Las sorpresas del Premio Nobel

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Las sorpresas del Premio Nobel

"A todas luces, la concesión del Premio Nobel de Literatura no responde per se a la calidad de la obra de un autor, de lo contrario lo hubieran obtenido en su momento grandes escritores..."

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Poema XXXI

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XXXI 

el país agoniza y somos sus
espectros, ya nada detendrá
la caída. Todo ha sido consumado
y detenido, abruman el silencio y
la partida

duele la familia rota y la diás-
pora sangrante, cada sueño es
solo bruma y pesadilla guar-
dadas en la noche. Hay miedo
y quejido; la calle muere vacía

la casa está muy sola y yo pienso
en un rincón, luce triste todo
aquello que un día fue alegría, el
viento sacude las hojas y su
rumor trae consigo recuerdos

casi todos se han ido, menos los
que debieron irse, cada uno cuenta
la historia a su modo. No sé si al-
guna vez conjuguemos la realidad en
pretérito, solo que la vida es el ahora
y estamos perdidos





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior





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UNA FLOR ROBADA

 

UNA FLOR ROBADA 

Por: Ricardo Gil Otaiza

El domingo era espléndido. El cielo estaba de un azul intenso y limpio: sin vestigios de nubes que enturbiaran en algo tan hermosa imagen. Como de costumbre, me dirigí hasta una conocida venta de flores y estacioné mi vehículo frente a un pequeño parque adyacente a la misma. A la espera de que un familiar realizara la compra, volteé la mirada hacia la placita aledaña, y en el escenario no había ningún elemento perturbador que rompiera el eterno ciclo de los pájaros tomando de las numerosas flores el néctar, y llevando en sus patas los granos de polen que terminan en el misterioso proceso de la fecundación. 

A los pocos minutos hizo su entrada, al escenario natural, un hombre de pueblo, curtido por los tantos soles y fríos glaciales, de aproximadamente setenta u ochenta años, de cabello muy blanco y cortado a ras, con manos grandes y fuertes, vestido con ropas de aspecto campesino. Lo cierto es que sin mediar en él ningún tipo de recato ni de pudor, y sin importarle los numerosos transeúntes y carros que pasaban a su lado, se dio de inmediato a la tarea de cercenar con sus expertas y arrugadas manos, un puñado de hermosas flores rojas (tal vez lirios, ya no recuerdo) que fue introduciendo de manera, por demás impune, dentro de un costal amarillo y roto por el desmedido uso y por los años. Se paseó con lentitud —pero con certeza— entre las jardineras y ejecutó —frente a mis ojos llenos de asombro— su tarea con cara de satisfacción por el deber cumplido y con un gozo interno imposible de explicar. Intenté recriminarle con furia su brutal acción; pero la voz siempre prudente de mi esposa me lo impidió, con el alegato de tratarse de un hombre mayor —y respetable—, a quien el tiempo y la experiencia hicieron inmune a las razones ajenas. Cuando mi respiración apenas comenzaba a sosegarse por la baja de los niveles hormonales en sangre, el mismo hombre de pueblo tomó asiento en una de las jardineras, y con las mismas manos que habían hurtado el puñado de flores, comenzó a desenrollar un objeto contundente que llevaba dentro del costal. A los pocos segundos brilló a la luz del sol una piqueta desgastada con la cual comenzó a escarbar en la tierra para extraer una planta con sus raíces, la metió dentro del costal, enrolló la herramienta con los mismos trapos... y asunto concluido. El hombre desapareció del escenario, y yo me fui del sitio con las ganas de haberle dicho unas cuantas cosas. 

***

Esa misma mañana fui como de costumbre hasta el cementerio para llevar unas flores. A nuestro lado pasó imperturbable el hombre de pueblo con su costal al hombro lleno de flores, y con rumbo hacia alguna tumba lejana. Pasó sin mirarme, sudoroso y con ansias de llegar a su destino. Un nudo en la garganta me impidió articular palabra alguna, pero sentí en mi rostro el golpe del rubor y de la vergüenza ajena. 



Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).



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Una novela en tiempos de crisis

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Una novela en tiempos de crisis

"Para nadie es un secreto que nuestras librerías han ido cerrando sus puertas a un ritmo trepidante, al no poder soportar los costes de un negocio que ha dejado de ser rentable. La hiperinflación se ha convertido en el dardo envenenado..."

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Poema XXX

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XXX 

tronar de mil cañones, lucha a
brazo partido, ser aurora de por-
tentos, sentir el latido de la vida.
Seguir dormidos es como no haber na-
cido, cada paso es un suceso que
nos empuja a un abismo

ve y levanta ya tus huesos, el sol del medio-
día los calcina, sé brisa y bosque;
sé canto y neblina.
Llevamos a cuestas tanto peso, tan-
tas miserias inventadas o vividas,
tantos desengaños y dolor acompasado,
que el andar se hace lerdo y la mirada
perdida. Ve y levanta ya tus huesos,
sal del sepulcro en vida, sé candor y
flama; sé brújula y espiga

no hay tiempo qué perder, a cada
paso se diluyen las horas, y por
un nuevo desafío arrancamos a la
nada luz y sombra. Ve y levanta ya 
tus huesos que dos eternidades nos
acotan, sé musa y río; sé 
cántaro y destino





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior





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Los intringulis de la escritura

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Los intringulis de la escritura

"Este es el punto: equilibrar en la cuerda floja lo que el escritor lleva dentro, con todo aquello que constituye la realidad y su cruda experiencia. Es aquí en donde convocamos a todos los dioses, y nos lanzamos a la aventura intelectual..."

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En mi mundo de los años 60

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


En mi mundo de los años 60

"Nací en la década de los años 60, me nutrí de verdades inconmovibles, el relativismo era sencillamente una quimera y todo lo que recibíamos por la vía de la casa o de la escuela solía ser considerado taxativo. A pesar de haber sido una década convulsa..."

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Poema XXIX

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XXIX 

el niño dentro no enmudece, y a
cada instante nos lleva a su encuen-
tro. En rápida estampida nos
deja acezantes con sus juegos, has-
ta callar si desoímos su voz. Ca-
da mañana se echa a andar con
pasos inseguros, recuerda los sue-
ños, y una punzada de alegría se
instala como si existiera un nuevo
día; como si no fueran acaso la
isócrona repetición de ayeres 
imposibles

el niño dentro nos fatiga, sus ím-
petus son rémoras del paraíso,
su fuerza avasallante nos dice una
y otra vez que el renacer es a cada ins-
tante, cuando olvidamos la piel, 
cuando la mirada se acristala de pa-
sión, cuando el poder incontenible
de mil hombres acontece en el 
ahora; cuando acariciamos con ilu-
sión los sueños hasta perderse en el
horizonte. Cada anochecer se acuesta
tranquilo, esperanzado, ávido de bata-
llas, como si la vida no fuera acaso
un espejo deformante, que hace de noso-
tros y de todo, reflejo y sombra





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior





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EL APARECIDO

 

EL APARECIDO

Por: Ricardo Gil Otaiza

En una tarde de julio de mucho sol, salí de la casa a fotocopiar mi cédula de identidad; cuestión nada extraña, puesto de que para todo trámite administrativo, religioso, educacional y judicial la solicitan. Lo cierto es que comencé a recorrer las calles y las avenidas, ya que la hora (eran casi las dos) hacía difícil que el comercio estuviera abierto aún. Sudado, y ya un tanto molesto por el inmenso calor, llegué hasta una pequeña papelería con distintos anuncios adosados en sus paredes y puertas: "Su fotocopia aquí"; "Fotocopias al instante"; "Pase adelante y le servimos", etc., pero el reloj no llegaba todavía a la hora prevista, así que me resigné a esperar que el negocio abriera sus puertas. Como el sol calentaba justamente hacia el lado de la papelería, hasta casi chamuscarme la piel, me ubiqué en la acera de enfrente, de tal forma de poder visualizar cuando llegara el ansiado momento y así solucionar mi pequeño y gran problema puntual. A cada instante miraba el reloj, y como cosas del demonio, los minutos avanzaban con tanta lentitud, que pensé ser presa de una confabulación del destino. Así fue como vi pasar a todo tipo de personas: feas y bonitas, gordas y delgadas, altas y bajitas, blancas, morenas y negras, con cabello liso y con cabello rizado, bien vestidas y mal trajeadas, sonrientes y malhumoradas, sin nada entre las manos y con carteras y demás atavíos, jóvenes y viejas. 

Los minutos pasaban y la inquietud comenzó a susurrarme en el oído la certeza de una tarde de asueto, de descanso o de otros artificios y malas mañas. Tal fue mi confusión, que busqué en la billetera un pequeño calendario y me cercioré de que no fuera un día de fiesta nacional. Necesitaba con verdadera urgencia sacar una copia a mi cédula y la falta de previsión hacía que me encontrara en el momento preciso de la entrega sin el citado papelito, y con el apuro a cuestas. Maldije mil veces mi suerte y dudé entre continuar a la espera, o irme al centro a buscar alguna fotocopiadora que estuviera en funcionamiento; porque ese es otro asunto: cuando más necesitamos del fulano aparato que fotocopia, se daña en serie en todos los negocios de la ciudad, o se va la luz, o se acaba el papel...; o vaya usted a saber qué cosa sucede. Pensé de manera infantil: "a la cuenta de diez, si no ha abierto la tienda, me largo en carro al centro". Sí, estaba dispuesto a batirme en medio del maremagno del tráfico automotor y peatonal, que a veces asquea y lastima los sentidos, a recorrer decenas de negocios y espacios poblados por seres desconocidos y de caras sonrientes. A sortear la nube inmensa y espesa de vehículos conducidos por ases del volante (a menos eso piensan muchos), que si nos descuidamos nos llevan por delante, y como si nada. 

De pronto, mientras cavilaba qué hacer con mi apuro, escuché un susurro hacia mi costado izquierdo, algo así como una lenguarada (a lo mejor parecida, qué sé yo, a lo sucedido en una Torre de Babel). Volteé y vi que se aproximaba un hombre entrado en edad, como de unos sesenta años (de estatura mediana, de abundante cabellera entrecana y lacia), presuntamente ebrio y cargado con dos bolsas con botellas de gaseosas vacías, que blandía como apuntando a invisibles enemigos a quienes había que exterminar. Mi reacción inmediata fue la de dejarle la acera, ya que me encontraba apostado a todo su ancho (que nos es mucho, porque las aceras de la ciudad dan lástima por lo raquíticas). Así que me aparté para que el señor pudiera hacer uso de ella sin ningún tipo de problema. Al instante el hombre volteó y me miró a los ojos sin pestañear siquiera, tratando (supongo) de encontrar las palabras precisas para expresar: ¡Caramba, joven, estoy asombrado, usted me ha dado paso en la acera, y eso nadie lo hace nunca! ¿Acaso usted me conoce? —me preguntó con un inmenso dejo de estupefacción y de perplejidad. Le manifesté que no lo conocía, que jamás en mi vida lo había visto, al tiempo que le estiraba la mano para estrechársela. De pronto, como presa de un desconocido mal, agachaba el rostro y lo meneaba de un lado a otro en señal de sorpresa. Por leves instantes volvía a mirarme con ojos cansados y enrojecidos, con una profundidad pocas veces vista en mi vida, y retornaba a la posición inicial sin poder articular otra cosa. Lentamente fue avanzando sin perderme de vista, al tiempo que se cuidaba de no pisar en falso, no fuera cosa de caerse e ir a dar al pavimento con esa humanidad cansada y retorcida por los golpes de una vida —de seguro— nada fácil ni placentera. Ambos quedamos separados a una distancia aproximada de unos cincuenta metros. Se paró en medio de la calle, volteó y me buscó otra vez con la mirada, puso las dos bolsas sobre el pavimento y se llevó las dos manos a los ojos para frotárselos, en un gesto involuntario y conmovedor de pretender exorcizar la imagen fantasmal que había tenido hacía apenas unos instantes. Recogió las bolsas y continuó su rumbo con pasos lentos y pesados, como queriendo estirar el tiempo para que le alcanzase en aquella ardiente tarde de julio. 


Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).




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Yo no me siento culpable

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Yo no me siento culpable

"No me siento culpable de este desastre, primero porque políticamente nunca acompañé a este “proceso”, y no tengo por qué hacer un mea culpa de algo de lo que no soy corresponsable y luego porque como ciudadano he hecho todo lo que me ha correspondido..."

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Poema XXVIII

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XXVIII 

llueve dentro y las tormentas del alma
desatan su furor. Aquí estoy, frente a
la lumbre, oyendo el crepitar de los días,
desvelando con hastío en las sombras,
sintiendo el eco de los pasos que no de-
tienen su marcha, que van aquí y allá
buscando un sentido y un norte, prestos
a no desfallecer, a colmar deseos y a
fatigar sueños de infancia; a cerrar
escollos y a aplanar las cimas. Aquí
estoy frente a la vida, dispuesto a se-
guir auscultando anhelos, a pedir
a la nada signos y voces, a desper-
tar sin temor cada mañana

aquí estoy entre las cosas, ellas me miran
y escucho sus voces, siento sus latidos
en mi piel, revivo sus historias; yo sé lo
que gritan, yo sé lo que anhelan: cada una de
ellas es parte y es todo, y como en una suce-
sión de hechos vienen a mí para quedarse, para
fundirse, hasta permanecer de nuevo calla-
das, rendidas para siempre, dispuestas a seguir
siendo contexto e historia de nuestras vidas; de
ayeres y mañanas, de presentes y de olvidos





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior





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Sincronizar la vida

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


Sincronizar la vida

"La combinación de lo académico y lo literario fue, qué duda cabe, mi necesario equilibrio cerebral, y sus resultantes...han sido la densa trama sobre la que soporté mi vida..."

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A los jóvenes que me leen

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 


A los jóvenes que me leen

"Hace dos décadas Venezuela era una potencia energética, y hasta auxiliaba a los países vecinos para que no se quedaran a oscuras. Hoy somos nosotros los que estamos casi todo el tiempo en tinieblas..."

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Poema XXVII

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Poema XXVII 

no te has ido todavía, estás presente
en cada madrugada, cuando pienso
que estás a mi lado, aunque tu lugar 
esté vacío; cuando escucho tu voz en casa
y te reconozco en mis ecos interiores; 
cuando en cada anochecer subo contigo al
cuarto y a la nada presente le grito tu nom-
bre; cuando riego tus plantas y ellas agrade-
cen en brotes los cuidados; cuando miro la
televisión y me rio contigo porque sé que 
estás en mí

cuando al despertar el día llegan
los cantos de las aves que añoran tu presen-
cia, y las despido tranquilas con la promesa
de tu rostro; cuando te sueño despierto y
me pierdo durante horas en realidades impo-
sibles; cuando descubro callado algún detalle
que me dice muchas cosas y te veo a mi lado;
cuando hablo con las sombras y retumba en 
casa tu silencio 

cuando te miro en el retrato
junto a mí y me consuelo en la distancia;
cuando llego a casa y ya nadie me recibe, 
solo entonces descubro tu ausencia; cuando te
llamo mil veces y mi voz se pierde en pasillos
y estancias, pero sé que no te has ido; sé
que aún estás presente





Tomado de mi poemario inédito Lumen El fuego interior





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