Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
despertar de un prolongado sueño
en el ahora, ver con lucidez ba-
tir las alas de la existencia;
nada mejor que sentirse movido
por la vida y ser presa a cada ins-
tante de su hondo desvarío
no se nace para siempre, cada cual
tiene su destino, un segundo basta
para ser o no ser, estar o no
estar, y tener sobre sí la conciencia
escindida. Caer en torrentosas aguas y
salir airosos o abatidos, sean tal vez
las claves más profundas del inma-
nente fluir
la vida interpela a cada paso, todo
es escrutado en su designio, el correr
certero de las horas nos conduce por
raudos caminos. Estar aquí o allá
pareciera lo mismo, solo que entre
uno y otro extremo se marchita la
piel y se aquieta la pasión. La no-
che del tiempo es larga y breves nues-
tras ansias, no hay ya incertidum-
bre posible: sentir el ímpetu inte-
rior es saberse arropado por la fuer-
za de lo atávico y dejarse llevar por
la tibieza de sus olas
Por: Ricardo Gil Otaiza
Qué difícil es
llegar al poder. Por eso se hace tan apetecible.
Soñamos
con estar sentados en los pequeños tronos, que representan la voluntad del
país en nuestras manos. Nos sumergimos en los vapores espesos de la contienda,
de la lucha acérrima, con el único propósito de alcanzar lo que consideramos lo
máximo, lo sublime, la cumbre de la realización personal.
En mi
caso particular, me condujo el pío anhelo del servicio, de la entrega.
Vociferé magnos programas, consignas bellísimas, elegantes discursos. Mi
corazón estaba seccionado, fragmentado en miles y miles de trozos en pro de
los más necesitados. Nunca había abrigado tan nobles aspiraciones. Me veía
—cual Madre Teresa de Calcuta— prodigando beneficios, dádivas, abundantes
limosnas. Nunca más conocería el mundo un hombre más caritativo, más
desprendido de las cosas materiales y superfluas.
Caminé y
caminé. Mis pies quedaban lacerados luego de las visitas a los barrios, a los
cerros más empinados. Recobré en tres meses, mi olvidada figura de la lejana
juventud. Mi pálida piel, por tantas y tantas horas de estar sentado frente a
un escritorio, se tornó de un bronceado ideal, muy tropical y atractivo. Hasta
los dolores reumáticos —mi constante queja en las visitas médicas—
desaparecieron. El sabor de la cocina criolla lo había olvidado, en cambio mi
paladar degustaba sólo los finos platos de las cocinas europeas. Recordé las
sabrosas arepas, los platos rebosantes con perico andino, el exquisito sabor
del guarapo de panela con limón. ¡Caramba!... sin duda alguna, la dura campaña
electoral me devolvió parte de mi existencia, perdida en el correr afanoso y
sin tregua de la vida ejecutiva.
No
intenté —bajo ninguna circunstancia— desacreditar o descalificar a mi
contendor más cercano. Fue mi amigo en la época universitaria. Di las más
estrictas instrucciones, para que se respetaran sus afiches, sus consignas,
sus pancartas. En fin, logré realizar una campaña de altura.
Me
gané el aprecio y el entusiasmo popular. Hordas de fanáticos se aglomeraban
para escuchar, bajo el inclemente sol, mis interminables horas de discursos, de
ideas para el cambio. Me constituí en el paladín de la reforma del Estado, juré
su modernización e inserción en el contexto del mundo moderno y súper
civilizado. Saqué a relucir largas y tediosas listas de corruptos, a quienes
prometí su encarcelamiento de llegar al poder. Prometí viviendas populares,
canchas deportivas, escuelas, iglesias, calles, alumbrado eléctrico, cloacas,
trabajo estable, orden en las finanzas, abaratamiento del costo de la vida,
seguridad personal; bla, bla, bla...
En las
noches me acostaba rendido, completamente extenuado. Para ilustrar mi vida de
campaña diré que no volví a hacerle el amor a mi mujer. Quería ahorrar todas
mis fuerzas, para invertirlas en las clases populares cuando alcanzara el
poder. Ella entendió mi posición. Es más, nunca me reclamó nada, absolutamente
nada. Recibí de mi familia toda la comprensión que requería para obtener la
máxima posición. Después, las aguas regresarían a sus cauces, y todo volvería
a ser como antes. Es decir, mejor que antes.
Llegó el
ansiado día de las elecciones. Me levanté muy temprano —a eso de las 4:00—, me
bañé y tomé apenas, una taza de café. Estaba muy nervioso. Claro, era lógico.
Se estaba jugando el futuro de mi país.
Todo
transcurrió de manera normal. La gente se agolpaba en las puertas de los
centros de votación. La frase manida de: el
comportamiento cívico de la ciudadanía, no se hizo esperar.
Los
escrutinios me dieron por ganador. El setenta y cinco por ciento de la
población votante, me favoreció. De inmediato convoqué a una rueda de prensa y
esbocé con voz estentórea, mi programa de gobierno. Ratifiqué las promesas de
la campaña reciente. Saludé efusivamente a la población.
Pero qué
desgraciado fui. Una vez que pisé el Palacio de Gobierno, sufrí un efecto de
rebote instantáneo. Olvidé todo lo prometido. Ni yo mismo podía reconocerme.
¡Qué cara de coño de madre puse!
Me volví
una piltrafa humana, un déspota, un engreído, un ser mísero y corrupto. Sabía
que el poder cambiaba a la gente. Pero de esa manera tan ruin y absoluta, nunca
lo llegué a pensar. Siempre había tenido como norte el no cambiar, el dar un
giro definitivo a aquella pose ridícula de los gobernantes, que se creían unos
reyecitos, y no eran más que unos reyezuelos. Es más, juraba que aquellos
hombres malignos que habían llegado en épocas anteriores al poder, eran así
desde siempre, por naturaleza. Pensaba que habían engañado a su pueblo que
depositó en ellos la confianza y la fe.
Yo
definitivamente era un cerdo. Ya que hacía lo que hacía con plena conciencia.
Nada me era vedado. Había estudiado la conducta humana, había interiorizado las
patologías que confieren al ser humano rasgos despóticos. ¿Entonces... por qué
lo hacía? ¿Qué me empujaba a ello?
Las
reacciones no se hicieron esperar. El pueblo comenzó a exigirme lo que le correspondía.
Yo en respuesta le mandaba a las fuerzas del orden público, para que lo
ultrajaran y vejaran. De noche me sentaba frente a la pantalla del televisor y
me enardecía con las imágenes de las protestas populares. Sólo me tranquilizaban
los cintarazos, las ballenas de agua, las bombas lacrimógenas que certeramente
lanzaban los policías contra los manifestantes. Hasta me contenté —muchas veces— con la muerte de algunos estudiantes.
Mi familia me miraba y notaba en ellos la desaprobación. Me llegué a sentir
como Nerón frente a los cristianos devorados por las fieras. Ello me estimulaba
de una manera morbosa. Sentía que me fortalecía en el poder. Que hacía valer
la fuerza de mi decisión y autoridad.
Comenzaron a crecer mis cuentas bancarias, las propiedades
en el extranjero. El dinero público que debía estar destinado a obras de
interés colectivo —tal y como lo había prometido en la campaña— lo multipliqué
por altos intereses bancarios; a consecuencia de mi política económica nefasta
y
cruel
para con la nación.
Cercené la libertad de prensa. Mandé a las cárceles de
máxima seguridad a los opositores. Compré voluntades con miedo y barbarie.
Introduje —solapadamente— la pena capital para mis enemigos. Me rodeé de un
círculo ministerial tenebroso e incondicional. Rompí relaciones con los países
del hemisferio occidental. Envié espías a todas partes del mundo, con el ánimo
de estar enterado —de primera fuente— de los acontecimientos más relevantes en
el orden político.
Me convertí en el gobernante más puto que país latinoamericano
conociera en sus quinientos años de historia. El relajo fue tal, que mi mujer
se retiró calladamente para evitar el escándalo.
El país se transformó en mi feudo, en mi propiedad. Cuando
el Congreso trató de impedirme tanto desatino, armé una trampa y lo anulé, lo
desarticulé. Les di a sus integrantes veinticuatro horas para abandonarlo.
Aquella noche aciaga, cuando los conspiradores entraron al
palacio armados hasta los dientes, me encontraba reposando una comilona con dos
de mis mujeres favoritas. Nada escuchamos, nada intuimos. Dentro, el silencio
era absoluto y romántico. Me sentía dueño del mundo. Mandé a llamar al edecán
de más confianza, para que comiera de las migajas que había rechazado, harto
de placer. La voluptuosidad de las muchachas amenazaba con dejarme muerto. Mis
fuerzas estaban en cero. No podía más con mi cuerpo.
Pero no ingresó mi edecán de confianza. En su lugar,
irrumpió un insurrecto con ametralladora en mano. Sin mediar voz alguna,
disparó rasante con todo. Nada quedó en su lugar. Todo, absolutamente todo,
perdió su forma y valor. Las dos jóvenes muchachas, quedaron tendidas en el
suelo con sus cuerpos agujereados en medio de un mar de sangre. Yo me lancé al
suelo, y la sangre de aquellas me arropó, dando la impresión —a simple vista—
de mi exterminio total.
Así pude salvar mi vida. A costa de la vida de otros.
Escapé del Palacio de Gobierno camuflado entre la basura y los escombros del
asalto perpetrado por los insurrectos. De inmediato afeité mi rostro, cambié
las ropas por harapos que conseguí a través de amigos clandestinos. A los dos
días escapé del país y me dirigí a España, específicamente a un pueblo de
Galicia. De allí pasé a Portugal (Lisboa), de donde escribo ésta, la última de
mis cartas, antes de pasar al anonimato... a la muerte histórica.
No deseo justificarme, no... en absoluto. Merezco ser
execrado de la vida misma. Debí haber muerto aquella tarde de febrero, para no
tener que purgar mi conciencia. Soy cobarde. Sí. Muy cobarde. El poder me robó
la dignidad, y con ella la valentía. Pedir perdón no es mi estilo. Jamás lo
haría. Ahora que las cosas pasaron, pienso que todo en la naturaleza es un
ciclo de vida. Unos mueren para que otros puedan vivir. Los malos son más
necesarios que los buenos. De lo contrario, el mundo estaría superpoblado; más
de lo que lo está hoy. Además, los malos están presentes desde el inicio del
mundo. Ya que si mal no recuerdo: Caín mató a su buen hermano Abel.
Mi
problema no es que sea malo. Ojalá y lo fuese,
estaría más tranquilo. Todo mi afán radica en que fui al poder con la mejor
intención del mundo. Pretendí ser el salvador de mi pueblo. El segundo
Libertador.
Siento
que en mi corazón laten los sentimientos más nobles del mundo. Ahora sería
incapaz de matar una mosca. Pero para poder hacer buenas obras como gobernante,
hay que mantenerse en el poder, a como dé lugar. De lo contrario, sucede lo que a mí me sucedió: una vez que alcancé el
poder y estando —como efectivamente lo estaba— dispuesto a realizar las buenas
obras prometidas al sufrido pueblo, se alzaron unos delincuentes y me sacaron
del poder. Lo malo es que no me dejaron demostrar lo noble de mis sentimientos
y propósitos. No crean que esto es cinismo... no. Tal vez sea locura. Eso
dicen. No lo creo. Lo que pasa es que a los genios siempre los han tildado de
locos. Y yo soy un genio. ¿Quién lo pone en duda? No estoy de acuerdo con aquellos
que dicen que la violencia engendra más violencia. No, no, no. Todo lo
contrario. Es a través de la fuerza que se pueden alcanzar los mejores
propósitos. Algo así como armarse hasta los dientes para mantener la paz. Es el
mismo principio. En una democracia los intereses de los oligarcas impiden el
saneamiento, la prosperidad. Las dictaduras traen progreso y adelanto. No estoy
loco. Bueno... a lo mejor sí. Sí, sí, sí, estoy loco de remate. Mejor pongo
punto final a la carta, de lo contrario se me enredarán más las ideas. Debo
prepararme para el retorno al poder. Porque de seguro: volveré. No a la fuerza.
Esperaré un tiempo prudencial, el necesario para que la gente olvide. Me
lanzaré de nuevo como candidato, reformularé mis antiguas convicciones. Haré
modernos planteamientos. Ganaré las elecciones. La gente olvida. ¿Los muertos?
¿Quién se acuerda de ellos?
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
No hay error más peligroso que el de confundir la causa con el efecto:yo le llamo la verdadera perversión de la razón.EL OCASO DE LOS ÍDOLOSFriedrich NietzscheEl orden del universo no es rígido sino poroso. A ese orden,al universo mismo, le viene bien esta designación: la aventura cósmica.EL DESEO Y EL INFINITOArmando Rojas Guardia
XIIIdeshazte pronto de tus penas, mar-cha a ritmo trepidante, llega a la cimadel Olimpo, pues es tarde enel ahora. No vaciles un segundo, inci-nera ya el hastío, haz de cada mo-mento huella y destinoven, apresúrate, la noche agotacallada su simiente, los espectrosyacen inquietos en las sombras; laluz naciente coquetea con la aurorae irrumpe sin permiso el nuevo díaven, no hay tiempo que perder, elcielo ha contado nuestros días, y yase asoman entre nosotros las pri-meras marcas del olvidoven, a galope sobre las horas, que cadasegundo gastado es un cruel desa-fío; descubre tu rostro a las olas,que el viento meza tu pelo, que yanada quede por decir entre nosotrosla luna se ha ocultado yel sol enceguece, nada se detieneen el isócrono batir del tiempo. Ven,se hace tarde, y de nada vale volverla mirada cuando todo se ha mar-chado. Ven, no demores, es ahora;la vida muere callada
Muchas gracias señores.
Bibliografía citada
Boff, L. (2012). El cuidado necesario. Madrid: Editorial Trotta.
Nietzsche, F. (2009). El ocaso de los ídolos. Barcelona: TusQuets Editores.
Orwell, G. (2016). 1984. Caracas: Tecni-ciencias libros.
Paz, O. (2012). El arco y la lira. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.
Rojas Guardia, A. (2017). El deseo y el infinito. Diarios (2015-2017). Caracas: Seix Barral Biblioteca Breve.
Nota:
Las citas personales fueron tomadas de mi ensayo titulado La esencial hererogeneidad del ser, publicado en laRevista del Grupo de Investigación en Comunidad y Salud (GICOS) de la Facultad de Medicina de la Universidad de Los Andes, Volumen 5, N° especial 2, Diciembre de 2020. Si desean leerlo in extenso o descargarlo, pueden entrar al Repositorio de la Universidad de Los Andes en donde se aloja la citada revista, desde el siguiente link:
Lo recuerdo entre
brumas y sueños, como también el tac-tac de su vieja y destartalada máquina de
escribir Olympia. No había
momento impropio, ni horarios, ni excusas, escribir fue su vida y su razón de
ser. En la soledad de su estudio recreó la vida, inventó situaciones que
divirtieron y alejaron el hastío. Escribió a toda hora, bajo la presión del
cansancio físico y la incuria de su propio cuerpo. Yo era su vecino, y hasta lo llegué a envidiar en la vorágine de su
fama. Día tras día me asomé al balcón de mi cuarto con la esperanza de ver al
hombre más admirado del país, intenté copiar su estilo de vida, pero fue más
que imposible. Era incansable, inagotable; mientras mis fuerzas se agotaban a
la espera de la inspiración, aquel hombre —muy mayor para entonces— parecía un
iluminado; jamás lo llegué a ver inactivo.
Siempre me pregunté cuál había sido el secreto de su triunfo, leí con
desesperación todos sus libros, escudriñé dentro de su universo literario para
encontrar la raíz de sus aciertos. Todo era muy evidente —claro— realidades perdidas dentro del
universo común, calles como las que transitamos a diario, veredas perdidas en
ciudades, personajes nacidos de la nada. Tenía que haber algo que el admirado
autor escondía a su público, esa varita que todos deseamos encontrar. En las
mañanas, salía a pasear —algo muy breve— daba la vuelta a la manzana y tomaba
un café en el restaurante de la esquina. Con los años sus pasos se hicieron
breves, pero seguros, su cabeza siempre gacha y en la mano llevaba un bello
bastón que resaltaba entre el sencillo atuendo. A pesar de haber transcurrido
más de veinte años de todo aquello, siento el sabor de ayer, por mi mente
cruzan a cada instante los recuerdos hermosos de mis pequeñas y grandes
esperanzas de entonces. Yo también quería ser escritor como el vecino de
enfrente, quería seguir ardientemente sus pasos. A pesar de la vida tan sobria
que llevaba, lo veía distinto al resto
de la gente que conocía. Cuando iba al colegio, lo hacía por la acera de la
casa del escritor, con la sola idea de tropezarme algún día con él. Pero era un
hombre muy solo y triste, creo que nadie vivía en su compañía, tenía una
secretaria que le desembrollaba los papeles y le tramitaba sus publicaciones.
Al caer el sol, ella, hermosa aún, salía rápidamente de su casa y se perdía en
el laberinto de las tumultuosas calles. Mis padres me recriminaban tanta
admiración por ese señor de enfrente, pero no podía evitarlo, una inmensa
fuerza de atracción ejercía su figura sobre mí. Los amigos del colegio decían
que era un viejo gruñón y mal encarado, yo me molestaba y lo defendía a
ultranza. Al leer sus libros no se podía uno imaginar que un hombre solo, sin
esposa, hijos y ni siquiera un perro, recreaba y orquestaba fabulosas narraciones,
exquisitas novelas que le valieron el favor de la crítica y varios premios
importantes. Todo un mundo llevaba en su blanca cabeza, en esos ojos color azul
intenso se reflejaba un ser inquieto, descontento de las cosas y del mundo que
lo rodeaba. Yo fui creciendo como lo hacen también los árboles y los animales, y
poco a poco encontré la anhelada inspiración, pero no en la literatura, sino en
la música. Permanecí en el extranjero durante varios años —seis exactamente.
Viajé por varios países, conocí mucha gente y distintas culturas. Al llegar de
nuevo a mi calle, me interesé por mi antiguo ídolo, por el viejo escritor de la
casa de enfrente.
Todo
había cambiado, las huellas del tiempo —inexorables— le habían modificado el
rostro a las formas de mis recuerdos. La casa del viejo escritor ya no era su
residencia, en cambio, ahora servía de escuela de música. Algo internamente me
conmovió, tal vez en mis íntimos anhelos, me hubiese gustado encontrar todo,
tal y como lo dejé. Al poco tiempo
ingresé como profesor de teoría y solfeo en la escuela que funcionaba en la
antigua casa del viejo escritor. El primer día fue grande mi emoción; me
encontraba dentro del sitio que robó los sueños de mi infancia, dentro de la
casa donde permaneció durante muchos años el hombre que más admiré e imité en
mis primeros años. La residencia era hermosa, alegre, con muchas entradas de
sol, balcones internos y audaces, columnas perfectamente delineadas. Al lado
del salón principal había una placa donde se recordaba escuetamente el nombre
del escritor Bonifacio Herrera. Pasaron varias semanas, las que necesité para
retomar el curso de mi vida. Organicé mis cosas, recorrí con entusiasmo las
calles de mi vieja ciudad, visité eternos amigos, reviví olvidados amores. Una
vez organizadas todas las cosas, quise hurgar un poco sobre el paradero del
viejo escritor. Pregunté afanosamente en diversos sitios, en la escuela donde
yo impartía enseñanza musical no pudieron —o no quisieron— ayudarme. Me dirigí
a las oficinas del cementerio principal y allí no estaba su nombre. Fui a la
oficina de
Llegó
un momento en que me sentí derrotado, no encontraba por ningún sitio al viejo
escritor. Sólo me pude enterar que debido a su avanzada edad —93 años— se
había retirado y en su casa editorial habían perdido toda comunicación con él.
Desalentado, inicié una nueva semana de clases en el instituto, la verdad es
que no sentía deseos de hablar con nadie. La música me molestaba, las risas de
los niños me atormentaban. Uno de mis alumnos se me acercó una tarde y me dijo:
—Sabe
profesor, el fin de semana mis padres me llevaron al ancianato que está a las
afueras de la ciudad y me divertí mucho con los señores que allí viven. Yo
miraba al niño con fingido interés, para nada me atraía su historia:
—Ah...
muy bien, —dije en voz baja y sin esfuerzo.
—Sabe
profesor —insistió el niño— conocí a un viejito que dice ser un gran escritor,
me mostró varios libros en los cuales aparece su nombre... creo que se llama
Bonifacio, no recuerdo su apellido. Recobré inmediatamente el aliento, levanté
al niño en vilo. Me costaba creer la hermosa casualidad. Di por terminada las
clases de ese día, y me dirigí rápidamente hacia el ancianato. Al llegar lo vi: estaba sentado cerca de la puerta. Nunca
hablé con él, no sabía como iniciarle una conversación, conocía por referencias,
su mal carácter. Sin preámbulos le dije:
—Buenas
tardes escritor, mi nombre es Pablo Coronel.
—Buenas tardes
hijo, siéntese, me gusta que me llamen escritor, eso fui en la vida... solo un
escritor.
-
Perdóneme pero estoy muy emocionado de poder hablar con usted, siempre quise
hacerlo, pero el temor a que no me escuchara me lo impidió. Yo fui su vecino en la urbanización, viví al frente de su
casa, siempre lo admiré en silencio.
—Usted
debe ser el chiquillo que me espiaba a través del balcón casi a diario y en
todo momento, ahora lo recuerdo. Me
agradaba su interés por mí, los escritores somos un tanto vanidosos. Siempre
deseé que te me acercaras, estuve toda la vida muy solo. Mi única compañía
fueron mis personajes... a veces les llamo mis fantasmas. Me persiguen cuando
duermo, quieren cobrarme la fama. Pero yo no lo permito, les di vida, ellos me pertenecen, soy su padre y como
tal, los trato como a unos hijos. Sabe joven, debí fundar una familia, tener
unos verdaderos hijos. Nunca creí que la vejez fuera tan sola. Perdí la visión
y casi no oigo y aquí me tratan como a otro más. Miles de personas me
conocieron, todos admiraron mis obras, estuve en la cumbre de la fama y eso me
convirtió en un ser arrogante y autosuficiente. Pensé que jamás necesitaría de
nadie para vivir, que siempre me las arreglaría por mí mismo. Y qué equivocado
estaba, joven. Me siento como aquellos padres que dan la vida, que lo entregan todo, que dejan de vivir por dar
más de sí mismos y al final no reciben nada, se quedan con las manos vacías,
abandonados por sus propias creaciones. Mi caso es similar hijo, me quedé solo
después de haberle dado vida a cientos de personajes, después de haber llenado
miles de páginas de libros con mis cuentos e historias. Todos se fueron, se
quedaron entre los estantes, o tal vez murieron en los cestos de basura debido
a la amarillez de sus rostros o lo carcomido de sus carátulas. Tal vez algunos personajes
.fueron retornados por escritores más afortunados en la vida, y los supieron
colocar en situaciones más favorables para su existencia. A lo mejor mi nombre
aparezca en algún diccionario o texto de enseñanza, o me incluyan de personaje
en alguna novela. Si eso sucediera, me gustaría que el escritor me diera un
destino mejor: una esposa, unos hijos, unos nietos. Que borrara de mi vida la
soledad y la tristeza, que me condujera a diario a los parques, que me llevara
al cine, que me incluyera en alguna pelea callejera, que me diera amigos. No
me molestaría por nada de eso, por el contrario, me encantaría que se tomara
esas licencias, sin ceñirse estrictamente a mi torpe realidad, a mi carácter
impenetrable y quisquilloso, a mi manera de hacer la vida muy distinta a lo
que creaba en mis propias novelas.
Guardé
silencio durante un rato y luego me despedí con la promesa de regresar muy
pronto. Durante meses fui a verlo en el instituto, sus palabras sabias y
entendidas fueron regando la semilla que de escritor aún permanecía en mí. Así
fue como empecé a escribir mi primera novela, los fines de semana se la llevaba
al viejo Bonifacio y él me daba sugerencias. Faltando sólo por escribir el
último capítulo, no encontré en el acostumbrado sitio al viejo escritor.
Turbado, pregunté a las religiosas encargadas por su paradero, y la respuesta
fue: “el viejo Bonifacio se encuentra gravemente enfermo, el médico del
instituto nos dijo que lo dejáramos tranquilo, que su mal no tenía remedio”.
Pedí a la religiosa que me permitiera hablar un momento con el viejo escritor,
le dije que no lo molestaría. Ella accedió con reticencias. Al entrar a la
habitación, el viejo yacía sobre su lecho, apagado e inmóvil. Me fui acercando
lentamente, al instante él despertó y me reconoció.
—Que
bueno hijo que vino, llegué a creer que moriría sin despedirme de usted:
—Escritor
—dije trémulo— ya verá que se recupera. Sabe, estoy finalizando la novela, me
quedan sólo unas pocas páginas por escribir.
—Hijo,
escriba que el viejo Bonifacio vivió sus últimos momentos al Iado de sus
familiares; que le cerraron los ojos su esposa y sus hijos. Escriba también,
que sus amigos quejumbrosos ante la muerte, colmaron la habitación de
perfumadas y exóticas flores... y guardaron finalmente un minuto de
silencio.
Sin
poder articular nuevas palabras, me levanté lentamente sin dejar de mirarlo,
atravesé el umbral del hermoso recinto y me
perdí en el ardor de aquella tarde.