EL SONÁMBULO
Por: Ricardo Gil Otaiza
Nadie es perfecto; y nadie en su sano juicio parece serlo. Muchos estamos recargados de una amplia variedad de defectos e imperfecciones, y estando conscientes de ellos, nada hacemos —o muy poco podemos hacer— para solventarlos. Peor aún, hay circunstancias en las que no estamos conscientes de nuestros defectos, por tratarse de situaciones que escapan a nuestro libre albedrío de poder consentirlos o no. Simplemente los tenemos, punto, y ya nada podemos hacer para cambiar el sino, la marca, o el sello con el que nacemos. Tal es el caso de la fealdad o de la belleza. En el primero, sufrimos a mares cuando nos miramos en un espejo, o cuando alguien —de los que nunca faltan cuando somos niños, y aún, de adultos— nos echa en cara nuestra condición esperpéntica. En el segundo, la cosa se pone peliaguda, cuando de tan bellos somos asediados por la lujuria, y caemos en la vida libertina hasta agotar nuestra imagen. Podríamos afirmar que el ser bello se transforma en un defecto que nos persigue casi hasta la muerte, y nos hace sufrir y llorar en la soledad de nuestro castillo vital. Así podríamos seguir enumerando casos en los que un defecto o una virtud nos hacen inconfundibles en un contexto determinado, poniendo en apuros nuestra autoestima, tranquilidad y dignidad personales.
En el caso particular de los sonámbulos es tarea difícil su cuadratura en el esquema anterior, porque en él convergen una serie de elementos que permiten escabullir —en quienes lo sufren— la culpa o la responsabilidad cuando sucede algún percance o accidente. Pongamos el ejemplo de un personaje común y corriente. Digamos que un profesor universitario que tiene que salir a diario, muy temprano en la mañana, a dictar su cátedra en una universidad importante. El tipo se prepara para hacerle frente a la jauría de estudiantes que le caen a preguntas en medio de la clase, o cuando ésta finaliza. Él, impertérrito, va respondiendo con aplomo cada una de las interrogantes, sin dejar asomo de duda acerca de su idoneidad para el cargo que ostenta y de sus conocimientos. De regreso a su cubículo es abordado por decenas de jóvenes que desean entablar con el catedrático una relación de amistad, o simplemente estrechar los lazos académicos. Abre la puerta que ruge como un león por falta de aceite en las bisagras, y arrastra varias sillas y las coloca frente a su escritorio. Conversan alegremente y él les va resolviendo las dudas, aclarando los teoremas y haciendo observaciones acerca de lo visto en clase. De pronto mete la mano en el bolsillo de su gabán y extrae una cajetilla de cigarrillos, saca uno, no sin antes ofrecerla a los visitantes, y lo enciende con cierta parsimonia decimonónica. Echa varias bocanadas de humo, y de inmediato el ambiente se hace pesado e irrespirable. Comprende la forzada situación, se levanta y con fuerza mayor a su endeble capacidad física, abre de un tirón el ala derecha de una ventana visiblemente oxidada y roída por la humedad. Entra aire fresco y la respiración de todos se fluidifica de inmediato. Presenta disculpas por su vicio incontenible e irremediable, y vuelve con asomo de interés sobre la libreta de anotaciones de la chica guapa que lo interroga. Pasan los minutos y las horas y la chica guapa no da muestras de querer marcharse de aquél cubículo francamente feo, con pintura azul clara descascarada y con techo oblicuo que pareciera que se les viniera encima. Él, con disimulo mira su reloj, ella lo nota, pero se hace la loca y nada pasa en los siguientes veinticinco minutos de trabajo académico. Ya es medio día. El catedrático tiene que ir a comer y se lo hace saber a la chica guapa. Ella con risa coqueta le dice que le gustaría compartir la comida con él. Él hace cuentas mentales de su estado financiero y llega a la funesta conclusión de que no le alcanzan los euros para hacerle frente a una comida para dos. Ella, bastante inteligente y perspicaz, le manifiesta de inmediato que irían a medias, si a él no le importa. El catedrático acepta gustoso y salen a respirar el aire del hermoso campus que bordea las sinuosidades de la bahía, y se internan en un comedero barato.
Toman cerveza antes de la comida y con el frío a él le dan ganas de ir a orinar. Pide permiso, se levanta con la discreción propia de un hombre maduro, y se interna en las profundidades del comedero. Ella, con la rapidez de una liebre, saca de su bolso una pequeña tarjeta rosada y la deja escapar debajo de la servilleta de él. Al regreso, el catedrático se entera de que ella se ha tomado la libertad de ordenar por los dos, con un gesto de indiferencia toma la servilleta y se la lleva al cuello. En el preciso instante nota él que algo cae sobre el suelo. Se agacha, lo recoge y se entera del contenido de la tarjeta rosada: “Si no le importa me gustaría hacerle el amor. Si no le interesa mi propuesta, le agradezco devolvérmela porque no cuento con otra”. Ella, mira con disimulo hacia las mesas vecinas, él, con el rojo encendido en el rostro, guarda la tarjeta en el bolsillo de su gabán. Llega la comida y ambos se quedan mirando con apetito los platos. Ella ordena fabada asturiana, y una botella de vino de La Rioja. Él, no deja que el mesero descorche la botella, saca del bolsillo del pantalón un llavero provisto de una navaja, destapa la botella, sirve en ambas copas y propone un brindis: “Por esta comida y por la grata compañía. Arriba, abajo, al centro y adentro”. Beben saboreando el trago y se miran directamente a los ojos por primera vez. Ella, sostiene la mirada altiva y desafiante. Él, parpadea nervioso y gira levemente la cabeza hacia la derecha, esquivando esos ojos verdes aceituna. Ella, sonríe y vuelve a beber de la copa. Comen en silencio. De pronto se escucha un fondo musical de rumbas y sevillanas. El catedrático acostumbrado a comer con rapidez, notó su torpeza y poca caballerosidad de finalizar primero que ella. Ella, con un gesto de restarle importancia al asunto, le pone una mano sobre su brazo. Así permanecieron durante unos minutos. Pasa hora y media de comida y de charla. Ríen gustosos de los chistes de la clase y de las anécdotas de los jóvenes del curso. Sin preámbulo alguno ella se levanta de su silla y le planta en los labios un beso húmedo; y él se deja hacer. Escuchan un extraño carraspear en sus oídos, y perplejos comprenden que han sido sorprendidos por unos cuantos estudiantes de la cátedra que iban a solicitarle que pospusiera el examen del día siguiente. Como si nada pasara, y haciendo gala de un histrionismo inusitado en aquél hombre, los atiende con cortesía y accede a posponer el examen para el lunes siguiente. Se despiden con un abrazo, y con la promesa de un futuro encuentro.
Es de noche en Madrid la bella. El catedrático se da a la tarea de corregir decenas de informes con un cigarrillo en la mano, y con una copa de vino sobre el escritorio. Afuera aún se escuchan los ruidos de la calle que se va apagando en la medida en que crecen las horas. A ratos se levanta intentando desentumecer las piernas que se le han quedado varadas por la mala posición, abre la ventana, y aspira una bocanada de aire frío que se cuela ligera. Va a la cocina, destapa otra botella, se apertrecha con más cigarrillos, y regresa al despacho a terminar de corregir. Nunca tarea alguna se le había hecho tan pesada y monótona. Maldijo entre dientes el tener que corregir y calificar con números las distintas capacidades intelectuales. ¿Cuándo inventarán un sistema que mida no solo respuestas sino también todas las potencialidades de un estudiante? —se preguntó con dejo de un hastío que se le hacía cada vez más insoportable. De vez en cuando llegaba a su mente la imagen de la chica guapa, y del beso robado. A pesar de haberse sentido como un perfecto estúpido en el restaurante cuando los sorprendieron los estudiantes, deseaba volver a vivirlo. Se pierde durante varios minutos en cavilaciones de tipo ético-deontológicas, pero las ahuyenta con las necesarias recidivas de un cuerpo que todavía siente y anhela. Retorna de nuevo a su presente, cambia de cigarrillo, sorbe un buen trago de vino, y se dispone a finalizar con la pesada tarea de la corrección. De pronto suena el timbre; y él no espera visita.
Ataviada con una mínima falda que apenas le cubría las nalgas, entró expectante la chica guapa al apartamento del catedrático. De pronto hubo un silencio prolongado y cómplice. Él la invitó a sentarse, al tiempo que le ofrecía algo de beber; ella aceptó gustosa. Él fue hasta el estéreo y puso a sonar a Vivaldi y le manifestó su complacencia de tenerla en su casa a esa hora, en la que se suponía debía estar durmiendo, sobre todo por su edad. Ella exclamó: ¡Al diablo con la edad! Hablaron de temas académicos, de la universidad, de los estudiantes, del campus, del país, del mundo, y del espacio sideral. Cuando no hubo más temas que tratar, ella tomó la iniciativa: se le sentó sobre las piernas, introdujo su lengua en la boca de él, y comenzó a acariciarle la cabeza. Él sintió cómo su vetusto pene se levantaba con fuerza y determinación, y gritaba por salir de aquel recinto en el que se hallaba preso. Él fue desvistiendo a la chica guapa; ella hacía lo mismo con él. Ambos quedaron desnudos sobre el amplio sofá. Ella se abalanzó sobre él y de un suave empujón introdujo el largo y pesado falo, en su suave y delicada boca profunda. La chica bella lamió el pene durante varios minutos hasta que el catedrático la detuvo en señal de que iba a eyacular. Respiró profundo y se contuvo. Volteó y la puso frente a él, abrió sus delgadas y trigueñas piernas y con la mano introdujo el pene en su raja de ralo bello negro, y la cabalgó durante varios minutos, hasta que no pudo más. Estallaron en quejidos y sollozos que no se interrumpieron hasta quedar exhaustos. Durmieron durante varias horas.
Él se calzó las sandalias de piel que estaban al pie de la cama, se levantó lentamente, y con los brazos estirados y los ojos cerrados, se dirigió hacia la cocina. Buscó en las gavetas, en los estantes y en la nevera y encontró un largo y filoso cuchillo que había comprado recientemente en el supermercado. Lo tomó con la mano derecha y retornó a la habitación. Dentro de ella se quedó algunos minutos inmóvil y apacible. Luego comenzó avanzar hasta la cama, en donde yacía la chica guapa dormida. Se quedó parado al lado de ella, y escuchaba su fatigada respiración. El movimiento rápido de los ojos y un leve ronquido que escapaba como desde una cueva muy profunda, la hacían parecer misteriosa y perversa. En el instante en el que el catedrático quiso apuñalar a la chica bella, ella abrió los ojos y lanzó un grito desgarrador. Se levantó presa de pánico, y buscó escapar. Él comenzó a perseguirla con el cuchillo por el apartamento, derrumbando sillas y lámparas con las que tropezaba en su carrera siniestra. Estaba completamente dormido, actuaba maquinalmente por acción de un sonambulismo atroz. Por más que ella gritaba su nombre, él no despertaba, y seguía con su empeño de asesinarla. Desnuda abrió la puerta del apartamento y escaleras abajo alcanzó la puerta de salida y se perdió en la oscuridad de la noche.
El catedrático retornó apacible a la cocina, guardó el cuchillo y se acostó de nuevo. En la madrugada se levantó, se calzó las sandalias de piel, estiró los brazos y se dirigió hacia la ventana. En ese momento entraba una brisa fresca que levantaba con ímpetus el cortinaje, y el catedrático se quedó inmóvil con la mirada perdida. Fue hasta la cocina, abrió la nevera, se sirvió agua y bebió. Luego tomó dos rebanadas de pan integral, las untó con mantequilla, les colocó lechuga, pepinillo, jamón, papitas fritas y se sentó a comer. Destapó una botella de vino, la bebió toda y retornó con los brazos extendidos a la sala. A veces abría los ojos, pero de inmediato los cerraba, como si una luz enceguecedora le impidiera hacerlo. Se sentó en el sofá en el que le había hecho el amor a la chica bella horas antes, y así permaneció durante un largo rato, hasta que decidido retornó a la habitación. Dio varias vueltas alrededor de la cama y se acostó.
Soñó que se encontraba en una torre en llamas, todos los pisos ardían, y la gente era abrazada por el fuego. Él se hallaba en un apartamento de la torre y se enteró del incendio cuando las llamas habían alcanzado toda la entrada, y prácticamente era imposible salir con vida. Desesperado intentó atravesar la sala cubierto por una toalla húmeda; pero las incipientes llamas que comenzaban a cubrirlo le hicieron retroceder de temor. Miró a través de la ventana del cuarto y la altura hizo que un ligero mareo lo dejara sin fuerzas. Se hallaba en el décimo piso. Estaba atrapado, sería su final. Buscó en el closet varias sábanas para hacer una larga cadena y poder escapar; pero se dio cuenta de que contaba apenas con tela como para bajar al piso inmediatamente inferior. El humo comenzó a dejarse colar por debajo de la puerta. Empapó una toalla con agua y se la llevó a la nariz. La puerta del cuarto comenzó a quemarse hasta que las llamas alcanzaron el recinto interno e iban devorando cortinas, muebles, cuadros y, finalmente, la cama. Faltando tan solo un metro para ser alcanzado por el fuego, el catedrático abrió la ventana del cuarto, apartó con brusquedad las cortinas, y se colocó en cuclillas sobre el marco metálico de la ventana. Cerró los ojos, estiró los brazos, y de un saltó se lanzó al vacío.
Decenas de personas se agolpan frente al edificio donde vivía el catedrático; así como varias patrullas de la policía. Indagan entre los amigos y los conocidos los motivos que pudo tener tan reconocido personaje para suicidarse. Su cuerpo, vestido con una bata de dormir y calzado con unas sandalias de piel, se encuentra aplastado sobre el pavimento.
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