Por: Ricardo Gil Otaiza
El mundo que llevo dentro
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Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Había sembrado en las jardineras de su casa rosas muy hermosas, gigantescos claveles y unos enojados tulipanes, que regaba con aspecto monjil cada mañana, muy de mañana. A eso de las diez, se aprestaba a elaborar flores de papel con una destreza de relojero; para ello disponía, sobre un viejo mesón, todos los materiales: alambre, tijeras, passe-partout, goma de zapatero, papel de diferentes colores y tonalidades, alicate, cortafrío, y la libreta en la que anotaba los nombres de sus clientes. Trabajaba sola, en medio del salón principal tapizado con antiguas fotografías de gente que había partido ya a la eternidad, y de cuadros decimonónicos de ángeles, purgatorios y hermosas mujeres vestidas a la vieja usanza española. De vez en cuando purgaba el cansancio asomándose a través de la ventana, cuya luminosidad había sido obstruida con una férrea celosía que la ocultaba de las miradas ajenas y le permitía hurgar en la vida íntima de los otros. Conocía secretos guardados entre furtivos amantes, sabía de cada pleito conyugal, de enojosos sucesos que olían a pólvora y rompían antiguos lazos de amistad. Doña Catalina, como la conocían todos, se había ganado con el correr de los años la animadversión de muchos y la indiferencia de todos. Por las tardes cambiaba de oficio, y se internaba en las profundidades de la oscura cocina, para derretir en ollas laceradas por los fuegos eternos, panelas de caña de azúcar y queso, que salían transformadas en exquisitos manjares. O llevaba hasta el carcomido cimiento, decenas de frutos de ficus, que dejaba sin sus envoltorios con gran facilidad, y los inyectaba con chorros de leche condensada o jalea de arequipe. A veces transformaba, con su especial magia, los huevos y la sacarosa en litros de sabrosísimo ponche, el cual teñía de rojo en mezclas con cola, o de verde con esencia de limón. Entrada la noche, preparaba todo para ir a la cama. Jamás lo hacía sin su atol de avena con ligeros toques de canela, para atraer al escabroso y huidizo sueño. A veces le agregaba un poquito de brandy escocés, o de ron cubano o colombiano, que mandaba a traer con algunos conocidos quienes se arriesgaban a aventurarse en lo ignoto.
Su habitación tenía un aspecto nada acogedor; más bien podría decirse que tétrico y fantasmal. La oscuridad de las sólidas maderas de los muebles, robaban con desenfado la escasa luminosidad de una bombilla de 40 vatios, la cual mudaba de sitio cuando las circunstancias lo exigían. A veces las cucarachas y las chiripas recorrían sin ningún pudor su cuerpo, hecho del cual ni se enteraba, porque hacía muchos años que una hemiplejía le había robado más del cincuenta por ciento de sus sensaciones. Fue desde entonces que su piel se tornó herrumbrosa y, su andar pesado, como pidiéndole permiso a la vida para seguir adelante. En su vetusto rostro se dibujó para siempre una fantasmagórica mueca, aunado a un movimiento involuntario de las cejas y la cabeza, falseando una actitud perenne de negación a todo lo que la rodeaba.
Con el correr de los años su soledad se hizo cruel. Hacía muchos años que había perdido a su esposo en un fatal accidente, y su hija se marchó para siempre y sin decir adiós, como pago a sus vagos desvelos maternales. Los nietos la aborrecían, y solo esperaban ver el día de su deceso para apropiarse de la casa y de los muebles. Cuando la tarde ardía en la calle, ella sentada frente a su mesa de trabajo recordaba con lágrimas contenidas lo que fue su vida en aquel pueblito anclado entre montañas anodinas. Una leve mueca de satisfacción dejaba escapar cuando pasaba por su mente aquella mañana nupcial, envuelta entre tules y blondas blancas, olorosas a naftalina y roídas por el tiempo de espera entre espaciosos cajones de antiguos escaparates. A su manera fue feliz aquellos años ya borrados por el tiempo y la enfermedad. Ahora solo le quedaba un presente incierto, bañado por la oscuridad del silencio y el despropósito. Apenas la visitaban tres o cuatro personas, que se dolían de tanto desamparo, y eran retribuidas por sendos platos rebosantes de dulce de leche, melocotones en almíbar, hicacos relamidos por ella (o por los años) y conservas de coco. El peso de tanto silencio se hizo cada vez peor, lo que la obligó (a pesar de su rígidos principios de decencia y de intimidad personal) a ofrecer en arriendo la mitad de su casa. Un joven caballero tomó la oferta y desde entonces Doña Catalina no fue dueña de sus silencios, de sus fantasmas, de sus espacios celosamente guardados contra la inquina mundana. Desde entonces la puerta principal cedía a cualquier hora del día o de la noche, haciendo saltar el corazón de la anciana. De pronto el sueño le era arrebatado con portazos siniestros, con ruidos ajenos y algarabía de trasnocho. Pero se fue acostumbrando a no estar sola en la casa, a compartir con enojo sus ristras de alegrías, de tristezas, de llanto, de malhumor, y de coraje contra todo. El caballero la fue endulzando con sus galanterías, con sus cuentos fabulosos, con sus historias de fantasmas a las que era fiel devota. Doña Catalina unió el presente de su desolada vida, con la incierta figura de un hombre al que no conocía. Al principio solo fue un simple y puntual inquilino, luego él se acercó hasta ganarse su voluntad y su confianza.
La vitalidad se diluyó de pronto. Aquella anciana un día comprendió que estaba llegando la hora de la partida. Entendió que a lo mejor una buena tarde necesitaría de alguien que la ayudara a bienmorir, y que le cerrara los ojos. Comenzó a desesperar e intentó asirse de alguna de las pocas personas que le habían mostrado migajas de afecto. De la misma forma como ella ofreció a una de sus vecinas darle en escritura la mitad de su casa, a cambio de su compañía y cuidados (siendo rechazada), lo hizo con el impávido y circunspecto caballero, quien le pidió tres días para pensarlo.
Pasado los tres días, el caballero se presentó ante Doña Catalina con un notario público y un secretario. Luego de las presentaciones —y explicaciones del caso—, se ejecutó el acto civil que le otorgaba en venta (ficticia) al susodicho, la mitad de la casa. Esa misma noche el —hasta entonces— serio caballero, se llevó a su lecho a una mujer de apariencia estrafalaria y de risa vulgar. La soledad permitía que llegara hasta la alcoba de la anciana los quejidos orgiásticos de la pareja de al lado, que se daba por entera a la práctica sexual durante casi seis largas horas. Doña Catalina obturaba sus oídos con algodón empapado en glicerina, para evitar el pecado de percatarse de los momentos sublimes de la pareja. Pero todo era en vano, puesto que los golpes pélvicos retumbaban en las paredes, de éstas a los muebles aledaños y, de éstos a la cama, despertando a la anciana en medio de una crisis de pánico por el temor de algún terremoto. Eso sucedió noche tras noche, mientras crecía el enojo de la anciana y su decisión de echarlos a la calle.
Era exactamente la una de la madrugada, cuando Doña Catalina irrumpió sorpresivamente en la habitación donde cohabitaba la pareja, y con una vieja arma que perteneciera a su difunto esposo, los amenazó de muerte. En sus ojos aindiados se podía percibir la firme determinación de liquidarlos, de borrar para siempre cada vestigio de impureza, de horror, de la fetidez que emanan los cuerpos cuando se han amado. Decía a gritos que no tenía nada que perder, que los eliminaría y se quedaría muerta de la risa. Ambos, aún entrelazados y sudorosos, salieron a toda prisa de la casa envueltos tan solo por sábanas, hasta perderse en la penumbra de la calle para nunca más volver. Al día siguiente le prendió fuego al colchón y a las mantas, tratando de expiar para siempre su mísero error. No podía hacer otra cosa: había regalado la mitad de su casa a cambio de atenciones y de compañía.
El tiempo tan inexorable le robaba a cada instante el aliento, sentía que su vida se le escapaba a ráfagas, a borbotones. Se le hacía muy difícil el trabajo de floristería y de dulcería, y poco a poco se entregaba al abandono. Algunos vecinos le llevaban la comida y ella insistía en escriturarles el resto de la casa a cambio de su compañía; pero ninguno aceptaba el convenio. Decidió, entonces, alquilar una de las habitaciones a algún estudiante universitario, para que por lo menos hubiera alguien cuando la muerte la sorprendiera. Tocó a su puerta un atento joven estudiante de derecho, que le ofreció el doble de lo convenido y sus diligentes cuidados en los tiempos libres. La primera impresión fue decisiva para Doña Catalina: se trataba de un buen muchacho, cuya palidez del rostro y, extrema delgadez, denotaban nobleza y pureza de espíritu. Desde el primer instante el inquilino demostró interés por halagar a la anciana, cada mediodía le llevaba en un portaviandas el almuerzo y la cena. Ella comenzó a revivir los tiempos pasados cuando el atractivo muchacho —que luego sería su esposo— hacía lo mismo y le conquistó el corazón. Cuando salía temprano de clases, se sentaba con ella en la sala y la acompañaba. A mitad de tarde preparaba café y compraba tartas y bizcochos y se hundía en largas conversaciones con la anciana. Le contaba hermosas historias de caballerías, de amores imposibles, de hijos que regresaban al hogar luego de una vida de ausencia. Ella lo miraba contemplativa y se perdía en el azul celeste de aquellos ojos jóvenes.
Por primera vez en muchos años, Doña Catalina visitó un parque, recorrió en taxi (pagado por el muchacho) las novedades que presentaba la ciudad que aún se resistía a aceptar el modernismo. Caminó, tomada de su viril brazo, a lo largo de una hermosa avenida recién inaugurada, sembrada por abedules y cipreses. Degustó de nuevo el viento frío que regresa imantado de la cordillera, del canto de alegres aves que se disponían a anidar en su presencia, de los gritos y del llanto de varios niños que jugaban indiferentes y entregados al disfrute. Se atrevió a comer un helado bañado en chocolate. Se sorprendió al darse cuenta de que todavía podía reír y alegrarse al sentirse viva. Su cabello se soltó de las amarras que lo contenían siempre, para mostrarse aún sedoso y perlado. La hemiplejía cedía ante el empuje de la convicción de estar inmersa en una alegría inaudita y casi olvidada. Al recordar su anterior estado —casi cataléptico— se ruborizó. Juntos vieron el atardecer, y sus ojos se tiñeron del sol de los venados.
Un leve cosquilleo inquietaba a Doña Catalina, era como si dudara de estar viviendo ese contento por la vida. Se aterrorizó al pensar que a su edad —tan avanzada— estuviera interesada por aquel joven que podía ser su nieto. Molesta, apartaba esos malos pensamientos y se entregaba a la tarea de hacer flores de gran colorido. Abrió las ventanas y las puertas, cambió el cortinaje, extrajo de la alacena una antiquísima vajilla de plata heredada de su abuela Catalina Esperanza. Arrancó de las paredes aquellos vetustos cuadros que inspiraban miedo, y en su lugar colgó alegres banderines alusivos a fiestas patrias y a visitas de personajes importantes. Cada tarde se sentaba tras la celosía y se le hacían eternas las horas de regreso del muchacho. Tomaba un rosario y comenzaba a desgarrar cuentas interminables para que se le pasaran las horas.
Una mañana Doña Catalina impaciente llamó al joven y le dijo que había decidido escriturarle la mitad de la casa. Estaba segura de que él sabría corresponder al gesto y cuidaría de ella en la salud, o si llegara a caer enferma. De fallecer, debería realizar los trámites de las pompas fúnebres, para ser sepultada en el mausoleo familiar en el que reposaban los restos de su esposo. La anciana vio recorrer el terso rostro del muchacho por un puñado de lágrimas que salían de lo más hondo de su corazón, y con un fino pañuelo de seda bordado con arabescos, las fue borrando lentamente y con ternura.
Al día siguiente ambos realizaron los trámites legales, según los cuales, Doña Catalina Ventura Caldoso-Fuentes, daba en legítima venta su inmueble (o lo que quedaba de él) ubicado en la avenida principal de la ciudad. A partir de aquel preciso momento, la anciana quedaba en manos del joven estudiante universitario.
***
La extraña y peligrosa mezcla de pentobarbital sódico y valium, hundió a la lucidez de Doña Catalina en un sopor permanente. El récipe había sido entregado por un amigo del joven estudiante de derecho, que ya estaba de pasantías en el hospital. A la hora de haber sido aplicada la inyección, un par de sujetos —jóvenes también— irrumpieron en la casa donde permanecía la anciana dormida sobre un colchón barato, y tomándola en vilo fue transportada en un taxi (el mismo en el que viajaran aquella tarde de alegría en el parque) hasta una casa de menesterosos, ubicada a las afueras de la ciudad. El joven estudiante de derecho entregó a las monjas que regentaban el establecimiento, un falso récipe y sus indicaciones, en las que se ordenaba aplicar la mezcla por tratarse de una persona peligrosa y con claros instintos suicidas. Cada fin de semana el joven iba al ancianato para surtirlo con los medicamentos prescritos, por tratarse de un sitio para seres sin recursos económicos. A los tres meses de haber sido internada, Doña Catalina falleció de un paro cardíaco, al que se unía un estado de extrema desnutrición y tristeza. La directora de la institución llamó al joven al número que le había dado en caso de alguna emergencia, y éste alegó que no podía movilizarse, porque se disponía a presentar el examen final de Ética y Deontología. Ante la pregunta acerca del sepelio de Doña Catalina, el joven alegó categórico, que la difunta no poseía propiedad en el cementerio local, y dio la autorización para que fuera sepultada en una fosa común, donde van a parar los expósitos.
En el sitio en el que estuvo ubicada la casa de Doña Catalina, se levanta hoy un imponente edificio residencial. Tal vez muy poca gente la recuerde...
Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Me atrevo a escribirte con la penosa conciencia de no haberte dicho estas cosas —que hoy inicio—, cuando aún yacías sobre tu lecho de enfermo: postrado, destruido, acabado, sin la menor esperanza de levantarte para volver a ser el hombre que alguna vez fuiste. Yo sudaba a mares ante la expectativa cada vez frustrada por la debilidad de una mujer vacía y enferma del alma. Y me atrevo, porque tengo la certeza bien fundada, por cierto, que no te levantarás de la losa fría para recriminarme mi conducta y mis vacilantes decisiones, como cuando aún eras mi esposo. Lo hago con la solvencia expedita que me confiere el grado de viudez alcanzado luego de quince años de tragedia familiar vivida a tu lado. ¿Que si te quise? No lo sé aún. Debo blandir mis verdades sobre este papel arrugado y reescrito tantas veces, hasta el desgaste de mi cuerpo y de mi alma, por la necesidad de cariño y de peso corporal que le confiere un hombre a la vida de una mujer. Tal vez hasta ayer —que te dimos sepultura— estaba segura de los lazos conyugales que nos abatían en contra de nuestros propios deseos y metas. Hoy la vida ha cambiado y veo todo bajo el gris que difuminó el cielo de tu partida. Deseo ardientemente contarte mi vida a tu lado, alejada de la vida misma, aspirando a revivir en tu carne gastada y macilenta, el calor de una pasión muerta con el tiempo que nada perdona. Cuando te conocí me transformé de inmediato en la cenicienta de tus toscos deseos, de tu mórbida manera de ver la relación de pareja. Me anulaste, fui la sombra que siempre rodeaba a tu cuerpo, la grácil compañera que aseguraba los caprichos de un niño que nunca aprendió a conocerme. Y yo callaba, recibía órdenes, amenazas, señalamientos, a los cuales había que recurrir con prontitud. Era apenas una chiquilla, asustadiza y tonta, que la criaron para seducir a un esposo y mantenerlo contento. Luego de tanto tiempo siento que malgasté mi vida a tu lado, que tiré por la borda un porvenir que con cualquier otro hombre hubiera sido distinto. Pero solo tuve ojos para ti. Mi cuerpo temblaba en arrebato de locura cuando veía desnudar el tuyo: la humedad de mi sexo hacía irresistible el encuentro. Como buen perro de caza percibías todo aquello y jamás lo desaprovechaste: fingías contento, inventabas pasión, ensayabas estremecimientos que estabas lejos de disfrutar a mi lado. El amor que sentía por ti me cegaba ante las evidencias de tu maltrato que creía ardor de tu parte, deseos de poseerme, de arrullarme entre tus tibios y fuertes brazos. Me sentía amada con la pasión de un Florentino Ariza, de un Romeo postmoderno, de un Tristán de fines de siglo. Pero todo aquello no era más que la reacción de un ser que odiaba con la más fina abyección a su pareja. Muchas veces me sentí asfixiada entre los dedos de tus manos de oso, cuando acariciabas mi cuello, cuando ibas apretando acezante mi cuerpo hasta dejarme exánime. Observaba tu mirada, escuchaba tus jadeos que confundí con la excitación de un preludio amoroso y tierno. Fuiste ajando mi cuerpo, marcaste cada pliegue, cada intersticio, cada lugar quedó horadado por la inquina de tus dientes. No quisiste darme un hijo, el egoísmo consumió hasta el último milímetro de tu humanidad, que no era tan simple. Te recuerdo como el más guapo de la clase, el fuerte del pueblo, el inteligente del trabajo. Con claras estratagemas —de sórdidos intentos suicidas— fuiste armando un andamiaje de terror en mi vida y en la de todos quienes alguna vez —por error del destino— te quisimos. Tus palabras, tus gestos, tu cara, tu mirada, tu olor y, tu piel, eran leyes indiscutibles e inapelables. Nunca algún comentario malsano alcanzó tu inquebrantable orgullo de troglodita, de monstruo, de machista, de cobarde...
Te veo enfermo sobre el lecho, hundido en viejas cavilaciones, perdido en las oscuridades de tus tiempos interiores y lejanos. Te observo durante horas que se me transforman en siglos. Escucho cómo roncas —como lo hiciste siempre—: ese maldito defecto que tanto daño le hace al amor y al deseo. Quieres por momentos voltearte, pero la rigidez de tu cuerpo lo impide, maldices entre sueños, ronroneas, discutes con tus fantasmas oníricos y luego quedas apacible... como muerto. Velo tus sueños, te invito a que mueras, a que desaparezcas de una buena vez, que dejes en libertad mi vida para poder vivirla aunque sea en la soledad. Entre dientes maldigo, rezo oraciones al revés para que te vayas, para que ya no seas ese hombre que se niega a morir, a entregarse, a diluirse en los espacios etéreos de la inconsistencia, de la nada, de las sombras del tiempo, de los agujeros negros del espacio sideral, de los túneles que conducen a esa otra incierta vida a la que tanto le tememos. Arrepentida te miro con cariño, con ese amor que alguna vez te di y que te prodigué en abundancia y sin recelos.
Pero es que todo lo dañabas con tu personalismo, con tu aversión, con tus dudas acerca de la potencia de tu miembro, que te irritaba hasta el extremo de partir durante varios días a lugares remotos y sin previo aviso. Recuerdo tu intolerancia y ese carácter irascible que cundía de pánico hasta a los vecinos de la urbanización. Tomabas entre las manos un bastón que pertenecía a tu difunto abuelo, y con él le rompías los vidrios a la casa, al carro y a todo lo que se interpusiera en el camino. Luego quedabas tendido sobre la alfombra persa olorosa a perro y te sorprendía un nuevo día, sosegado, tranquilo. Te levantabas tambaleante e introducías en el baño para masturbarte y retornabas con diez años menos. Fueron tantas las veces que te vi hacerlo, que no debería reprochártelo por cotidiano, por familiar y por constituir parte de nuestra vida en común. Yo: callaba, otorgaba, comprendía, toleraba, recurría, recogía, velaba, deshacía, recomponía, cabalgaba, chupaba, mordía, cocinaba, tejía, cocía, escuchaba, rezaba, blandía, planchaba, pintaba, raspaba, limpiaba, lavaba, lloraba, guardaba. Eso y mucho más, fue mi vida a tu lado. Recuerdo tu imagen en la cama y siento en el alma un mórbido y masoquista goce que solo nos permite la venganza en el cuerpo ajeno. Porque yo no te causé las heridas en la columna, ni la atrofia medular que te redujeron a un ser retorcido por el rencor de haber vivido quince largos años de reclusión. Quizás ese accidente nos castigó a ambos: a ti por tu indiferencia, por tu vida dispendiosa y corrupta. A mí, por no haberte envenenado, por haber sufrido en silencio tus devaneos, tus flirteos amorosos con cuanta mujer se te ponía por delante. Sabía de tus citas, de tus ropas íntimas impregnadas de flujos ajenos, de tu olor a hembra. Alegabas impotencia conmigo y eso te condujo a la infidelidad absoluta, al día siguiente de nuestra noche de bodas. Mientras tú refocilabas tu humanidad con ellas, yo mordía la almohada para sosegar mis ansias internas, mis pruritos, mis fantasías eróticas. Me conformaba con que me rozaras al menos una vez cada dos meses y lo hacías con repugnancia, con desdén, como quien utiliza un sucio objeto. Así me sentía yo: sucia, utilizada, poseída sin ser poseída, manoseada, baboseada, salpicada de saliva, de semen, de sudor pegajoso, de tu asqueroso olor a bodeguero. Eras hábil con las manos. Sabías meter los dedos en los sitios álgidos y precisos, hasta hacerme desfallecer de placer. Pero me abandonabas cuando más te necesitaba, en el momento en el deseaba ser tomada, cogida, penetrada, usurpada por tu poderoso miembro fofo. Antes del accidente ya eras un despojo, un ser miserable, un inicuo, un perverso... Por fin quisiste morir. Lo decidiste una mañana, cuando sin pudor alguno, me desvestí en tu presencia para que observaras en lo que me habías convertido. Quise que vieras mi desvencijado cuerpo, mis piernas laceradas por venas azules que lastiman al caminar, mis tetas caídas, mi vientre prominente que se resbala cuando me quito el cinturón, las estrías que me adornan las piernas y los hundidos que forman el tejido adiposo con el cual el Creador no me creó. Recuerdo que me acerqué hasta tu lecho y abrí con fuerza la ventana para que la luz de esa mañana iluminara todo: mi rostro surcado por la flacidez, las patas de gallina que siempre fueron mi horror, mi cabellera bañada por el claroscuro otoñal, las bolsas situadas debajo de los párpados, la prominencia de los surcos que bordean mi boca y el brillo perdido de mis ojos desde hace muchos años ya. Recuerdo tu mirada perpleja, abatida por el dolor, por la desesperanza, por el impacto al descubrir cómo el tiempo te robó la presa que más te costó devorar. Volteaste el rostro, cerraste los ojos, varias lágrimas descendieron hasta tu pecho y se perdieron entre el pijama. Así permaneciste varios minutos, hundido en el pánico estelar, en las brumas de tus recuerdos, en los sueños de una vida lejana, inalcanzable e imposible poder recuperar. A partir de entonces no aceptaste más alimento, tu cuerpo se fue consumiendo de manera rápida y voraz, como un potro lanzado al vacío infinito de la llanura, de la estepa, de la pampa. No insistí, conocía tu reacción, sabía que aquello significaba el final de la larga travesía, del discurrir siniestro por los caminos de una vida desgraciada y mortal. A los dos días abriste de nuevo los ojos de cuchillos filosos, las cejas los habían arqueado aún más. Esa mirada fulminante era el aviso definitivo de que debía abandonar la habitación en la cual había permanecido recluida tantos años. Me levanté con un leve temblor en las rodillas, cerré la ventana y no aguanté más: caí destruida por el cansancio y el rencor acumulados a la vez. Al despertar conocía tu destino. Me sentía una viuda. Quiero decirte que ya no me importa tu destino, ni tampoco el mío. Que callé por misericordia, por no querer dañarte (más de lo que estabas), por pudor, por educación, por tener un nudo en la garganta que me impidió hablarte, encararte, gritarte, insultarte, maldecirte, injuriarte, maltratarte, ofenderte, desgreñarte, descalificarte, minimizarte, ofuscarte... implorarte que te murieras, para no morir los dos. Deseo decirte, hoy que ya no estás, que no fui mujer, ni madre, ni hija, ni hermana, ni ciudadana, ni vecina, ni compinche, ni comadre, ni nada a tu lado. Que me anulé como persona: me hundí en tu mismo fango existencial y absurdo. Que recorrí sentada, cerca de tu lecho, las mejores horas de mi vida para no abandonarte a tu suerte. Que se me olvidó respirar, mirar, saltar, reír, olfatear, palpar y hasta pensar. ¿Por qué no te moriste hace quince años cuando te caíste del caballo? ¿Por qué la mala suerte te permitió vegetar sobre sábanas sancochadas con el hedor y con el sudor que emanaban de tu cuerpo? ¿Por qué no abandoné la casa aquel entonces para irme a vivir con Miguel de Saavedra, que me ofrecía un destino mejor y con esperanzas? ¿Por qué permanecí atada a tu lecho como un siervo inerme y desvalido? ¿Por qué sufrí en silencio mis ardores, mis sueños, mis fantasías eróticas que doblegaban la paz de mi alma? ¿Por qué hoy tengo tantos "por qué" atragantados en la garganta? Hoy estoy despertando de un sueño largo y profundo, una especie de pesadilla de terror, de la cual sales con vida, pero desgarrada por dentro. Siento miedo de seguir, de comenzar de nuevo con la figura y el porte que me dejaron estos años malvividos. Tal vez escribo para exorcizarlo, para ahuyentar el pasmo, la parálisis, el estado cataléptico en el cual estoy sumida sin remedio. Me acostumbré a estar a tu lado, a verte inerte e inerme, pero a verte a fin de cuentas. Hoy que ya no estás quiero decirte que te odio (más que nunca) y te aborrezco con todas las fuerzas de la que soy capaz. Porque me dejaste inválida, incapaz de caminar sola, imposibilitada para el mundo. Te dejo en la paz de tu morada, en el frío de la losa sepulcral, en el silencio de la noche. Me dejas viuda, en la paz de esta casa que se cae a pedazos, en el frío de la soledad y del silencio más abrumador que pueda imaginar un ser humano.
Quiero decirte que soy una viuda, y tú un hombre viudo también.
Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).
Por: Ricardo Gil Otaiza