Acerca del lenguaje inclusivo

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 


Acerca del lenguaje inclusivo

"Nuestros niños y jóvenes son presas de burdos antagonismos, que pretenden disociarlos para ponerlos al servicio de sobrevenidas ideologías, cuyos artífices mueven sus hilos desde torres de marfil, y sus peones se desplazan de uno a otro confín..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:

También puedes leer los artículos anteriores aquí:

Compartir:

Poema XXXIX

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


XXXIX

de todo lo escrito no sé qué per-
durará, tal vez algunas páginas sueltas, 
uno que otro relato, o algún ensayo 
ya extraviado en la memoria.
De tanto afán ha quedado mucho, pero
sobre todo cansancio y posiblemente olvido

mis manos han tocado las páginas y
han trajinado las ideas de otros, y a ca-
da instante he visto nacer ante
mis ojos decenas de historias y
personajes. He reído y llorado con
ellos y he sido testigo de proezas y de-
rrotas, solo que al cerrase el libro
allí se quedan, macerando su destino

he vivido muchos mundos y recorrido
caminos sin salir de casa. Vasto
ha sido el horizonte desde la venta-
na y mis ojos se han gastado de
soñar. Cada página escrita yace
en la memoria, aunque piense que
se ha perdido para siempre. No sé
qué quedará, qué aguardará mi nom-
bre, qué lúgubre lector será testigo
del portento del recuerdo, pero ahí
estaré yo presente, impertérrito, tran-
quilo, expectante de su voz


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior



Compartir:

Poema XXXVIII

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

XXXVIII


despertar de un prolongado sueño
en el ahora, ver con lucidez ba-
tir las alas de la existencia;
nada mejor que sentirse movido
por la vida y ser presa a cada ins-
tante de su hondo desvarío


no se nace para siempre, cada cual
tiene su destino, un segundo basta
para ser o no ser, estar o no
estar, y tener sobre sí la conciencia
escindida. Caer en torrentosas aguas y
salir airosos o abatidos, sean tal vez
las claves más profundas del inma-
nente fluir


la vida interpela a cada paso, todo
es escrutado en su designio, el correr 
certero de las horas nos conduce por
raudos caminos. Estar aquí o allá
pareciera lo mismo, solo que entre
uno y otro extremo se marchita la
piel y se aquieta la pasión. La no-
che del tiempo es larga y breves nues-
tras ansias, no hay ya incertidum-
bre posible: sentir el ímpetu inte-
rior es saberse arropado por la fuer-
za de lo atávico y dejarse llevar por
la tibieza de sus olas




Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior



Compartir:

Detrás de la nueva normalidad

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Detrás de la nueva normalidad

"Desde los tiempos del Tercer Reich la humanidad no había sido testigo de un proyecto hegemónico global de tal magnitud como el enunciado, que se ha puesto en marcha a paso vertiginoso desde antes de la irrupción del nuevo coronavirus..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:

También puedes leer los artículos anteriores aquí:


Compartir:

Poema XXXVII

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

XXXVII

vivir de recuerdos y lacerar la piel
de las emociones, es lo que nos
depara a veces la existencia. No lo
creía posible, pero la tarde llegó con
su carga de fantasmas y sus his-
torias a cuestas

la vejez toca a mi puerta en un mo-
mento difícil, cuando todo mi mundo
se desboca hacia nuevos destinos. Na-
da permanece, la casa y las cosas 
envejecen también, los afectos ya no
están a la mano, se fueron en busca
de otros caminos

vivir no es poético si se hace en pre-
térito, si a cada instante surge
la nostalgia, si en lugar de la risa
lo que brota es un suspiro, si por
abrazos solo alcanzamos lo ateso-
rado en la memoria

muy pronto se rompió mi mundo, co-
mo si llevara consigo la semilla del
olvido. No sé cómo reinventar los días
y ser fiel al destino. No basta con es-
tar vivos si casi todo languidece,
si el ímpetu interior se pierde en los
laberintos del alma


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior



Compartir:

Cuento - EL REYEZUELO

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Qué difícil es llegar al poder. Por eso se hace tan apetecible.

Soñamos con estar sentados en los pequeños tronos, que repre­sentan la voluntad del país en nuestras manos. Nos sumergimos en los vapores espesos de la contienda, de la lucha acérrima, con el único propósito de alcanzar lo que consideramos lo máximo, lo sublime, la cumbre de la realización personal.

En mi caso particular, me condujo el pío anhelo del servi­cio, de la entrega. Vociferé magnos programas, consignas bellísi­mas, elegantes discursos. Mi corazón estaba seccionado, fragmen­tado en miles y miles de trozos en pro de los más necesitados. Nun­ca había abrigado tan nobles aspiraciones. Me veía —cual Madre Teresa de Calcuta— prodigando beneficios, dádivas, abundantes limosnas. Nunca más conocería el mundo un hombre más cari­tativo, más desprendido de las cosas materiales y superfluas.

Caminé y caminé. Mis pies quedaban lacerados luego de las visitas a los barrios, a los cerros más empinados. Recobré en tres meses, mi olvidada figura de la lejana juventud. Mi pálida piel, por tantas y tantas horas de estar sentado frente a un escritorio, se tornó de un bronceado ideal, muy tropical y atractivo. Hasta los dolores reumáticos —mi constante queja en las visitas médi­cas— desaparecieron. El sabor de la cocina criolla lo había olvida­do, en cambio mi paladar degustaba sólo los finos platos de las cocinas europeas. Recordé las sabrosas arepas, los platos rebo­santes con perico andino, el exquisito sabor del guarapo de panela con limón. ¡Caramba!... sin duda alguna, la dura campaña elec­toral me devolvió parte de mi existencia, perdida en el correr afanoso y sin tregua de la vida ejecutiva.

No intenté —bajo ninguna circunstancia— desacreditar o des­calificar a mi contendor más cercano. Fue mi amigo en la época universitaria. Di las más estrictas instrucciones, para que se res­petaran sus afiches, sus consignas, sus pancartas. En fin, logré realizar una campaña de altura.

Me gané el aprecio y el entusiasmo popular. Hordas de fanáti­cos se aglomeraban para escuchar, bajo el inclemente sol, mis interminables horas de discursos, de ideas para el cambio. Me constituí en el paladín de la reforma del Estado, juré su moder­nización e inserción en el contexto del mundo moderno y súper civilizado. Saqué a relucir largas y tediosas listas de corruptos, a quienes prometí su encarcelamiento de llegar al poder. Prometí viviendas populares, canchas deportivas, escue­las, iglesias, calles, alumbrado eléctrico, cloacas, trabajo estable, orden en las finanzas, abaratamiento del costo de la vida, seguri­dad personal; bla, bla, bla...

En las noches me acostaba rendido, completamente extenua­do. Para ilustrar mi vida de campaña diré que no volví a hacerle el amor a mi mujer. Quería ahorrar todas mis fuerzas, para in­vertirlas en las clases populares cuando alcanzara el poder. Ella entendió mi posición. Es más, nunca me reclamó nada, absolu­tamente nada. Recibí de mi familia toda la comprensión que re­quería para obtener la máxima posición. Después, las aguas re­gresarían a sus cauces, y todo volvería a ser como antes. Es decir, mejor que antes.

Llegó el ansiado día de las elecciones. Me levanté muy tem­prano —a eso de las 4:00—, me bañé y tomé apenas, una taza de café. Estaba muy nervioso. Claro, era lógico. Se estaba jugan­do el futuro de mi país.

Todo transcurrió de manera normal. La gente se agolpaba en las puertas de los centros de votación. La frase manida de: el comportamiento cívico de la ciudadanía, no se hizo esperar.

Los escrutinios me dieron por ganador. El setenta y cinco por ciento de la población votante, me favoreció. De inmediato con­voqué a una rueda de prensa y esbocé con voz estentórea, mi programa de gobierno. Ratifiqué las promesas de la campaña reciente. Saludé efusivamente a la población.

 

Pero qué desgraciado fui. Una vez que pisé el Palacio de Go­bierno, sufrí un efecto de rebote instantáneo. Olvidé todo lo pro­metido. Ni yo mismo podía reconocerme. ¡Qué cara de coño de madre puse!

Me volví una piltrafa humana, un déspota, un engreído, un ser mísero y corrupto. Sabía que el poder cambiaba a la gente. Pero de esa manera tan ruin y absoluta, nunca lo llegué a pensar. Siempre había tenido como norte el no cambiar, el dar un giro definitivo a aquella pose ridícula de los gobernantes, que se creían unos reyecitos, y no eran más que unos reyezuelos. Es más, jura­ba que aquellos hombres malignos que habían llegado en épocas anteriores al poder, eran así desde siempre, por naturaleza. Pen­saba que habían engañado a su pueblo que depositó en ellos la confianza y la fe.

Yo definitivamente era un cerdo. Ya que hacía lo que hacía con plena conciencia. Nada me era vedado. Había estudiado la conducta humana, había interiorizado las patologías que confie­ren al ser humano rasgos despóticos. ¿Entonces... por qué lo hacía? ¿Qué me empujaba a ello?

Las reacciones no se hicieron esperar. El pueblo comenzó a exigirme lo que le correspondía. Yo en respuesta le mandaba a las fuerzas del orden público, para que lo ultrajaran y vejaran. De noche me sentaba frente a la pantalla del televisor y me enardecía con las imágenes de las protestas populares. Sólo me tranquiliza­ban los cintarazos, las ballenas de agua, las bombas lacrimógenas que certeramente lanzaban los policías contra los manifestantes. Hasta me contenté —muchas veces— con la muerte de algunos estudiantes. Mi familia me miraba y notaba en ellos la desaprobación. Me llegué a sentir como Nerón frente a los cristianos devorados por las fieras. Ello me estimulaba de una manera morbosa. Sentía que me fortalecía en el poder. Que ha­cía valer la fuerza de mi decisión y autoridad.

Comenzaron a crecer mis cuentas bancarias, las propiedades en el extranjero. El dinero público que debía estar destinado a obras de interés colectivo —tal y como lo había prometido en la campaña— lo multipliqué por altos intereses bancarios; a conse­cuencia de mi política económica nefasta y cruel para con la nación.

Cercené la libertad de prensa. Mandé a las cárceles de máxima seguridad a los opositores. Compré voluntades con miedo y bar­barie. Introduje —solapadamente— la pena capital para mis ene­migos. Me rodeé de un círculo ministerial tenebroso e incondi­cional. Rompí relaciones con los países del hemisferio occiden­tal. Envié espías a todas partes del mundo, con el ánimo de estar enterado —de primera fuente— de los acontecimientos más rele­vantes en el orden político.

Me convertí en el gobernante más puto que país latinoameri­cano conociera en sus quinientos años de historia. El relajo fue tal, que mi mujer se retiró calladamente para evitar el escándalo.

El país se transformó en mi feudo, en mi propiedad. Cuando el Congreso trató de impedirme tanto desatino, armé una tram­pa y lo anulé, lo desarticulé. Les di a sus integrantes veinti­cuatro horas para abandonarlo.

Aquella noche aciaga, cuando los conspiradores entraron al palacio armados hasta los dientes, me encontraba reposando una comilona con dos de mis mujeres favoritas. Nada escuchamos, nada intuimos. Dentro, el silencio era absoluto y romántico. Me sentía dueño del mundo. Mandé a llamar al edecán de más con­fianza, para que comiera de las migajas que había rechazado, har­to de placer. La voluptuosidad de las muchachas amenazaba con dejarme muerto. Mis fuerzas estaban en cero. No podía más con mi cuerpo.

Pero no ingresó mi edecán de confianza. En su lugar, irrumpió un insurrecto con ametralladora en mano. Sin mediar voz algu­na, disparó rasante con todo. Nada quedó en su lugar. Todo, absolutamente todo, perdió su forma y valor. Las dos jóvenes muchachas, quedaron tendidas en el suelo con sus cuerpos agu­jereados en medio de un mar de sangre. Yo me lancé al suelo, y la sangre de aquellas me arropó, dando la impresión —a simple vista— de mi exterminio total.

Así pude salvar mi vida. A costa de la vida de otros. Escapé del Palacio de Gobierno camuflado entre la basura y los escombros del asalto perpetrado por los insurrectos. De inmediato afeité mi rostro, cambié las ropas por harapos que conseguí a través de amigos clandestinos. A los dos días escapé del país y me dirigí a España, específicamente a un pueblo de Galicia. De allí pasé a Portugal (Lisboa), de donde escribo ésta, la última de mis cartas, antes de pasar al anonimato... a la muerte histórica.

No deseo justificarme, no... en absoluto. Merezco ser execrado de la vida misma. Debí haber muerto aquella tarde de febrero, para no tener que purgar mi conciencia. Soy cobarde. Sí. Muy cobarde. El poder me robó la dignidad, y con ella la valentía. Pedir perdón no es mi estilo. Jamás lo haría. Ahora que las cosas pasaron, pienso que todo en la naturaleza es un ciclo de vida. Unos mueren para que otros puedan vivir. Los malos son más necesa­rios que los buenos. De lo contrario, el mundo estaría superpoblado; más de lo que lo está hoy. Además, los malos es­tán presentes desde el inicio del mundo. Ya que si mal no re­cuerdo: Caín mató a su buen hermano Abel.

Mi problema no es que sea malo. Ojalá y lo fuese, estaría más tranquilo. Todo mi afán radica en que fui al poder con la mejor intención del mundo. Pretendí ser el salvador de mi pueblo. El segundo Libertador.

Siento que en mi corazón laten los sentimientos más nobles del mundo. Ahora sería incapaz de matar una mosca. Pero para poder hacer buenas obras como gobernante, hay que mantener­se en el poder, a como dé lugar. De lo contrario, sucede lo que a mí me sucedió: una vez que alcancé el poder y estando —como efectivamente lo estaba— dispuesto a realizar las buenas obras pro­metidas al sufrido pueblo, se alzaron unos delincuentes y me sa­caron del poder. Lo malo es que no me dejaron demostrar lo noble de mis sentimientos y propósitos. No crean que esto es cinismo... no. Tal vez sea locura. Eso dicen. No lo creo. Lo que pasa es que a los genios siempre los han tildado de locos. Y yo soy un genio. ¿Quién lo pone en duda? No estoy de acuerdo con aque­llos que dicen que la violencia engendra más violencia. No, no, no. Todo lo contrario. Es a través de la fuerza que se pueden alcanzar los mejores propósitos. Algo así como armarse hasta los dientes para mantener la paz. Es el mismo principio. En una de­mocracia los intereses de los oligarcas impiden el saneamiento, la prosperidad. Las dictaduras traen progreso y adelanto. No estoy loco. Bueno... a lo mejor sí. Sí, sí, sí, estoy loco de remate. Mejor pongo punto final a la carta, de lo contrario se me enredarán más las ideas. Debo prepararme para el retorno al poder. Porque de seguro: volveré. No a la fuerza. Esperaré un tiempo prudencial, el necesario para que la gente olvide. Me lanzaré de nuevo como candidato, reformularé mis antiguas convicciones. Haré moder­nos planteamientos. Ganaré las elecciones. La gente olvida. ¿Los muertos? ¿Quién se acuerda de ellos?



Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).

Compartir:

Los mal denominados progres

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Los mal denominados progres

"El otro lado de la moneda de toda esta ideología, es la gran mentira que se esconde tras los discursos patrióticos e igualitarios, y vemos que sus más conspicuos representantes hacen detrás de los bastidores todo lo contrario a lo que dicen..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:

También puedes leer los artículos anteriores aquí:


Compartir:

Poema XXXVI

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 


XXXVI

todo es misterio, comenzando
por la vida, venir de la nada y 
volver a ella es más de lo que
merecemos. Estar y no estar es
solo una pausa en el camino, es
abrir los ojos al asombro y con
asombro volverlos a cerrar

ser en medio del mundo es en sí
una proeza, pero yace en cada uno 
como huella indeleble. Vamos 
abrazando afectos y emociones, y a 
cada paso que damos construimos 
castillos de arena

el tiempo es escabroso invento,
pero lo tenemos contado, a su pa-
so va dejando ceniza y olvido. Nada 
eternece bajo el sol, aunque los 
sueños vuelen con el viento; aunque
la lumbre encienda después de mil tor-
mentas y nuestros ojos se extasíen en el
insondable universo. Todo está de paso 
en este mundo, pero es hermoso creer 
que será para siempre


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior


Compartir:

Más allá de la realidad

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Más allá de la realidad

"Estoy en la lista de espera para el cobro de mis prestaciones sociales; espero que cuando me avisen que me las depositaron en mi cuenta (voy para cinco años de espera), pueda comprar con ellas por lo menos un kilo de carne molida para los perros."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:


Compartir:

Un mundo demasiado complejo

  


Por: Ricardo Gil Otaiza 

Un mundo demasiado complejo

"Mientras a ciertos sectores se les censura y se les secuestra sus expresiones con el calificativo de ser de derechas o de izquierdas, otros avanzan hacia una imposición hegemónica de ideas y de pensamientos..."

Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:


También puedes leer los artículos anteriores aquí:



Compartir:

Poema L

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

L

canta a la vida a pesar de todo,
que nada quede incierto, que des-
pués de cada amanecer tu piel
se impregne de múltiples sensaciones:
abrir los ojos al mundo, el café de la 
mañana, saber que más allá de la
ventana el universo late dentro

ver el paraíso en unos ojos, ser objeto de
atención y de miradas; nada hay más
placentero que sentir el calor de otra piel,
el rubor de un rostro, el jadeo de una voz.
Las palabras sobran a veces, el contac-
to nos habla más profundo, en cada abra-
zo dejamos mucho de nosotros y entrega-
mos palmo a palmo nuestro aliento

no te detengas, hay muchos soles
arriba, por cada pincelada de tris-
teza hallarás cientos de acuarelas y
manos tendidas. Acerca ya la lumbre,
hay regiones que aún ignoras, nada
podrá detener el ímpetu arrollador
de los molinos de la vida. Cabalga
sin afán, todo tiene su momento, la
urdimbre silenciosa hace su trabajo
y con cada hilo tensa sueños y desvelos


Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior


Compartir:

Discurso de Incorporación del Dr. Ricardo Gil Otaiza como Individuo de Número Sillón 5

 


 No hay error más peligroso que el de confundir la causa con el efecto: 
 yo le llamo la verdadera perversión de la razón.
  
 EL OCASO DE LOS ÍDOLOS
 Friedrich Nietzsche
  
 El orden del universo no es rígido sino poroso. A ese orden, 
 al universo mismo, le viene bien esta designación: la aventura cósmica.
  
 EL DESEO Y EL INFINITO
 Armando Rojas Guardia

 

La vida discurre sin pedirnos permiso, sus pasos nos empujan muchas veces por senderos insospechados. Cada día se abre ante nosotros como un haz de luz, que en sus múltiples tonalidades nos muestra los derroteros ciertos entre esos dos puntos equidistantes que marcan nuestro devenir: el nacimiento y la partida. El 6 de junio de 2012, hace casi 9 años, y en una tarde encendida, ingresé como Miembro Correspondiente Estadal de esta noble institución. Miro las fotografías de entonces y la emoción me embarga, ninguno de los que posábamos en ellas, o éramos sorprendidos por el flach de la cámara del inefable Alirio, podíamos prever ni intuir lo que vendría; la profunda remezón en nuestra existencia, los cambios abruptos que nos marcarían a todos, y para siempre, con ardiente tizón. Me veo con cautela, como quien ausculta a un extraño, y me conmueven la mirada perpleja embargada de emoción, la amplia sonrisa y la tensión en el rostro, que solo son posibles cuando una persona es presa de antagonismos; sí, los antagonismos propios de la experiencia humana. Sin duda, estaba feliz. Un viejo sueño se cristalizaba; en mí se concentraban expectativas, retos y desafíos, y no sabía si reír o llorar, y opté, como mecanismo reflejo y atávico, por una suerte de amalgama de emociones que se agolpaban muy dentro, y me mantuve incólume a pesar de los hondos latidos del ser, por la fuerza que me daban los familiares y los amigos presentes, y porque sabía que no me podía quebrar, que tenía a toda costa que mantener la entereza, tal como lo pienso ahora. Reviso con atención cada fotografía, por cierto, 53 en total (¡qué desmesura!), veo uno a uno los rostros de los presentes y me digo, no sin melancolía, ¡cómo ha cambiado mi mundo! Mi esposa y mis hijas ya no están para el esperado abrazo que hoy anhelo de ellas; tampoco mi hermana y mi sobrino. Varios de los amigos fueron también aventados por la diáspora a lugares remotos. Algunos de los presentes en la ya lejana tarde de aquel miércoles partieron de este mundo, y de ellos me quedan la imagen y el cariño anidados dentro.

En aquél entonces estaba activo en mi cátedra universitaria de la Facultad de Farmacia y Bioanálisis, y leí un trabajo titulado El pensamiento complejo en la enseñanza de la Farmacognosia, anclado en la denominada filosofía de la ciencia, específicamente, en la epistemología. Quería dar aportes a mis alumnos, pero sobre todo a una ciencia que me había recibido años ha, y que me posibilitó un inesperado crecimiento intelectual y espiritual que me proyectó a futuro. Hoy mi realidad es otra, estoy jubilado, tal vez más cansado, y mis perspectivas existenciales e intelectuales han cambiado hasta el extremo de sentirme otro hombre. Mi visor, como un caleidoscopio, ha dado un giro de muchos grados, tal vez sea más incisivo e irónico; posiblemente más humano. He ganado nuevos e interesantes amigos de los que he aprendido bastante; perdí a otros, que quizá nunca lo fueron. La dura experiencia vivida de aquel tiempo a esta parte ha hecho que en mí afloren otras inquietudes, otros anhelos, lecturas distintas, escritura diversa. Del 2012 al día de hoy publiqué muchos libros, participé en múltiples eventos, ahondé, ya no en la Epistemología como entonces, sino en la Ontología. Este giro no ha sido un azar; la vida y sus permanentes lecciones me empujaron a ello, y estoy agradecido. Esta rama de la filosofía ha sido de enorme consuelo en momentos aciagos, al mirarme en mi propia esencia, al ahondar en donde se cuecen sentimientos y emociones; al penetrar con una nueva lupa en los intersticios del Ser en toda su complejidad.

El país de entonces ya no existe, porque si bien sabíamos que marchábamos con prisa hacia un abismo, no podíamos precisar lo dramática que sería la caída. Sabíamos, eso sí, de la enfermedad del presidente, pero los medios pretendían hacernos creer que todo estaba bien, que sería reelecto (como de hecho lo fue), y que el país seguiría su camino. Murió Hugo Chávez, se entronizó Nicolás Maduro, y la rueda del aciago destino nacional dio así sus enloquecidos giros. Conocíamos por las crónicas leídas de otros contextos, lo que era una hiperinflación, su impacto en la vida de todos, su cruda realidad, pero nada es comparable cuando lo leído penetra en nuestra piel como filosa daga, y se convierte en tragedia personal, familiar y colectiva. Aquel 6 de junio de 2012, y a pesar de todo: de los densos nubarrones que se avistaban en el horizonte, de la incipiente crisis económica (que preveía lo peor), de los enfrentamientos entre los bandos políticos, de la angustiante escasez de importantes rubros alimenticios, de la pérdida acelerada de la institucionalidad democrática, de la inseguridad y del crimen, éramos moderadamente optimistas, y hasta se podría afirmar que sutilmente felices. Para entonces pensábamos que no podíamos estar peor, que aquello era insostenible, pero ahora entiendo que aquellas eran frases hechas, pasadas de boca en boca, y los años nos demostraron con fidelidad absoluta y con cruel ironía, que la caída puede ser libre, como lo estudiábamos en las lejanas clases de física, y que las profundidades de los avernos son del tamaño de nuestras propias torpezas y errores.

Como si fuera poco lo vivido y sufrido en los últimos años, el 2020 llegó con una pandemia bajo el brazo. Las experiencias de la peste negra, de la gripe española, del cólera, del SIDA y del Ébola, entre otras muchas calamidades planetarias, unas más cercanas que otras, no fueron suficientes para enfrentar con cierta dignidad al enemigo que acechaba silente y despiadado en cada rincón. La arrogancia de la tecnociencia tuvo que bajar la cérvix frente a un desconocido que trastocaba con inquina sus bases y preceptos, además de sus alabados métodos predictivos. El 2020, y tal vez buena parte del presente año, quedarán impresos en nuestro ser por dejarnos la más profunda lección filosófica que las actuales generaciones hayamos recibido jamás: todo es posible en un mundo desbocado como el nuestro, en el que hemos trastocado el equilibrio planetario, en el que hemos jugado a ser demiurgos, y como aprendices de brujos destapamos la botella que guardaba mil demonios, y ahora tendremos que recoger los pasos extraviados si queremos devolverle al planeta y a la humanidad, la dignidad que merecemos y el futuro que anhelamos.

Aquí estoy, dignos académicos y amigos, casi 9 años después, para investirme con mucho orgullo como Individuo de Número Sillón 5 en las áreas de las Ciencias Físicas, Matemáticas, Naturales, Químicas, de la Salud y la Tecnología, pero desde lo transdisciplinario, es decir, desde la conjunción necesaria de lo múltiple y de lo diverso, y para ello echo mano, como ya lo he anunciado, de la Ontología, de la noción del ser como eje articulador, y he seleccionado para ello un texto que escribí a propósito de este ansiado momento, pero cuya publicación se adelantó algunas semanas, y que titulé La esencial heterogeneidad del ser. Debo expresar antes que ocuparé a partir del hoy el Sillón 5, dejado por la renuncia a su titularidad por parte del exrector, Dr. José Mendoza Angulo, quien, por las complejidades del existir (no creo en las casualidades ni tampoco en las causalidades) me entregó mi título de Farmacéutico en solemne acto en el Aula Magna de la Universidad de Los Andes la noche del 18 de julio de 1984, siendo aquél el último acto de grado que presidía como máxima autoridad de nuestra Alma Máter. Muchos años después me lo encontré en esta honorable institución, haciendo vida académica, y en la que dicho sea de paso dejó honda huella y una impronta de lucidez y espíritu combativo.

En mi perenne trajinar con los libros, me topé con un pensamiento del gran poeta y ensayista mexicano Octavio Paz, en su libro más emblemático, El arco y la lira, el cual expresa: “Religión y poesía tienden a realizar de una vez y para siempre esa posibilidad de ser que somos y que constituye nuestra manera propia de ser; ambas son tentativas por abrazar esa “otredad” que Machado llamaba la “esencial heterogeneidad del ser.” Debo confesar que en mí la reflexión se da a ráfagas, a destellos, como cuando un haz de luz penetra a través de una rendija en medio de la oscuridad, y quiebra la nada para hacerse consustancial con el momento que vivo. Esos destellos suelen llegarme desde la lectura, fundamentalmente, pero también desde la interacción con los otros. Empero, la lectura es en sí misma una conversación entre el autor y el lector, que deja en nosotros vasos comunicantes, los cuales nos permiten acceder a nuevas dimensiones y nociones del ser y de la existencia misma. Suelo recibir de manera permanente esos chispazos con mis lecturas, y estos se convierten así en catalizadores de procesos espirituales, cognitivos y filosóficos, que generalmente me empujan a dar inicio a reflexiones que suelen terminar en textos de distinta naturaleza y tamaño; incluso en libros o en capítulos de libros. El citado pensamiento de Paz me movió muy hondo durante varios meses hasta decidirme, en medio de la pandemia, a invertir largas horas en la amalgama de lo real y de lo abstracto, y dar así origen al tema de esta incorporación.

No es tarea de quien accede como Miembro Correspondiente o Individuo de Número de la Academia de Mérida, leer in extenso el trabajo que presenta, no es el objeto de esta reunión, ni tendría ningún sentido, porque podrán ustedes acceder con holgura a la publicación, pero sí lo es el reflexionar en torno de la temática a manera de discurso, que es, según el gran escritor argentino Jorge Luis Borges, el más elevado género literario. Les diré que nuestras vidas están signadas por lo prosaico y por lo poético, y es nuestra ceguera espiritual y gnoseológica la que nos impide articular desde ambas trincheras los espacios propicios para la vida. En el símil planteado por Paz, lo prosaico está representado por la prosa, con la que solemos escribir ensayo y narrativa, y lo poético, por la poesía, que es en sí misma el culmen, la síntesis de la creación literaria. Si me apuran les diré, que en el trabajo en cuestión elucido en líneas generales en torno de “la complementariedad prosa/poesía, lo que significa educar poéticamente, así como el reencuentro con los caminos extraviados, que nos haga reconocer la necesidad de mirar lo andado, y la búsqueda de senderos que posibiliten una vida verdadera. Esperanza y desesperanza, felicidad e infelicidad se mecen en nosotros, y en su isócrono movimiento abren espacios de luz, pero también de sombras”.

En este sentido, el pensamiento complejo me ha entregado innumerables herramientas, con las que he tenido acceso a miradas múltiples del existir, y de alguna manera ellas me han permitido tratar de enmendar la medianía (por no decir mediocridad) con la que vivimos el día a día, como si de una pesada y tediosa tarea escolar se tratara. Nos dejamos arrastrar en nuestra mal llamada cotidianidad, por todas las vicisitudes, y los años se nos van intentando apagar fuegos, urgencias, emergencias, apuros, impasses, errores, extravíos y desviaciones, sin prestar atención al eje central de nuestro paso por este planeta, es decir, vivir verdaderamente, lo que algunos denominan como una existencia plena. En palabras del pensamiento complejo: debemos vivir poéticamente, lo que equivale, señores, a otorgar a nuestro devenir un verdadero giro copernicano, y lo que implica a su vez un cambio de nuestra lente, de nuestra visión del mundo y de su densa realidad. “Lo prosaico se apodera de nuestra existencia. En el camino nos olvidamos de los claroscuros inherentes a esa ambivalencia de la que habláramos (prosa/poesía), dejándose de lado el otro extremo: lo poético…. No se trata acá de creer en la falsa ilusión de una existencia paradisíaca, libre de los avatares propios del día a día, sino que emerjan esas complejidades que nos caracterizan, y nos movamos echando mano de la “esencial heterogeneidad del ser”, aludida por el poeta Machado, para hacer menos chato un trajinar que podría llevarnos a alcanzar altas cimas de realización personal y colectiva”.

Como seres diversos, múltiples, pluridimensionales, y a la vez únicos, estamos dotados de sentidos para captar la vida en toda su excelsitud (cosmovisión), y también de la intuición y de la espiritualidad para percibir aquello que está fuera de la razón (de la Razón Ilustrada, qué duda cabe), pero que sin embargo nos acontece, y hace de nosotros seres lanzados a la abstracción, a la contemplación, pero también a lo fáctico y a la cruda realidad. Esa heterogeneidad, traducida en integralidad, nos permite la alternancia entre lo prosaico y lo poético, solo que muchas veces perdemos la visión del “todo” y nos dejamos arropar por la realidad, hasta borrar de nuestras vidas todo aquello que nos eleva y nos lleva a cimas de sorprendente autorrealización, como diría el gran Abraham Maslow.

Por supuesto, como humanos no podemos pretender vivir en todo momento dentro una burbuja poética, sería un éxtasis agotador y aburrido y la belleza perdería su sentido, y sería dejar de lado el otro platillo de la balanza, que nos equilibra y nos ubica en el ahora, solo que la poética del vivir nos recuerda a cada instante, que dentro de nosotros yace el germen de la completitud, pero se nos pasa la vida en su desesperada búsqueda, creyendo verla del otro lado de la cerca, cuando muchas veces en nuestro propio campo florecen los brotes y se dan los frutos del Edén prometido. “Esa complementariedad y alternancia que se nos menciona, solo será posible si nos abrimos a la dimensión de seres complejos, cuya trama de encuentros y desencuentros, de verdades y mentiras, de alegrías y tristezas, de luces y de sombras, forma parte de nuestra más profunda esencia, ya que sin ella no hubiésemos llegado a este punto de la historia, ni podríamos seguir avanzando a pesar de las adversidades. Esa capacidad para mecernos entre la fortuna y el infortunio, y salir fortalecidos, es precisamente la clave para un “ahora” que se nos muestra descarnado e incierto”.

Somos indiscutiblemente seres de ambivalencias. En nosotros se da en cuestión de nanosegundos la alternancia prosa-poesía, cielo-infierno, luz-oscuridad. Nuestro día a día es un crudo electrocardiograma, cuyos picos arriba y abajo dicen mucho de nuestras dicotomías, de nuestros claroscuros; de la multiplicidad de voces que nos habitan para hacer de nuestras vidas ricos universos hundidos en medio de la diversidad del mundo. El símil prosa/poesía, del que echa mano el pensamiento complejo, nos permite, no solo vislumbrar hacia lo interno nuestras grandes posibilidades salvíficas, y la comprensión del ser desde lo ontológico y lo fáctico, sino que a lo externo nos posibilita el vislumbre de caminos en medio de la vastedad oceánica de una realidad, que muchas veces nos sobrepasa hasta hacer de nosotros simples piezas de un infernal e incomprensible juego, del que casi nunca nos percatamos, y cuando oteamos luces en medio de la densa oscuridad, hemos llegado al final del camino y sin posibilidades de retorno a lo vivido. Ni más ni menos, una noria, un bucle recursivo, que realimenta prosa con más prosa.

Nuestra esencial heterogeneidad como hemos visto hasta ahora, implica haz y envés, las dos caras de una misma moneda, como solemos afirmar, pero también las dos caras de la hoja de la planta, que sabemos que están, y que tienen su propio brillo u opacidad, pero que jamás nos detenemos a diferenciar en su absoluta esencialidad (no hay posibilidad alguna de existencia de la una sin la otra); las mismas dos caras que nos caracterizan como humanos: la física, la que vemos en nosotros y en los demás, la que mostramos al mundo, pero también la oculta, la que subyace, la que nos constituye. En otras palabras, la ambivalencia de la que hemos venido hablando en el campo de las sensaciones y las emociones, pero en otros planos, a veces no tan sutiles. Podríamos también extrapolarlo a nuestros dos estados fundamentales: salud y enfermedad, lo que nos obliga a prestarle atención a la primera en todas sus manifestaciones: personal, social y ecológica, sin cuyo equilibrio habría la denominada salud total, que echa por tierra el viejo concepto según el cual la salud es la ausencia de enfermedad, para adentrase en los territorios de lo personal, de las relaciones humanas y de la biosfera (es decir, de todo lo que vive en el planeta). Hemos llegado como humanidad a un punto de quiebre ecológico de tal magnitud, que hemos puesto en riesgo la vida de la Tierra. Fíjense, señores, que a propósito no he dicho “la vida sobre la Tierra”, ya que en este sentido, conviene recordar la ya no tan novedosa noción de la Tierra-Gaia, que trae consigo el concepto de superorganismo vivo, que cambia para siempre nuestra relación con el planeta, al sentirnos “parte” y “todo” de ella, por lo cual, al emerger de sus entrañas, el daño que le infringimos es un daño que atenta contra nuestra propia sobrevivencia, de allí la necesaria acción para detener ya la destrucción que hemos emprendido en aras del desarrollo, que si bien ha traído progreso y “confort” (mas no calidad de vida), en contraposición ha socavado la entrañas del planeta. “Independientemente de los encuentros o desencuentros con las posturas intelectuales y académicas (que el tema suscita), en una cuestión estamos meridianamente de acuerdo: no habrá salud o bienestar humano si la psique está trastocada y si su mundo físico o su entorno luce un rostro enfermo y amenazante. La conjunción apropiada de todas estas variables, hace que el Ser disfrute de una plenitud que lo eleve a las más empinadas cimas de realización personal, familiar y social. En pocas palabras: lo poético del vivir”.

Regresando a Octavio Paz, cuyo pensamiento generó en mí toda esta reflexión ontológica, hay una expresión en su obra citada (El arco y la lira, p. 137) que concita suprema hondura: “La experiencia poética, como la religiosa es un salto mortal: un cambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturaleza original.” Más adelante agrega contundente: “La experiencia poética es una revelación de nuestra condición original. Y esa revelación se resuelve siempre en una creación: la de nosotros mismos. La revelación no descubre algo externo, que estaba ahí, ajeno, sino que el acto de descubrir entraña la creación de lo que va a ser descubierto: nuestro propio ser”. (p. 154) Recordemos que Paz, como el magnífico poeta que es (o que era, como queramos), utiliza figuras literarias para dejar en quien lo lee: imágenes, conceptos, sensaciones, que vayan más allá de la literalidad, para internarse en el terreno de lo sublime (pensamiento-espíritu) con conexión en lo fáctico (Terredad, como diría nuestro recordado bardo Eugenio Montejo).

No obstante, distinguidos amigos, y más allá de la belleza de las figuras literarias, creo que hay qué caracterizar lo poético en nuestras vidas, para comprender en toda su magnitud lo que en el trabajo planteo. En este punto expreso: “El disfrute frente al mar, o ante un amanecer o un atardecer, la paz de un bosque, las risas de los juegos infantiles, el canto de las aves mañaneras y vespertinas, la dulce tranquilidad y la sabiduría de la ancianidad bien llevada, la escucha y el éxtasis con una pieza sinfónica, la observación de una obra pictórica o escultórica, la inaudita beatitud y el silencio de un templo, el remanso del cadencioso correr de un río, la indefensión y la placidez del sueño de un recién nacido, la inocencia originaria de un animal, la belleza de una flor nacida para morir el mismo día, la magnificencia de la sierra nevada, el sabor y el color de una fruta fresca, la entrega y el placer en la lectura de una obra literaria, la alegría de la amistad, el abrazo amoroso a la pareja y a los hijos; todo, todo es poesía”. En otras palabras, la poesía no implica solo el escribir poemas (que muchas veces no contienen poesía, y lo sabemos de sobra); lo arriba enunciado es el summum de la poesía sin ser en sí un poema. Es la vida la que escribe, es la vida la que literaturaliza cada variable contenida en nuestro paso por la Tierra. 

Por supuesto, abrirnos a la poética del existir implica un cambio profundo en nuestro ser, en nuestra manera de ver y de comprender el mundo y la existencia, porque es volver a nuestra esencial heterogeneidad, es consustanciarnos con lo que subyace en nosotros, es conectarnos con lo que bulle a cada instante y que por la prisa que llevamos en nuestro diario trajinar, no logramos captar ni mucho menos disfrutar en todo su esplendor e inconmensurable belleza. Muchos llegan al final de su existencia sin haber vivido jamás, y no me refiero a los que mueren de forma prematura; me refiero a aquellos quienes teniendo la posibilidad dentro de sí del mayor de los disfrutes, de leer en el entorno las más sublimes páginas de la poesía, de extasiarse frente a los más maravillosos sucesos (por nimios que parezcan), nos los reconocen y pasan de largo, supeditando lo importante a lo urgente, lo poético a lo prosaico. Su lógica simple les dice a lo interno que ya habrá tiempo para detenerse en “tonterías”, para mirar con otros ojos lo que se muestra ante sus ojos, sin detenerse a pensar que quizá ese portento, ese milagro de la vida, posiblemente no se repita jamás. No se repetirá jamás, por ejemplo, la infancia de nuestros hijos, pasa en un abrir y cerrar de ojos, y sin embargo, muchos eludimos y perdemos esos momentos de felicidad argumentando mil compromisos, y cuando hacemos el tiempo, cuando ya hemos cumplido con el negocio, con la universidad, o con lo que sea, esos niños ya son hombres y mujeres, y hemos dejado sus risas y sus juegos desperdigados a la vera del camino.

Como ya lo dije antes, no se trata de entregarnos por entero al disfrute orgiástico de los sentidos, obviando el envés de la existencia; se trata de buscar dentro de nosotros ese fiel de la balanza que nos posibilite mecernos entre lo prosaico y lo poético, como quien otea los primeros rayos de luz en plena oscuridad. Nos hace falta entender la relación de imágenes especulares que deberá haber entre ambas nociones, al parecer antinómicas, pero sin cuya sincronización, que dependerá de nosotros si resulta sinérgica o no, pasaremos de largo por la vida sin haber comprendido ni disfrutado en un ápice de su portentosa diversidad. Es entonces cuando nos cosificamos, hacemos de nuestro “todo” un algo gris u oscuro, perdemos de vista las tonalidades, los claroscuros, los sonidos y las voces de todo lo que bulle a nuestro alrededor. Dentro de nuestra racionalidad solo vemos problemas, responsabilidades, compromisos y trabajo, y obviamos las otras variables (ocio, disfrute, alegría, interrelación, empatía, juego, diversión, etc.), olvidándonos de que sin el necesario equilibrio prosa/poesía pronto llega la enfermedad y la muerte. Esos seres que nos habitan, esos niños que llevamos dentro, que nos susurran cosas al oído, que nos interpelan a cada instante, requieren de parte de nuestro lado racional y consciente, que establezcamos vasos comunicantes que los conecte y los ponga en sintonía con “el ahora”, de lo contrario perderemos para siempre su necesaria interrelación, hasta quedar apagados, hundidos en nuestros más profundos intersticios, y nosotros convertidos en seres hoscos, resentidos con la vida, frustrados en nuestros planes vitales, rumiando hasta el final en todo aquello que soñamos y que no llegó y, que según nuestra lógica del desengaño, se debió a la mala suerte que siempre nos atenazó.

La vida nos reclama a cada instante a conectarnos con nuestro “yo interior”, a escuchar sin dilaciones las voces que nos llegan desde adentro, que nos hablan en clave y que solo nosotros podemos descifrar. “De pronto un suceso imprevisto, bueno o malo, nos interpela y nos recuerda nuestra esencial heterogeneidad, así como el hondo desencuentro de los seres que nos habitan. La pandemia del Covid-19,… por ejemplo, ha sido un punto de inflexión en nuestras vidas. Sin percatarnos, lo inesperado tomó las riendas y nos sumergió en aguas profundas, para recordarnos que nuestra vida no era el vivir, y afloró muy pronto la ambivalencia, la complejidad que nos habita”. Al respecto nos dice Paz: “Encubierto por la vida profana o prosaica, nuestro ser de pronto recuerda su perdida identidad; y entonces aparece, emerge, ese “otro” que somos.” (p. 137) La pandemia nos ha impactado de tal modo, que nos ha regresado a nuestros orígenes, a tener que vérnoslas con nosotros mismos, con aquellos otros seres que nos habitan y que están atentos a las señales para aflorar, para emerger en nuestro auxilio, para intentar la sinergia en medio de nuestras más enconadas batallas. El reencuentro con la familia, el recogimiento y la reflexión, la interacción con los nuestros, la búsqueda de respuestas en medio de la tribulación, la oración, la lectura y la contemplación, la quietud de la mente y del cuerpo ya libres del barullo exterior, son apenas las señales inequívocas de una condición humana que va más allá de nuestras propias discrepancias, para internarse por los zigzagueantes senderos de la complejidad.

De la racionalidad extrema que nos empuja a la objetividad y al referente fáctico, tuvimos que dar el salto a la sensibilidad; del afanoso trabajo fuera de la casa, al a veces lúdico intercambio a través de la tecnología; de la atávica necesidad del contacto y del abrazo, a un distanciamiento que nos apremia a una mayor conexión en los territorios del espíritu. El principio dialógico, que separa nociones supuestamente antagónicas e irreconciliables, se articula a nuestro favor para corroborar hoy y siempre que los opuestos no se anulan, sino que se atraen y se complementan, y que siempre habrá vasos comunicantes que los pongan en contacto, que los reconcilien, que los amalgamen para dar respuesta a la complejidad que nos conforma. La noche y el día no se dan de manera abrupta, sino que entre ambas experiencias vitales hay recorridos que las entrecruzan y las matizan. Sus claroscuros, el alba y el atardecer, se conjuntan en puntos determinados del espectro lumínico, para traer consigo quiebre y renacer, de manera isócrona y permanente, y así ha sucedido desde el inicio del mundo. Igual con los seres humanos: somos únicos y a la vez diversos, y en esa dialógica hemos llegado a acuerdos, interrumpidos por las guerras, transijo, pero en esa alternancia ha sido posible el concepto de humanidad.

Nos educan para ganar la gran batalla por la vida, pero no para vivir poéticamente. La Razón Ilustrada trajo hasta nosotros la noción de saberes disjuntos, que no se interrelacionan, que no se complementan. Como se comprenderá, tal situación atenta contra la esencial heterogeneidad del ser, al no producirse la posibilidad de emersión en nosotros de lo poético del existir, para ponerlo en correspondencia con lo prosaico, de tal forma de articularlos para una adecuada comprensión del existir en su vasta densidad. Esta distorsión epistémica produce ceguera cognitiva, lo que nos lleva a creer que podemos explicar todo bajo el paradigma de la simplicidad, dejándose de lado la urdimbre que constituye el “todo”, es decir, la vida. Lamentablemente, el cartesianismo no solo está presente en el territorio de lo académico, sino en la noción misma que tenemos de la realidad. “Quienes enseñamos y quienes aprendemos, y toda la humanidad en general, anhelamos que la poética del vivir siga presente en cada uno de nosotros, que el conocimiento no vaya en contrasentido con la dinámica de la realidad física que nos envuelve, sino que sea herramienta clave para su develamiento y comprensión”. Lo ideal sería entonces que la educación en todos sus niveles nos preparara para vivir la vida en su más hondo sentido físico, espiritual y filosófico (¿y por qué no, metafísico?), y que sus herramientas nos permitan articular las densas variables que nos afectan, de tal manera de hacer nosotros seres ganados para la poética del vivir, y no seres incapacitados (posiblemente frustrados) para la gran experiencia que implica nuestro paso por la Tierra. “La esencial heterogeneidad del ser nos impele en estos difíciles momentos a reinventarnos, a sacar de lo más profundo de nosotros lo que nos constituye y que siempre ha estado allí”.

“El ser humano es fundamentalmente cuerpo. Un cuerpo vivo y no un cadáver, una realidad bio-psico-energético-cultural, dotada de un sistema perceptivo, cognitivo, afectivo, valorativo, informacional y espiritual.”, nos lo dice el teólogo y filósofo brasileño Leonardo Boff, en su libro El cuidado necesario (p. 93). En otras palabras, somos seres ambivalentes, insertos en una extraordinaria aventura planetaria, pero no estamos solos en ella, sino que tenemos que compartirla con otros seres (animales, plantas y microorganismos), so pena de romper con el equilibrio dinámico que hace posible el sostenimiento del planeta, y con él, su pase a las generaciones que vendrán. El reconocimiento y la comprensión de la esencial heterogeneidad del ser lucen hoy imperativos, sobre todo cuando la humanidad enfrenta profundos traumas, oscuros enemigos y dramáticos cambios epocales, que la hacen vulnerable frente al futuro. Prosa y poesía deberán así mecerse sin caer en el vacío, sin obnubilar los sentidos, pero buscando un equilibro que nos permita ser verdaderamente humanos y estar verdaderamente vivos.

Distinguidos colegas y amigos, precisamente en este punto final de mi reflexión me topé en las redes con una frase aludida a George Orwell, supuestamente inserta en su libro 1984, considerado por los críticos y por los lectores de asombrosa clarividencia, que podría ilustrar en pocas palabras, todo lo que aquí he pretendido con este largo discurso. Sin más, reticente como soy frente a todo lo que aparece en las redes, me di a la tarea de rastrear la frase en el ejemplar del libro que reposa en mi biblioteca, y para mi asombro, luego de casi una hora de búsqueda, hallé un diálogo entre Julia y Winston, personajes centrales, y allí apareció la frase, espléndida y desafiante. Veamos someramente el contexto. Ambos personajes discuten si los que ostentan el poder (es decir, la dictadura) pueden entrar en sus almas, hasta el extremo de obligarlo a él a dejar de amarla. Cito textualmente el diálogo:

“Julia reflexionó sobre ello.

–A eso no pueden obligarte –dijo al cabo de un rato. Es lo único que no pueden hacer. Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.

–Eso es verdad –dijo Winston con un poco más de esperanza–. No pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aunque esto no tenga ningún resultado positivo, los habremos derrotado.”  

Agrega el narrador omnisciente:

“Los hechos no podían ser ocultados, podían ser localizados por investigación, podían exprimirlos con la tortura. Pero si el objetivo no era salvar la vida sino mantenerse humanos hasta el final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos, es más, ni uno mismo podría suprimirlos. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho o pensado, pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría siempre inexpugnable.” (pp. 205-206)

Creo, apreciados colegas, que todos somos Julia y Winston, y en su dilema ético y fáctico nos mecemos a cada instante: no es salvar la vida sino mantenernos humanos hasta el final.      

Antes de concluir estas páginas deseo leerles un poema (el número XIII) tomado de mi libro Lumen El fuego interior (2020), todavía inédito:

  XIII
  
 deshazte pronto de tus penas, mar-
 cha a ritmo trepidante, llega a la cima
 del Olimpo, pues es tarde en
 el ahora. No vaciles un segundo, inci-
 nera ya el hastío, haz de cada mo-
 mento huella y destino
  
 ven, apresúrate, la noche agota
 callada su simiente, los espectros
 yacen inquietos en las sombras; la
 luz naciente coquetea con la aurora
 e irrumpe sin permiso el nuevo día
  
 ven, no hay tiempo que perder, el
 cielo ha contado nuestros días, y ya
 se asoman entre nosotros las pri-
 meras marcas del olvido
  
 ven, a galope sobre las horas, que cada
 segundo gastado es un cruel desa-
 fío; descubre tu rostro a las olas,
 que el viento meza tu pelo, que ya
 nada quede por decir entre nosotros
  
 la luna se ha ocultado y
 el sol enceguece, nada se detiene
 en el isócrono batir del tiempo. Ven,
 se hace tarde, y de nada vale volver
 la mirada cuando todo se ha mar-
 chado. Ven, no demores, es ahora;
 la vida muere callada  


 Muchas gracias señores.

Bibliografía citada

Boff, L. (2012). El cuidado necesario. Madrid: Editorial Trotta.

Nietzsche, F. (2009). El ocaso de los ídolos. Barcelona: TusQuets Editores.

Orwell, G. (2016). 1984. Caracas: Tecni-ciencias libros.

Paz, O. (2012). El arco y la lira. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.

Rojas Guardia, A. (2017). El deseo y el infinito. Diarios (2015-2017). Caracas: Seix Barral Biblioteca Breve.  


Nota:

Las citas personales fueron tomadas de mi ensayo titulado La esencial hererogeneidad del ser, publicado en laRevista del Grupo de Investigación en Comunidad y Salud (GICOS) de la Facultad de Medicina de la Universidad de Los Andes, Volumen 5, N° especial 2,  Diciembre de 2020. Si desean leerlo in extenso o descargarlo, pueden entrar al Repositorio de la Universidad de Los Andes en donde se aloja la citada revista, desde el siguiente link:

www.saber.ula.ve

Compartir:

Cuento - MI VECINO EL ESCRITOR

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Lo recuerdo entre brumas y sueños, como también el tac-tac de su vieja y destartalada máquina de escribir Olympia. No había momento impropio, ni horarios, ni excusas, escribir fue su vida y su razón de ser. En la soledad de su estudio recreó la vida, inventó situaciones que divirtieron y alejaron el hastío. Escri­bió a toda hora, bajo la presión del cansancio físico y la incuria de su propio cuerpo. Yo era su vecino, y hasta lo llegué a envi­diar en la vorágine de su fama. Día tras día me asomé al balcón de mi cuarto con la esperanza de ver al hombre más admirado del país, intenté copiar su estilo de vida, pero fue más que impo­sible. Era incansable, inagotable; mientras mis fuerzas se agota­ban a la espera de la inspiración, aquel hombre —muy mayor para entonces— parecía un iluminado; jamás lo llegué a ver inac­tivo. Siempre me pregunté cuál había sido el secreto de su triunfo, leí con desesperación todos sus libros, escudriñé dentro de su uni­verso literario para encontrar la raíz de sus aciertos. Todo era muy evidente —claro— realidades perdidas dentro del universo común, calles como las que transitamos a diario, veredas perdi­das en ciudades, personajes nacidos de la nada. Tenía que haber algo que el admirado autor escondía a su público, esa varita que todos deseamos encontrar. En las mañanas, salía a pasear —algo muy breve— daba la vuelta a la manzana y tomaba un café en el restaurante de la esquina. Con los años sus pasos se hicieron breves, pero seguros, su cabeza siempre gacha y en la mano lleva­ba un bello bastón que resaltaba entre el sencillo atuendo. A pesar de haber transcurrido más de veinte años de todo aquello, siento el sabor de ayer, por mi mente cruzan a cada instante los recuerdos hermosos de mis pequeñas y grandes esperanzas de entonces. Yo también quería ser escritor como el vecino de enfrente, quería seguir ardientemente sus pasos. A pesar de la vida tan sobria que llevaba, lo veía distinto al resto de la gente que conocía. Cuando iba al colegio, lo hacía por la acera de la casa del escritor, con la sola idea de tropezarme algún día con él. Pero era un hombre muy solo y triste, creo que nadie vivía en su compañía, tenía una secretaria que le desembrollaba los papeles y le tramitaba sus publicaciones. Al caer el sol, ella, hermosa aún, salía rápidamente de su casa y se perdía en el labe­rinto de las tumultuosas calles. Mis padres me recriminaban tan­ta admiración por ese señor de enfrente, pero no podía evitarlo, una inmensa fuerza de atracción ejercía su figura sobre mí. Los amigos del colegio decían que era un viejo gruñón y mal encara­do, yo me molestaba y lo defendía a ultranza. Al leer sus libros no se podía uno imaginar que un hombre solo, sin esposa, hijos y ni siquiera un perro, recreaba y orquestaba fabulosas narracio­nes, exquisitas novelas que le valieron el favor de la crítica y varios premios importantes. Todo un mundo llevaba en su blanca cabeza, en esos ojos color azul intenso se reflejaba un ser inquieto, descon­tento de las cosas y del mundo que lo rodeaba. Yo fui creciendo como lo hacen también los árboles y los animales, y poco a poco encontré la anhelada inspiración, pero no en la literatura, sino en la música. Permanecí en el extranjero durante varios años —­seis exactamente. Viajé por varios países, conocí mucha gente y distintas culturas. Al llegar de nuevo a mi calle, me interesé por mi antiguo ídolo, por el viejo escritor de la casa de enfrente.

Todo había cambiado, las huellas del tiempo —inexorables— le habían modificado el rostro a las formas de mis recuerdos. La casa del viejo escritor ya no era su residencia, en cambio, ahora servía de escuela de música. Algo internamente me conmovió, tal vez en mis íntimos anhelos, me hubiese gustado encontrar todo, tal y como lo dejé. Al poco tiempo ingresé como profesor de teoría y solfeo en la escuela que funcionaba en la antigua casa del viejo escritor. El primer día fue grande mi emoción; me encontraba dentro del sitio que robó los sueños de mi infancia, dentro de la casa donde permaneció durante muchos años el hombre que más admiré e imité en mis primeros años. La resi­dencia era hermosa, alegre, con muchas entradas de sol, balco­nes internos y audaces, columnas perfectamente delineadas. Al lado del salón principal había una placa donde se recordaba es­cuetamente el nombre del escritor Bonifacio Herrera. Pasaron varias semanas, las que necesité para retomar el curso de mi vida. Organicé mis cosas, recorrí con entusiasmo las calles de mi vieja ciudad, visité eternos amigos, reviví olvidados amores. Una vez organizadas todas las cosas, quise hurgar un poco sobre el para­dero del viejo escritor. Pregunté afanosamente en diversos si­tios, en la escuela donde yo impartía enseñanza musical no pu­dieron —o no quisieron— ayudarme. Me dirigí a las oficinas del cementerio principal y allí no estaba su nombre. Fui a la oficina de la Dirección de Extranjería y no había abandonado el país. Mis padres no se enteraron de nada acerca del escritor, ya que se encontraban de viaje y, al regresar, ya no estaba allí viviendo.

Llegó un momento en que me sentí derrotado, no encontraba por ningún sitio al viejo escritor. Sólo me pude enterar que debi­do a su avanzada edad —93 años— se había retirado y en su casa editorial habían perdido toda comunicación con él. Desalenta­do, inicié una nueva semana de clases en el instituto, la verdad es que no sentía deseos de hablar con nadie. La música me molesta­ba, las risas de los niños me atormentaban. Uno de mis alumnos se me acercó una tarde y me dijo:

—Sabe profesor, el fin de semana mis padres me llevaron al ancianato que está a las afueras de la ciudad y me divertí mucho con los señores que allí viven. Yo miraba al niño con fingido interés, para nada me atraía su historia:

—Ah... muy bien, —dije en voz baja y sin esfuerzo.

—Sabe profesor —insistió el niño— conocí a un viejito que dice ser un gran escritor, me mostró varios libros en los cuales apare­ce su nombre... creo que se llama Bonifacio, no recuerdo su ape­llido. Recobré inmediatamente el aliento, levanté al niño en vilo. Me costaba creer la hermosa casualidad. Di por terminada las clases de ese día, y me dirigí rápidamente hacia el ancianato. Al llegar lo vi: estaba sentado cerca de la puerta. Nunca hablé con él, no sabía como iniciarle una conversación, conocía por referencias, su mal carácter. Sin preámbulos le dije:

—Buenas tardes escritor, mi nombre es Pablo Coronel.

—Buenas tardes hijo, siéntese, me gusta que me llamen escri­tor, eso fui en la vida... solo un escritor.

- Perdóneme pero estoy muy emocionado de poder hablar con usted, siempre quise hacerlo, pero el temor a que no me escuchara me lo impidió. Yo fui su vecino en la urbanización, viví al frente de su casa, siempre lo admiré en silencio.

—Usted debe ser el chiquillo que me espiaba a través del bal­cón casi a diario y en todo momento, ahora lo recuerdo. Me agradaba su interés por mí, los escritores somos un tanto vani­dosos. Siempre deseé que te me acercaras, estuve toda la vida muy solo. Mi única compañía fueron mis personajes... a veces les llamo mis fantasmas. Me persiguen cuando duermo, quieren cobrarme la fama. Pero yo no lo permito, les di vida, ellos me pertenecen, soy su padre y como tal, los trato como a unos hijos. Sabe joven, debí fundar una familia, tener unos verdaderos hi­jos. Nunca creí que la vejez fuera tan sola. Perdí la visión y casi no oigo y aquí me tratan como a otro más. Miles de perso­nas me conocieron, todos admiraron mis obras, estuve en la cum­bre de la fama y eso me convirtió en un ser arrogante y autosuficiente. Pensé que jamás necesitaría de nadie para vivir, que siempre me las arreglaría por mí mismo. Y qué equivocado estaba, joven. Me siento como aquellos padres que dan la vida, que lo entregan todo, que dejan de vivir por dar más de sí mismos y al final no reciben nada, se quedan con las manos vacías, abandonados por sus propias creaciones. Mi caso es similar hijo, me quedé solo después de haberle dado vida a cientos de personajes, después de haber llenado miles de páginas de libros con mis cuentos e historias. Todos se fueron, se quedaron entre los estantes, o tal vez murieron en los cestos de basura debido a la amarillez de sus rostros o lo carcomido de sus carátulas. Tal vez algunos personajes .fue­ron retornados por escritores más afortunados en la vida, y los supieron colocar en situaciones más favorables para su existen­cia. A lo mejor mi nombre aparezca en algún diccionario o texto de enseñanza, o me incluyan de personaje en alguna novela. Si eso sucediera, me gustaría que el escritor me diera un destino mejor: una esposa, unos hijos, unos nietos. Que borrara de mi vida la soledad y la tristeza, que me condujera a diario a los parques, que me llevara al cine, que me incluyera en alguna pelea calleje­ra, que me diera amigos. No me molestaría por nada de eso, por el contrario, me encantaría que se tomara esas licencias, sin ce­ñirse estrictamente a mi torpe realidad, a mi carácter impenetra­ble y quisquilloso, a mi manera de hacer la vida muy distinta a lo que creaba en mis propias novelas.

Guardé silencio durante un rato y luego me despedí con la promesa de regresar muy pronto. Durante meses fui a verlo en el instituto, sus palabras sabias y entendidas fueron regando la semilla que de escritor aún perma­necía en mí. Así fue como empecé a escribir mi primera novela, los fines de semana se la llevaba al viejo Bonifacio y él me daba sugerencias. Faltando sólo por escribir el último capítulo, no encontré en el acostumbrado sitio al viejo escritor. Turbado, pregunté a las religiosas encargadas por su paradero, y la res­puesta fue: “el viejo Bonifacio se encuentra gravemente enfer­mo, el médico del instituto nos dijo que lo dejáramos tranquilo, que su mal no tenía remedio”. Pedí a la religiosa que me permitiera hablar un momento con el viejo escritor, le dije que no lo moles­taría. Ella accedió con reticencias. Al entrar a la habitación, el viejo yacía sobre su lecho, apagado e inmóvil. Me fui acercando lentamente, al instante él despertó y me reconoció.

—Que bueno hijo que vino, llegué a creer que moriría sin despedirme de usted:

—Escritor —dije trémulo— ya verá que se recupera. Sabe, estoy finalizando la novela, me quedan sólo unas pocas páginas por escribir.

—Hijo, escriba que el viejo Bonifacio vivió sus últimos mo­mentos al Iado de sus familiares; que le cerraron los ojos su espo­sa y sus hijos. Escriba también, que sus amigos quejumbrosos ante la muerte, colmaron la habitación de perfumadas y exóticas flores... y guardaron finalmente un minuto de silencio.

Sin poder articular nuevas palabras, me levanté lentamente sin dejar de mirarlo, atravesé el umbral del hermoso recinto y me perdí en el ardor de aquella tarde.



Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).

Compartir:

Buscar este blog

Ricardo Gil Otaiza

Ricardo Gil Otaiza

Sobre el autor

Puedes saber más sobre el autor en el siguiente enlace: Curriculum

Popular Posts

Categories

Ricardo Gil Otaiza 2020. Todos los derechos reservados. Con la tecnología de Blogger.