Tu cuerpo
Amémonos
Por: Ricardo Gil Otaiza
Amémonos
Piel
Por: Ricardo Gil Otaiza
Piel
Y SE HIZO EL FUEGO
Y SE HIZO EL FUEGO
Por: Ricardo Gil Otaiza
El penetrante olor a pólvora y el peso de la ruma de los cuerpos desgarrados y vueltos unos sobre otros, fue lo único que reconoció Joseph como signos de vida en medio de la pestilencia de la muerte. En la madrugada, cuando los hombres de las cuadrillas metían en bolsas negras los restos humanos para llevarlos al día siguiente hasta los hornos crematorios, uno de ellos notó signos vitales en alguno de los cuerpos y no dio el parte a su jefe. En medio de la noche que aún se resistía a dejar colar el primer atisbo de la aurora, el soldado lo arrastró como pudo, le vendó con destreza las heridas y lo depositó en un vertedero de basura hasta que terminó la guardia. Allí permaneció Joseph Facundo varias horas presa de las ratas, de las cucarachas y de todo tipo de inmundicias sin recordar cuándo fue movido hasta un sitio “seguro” fuera del campo de exterminio porque estaba inconsciente.
Con la ayuda de dos personeros del régimen, que en el fondo detestaban el atroz genocidio, pudo salir con un pasaporte falso y llegar a América. Permaneció tres años en México, dos en Guatemala y varios meses en Nicaragua, hasta que se embarcó hacia Venezuela. Al poco tiempo ingresó al Seminario Mayor de Caracas y concluyó sin muchos problemas la carrera eclesiástica. Como presbítero fue enviado a atender varias parroquias en la región capital y en medio del arduo trabajo social sacaba tiempo para la escritura, su vocación verdadera. De noche se sentaba frente al mar y su pensamiento se perdía en la remota infancia y todo ello lo fue plasmando en el papel hasta que tuvo un libro completo. “El libro de su vida” —como solía llamarlo.
No le costó mucho esfuerzo lograr la publicación del manuscrito. La historia era tan real que parecía producto de una imaginación enferma por una desbordada fantasía. Es decir, los límites entre la realidad y la invención parecían completamente trastocados en su libro y eso cautivó al editor, que sin dilaciones lo envió a la imprenta. A pesar de ser su primer libro, en el texto se dejaba ver una escritura cuidada, profunda, como si el autor pretendiera en cada frase romper de un solo tajo cualquier duda acerca de su talento. No obstante, el libro pasó por debajo de la mesa y solo fue leído por un puñado de lectores ganados por la amistad con el autor.
A pesar del desencanto, poco a poco Joseph fue agigantando su obra. Cada día, luego de las tareas ordinarias de la parroquia se dedicaba con extrema disciplina a recrear anécdotas. No en balde su explosiva niñez y juventud continuaron siendo objeto de su atención, porque al fin llegó el esperado reconocimiento. Su nombre dejó de ser desconocido en los medios, en las librerías, en la calle y entre los pocos críticos serios de la nación. Comenzó a percibir ingresos extra que le permitieron apoyar con mayor fuerza una serie de obras sociales que le habían consumido varios años de esfuerzos y de diligencias infructuosas ante los burócratas del Estado. El “trabajo de las almas” —como eufemísticamente lo llamaba— y la escritura, se convirtieron en sus grandes pasiones. No perdía oportunidad para hablar de sus libros y ello denotaba que se sentía muy orgulloso de ellos.
A la vuelta de 10 años su obra se hizo vasta, cargada de géneros literarios. Aunque por razones que no gustaba aclarar sentía predilección por el cuento, en su obra predominaban la novela y el ensayo. Fue tal su prolija actividad literaria que de la noche a la mañana el número de libros inéditos superó en cantidad al de los publicados. Intentando entonces drenar un poco la frustración que se iba agolpando, las homilías eran —por decirlo de alguna manera— literarias. Cuando hablaba del Antiguo Testamento, por ejemplo, no se refería a los padres de la iglesia o a los profetas, sino a meros autores de ese gran libro al que todos llaman La Biblia, llegando al extremo de tildarlos de narradores, de fabuladores, de inventores de esas “maravillosas” historias que múltiples generaciones han saboreado —y creído a pie juntillas— con el correr de los siglos. Ni Dios escapó a sus elucubraciones, pues lo describía como al gran demiurgo del universo: ese autor omnisciente y omnipresente que se encarga de mover los hilos de esos personajes (títeres) que somos todos nosotros, es decir, el género humano.
Nadie, ni siquiera él mismo, se percató de las pequeñas lagunas que poco a poco fueron poblando su cabeza. Olvidos tontos, alguna olvidada en la cerradura de la puerta, el fogón prendido en la cocina, un párrafo repetido de manera no deliberada, el nombre olvidado de algún amigo, el título de un clásico perdido en las oscuridades de su mente, la fecha patria no recordada, la novela dejada a medias durante un tiempo muy prolongado, el cambio inaudito del nombre de algún personaje, la ruptura abrupta de la anécdota narrada en un cuento, el texto sin el título correspondiente, el libro comprado y dejado en la librería, el lapicero no devuelto a tiempo a su dueño, el no recordar el número de libros publicados, el olvido de alguno de sus libros, el no recordar haber escrito un texto leído por otro, el no recordar dónde vivía. En fin, nimiedades que se fueron convirtiendo en una cultura, en un hiato que todos aceptaban sin asombro como un vacío “normal” producido por la edad que ya comenzaba asomarse sin tregua.
La situación tomó otro rumbo cuando el autor ya no pudo regresar solo a la parroquia y un amigo, al reconocerlo, tuvo que llevarlo de vuelta a casa. Fue entonces cuando de la nimiedad, que hasta hace poco tiempo causaba risa entre los conocidos, la situación se tornó en un problema que trastocó la vida de la comunidad. Ahora Joseph ya no podía atender a sus feligreses y amigos con el mismo ahínco de antes y era a él a quien ahora tenían que ayudar. Su “demencia” comenzó a producir grandes conflictos éticos al plantearse todos sin rubor alguno la posibilidad de tener que internarlo en un psiquiátrico o en una casa para ancianos porque la parroquia lucía francamente abandonada. La junta de vecinos llevó el problema a una de sus reuniones y decidió por unanimidad que al sacerdote lo dejarían como huésped en la casa cural para que se dedicara —si era su gusto— solo a las labores de escritura y le pedirían a la curia un sacerdote adjunto que supliera los vacíos de su titular.
Al cesar en sus funciones, Joseph Facundo perdió interés en involucrarse en la vida de la comunidad, y no se sabe en qué momento y por qué abandonó la literatura. Pero eso no quedó allí. Comenzó a mostrar un profundo interés por la crítica y se dio a la obsesiva tarea de leer con fines analíticos. Para ello se percató de tener sobre la mesa de estudio una libreta en la que a cada instante tomaba notas acerca de lo que iba leyendo. A veces se le veía buscar con afán en diccionarios y en manuales en un intento por “desmontar” de manera crítica todo aquel libro que cayera en sus manos. En medio del desorden de los anaqueles iba al lugar exacto, tomaba el libro que requería y al abrirlo hallaba la nota escrita hacía muchos años, quizás décadas atrás. Sus juicios eran implacables, severos, intimidatorios, creaban a su alrededor toda una polvareda de animadversiones y deseos de venganza. Por intermedio de un viejo amigo llegado de Europa consiguió una columna en la prensa local y allí vertía cada domingo su veneno, su curare que hacía trizas una obra, que reventaba cualquier posibilidad de éxito o que redimía con inusitada fuerza y convicción algún autor olvidado. En poco tiempo, Joseph pasó de ser un escritor exitoso y amado por sus lectores a un vehemente crítico, un inquisidor terrible y temido de la palabra a quien todos odiaban.
Absorto como estaba en su labor de crítico literario, Joseph olvidó sus propios libros. En otras palabras, no recordaba que era autor de una prolija y admirada obra literaria. En medio de su febril actividad crítica, la gente empezó a no recordar ya la verdadera causa de su retiro de la parroquia y fue así como edificó sobre las cenizas de su pasado no muy lejano un presente plasmado de crítica y decenas de enemigos gratuitos. Era tal la pasión de Joseph por su nueva actividad literaria que muy pronto cayó en la inútil y torpe pretensión de criticar con saña a los grandes clásicos universales. A partir de su labor crítica, Madame Bovary, por ejemplo, ya no era lo que desde siempre significó para todos, sino una puta cualquiera arrastrada en el estercolero de una vana y muy ardiente lucha por el poder. Sin ir muy lejos, su atrevimiento llegó al colmo de denostar La Biblia al afirmar que cada uno de los textos que la constituyen no son precisamente historia sagrada, sino literatura barata, cuyo verdadero significado no pasa de ser una engañifa para mantener atados a sus pies más de cuatro mil años de historia judía y cristiana. Ni decir de los clásicos contemporáneos: Rayuela, Conversaciones en la catedral, La casa verde, Cien años de soledad, La muerte de Artemio Cruz, Yo El Supremo, La familia de Pascual Duarte, El tambor de hojalata, Casas muertas, Doña Bárbara, Los pequeños seres y Lanzas coloradas, entre otras, que tildaba de basura publicitaria, muchos de los cuales eran, según él, productos de un supuesto boom latinoamericano al que calificaba de simple guarida de rufianes, borrachos y putañeros con Carlos Barral y Carmen Balcells a la cabeza.
Muy pronto, uno de los autores “insultados”, o caídos en desgracia, es decir, en la incisiva y demoledora pluma de Joseph, enterado como estaba de la inminente locura y desatino del crítico, se las arregló para llevarle hasta su casa una caja llena de libros. Inmutable, Joseph Facundo mostró una leve mueca de aquiescencia frente al autor de aquel legajo, que por extraños arreglos del destino llevaba su mismo nombre y apellido. Agradecido por tan deferente detalle, Joseph dijo a su colega que le diera tiempo para leer todo aquello y una vez que terminara la jornada escribiría ensayos críticos que daría a conocer a través de su columna de prensa. El colega se despidió de Joseph con una sonrisa a medio camino entre la picardía y la sorna. No podía creer cómo aquel hombre mayor y enjuto, por muy loco que estuviera, no se reconociera en las carátulas de sus propios libros. Pensó: “Este viejo me está tomando por idiota”.
Al cabo de varias semanas, el colega volvió a aparecer por casa de Joseph. Esta vez la encontró cerrada. Al ver que nadie atendía su llamado empujó la puerta y ésta se abrió con facilidad. Lentamente entró al recinto y pudo ver al viejo crítico en el patio dando vueltas sobre sí mismo. Extrañado, el colega se acercó un poco más y luego contó lo siguiente: “Vi al viejo Joseph alucinado, perdido en su propio mundo, danzando alrededor de algo que de entrada no pude reconocer. Poco a poco avancé y me di cuenta de que en el medio del patio se hallaban los libros que yo le había dejado semana atrás. Estaban desparramados sin orden ni concierto sobre el piso. Joseph saltaba para no pisarlos, al tiempo que aplaudía con furia hasta que el sonido de las palmas se hacía hosco y cruel. De pronto, el viejo se desabrochó el pantalón, se sentó y comenzó a defecar y a orinar sobre ellos. Cuando terminó, tomó una garrafa que estaba cerca de él y comenzó a rociar los libros con un líquido rojizo y de olor fuerte (presumo que era gasolina o keroseno) hasta que lo agotó, tomó un fósforo y en un solo acto lo lanzó encendido y se hizo el fuego. Todo comenzó arder en medio de una llama gigantesca y esplendorosa. La fogata tardó mucho en agotarse. De vez en cuando salían de en medio de los libros chispas azules y rojas que saltaban hacia todos los lados amenazando con quemarnos. El viejo Joseph Facundo se sentó cerca de mí y sin pronunciar palabra alguna presenció aquel espectáculo —su propio espectáculo— hasta que los libros quedaron calcinados, convertidos en una masa negra y nauseabunda. Solo cenizas”.
“Por un momento, nuestras miradas se cruzaron y fue entonces cuando Joseph se dio cuenta de mi presencia y me dijo con voz ronca, pastosa, como salida del mismísimo infierno: “Todos esos libros eran basura, una mierda. No merecían ni una sola de mis críticas en la prensa”.
Tomado de mi libro Trilogía de espectros (Fondo de Publicaciones de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes, APULA, 2010).
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TOLEDO Y EL FANTASMA DE BARTLEBY
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Por: Ricardo Gil Otaiza
En la estación del tren, Toledo se sintió perdido, hundido en una multitud que le recordaba su dificultad para relacionarse. Percibió de pronto la vorágine de cientos de personas caminando de uno a otro lado de la estación, como la antesala del infierno. Se sentó a la espera de su tren y con desgano se puso a leer una novela de Vila-Matas que compró en una tienda de viejo por recomendación de su dueño. A medida que avanzaba en el texto, su vida se le asemejaba a la de ese fulano Bartleby, porque a pesar de ser escritor y de no haberse planteado nunca la posibilidad de no-serlo, sintió alguna vez que su vida era una novela inconclusa, escrita por un autor de la escritura del no. Es decir, el autor de la novela de su vida había decidido por alguna circunstancia poco definida —a su entender— no continuar escribiéndola. Al poco rato de estar en la lectura escuchó a lo lejos el ruido de la locomotora y pensó que de seguro era su tren que partía con rumbo a la costa. No contento con esa suposición, preguntó al hombre de la taquilla y éste le confirmó su destino.
Toledo pensó en los tres años que habían transcurrido desde su partida y maldijo su cobardía al no despedirse de Armanda. Con frecuencia se había imaginado el reencuentro y su piel ardía por el recuerdo. Los años fuera de la ciudad le habían servido para refrescar un poco ese atolondramiento que lo había marcado desde siempre; pero ahora, con la perspectiva del inminente regreso, sentía que todo estaba igual que antes: su desgano, ese sinsentido que lo había impulsado muchas veces al suicidio; esos largos silencios que tanto incomodaban a Armanda y que de alguna manera los separaba; ese vacío que escindía su vida en un antes y en un después de la nada total. Ahora que leía a Vila-Matas comprendía que su vida era producto de la mente enloquecida de un demiurgo de la no-creación, del no-encuentro, de la no-existencia y, en definitiva, de la no-historia. Jamás se le hubiese ocurrido sentirse objeto de estudio y de análisis por parte de un autor, de un creador de ficciones, de un escritor del sí-argumental, con la excusa de su propia no-vida. En ese barullo estaba cuando la puerta del vagón del tren se abrió frente a él y no tuvo más remedio que entrar. Una mujer de aspecto sencillo que estaba sentada con un bolso de mano sobre su regazo, al verlo entrar hizo ademán de abrirle un sitio para que se sentara junto a ella. Él, carcomido por una timidez prehistórica, prefirió abrirse espacio entre la nada de un asiento no ocupado. La mujer volvió a mirar hacia el campo que se abría espléndido a medida que el tren avanzaba y él no tuvo más remedio que seguir leyendo. Los movimientos del tren lo marearon, cerró el libro y se dio a la tarea nada difícil de imaginarse el reencuentro. Armanda lo recibiría esa misma tarde en el apartamento con una hermosa sonrisa, abrirían una botella de vino y continuarían la relación, solo interrumpida por la distancia. ¿Cómo estará Armanda? ¿Habrá envejecido durante estos tres años de ausencia? ¿Me habrá sido fiel? —se preguntaba una y otra vez, y las respuestas le lastimaban el presente. Si bien se veía igual que siempre cuando se miraba en el espejo, no dejaba de reconocer que los seres humanos somos presa de nuestros propios engaños, de nuestras subjetividades, y tal vez era ya un viejo imperdonable que no abría los ojos ante esa dura realidad.
De vez en cuando descubría con el rabillo del ojo que la mujer lo miraba, no de frente, sino de soslayo, pero cuando Toledo intentaba un saludo, una mueca, un simple mohín de mera complicidad viajera, ella recogía la mirada otra vez hacia la ventana. Intentó regresar a Vila-Matas, un autor interesante que apenas descubría en su nueva cultura libresca de los últimos años, pero una pérdida momentánea de la visión lo obligó a cerrar los ojos por temor a quedarse ciego. Se mantuvo con los ojos cerrados unos minutos, quizás una hora, al cabo de la cual echó un ligero vistazo al vagón y con alegría descubrió que su visión estaba intacta. Le aterraba lo narrado por Saramago en su espeluznante Ensayo sobre la ceguera, solo que el contexto cambiaba, porque su pérdida de visión no era blanca —lechosa como en la novela—, sino negra, como la de la cruda realidad.
Definitivamente, el autor del libro de su vida había decidido no escribir más, ser otro Bartleby, pasar a formar parte de autores como Robert Walser, cuyo desasosiego crecía cuanto más ansiaba lo ínfimo, lo pequeño, lo mínimo, la nada. Curiosamente había comprobado que su deseo por desaparecer se había transformado en un detalle, puesto que la vida continuaba sin mayores problemas, solo que con el agregado de la nota discordante en el panorama de las terribles guerras entre las culturas y entre sus dioses, que costaban la existencia a millares de personas. Apartando esa minucia, ese detalle imperceptible, todo era lo mismo: miseria, mediocridad, calor y muchas ganas de ser tras el aparente no-ser. La teoría de Vila-Matas perdía vigor cuando Toledo analizaba que la no-escritura, más que un deseo por desaparecer y esfumarse para siempre, lo que intentaba era atraer sobre sí la atención, exhibirse, disimular un ego gigantesco que pugnaba por mostrarse tras la apariencia de una nada, nada desdeñable por cierto. Más que sencillez por parte del escritor, la no-escritura implicaba —según su “humilde” parecer— una mera apariencia —por supuesto— inflada por unas inmensas ganas de ser más y más y más cada día.
2
Armanda lo recibió en la estación del tren con la fría hospitalidad de una asistente de compañía. En su rostro no se dibujó esa expresión que Toledo anhelaba encontrar. Supuso el hombre que aquella frialdad era producto de algo momentáneo, pasajero, surgido ante el abismo de tres largos años de no-olvido; de ese hiato que se impuso cuando las presiones por un matrimonio no anhelado lo llevaron a abandonar todo, incluso a ella, a quien amaba. Le explicaría sus dudas, su depresión, su afán por hallar un lugar en un mundo que imaginaba complejo y distante. Fueron días de miedo al suicidio, a perderse sin remedio en las neblinas de una inconciencia personal que lo amenazaba a cada instante. Ahora comprendía que ese demiurgo que según su parecer había perdido el norte en la redacción de su vida, no hallaba acomodo en ningún papel y bajo ninguna circunstancia y había optado “demoníacamente” por la no-escritura, por la austera página en blanco.
Ahora Toledo regresaba a recomponer los pedazos de esa no-vida. Mejor dicho, a retomar la batuta dejada por ese infame dios de la nada, y a reescribir su propia fábula. El método era lo de menos: agarraría la mochila, se la echaría al hombro y partiría en busca de esa nada dejada en el camino.
Esa noche, Toledo y Armanda fueron a cenar a un restaurante lujoso y no hablaron de la prolongada ausencia. Ya en casa se entregaron al amor, y, mientras lo hacían, Toledo sentía en la espalda el frío aterrador de un funesto plan echado a andar por fuerzas ajenas a ambos. Cuando ella se durmió, Toledo fue hasta la sala y comenzó a repasar trozos de la lectura dejada desde la estación del tren y cada vez se sentía como un Bartleby cuya escritura es la no-escritura y al mismo tiempo la negación del todo, incluso del ser. Lentamente había comenzado a poner en su lugar las piezas de ese rompecabezas que era su vida y no estaba dispuesto a dejárselas quitar por la no-existencia, por el vacío inconmensurable, por ese limbo siniestro que se posicionaba de su voluntad.
Ante la insistencia de Armanda, Toledo no tuvo más alternativa que decirle, con cara de niño regañado, que se había marchado de su lado para no perderla. Armanda no pudo contener una carcajada y ambos terminaron riéndose de sí mismos entregados a la magia de unos hilos que se empeñaban en cambiarlos a su antojo de posición en el escenario. Toledo pudo entonces contar a Armanda sus planes literarios, su estrategia que lo ubicaría en el “ambiente” con la fuerza y la energía que siempre había anhelado. Esa noche no durmieron afinando el plan que los llevaría a la cúspide, a lo más alto de ese sueño no realizado por culpa de un miserable demiurgo que se había olvidado de uno de sus personajes. Él, como el refulgente y prolijo autor de grandes obras literarias. Ella, como la agente literaria, como una nueva Carmen Balcells, que haría posible el milagro de un nuevo boom. De su propio boom literario.
La lista de escritores, de editores, de críticos, de publicistas y de académicos era lo de menos, para eso estaba la magia de la Internet. Durante los tres años de ausencia, en los que urdió el plan, Toledo recopiló con paciencia nombres de famosos, elaboró con esmero un fichero con citas de pensamientos de importantes personalidades del medio, buscó reseñas de libros y elogios literarios aparecidos en los más reconocidos periódicos de habla española, tanto de España como de América Latina. Buscó en su carpeta algunos textos propios leídos en presentaciones de libros o en foros académicos, bajó de la Web cientos de fotografías de autores consagrados y con enorme paciencia hizo precisos montajes para aparecer al lado de cada uno de ellos sonriente, disertando, compartiendo honores en mesas de ferias de libros, discutiendo temas cruciales para la humanidad, abrazándose con algunos, bajando del avión luego de un importante encuentro literario en Madagascar, en Londres, en Sevilla, en Barcelona, en Lisboa, en Roma, en Ciudad de México, en Lima, en Caracas, en Buenos Aires, en Montevideo, y hasta en el otro lado del mundo.
Las veinticuatro horas del día eran insuficientes para Toledo y Armanda, quien para ausentarse de la agencia buscó una constancia médica con un doctor amigo y logró sacarle a su jefe un mes de reposo. Toledo logró convencer a la fría publicista de las ventajas de su empresa y de las enormes ganancias que obtendrían una vez consolidados los planes. Le juró que una vez repletas las arcas se irían a disfrutar de playas paradisíacas, de cruceros de ensueño, que vivirían los mejores años de su vida sin privaciones, sin los temores de un futuro incierto.
Toledo estaba seguro de su gran talento. Se sentía presa de un demiurgo infame cuya capacidad de abstracción no había pasado de un estúpido cuento marginal. Estaba harto de tanta mediocridad, de reseñas en periódicos de provincia, de ver cada día cómo sus colegas y hasta los amigos de su generación se habían consolidado hasta alcanzar fama y notoriedad. En cambio, él, el brillante escritor, el intelectual privilegiado, el políglota, el estudioso de lenguas muertas, había llegado a la cuarentena y su periplo literario no había pasado de unos cuantos libros de escuetos tirajes cuyos ejemplares dormían el sueño eterno en los anaqueles de las editoriales, de breves notas en la prensa huérfanas de celebridad y de acierto, de miradas cómplices de lectores fugaces que se perdían luego en los recodos de una ciudad sin abolengo, de la conmiseración de algunos escritores trasnochados que habían tenido la amabilidad de devolverle el obsequio de su libro con comentarios traídos de los pelos y fuera de toda posibilidad estética y literaria. En fin, de un mundo que no lo comprendía, que no lo valoraba, que le pasaba de lado sin percatarse siquiera de su presencia.
Él sería su demiurgo. Desde ese momento rompería esa página en blanco y ese largo silencio. La literatura del “no”, aunque seguiría siendo “no-escritura”, no-creación, equivaldría a un gran “sí” ante el mundo circunscrito. A partir de entonces, ese misterioso personaje recreado por Vila-Matas, hundido en el ostracismo de su pendejada vital, se erigiría en otro, en el que siempre quiso ser, en ese autor celebrado por todos al que nunca faltan invitaciones, firmas de libros, eventos por asistir y estupendas fotografías. Su patética imagen personal blanqueada por el encierro de tantas noches en su “cuartel de operaciones”, aparecería ante todos como un ave fénix que remonta el vuelo desde sus propias cenizas.
Mientras tanto, Armanda no cesaba de trabajar. Desde su móvil hilvanaba el tejido de una densa trama social y literaria de la que luego sería difícil escapar. A veces sentía pánico ante los inmensos compromisos que en nombre de su importante representado asumía sin pudor. Viajes a lo ancho del país, entrevistas de radio y televisión, presentación de libros, conferencias, afiches, trípticos, comentarios en la prensa escrita, salidas al exterior. Todo bajo el gran respaldo de la agencia publicitaria de la que era empleada, si bien la mimada y la triunfante, pero una empleada nomás. Tendría que correr antes de que todo se revelara. Para evitar suspicacias o metidas de pata por parte de algunos de los clientes que preferían llamar directamente a la agencia, contactó a su jefe y le dijo que había logrado desde su nicho de enferma el contrato con un importante escritor y que no había perdido el tiempo, porque mientras descansaba en casa por su afección confesa, trabajaba con su celular personal para la agencia. Ante los hechos, el jefe no tuvo reparos en felicitarla por su abnegación y eficiencia, no sin antes manifestarle que los gastos del móvil correrían por cuenta de la compañía.
3
Comienza entonces la leyenda personal de Toledo, ahora llamado Toledo Paz. Cada ocurrencia literaria era atendida con premura por los medios que se apresuraban en captar palabras y gestos de una de las voces “más contundentes y sólidas de nuestra literatura”. El mes del encierro no había sido infructuoso, porque Toledo y Armanda terminaron de ensamblar un nuevo libro del eximio escritor que ya había adelantado durante los tres años del autoexilio. Con dedicación y esfuerzo cortaron y pegaron de la Internet hasta completar un grueso volumen. Una frase vargasllosiana, una ocurrencia borgeana, un desliz erótico denziliano, un momento mágico garcíamarquiano, una fina salida monterrosiana, que luego el autor aderezó y mejoró con su muy particular “estilo” toledano para refundar —según sus propias palabras— ese género inventado por Montaigne y adorado por Bacon. Los contactos sirvieron para que varias editoriales importantes se interesaran por la obra hasta cerrar firma con una empresa española, con sede en Barcelona, y otra nacional con sede en Caracas.
Con una espléndida sonrisa de triunfador y una costosa y humeante pipa en la mano, Toledo Paz anunció al mundo, a través de los medios, la inminente salida al mercado de su muy esperado libro de ensayos.
A partir de la publicación del libro, la vida, tanto de Toledo como de Armanda, cambió. La astuta agente literaria infló las cifras de ventas del libro y de inmediato la prensa nacional —e internacional— se interesó por el nuevo fenómeno literario. Todos los días la prensa se hacía eco del estruendo editorial ocasionado por el best seller de Toledo Paz. Los académicos se acomodaron bien sus birretes y sus togas para invitar a la eminencia que había logrado el milagro de vender libros como arroz dentro de su propio país y en España. Cien mil, doscientos mil, un millón de ejemplares no daban abasto para atender la creciente demanda del libro en las librerías de acá y de más allá del Atlántico. Toledo y Armanda disfrutaban del triunfo mientras los más acérrimos críticos se devanaban los sesos buscando máculas, yerros, puntos de inflexión para meterse, para joderles la partida. En fin, hurgando aquí y allá para develar la génesis del famoso libraco.
Fue la revista Impacto editorial la que dio el primer pitazo de alerta, causando rápida conmoción en los predios literarios y académicos nacionales. Luego le siguió Filigrana de París, Crepúsculo de Bogotá, Clave y letra de Lisboa, Amanecer impreso de Ciudad de México, Lenguas muertas de Sao Paulo y Bellas letras de Tegucigalpa.
Los académicos que se habían rasgado las vestiduras en favor de Toledo denigrando a las generaciones mediocres e inmediatistas anteriores al fenómeno toledano, rápidamente recogieron velas e hicieron un mohín de asco ante el inmenso fraude. Los medios de comunicación que le habían prestado toda la atención callaron ante las evidencias y denunciaron haber sido sorprendidos en su “buena fe”. Las editoriales de acá y de más allá, que gustosas mandaron los libros a la imprenta, presurosas enviaron a sus agentes de todos los países europeos y latinoamericanos a recoger de inmediato las ediciones. La farsa había terminado.
4
En la estación del tren, Toledo se sintió perdido, hundido en una multitud que le recordaba su imposibilidad de relacionarse, y pensó en Armanda. En el morral llevaba pocas cosas: el libro de Vila-Matas, el borrador de una novela inconclusa que algún día terminaría, una vieja navaja que le acompañaba desde niño, una fotografía de Armanda y algo de ropa. La noche en la estación era fría y el tren demoraba en llegar más de lo anunciado.
Una mujer de aspecto sencillo que estaba sentada con un bolso de mano sobre su regazo, al verlo entrar hizo el ademán de abrirle un sitio para que se sentara junto a ella. Toledo aceptó. De pronto creyó ser otra vez la marioneta de un oscuro demiurgo que aún no encontraba lugar para él en su no-escritura. A medida que el tren iniciaba su marcha, Toledo sintió que las páginas atrapadas de su vida comenzaban a moverse al ritmo de la locomotora, y en un intento por desterrar para siempre ese fantasma de Bartleby que se había instalado en su vida como un pesado objeto, abrió la mochila, tomó un bolígrafo y papel y con ellos quiso saldar definitivamente su fracaso.
Tomado de mi libro Trilogía de espectros (Fondo de Publicaciones de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes, APULA, 2010).
Nostalgia por Chejfec
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