en virtud de las jugosas ganancias obtenidas por la naturalidad y excelencia de sus presentaciones, se dejó llevar por la voluntad de aquellos.

Preocupado por las revelaciones de sus sueños, Juan Cordero se alejó de su casa, al no poder eliminar a los muñecos. Una mañana tomó el primer avión para la capital de la república, con deseos de pasar luego hasta el litoral central. Sabía que en el mar estaba el secreto de su angustiosa situación, que allí encontraría la paz de su atribulada mente. Pero al bajar del avión, vio a Pepe y Bartolo sentados y sonrientes cerca del quiosco de las revistas. Corrió has­ta la avenida, tomó un taxi y le pidió al chofer que lo sacara de Maiquetía. Llegó a Caracas a la hora y media, se bajó del auto e intentó entrar al hotel de la esquina. Pepe y Bartolo lo aguarda­ban a la entrada del mismo.

Enloquecido, se lanzó a la calle, casi lo atropella un ca­mión del aseo urbano. Como pudo, trató de asirse del mismo, cayendo abruptamente sobre el pavimento. Despertó en la sala de cuidados intensivos de un hospital. A la semana fue remitido hasta el psiquiátrico, por orden de un doctor muy joven que lo conocía desde la época del teatro. Había sido compañero del grupo en sus comienzos. Juan Cordero le contó a su amigo los porme­nores de su situación, pero éste no le creyó ni una sola palabra.

Sin hacer oposición, se dejó inyectar un sedante y fue condu­cido hasta una sala de enfermos de alta peligrosidad. Allí perma­neció interno durante varios meses, hasta que por petición de sus padres fue trasladado hasta su casa en el interior del país.

Constantemente les decía a sus amigos y familiares, que uno de sus muñecos lo iba a asesinar. Aquello se convirtió para el jo­ven en una obsesión. Sin que sus padres lo notaran, tomó una vieja navaja de su padre y la guardó debajo de la cobija. Perma­neció en estado de pánico durante varias horas de aquella prime­ra noche.

A las 4 de la mañana, cuando se le acercó su padre para tomarle la temperatura, introdujo violentamente la navaja den­tro de su cuerpo, creyendo ser atacado por uno de los muñecos, causándole de inmediato la muerte. Al ver lo que había cometi­do, se levantó tambaleante —a causa de los sedantes— y se dirigió hacia el cuarto donde guardaba desde siempre a los muñecos. Cerró con cerrojo la puerta y se desnudó.

Cuentan los vecinos que vivieron todo aquello, que se escu­chaban en la madrugada los gritos del muchacho pidiéndole la muerte a sus muñecos.

Poco a poco se fueron reuniendo los familiares y vecinos frente a la puerta del cuarto de Juan. Al no recibir respuesta, uno de ellos forzó con suerte la puerta. Encontraron al muchacho desnudo tirado en el suelo en medio de un pozo de sangre, con el cuerpo lacerado a cuchilladas, especialmente en la región de la espalda.

¿Cómo pudo hacerse él mismo las mortales heridas?, se preguntaba la gente. No se supo más acerca de los dos misteriosos muñecos, ya que no fue­ron encontrados dentro del baúl donde los guardaba Juan Cor­dero. Y la llave reposaba aún dentro del relicario de la madre.



Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).


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Poema XLVII

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 


XLVII

lo numinoso yace en ti, te acecha
a cada instante, como portento hace 
de tu mirada cristal límpido, solo im-
pregnado de la maravilla que te circunda; 
y la asumes, la haces parte de ti, la llevas
tatuada en tu piel, y como estandarte la muestras 
al mundo para que comparta tu gozo

el milagro de la vida brota a ca-
da instante y hay que verlo muy bien,
todo está allí, expuesto a la mirada,
latiendo con tu piel, susurrándote
al oído mil palabras; los sonidos 
del mundo son parte de ti y abren tus
oídos a melodías lejanas

tus ojos ven ignotos mundos, aquí
o en otras galaxias, mientras percibes los 
aromas de cuanto te rodea y paladeas 
extasiado el sabor de un nuevo fruto. La 
brisa acaricia tu piel y el sol de la mañana 
calienta tus ansias, y te recuerdan a cada instan-
te que estás vivo, que hay camino por recorrer, 
que la magia de la vida solo existe 
si la reconoces en ti


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior


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Poema XLVI

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

XLVI

en ti todo acontece, es el fuego
interior, como Dédalo anidado en
tu ser no sabes descifrar cuál sendero 
conducir; vives a tus anchas, recorres 
libre los caminos y no meditas la carnada; 
total: hay peores caídas

llevas a cuestas el mundo como
si cada minuto de vida fuese el úl-
timo de la jornada, respiras muy hon-
do e inhalas la fragancia, tu cuerpo
se estremece, cada palmo de tu piel
transmite una emoción y guarda un
sentimiento; eres absoluto y eterno,
en ti se cumple el paraíso

tus ojos se abren espléndidos al mundo, 
cada haz de luz exalta en ti un atavismo, 
las imágenes recorren veloces tu pasado y tu 
presente, y ya nada podrá arrancar de tu vida la 
historia. La existencia es amalgama, fusión de rena-
ceres, hay en ti muchos “otros” que te contem-
plan, y como en un extraño juego de espejos, 
te observas impasible, te asombras y revelas 


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior


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Cuento - UN HOMBRE SOLO EN LA MULTITUD DE LA VIDA

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

Todos los días llegaba de visita a nuestra casa el solitario ami­go. En realidad tenía familia, pero ésta no cuidaba de él. Le llegó el ocaso sin mujer e hijos que lo acompañaran en la vida. Para ese entonces, yo era muy joven, y me acostumbré a su compañía silenciosa y triste. Era de extraña figura, su mirada se había perdido en cualquier momento del pasado remoto. Ten­dría unos setenta, ochenta o cien años cuando iba a la casa. La verdad, era difícil encuadrarlo dentro de los rasgos de una de las edades biológicas. Era de aquellos seres indefinidos, inexactos, incorruptibles, va­gos; que caminan sonámbulos, sin que se les acerque a atormentarlos ni siquiera una mosca.

A pesar de mi corta trayectoria en el conocimiento humano —­los años de mi primera infancia— sentía compasión por aquel ser sin memoria (y no porque estuviese loco). Su lucidez era envi­diable. Hablaba de política, economía, siendo su tema favorito la defensa a ciegas del partido Acción Democrática. En casa lo apreciábamos, sin embargo, mis padres se enfrascaban a menu­do en diatribas dialécticas con aquel hombre, que terminaba vir­tualmente enfadado y ofendido, por algún comentario satírico en contra de los prohombres de aquella organización política.

Cuando creíamos que no volvería más, se aparecía como si nada hubiese sucedido, acompañado con alguna bolsa de pan, dulces o bizcochos.

Nos alegraba volver a tenerlo sentado de nuevo en la sala de la casa, todos lo respetábamos mucho. No ameritaba hacerle la visita, o conversarle, ya que con el tiempo y la confianza, producto de la tradición y de un lazo de parentesco lejano, su presencia se hizo necesaria y cotidiana. Permanecía sentado durante horas, mirando el ir y venir de los miembros de la casa. Mi madre le obsequiaba constantemente una taza de café tinto, ya que sabía­mos de su predilección por esa bebida.

Era un hombre alegre, hasta simpático —a veces— de conversa­ción lenta y dramática. Era incisivo en sus juicios, agudo en las críticas. Siempre se le veía solo, ningún ser le acompañó jamás. Era partidario de la tesis que reza: "es mejor vivir solo, que mal acompañado”: Muchas veces, le escuché decir: "el hombre debe pagar por los favores de las mujeres para satisfacer los deseos sexua­les... pero llegar a convivir con una de ellas de manera permanente, es totalmente inconveniente e inútil".

Varias veces viajamos con él hasta ciudades cercanas; pero nos alteraba los planes, ya que su mal estado de salud nos obligaba constantemente a realizar pausas en el camino. Muchas veces pensamos que moriría asfixiado por los ataques de asma, ya que se tornaba rojo violáceo y quedaba suspendido por instantes, al igual que muchos niños que lloran y se quedan sin aire para luego continuar gritando.

Lo recuerdo con bastante precisión, era alto (de un metro se­tenta y cinco aproximadamente), cabeza calva, nariz prominen­te, piel agujereada por el acné juvenil. Usaba sombrero (tenía que ser marca Borsalino), vestía siempre con buenas telas que mandaba a cortar en la sastrería. Los pantalones los sujetaban tirantes (elásticas). Las mangas de la camisa se las enrollaba sobre el antebrazo con la ayuda de sendas ligas confeccionadas para tales fines. Los domingos vestía impecable, su única diversión era conversar con los amigos en alguna esquina, o el ir a visitarnos.

Lo que jamás llegué a comprender fue por qué aquel ser, con medios económicos suficientes y holgados, no hubiese organi­zado una vida más justa y digna para consigo mismo. Vivía en un cuartucho de su propiedad, cuyos ambientes estaban grosera­mente separados por canceles o biombos. La comida la compra­ba en pensiones de amigos o pagaba a alguna vecina para que se la prepararan.

Escatimaba —hasta la ofensa— cada realito o mediecito de su propiedad, para satisfacer alguna necesidad propia. Y no se ha­ble de ser generoso para con los demás, porque las historias opacarían su trayectoria vital. Era lo que en el común de los casos se consagra con las expresiones de pichirre o tacaño.

Un día se levantó con la necesidad de regularizar su vida soli­taria, y comenzó a pretender a algunas de las chicas del barrio. Pero ninguna quiso participar de sus cosas, aunque estuviese de por medio la fortuna —que según los entendidos, era cuantiosa— ­y la cual, sin rubor alguno, ponía constantemente en garantía de sus pretensiones amorosas.

Fueron pasando inexorablemente los años, y aquel hombre permanecía en su soledad y perenne soltería. La experiencia que había obtenido con el pasar de los años no fue suficiente para proyectarle visos de influencias femeninas, lo que lo condujo a esquematizarse de una manera rígida, tanto en sus planteamien­tos políticos, como en los hábitos diarios. Era tal su grado de abandono, que ante la presencia de algunos de sus graves ataques asmáticos, tenían que acudir en su ayuda los vecinos más cerca­nos o mis padres. Su único hermano se mantenía a una distancia prudente, ya que, a todas luces, lo embargaba una ambición desmedida e incurable.

La tarde en que lo encontraron muerto dentro de su cama, acudi­mos todos los vecinos. Aquellos que siempre supimos estar pre­sentes cuando las circunstancias lo ameritaron. Para su mala for­tuna, le fue aplicada una inyección que le aceleró el desenlace fatal, debido al estado anémico y de anorexia que padecía.

Como a las cuatro de aquella tarde, apareció muy nervioso el hermano. Irrumpió con violencia dentro del cuartucho en el cual se encontraba sin vida el cuerpo del infortunado amigo. Todos fui­mos testigos de los escándalos que a partir de entonces se enta­blaron entre él y sus hijos por el reparto de los bienes en herencia. Era grotesca la manera como lo hacían. A eso de las 6:00 p.m. de aquel mismo día, presenciamos también el momen­to en que su hermano sacó debajo de la cama una voluminosa maleta con aspecto desgastado, y que alguna vez fue de color azul intenso.

A partir de entonces, Carlos (así se llamaba el hermano de nuestro amigo fallecido) empezó a gozar de la elevación de su nivel de vida. Sus hijos comenzaron a derrochar en lujos y fies­tas. Todo ello condujo a pensar a sus amigos, que aquella famosa maleta guardaba el amasijo de monedas de oro coleccionadas por su difunto hermano.

Eso pareció al comienzo una simple especulación, ya que nadie se interesó luego por el asunto. Sin embargo, después de varios años pude constatar que, efectivamente, todo lo que se dijo en aquella oportunidad fue cierto. Nuestro amigo tenía debajo de su cama la maleta que guardaba los ahorros de toda su vida, pero en mo­nedas de dieciocho quilates. Aquella situación me llamó la aten­ción, en virtud del estado de abandono familiar en que vivió su dueño durante toda la vida.

Comencé a indagar, escudriñar y hacer mis conjeturas. Esta­blecí la teoría de que nuestro amigo Luis había muerto por la desnutrición y que se había acelerado el desenlace fatal como consecuencia de la aplicación de una inyección antiinflamatoria, y que en todo aquello había algo oscuro, que no cuadraba. Tal hipótesis la comprobé al poco tiempo después, pero ya nada se podía hacer, porque su hermano había fallecido, y los hijos se negaban a dar cualquier clase de información, alegando no tener conocimiento acerca de lo que se les preguntaba.

Fueron tantos los elementos con los que llegué a contar en mis investigaciones, que alcancé un punto en el cual se me planteó una disyuntiva: o callaba y evitaba verme envuelto en un escándalo; o denunciaba las irregularidades encontradas.

Como buen representante del signo escorpión, me decidí por lo segundo. A partir de entonces comenzó a escribirse un gran expediente en los tribunales de justicia, el cual arrojó después de muchas postergaciones, demoras e inconsistencias, el siguiente resultado: nuestro amigo había almacenado en una maleta, que guardaba con celo debajo de la cama, toda una fortuna en mone­das de oro antiguo. Y tal propiedad había sido hurtada el día de su fallecimiento por su hermano Carlos. Éste, sin participar a las autoridades civiles —como corresponde en un estado de derecho— ­comenzó a partir de ese preciso momento a gastarla a su antojo.

Hoy estoy un tanto sentimental. El recuerdo de nuestro ami­go de siempre me atropella de manera constante. Veo ahora una de las últimas fotografías que nos hicimos juntos en un paseo dominguero. Pudo haber vivido muchos años más —recapacito en silencio— si hubiese puesto remedio a su estado de desnutrición. Vienen a mi mente una serie de interrogantes. ¿Por qué se dejó morir, teniendo riqueza suficiente como para ali­mentar a todo un ejército por varios años? ¿Es que acaso la ava­ricia humana es tan poderosa como para permitir que se come­tan tales actos que van contra la propia naturaleza? ¿Por qué su hermano no lo atendió como debía, y sólo se hizo presente para llevarse (como vulgar ladrón) la herencia que por ley le co­rrespondía? ¿Acaso hubo en su conducta premeditación y alevosía?

El tiempo nos dará las respuestas que las investigaciones judi­ciales no arrojaron. O quizás —por ironía del destino— nunca lo sepamos, y continuemos haciéndonos nuestras propias conjeturas.

 

Cinco años después...

Mientras la tumba de nuestro recordado amigo luce sola y sin una flor que alegre su blanca y húmeda losa, a nosotros en el mundo nos siguen inquietando las mismas cuestiones.


Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).



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