Quien no haya leído a Borges posiblemente se ha privado del más estrafalario de los disfrutes estéticos: ser parte y todo de los intersticios del yo-autoral, que en el escritor argentino es el súmmum de realidades posibles. Borges es una experiencia literaria-existencial rayana en el misticismo; él no admite puntos intermedios: se es o no borgeano. Su mundo rezuma complejidad en la medida en que nos adentramos en las narraciones, hasta el punto de ser casi imposible retornar a la condición de simples lectores una vez que ha caído un texto suyo en nuestras manos.
Comparada con otras de los grandes de la literatura, la obra de Borges no es extensa: poemas, cuentos, textos críticos, ensayos filosóficos, prólogos de libros, conferencias, epígrafes, reseñas, lucubraciones, frases célebres, textos sueltos y anécdotas, caben en un puñado de libros gruesos. Empero, es tal la densidad metafísica de cada texto, que podríamos definir su obra como una cantera de inagotables sorpresas abrumadoras para el lector común (y hasta para el especialista). Borges es sus textos, de allí su impronta ontológica y su profundo impacto en nuestras vidas. No se puede leer su literatura sin tener la extraña sensación (convertida en certeza) de estar dejando por fuera un “algo sustancial”, a pesar de la denodada atención que podamos brindarle al texto en cada ocasión.
Una pequeña obra maestra
En el grupo de textos titulado La memoria de Shakespeare, se incluyen tres cuentos publicados separadamente por Borges con anterioridad a 1983, estos son: “Veinticinco de agosto, 1983”; “Tigres azules” y “La rosa de Paracelso”. Posteriormente (ya muerto el autor) se agrega un texto homónimo al conjunto, aparecido en 1980, que sólo ve la forma de libro en el 2005 cuando RBA – Instituto Cervantes (bajo licencia de María Kodama y Emecé Editores S.A.) publican en España los dos tomos de sus Obras completas. Es importante acotar que en las Obras completas publicadas en cuatro tomos por la citada casa editora argentina en el 2007, los enunciados relatos aparecen en el “todo”, constituyendo parte de la hasta ahora obra entera de Borges.
Hacemos esta acotación por el hecho relevante de constituir el relato “La rosa de Paracelso” una pieza magnífica que destaca dentro de la narrativa de Borges; una pequeña obra maestra, que misteriosamente ha pasado inadvertida por los estudiosos del escritor, convertido en lugar común por la vía de relatos como “Historia de la eternidad”, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Las ruinas circulares”, “La biblioteca de Babel”, ”El jardín de senderos que se bifurcan” y “El informe de Brodie”, entre otros.
Posee ”La rosa de Paracelso” la cualidad de amalgamar en pocas cuartillas varios de los elementos clave en la obra narrativa de Borges, y por los cuales se le asocia con los mejores de todos los tiempos: densidad, erudición (y sencillez a la vez), maestría en el uso del lenguaje, elevada tensión argumental, personajes y diálogos perfectos, ironía, sarcasmo, paradoja, insuperables anécdotas, atemporalidad, altas dosis de esoterismo (cábala), y finales sorpresivos de profundo impacto en el ánimo del lector.
Una plegaria
Paracelso ruega a Dios, “a cualquier Dios” (primera ironía), que le conceda un discípulo. De entrada se nos narra el ambiente sobrio y enigmático en el que el maestro juega a ser eterno, entre polvorientos alambiques y atanores, que forman parte de su perenne arte en busca de la transmutación de la materia (aquí entra en juego la cábala). Es de noche, el fuego de la chimenea produce “sombras irregulares” (fantasmagoría que nos imbuye en una atmósfera rica en matices), y de pronto tocan a la puerta (tensión a la espera de algún desenlace). Un Paracelso cansado y somnoliento se levanta, abre una de las hojas y deja pasar a su taller a un desconocido, quien luce cansado y fatigado por el largo viaje hecho en busca del maestro.
Después de una larga pausa, en la que los dos personajes no dialogan (lo que refuerza la tensión inicial), Paracelso irrumpe con fuerza: “Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente (…). No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?” (la mención a los puntos cardinales no es en vano; trae consigo cierta definición en cuanto a contextos geográficos y también implicaciones cosmogónicas). De entrada el desconocido responde: “Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes”. Sin mediar otra acción, saca del talego muchas monedas de oro y las deja caer sobre el mesón. Lo de las monedas no inquieta tanto a Paracelso, acostumbrado (suponemos) a recibir toda clase de ofertas a cambio de sus prodigios, como sí el ver una rosa en la mano izquierda del visitante. La rosa como simbolismo está presente a todo lo largo de la obra de Borges y, como se ha de suponer, apareja también una ingente carga esotérica por representar el “secreto guardado” al que no acceden sino unos pocos iniciados.
La piedra es el camino
De pronto, Paracelso increpa al joven: “Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo”. Como se observa, ya el autor despeja el camino de la historia al anunciar que el maestro no lo aceptará como su discípulo, pero al mismo tiempo nos muestra una extraordinaria paradoja centrada en el elemento “oro”. La transmutación de la materia fue siempre afán de los alquimistas y por esta vía muchos buscaron convertir metales y otros materiales en oro. La búsqueda de la piedra filosofal implicaba también un afán de eternidad por la vía de la prolongación de la existencia humana. El pasaje narrado por Borges nos muestra, no sólo la profunda contradicción del discípulo que ofrece oro a quien suponía lo podía alcanzar por su arte, sino el anhelo de inmortalidad por parte de la humanidad, y los caminos extraviados en su búsqueda.
El visitante angustiado, frente a la inesperada reacción del maestro, expresa: “El oro no me importa (…). Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra”. Respondió Paracelso: “El camino es la Piedra”. Esta frase encierra la extrema complejidad metafísica del texto y su comprensión implica en todo caso el ascenso a la sabiduría. Insiste el viajero: “Es fama que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de las cenizas”. “Eres muy crédulo —dijo el maestro—, y agrega: Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar”. Con brusquedad el joven lanzó la rosa al fuego. Al cabo de unos minutos era ceniza, esperó con ansias las palabras y el prodigio, pero nada sucedió. Nos dice el narrador: “El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso”. Antes de marcharse el joven recogió las monedas de oro y las devolvió a su talego, y el maestro lo despidió al pie de la escalera.
Sin que medie mayor tensión en lo narrado, suponemos que un maestro derrotado y humillado regresa a su alquimia, a su perenne búsqueda de lo imposible, pero otra cosa es la que sucede. Leamos a Borges: “Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió”.
El prodigio narrativo de transmutación del yo borgeano se había dado.
@GilOtaiza
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