Por: Ricardo Gil Otaiza
Las sorpresas del Premio Nobel
Link al sitio web de El Universal para leer el artículo completo:
Por: Ricardo Gil Otaiza
El domingo era espléndido. El cielo estaba de un azul intenso y limpio: sin vestigios de nubes que enturbiaran en algo tan hermosa imagen. Como de costumbre, me dirigí hasta una conocida venta de flores y estacioné mi vehículo frente a un pequeño parque adyacente a la misma. A la espera de que un familiar realizara la compra, volteé la mirada hacia la placita aledaña, y en el escenario no había ningún elemento perturbador que rompiera el eterno ciclo de los pájaros tomando de las numerosas flores el néctar, y llevando en sus patas los granos de polen que terminan en el misterioso proceso de la fecundación.
A los pocos minutos hizo su entrada, al escenario natural, un hombre de pueblo, curtido por los tantos soles y fríos glaciales, de aproximadamente setenta u ochenta años, de cabello muy blanco y cortado a ras, con manos grandes y fuertes, vestido con ropas de aspecto campesino. Lo cierto es que sin mediar en él ningún tipo de recato ni de pudor, y sin importarle los numerosos transeúntes y carros que pasaban a su lado, se dio de inmediato a la tarea de cercenar con sus expertas y arrugadas manos, un puñado de hermosas flores rojas (tal vez lirios, ya no recuerdo) que fue introduciendo de manera, por demás impune, dentro de un costal amarillo y roto por el desmedido uso y por los años. Se paseó con lentitud —pero con certeza— entre las jardineras y ejecutó —frente a mis ojos llenos de asombro— su tarea con cara de satisfacción por el deber cumplido y con un gozo interno imposible de explicar. Intenté recriminarle con furia su brutal acción; pero la voz siempre prudente de mi esposa me lo impidió, con el alegato de tratarse de un hombre mayor —y respetable—, a quien el tiempo y la experiencia hicieron inmune a las razones ajenas. Cuando mi respiración apenas comenzaba a sosegarse por la baja de los niveles hormonales en sangre, el mismo hombre de pueblo tomó asiento en una de las jardineras, y con las mismas manos que habían hurtado el puñado de flores, comenzó a desenrollar un objeto contundente que llevaba dentro del costal. A los pocos segundos brilló a la luz del sol una piqueta desgastada con la cual comenzó a escarbar en la tierra para extraer una planta con sus raíces, la metió dentro del costal, enrolló la herramienta con los mismos trapos... y asunto concluido. El hombre desapareció del escenario, y yo me fui del sitio con las ganas de haberle dicho unas cuantas cosas.
***
Esa misma mañana fui como de costumbre hasta el cementerio para llevar unas flores. A nuestro lado pasó imperturbable el hombre de pueblo con su costal al hombro lleno de flores, y con rumbo hacia alguna tumba lejana. Pasó sin mirarme, sudoroso y con ansias de llegar a su destino. Un nudo en la garganta me impidió articular palabra alguna, pero sentí en mi rostro el golpe del rubor y de la vergüenza ajena.
Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
En una tarde de julio de mucho sol, salí de la casa a fotocopiar mi cédula de identidad; cuestión nada extraña, puesto de que para todo trámite administrativo, religioso, educacional y judicial la solicitan. Lo cierto es que comencé a recorrer las calles y las avenidas, ya que la hora (eran casi las dos) hacía difícil que el comercio estuviera abierto aún. Sudado, y ya un tanto molesto por el inmenso calor, llegué hasta una pequeña papelería con distintos anuncios adosados en sus paredes y puertas: "Su fotocopia aquí"; "Fotocopias al instante"; "Pase adelante y le servimos", etc., pero el reloj no llegaba todavía a la hora prevista, así que me resigné a esperar que el negocio abriera sus puertas. Como el sol calentaba justamente hacia el lado de la papelería, hasta casi chamuscarme la piel, me ubiqué en la acera de enfrente, de tal forma de poder visualizar cuando llegara el ansiado momento y así solucionar mi pequeño y gran problema puntual. A cada instante miraba el reloj, y como cosas del demonio, los minutos avanzaban con tanta lentitud, que pensé ser presa de una confabulación del destino. Así fue como vi pasar a todo tipo de personas: feas y bonitas, gordas y delgadas, altas y bajitas, blancas, morenas y negras, con cabello liso y con cabello rizado, bien vestidas y mal trajeadas, sonrientes y malhumoradas, sin nada entre las manos y con carteras y demás atavíos, jóvenes y viejas.
Los minutos pasaban y la inquietud comenzó a susurrarme en el oído la certeza de una tarde de asueto, de descanso o de otros artificios y malas mañas. Tal fue mi confusión, que busqué en la billetera un pequeño calendario y me cercioré de que no fuera un día de fiesta nacional. Necesitaba con verdadera urgencia sacar una copia a mi cédula y la falta de previsión hacía que me encontrara en el momento preciso de la entrega sin el citado papelito, y con el apuro a cuestas. Maldije mil veces mi suerte y dudé entre continuar a la espera, o irme al centro a buscar alguna fotocopiadora que estuviera en funcionamiento; porque ese es otro asunto: cuando más necesitamos del fulano aparato que fotocopia, se daña en serie en todos los negocios de la ciudad, o se va la luz, o se acaba el papel...; o vaya usted a saber qué cosa sucede. Pensé de manera infantil: "a la cuenta de diez, si no ha abierto la tienda, me largo en carro al centro". Sí, estaba dispuesto a batirme en medio del maremagno del tráfico automotor y peatonal, que a veces asquea y lastima los sentidos, a recorrer decenas de negocios y espacios poblados por seres desconocidos y de caras sonrientes. A sortear la nube inmensa y espesa de vehículos conducidos por ases del volante (a menos eso piensan muchos), que si nos descuidamos nos llevan por delante, y como si nada.
De pronto, mientras cavilaba qué hacer con mi apuro, escuché un susurro hacia mi costado izquierdo, algo así como una lenguarada (a lo mejor parecida, qué sé yo, a lo sucedido en una Torre de Babel). Volteé y vi que se aproximaba un hombre entrado en edad, como de unos sesenta años (de estatura mediana, de abundante cabellera entrecana y lacia), presuntamente ebrio y cargado con dos bolsas con botellas de gaseosas vacías, que blandía como apuntando a invisibles enemigos a quienes había que exterminar. Mi reacción inmediata fue la de dejarle la acera, ya que me encontraba apostado a todo su ancho (que nos es mucho, porque las aceras de la ciudad dan lástima por lo raquíticas). Así que me aparté para que el señor pudiera hacer uso de ella sin ningún tipo de problema. Al instante el hombre volteó y me miró a los ojos sin pestañear siquiera, tratando (supongo) de encontrar las palabras precisas para expresar: ¡Caramba, joven, estoy asombrado, usted me ha dado paso en la acera, y eso nadie lo hace nunca! ¿Acaso usted me conoce? —me preguntó con un inmenso dejo de estupefacción y de perplejidad. Le manifesté que no lo conocía, que jamás en mi vida lo había visto, al tiempo que le estiraba la mano para estrechársela. De pronto, como presa de un desconocido mal, agachaba el rostro y lo meneaba de un lado a otro en señal de sorpresa. Por leves instantes volvía a mirarme con ojos cansados y enrojecidos, con una profundidad pocas veces vista en mi vida, y retornaba a la posición inicial sin poder articular otra cosa. Lentamente fue avanzando sin perderme de vista, al tiempo que se cuidaba de no pisar en falso, no fuera cosa de caerse e ir a dar al pavimento con esa humanidad cansada y retorcida por los golpes de una vida —de seguro— nada fácil ni placentera. Ambos quedamos separados a una distancia aproximada de unos cincuenta metros. Se paró en medio de la calle, volteó y me buscó otra vez con la mirada, puso las dos bolsas sobre el pavimento y se llevó las dos manos a los ojos para frotárselos, en un gesto involuntario y conmovedor de pretender exorcizar la imagen fantasmal que había tenido hacía apenas unos instantes. Recogió las bolsas y continuó su rumbo con pasos lentos y pesados, como queriendo estirar el tiempo para que le alcanzase en aquella ardiente tarde de julio.
Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por: Ricardo Gil Otaiza