El SUICIDA
Por: Ricardo Gil Otaiza
No es difícil ser un escritor fracasado en la ciudad de Caracas. Hay cientos de ellos. Por regla general en esta ciudad capital el vocablo escritor es sinónimo de «pelabolas», es decir, de un ser que todo y nada tiene. En cualquier otra parte de América Latina, en Europa, y ni qué decir en los Estados Unidos, cualquier escritor puede vivir plácidamente de lo que escribe. Aquí la cosa es muy folclórica, y hasta divertida. En cualquier café o tenducha te topas con decenas de seres que dicen ser escritores y poetas; pero eso sí, son inéditos. Nadie ha leído de ellos jamás ni una sola cuartilla partida por la mitad. Quienes sí han tenido la fortuna (solo hipotética) de salir del ostracismo del anonimato, no logran vender sus libros ni poniéndolos en remate. Compungidos y con vergüenza, los autores se conforman con regalarlos a quienes deseen recibirlos, porque aquí tampoco se lee, a la espera de que le hagan el favor de redactar en algún periódico (de provincia) una escuálida reseña que diga con caramelosa empalagosidad las virtudes y demás menudencias del libro; o que sea descuartizado con un cuchillo de carnicería, hasta que se desangre en los anaqueles del olvido.
Pues bien, no hay por qué asombrarse entonces cuando nos percatamos de la elevada tasa de suicidios entre los escritores. Por lo general, se les puede ver en las casas de empeño entregando hasta los calcetines sucios, con tal de hacerse de algunas monedas que les permitan sobrevivir en esta dura y perversa capital americana. Otros, no tan aventajados, por no gozar de objetos apetecibles por los compradores de esperanzas, tienen que conformarse con ponerse en la Plaza Bolívar a recitar de memoria versos pensados y escritos en medio de alguna borrachera, para así poder recoger la limosna que les saque del apuro filosófico. Los más vergonzantes sacan de sus oxidados estantes los libros que dicen haberlos influido en su vena literaria, y los venden en la vía pública, llevando más sol y agua que una gata ladrona en un tejado gótico. En estas ventas podemos encontrar desde los evangelios perdidos de San Juan, hasta el libro de las antimemorias de Bryce Echenique, que dicho sea de paso, es costosísimo en las librerías normales. Y, por último, los de la categoría ínfima, es decir, aquellos que ya nada les queda para vender, o que nada recuerdan para recitar, tienen que conformarse con pasar como experimentados ladrones de supermercados y librerías; o preparar con escalofriante pulcritud su coartada para el suicidio perfecto.
Mi amigo, del que les vaya contar, perteneció a todas las categorías antes descritas, solo que sí había sido publicado por las más importantes editoriales del país. Tenía la extraña virtud de regalar todo lo que tenía como bienes de fortuna. Nada quedaba en su poder, sin que fuera debidamente reciclado. Sus libros habían ido a parar a los anaqueles de amigos, de conocidos, y de diversas instituciones públicas y privadas. En el tiempo de las vacas gordas —como suelen llamar a los años de la bonanza petrolera y de los gobiernos puntofijistas— vivió de un mediocre puesto en la administración pública que le permitió gozar de cierta holgura económica y sentimental. A menudo se le podía ver en bares de mala muerte nalgueando chicas hermosas que se entregaban al placer orgiástico. Un par de veces fue detenido por la policía al ser encontrado follando en la calle. Una que otra vez fue detenido por llevar en sus bolsillos unos cuantos gramos de droga blanda, que compartía con sus amigos y colegas escritores. Fue recogido y llevado varias veces a albergues públicos por brigadas especiales del municipio, que lo encontraban durmiendo en paradas de autobuses y en jardines privados. Desvirgó a más de una quinceañera de buena familia deslumbrada por su personalidad artística, y hasta intentó la violación cuando los palos se le subieron a la cabeza.
Cuando mi amigo se quedó sin casa propia, sin familia y sin una obra que ofertar a las casas editoriales, comenzó a pensar seriamente en el suicidio. Se le podía observar hablando solo y riéndose consigo mismo, a la vez que escribía algo en un cuaderno sucio y deshilachado. Yo, que pude leer lo que allí anotó con tanta precisión, puedo dar fe de que se trataba de las distintas formas que había concebido para quitarse la vida. Algunas eran tan ridículas, como por ejemplo, tomarse un jugo de lechosa con vidrio molido hasta que se le rompieran todas las vísceras y así morir desangrado, que él mismo no podía aguantar las ganas de reír. Otras, en cambio, eran demasiado grotescas, como por ejemplo, lanzarse de cabeza desde el último piso de una de las torres de Parque Central, tirarse a los rieles del metro en el momento que fuese pasando frente a la estación de Capitolio (y escogió esa por su gran afluencia peatonal en las horas pico). Llegó un momento en que la idea de suicidarse se transformó en una obsesión, razón por la que no había conversación en la que no la mencionara. Sus amigos pensamos que se trataba de las especulaciones propias de un egocentrista, cuyo norte siempre había sido llamar la atención de sus amigos y familiares. Habíamos conocido en él a un chico perita, francamente apuesto, que se movía en diversos mundos sociales, y de relaciones públicas. Lo admiraban por su gran talento, por esa innata capacidad de fabular todo lo que se le pusiera por delante. No había anécdota que no fuera procesada por su pluma sin que se transformara en una obra maestra. En el país se erigió en una de las figuras claves de la nueva narrativa, que representaba el rompimiento con la literatura telúrica y del costumbrismo, que tantas obras y buenas figuras había cosechado a la nación. En tiempos en los cuales los maestros del boom descollaban en el continente americano y en Europa, mi amigo logró hazañas inimaginables para nuestras letras: ganó premios importantes, lo invitaron a conferenciar en universidades e institutos de investigación literaria, lo tradujeron al inglés y al francés y se daba el lujo de despreciar jugosos contratos con empresas de renombre internacional, por aquello del nacionalismo y demás bagatelas.
Mientras todo ello acontecía, en mi amigo se iba generando un proceso de deterioro físico y mental. Comenzó a alejarse de su casa por períodos muy prolongados, no frecuentó más los sitios en los que acostumbraba a charlar con sus amigos, dejó de colaborar para los diarios y revistas que antes le eran indispensables, y abandonó paulatinamente la actividad de escribir, hasta el grado de aborrecerla y de no querer saber más de ella. Físicamente se descuidó, dejó de cambiarse la ropa, se dejó crecer la barba, el cabello y las uñas, y los dientes se le comenzaron a tapizar con la pátina de la mugre y de la enfermedad. El apuesto e inteligente escritor, el más prometedor de su generación, se transformó de pronto en una piltrafa humana, a quien nadie deseaba tratar, al que sus amigos —menos yo— abandonaron, y al que las editoriales execraron rápidamente. Sus obras, agotadas desde mucho tiempo atrás, no volvieron a ser reeditadas y en los colegios donde recomendaban la lectura de algunos de sus textos, su figura comenzó a causar repulsión y asco. Mi amigo se convirtió de la noche a la mañana en un muerto viviente.
Viéndose acosado por las circunstancias y sintiéndose repudiado por la gente, mi amigo tomó la decisión de acabar con su vida. Buscó en el buró el viejo cuaderno de anotaciones y repasó mentalmente las diversas posibilidades que se le presentaban. Eligió la más económica y la menos grotesca: se lanzaría desde el último piso de una de las torres de Parque Central. La caída le proporcionaría una muerte instantánea, seca, sin dolores extras ni remordimientos. La noche anterior arregló con inusitada meticulosidad sus papeles. Metió en arrugadas carpetas de manila decenas de borradores de sus conocidas novelas, agrupó textos sueltos que podrían dar pie a algún libro, tiró al cesto algunos cuentos y fragmentos de ensayos que no deseaba que se conocieran, y escribió una breve carta a su mejor amigo, es decir, yo. Acto seguido fue hasta la nevera se preparó un sándwich de queso y lo fue comiendo con la mirada perdida en el infinito. Destapó una cerveza y la bebió a sorbos que a veces le lastiman los sentidos y le arrancaban fuertes accesos de tos. Quiso saber qué pasaban en la tele y su decepción fue mayúscula cuando vio imágenes que mostraban a un suicida que caminaba en la cornisa de un edificio, el alboroto de miles de personas apostadas en las calles y los agentes de la policía tendiéndole una red protectora, que movían de acuerdo con los caprichos zigzagueantes del hombre. Sintió repugnancia y apagó el televisor lanzándole un curtido cenicero de bronce que reventó en miles de pedazos la pantalla. Fue hasta el anaquel y comenzó a acariciar el lomo de los libros que más amaba, los abría luego, y leía a saltos pequeños fragmentos de novelas. Retiró de cada uno de ellos los marcapáginas que se hallaban en su interior, y los apiló hacia un costado del estante. Tomó un bolígrafo y con letra menuda, casi imperceptible, los dedicó a cada persona que conoció en su atribulada existencia. El mío era especialmente hermoso, estaba fabricado con piel ribeteada de dorado y tenía una inscripción: «solo la lectura cambiará tu existencia». Se quedó mirándola y la releyó hasta que la mirada se le nubló con el asomo de algunas lágrimas que pronto secó sin ninguna contemplación. Abrió los cofres que tenía cerca de los libros y pudo constatar que la vida no había pasado en vano: en uno de ellos se hallaba la pluma con la que había autografiado, en una tarde esplendorosa, su primera publicación literaria. Intentó escribir algo con ella, y se percató de que estaba seca, vacía... sin hálito de vida. Un poco más allá encontró una vieja fotografía que lo representaba cuando tenía veintidós años, junto a su primera novia. Tenía un rostro lleno de felicidad, una felicidad contagiosa, y al mismo tiempo triste. Captó en su mirada una señal profunda e inequívoca de su frustración futura, de su gran desventura, de su fracaso como hombre, como amante, y como escritor. Encendió fuego y dejó que la consumiera hasta quedar solo cenizas.
De pronto se halló frente al espejo y no pudo contener su desazón. Se vio en malas condiciones y tomó la decisión de no llegar al más allá con un aspecto tan desgarbado. Fue hasta el cuarto y tomó una oxidadas tijeras que pertenecieron a su difunta abuela, y comenzó a cortarse el cabello. Al poco rato estaba irreconocible, había dejado en el piso más de un kilo de cabello profundamente negro y rizado, salpicado con las motas blancas de una caspa enfermiza y saltarina. Pero ello no le satisfizo. Había algo en su rostro que aún no le cuadraba a sus deseos de mostrarse como lo que alguna vez fue: jovial y atractivo. Decidió quitarse la barba. Entonces, con las mismas tijeras que usó para el cabello, cortó con dificultad la fuerte barba que le colgaba desde varios años atrás. Minutos después su fino rostro quedó al descubierto, libre de la pesada carga de un vello que lo hacía lucir con veinte años más. Se miró con detalle al espejo y no logró satisfacer sus deseos de lucir como el muchacho bien parecido que alguna vez había sido. Sus ojos estaban hundidos en el rostro, con un brillo cadavérico y traslúcido. Unas inmensas ojeras le desfiguraban la cuadratura de las mandíbulas rectangulares y sólidas. Abrió la boca y se percató de la amarillez de una dentadura perfecta y completa; buscó un poco de bicarbonato y con un cepillo, cuyas cerdas estaban chatas por el uso, rayó la superficie de los mismos hasta que un brillo de limpieza regresó a ellos. Se volvió a examinar a la luz de la bombilla, y no quedó satisfecho con lo que veía. Ya nada quedaba por hacer, tan solo falsear una breve sonrisa. De inmediato el rostro le cambió: una extraña liviandad le recordó que aún era joven y que podía vivir; si así lo decidía. Pero no estaba dispuesto a retroceder. Poco a poco el recinto se oscureció y mi amigo se quedó dormido, hasta el amanecer.
Un fuerte reflejo de sol le hería los ojos. Sentía una gran pesadez en las extremidades, como si su cuerpo no respondiera a las órdenes del cerebro. Con un esfuerzo sobrehumano se levantó, al tiempo que recordó la intención de acabar con su vida, y procedió a ejecutarla. Para ello se echó sobre el hombro un ligero morral con algunas de sus pertenencias, para que una vez recogido muerto sobre el pavimento, revisaran el morral y aquellas cosas tan preciadas llegaran a su destino. Revisó que todo estuviera en su sitio, colocó la nota a su mejor amigo sobre el buró, y se marchó dejando tras de sí el sonido seco del portazo. Tomó una buseta, y se quedó en la parada más cercana a Parque Central. Entró a una de las torres —le daba igual— y llamó el ascensor; pero estaba descompuesto. Así que tuvo que subir a pie hasta el último de los pisos. De vez en cuando se detenía para recuperar el aire y reponerse de la fatiga de una mala noche, hasta que llegó a su destino. ¿Cómo haría para entrar a uno de los apartamentos? Se sentó en la escalera y esperó con calma a que llegara alguien. De pronto, llegó una oficinista que trabajaba en un conocido bufete, y entró detrás de ella con un filoso cuchillo, por si se ponía necia. La chica no pudo emitir sonido alguno y dejó que mi amigo abriera la ventana, se asomara a través de ella y midiera las circunstancias de su acto. Arrastró hasta la ventana una pequeña mesa y se subió hasta ponerse en sentido contrario a la chica. Lo separaba del vacío una pequeña voladura en la construcción que no llegaba a los cincuenta centímetros. Cuando mi amigo le dio la espalda para lanzarse, la muchacha accionó una alarma. En pocos minutos se hallaban frente a Parque Central más de diez patrullas de la policía, y dos camiones del cuerpo de bomberos. Al rato, periodistas y centenares de personas se apretujaban abajo a la espera de que el suicida se lanzara para disfrutar morbosamente de un espectáculo ya no tan inusual. El fragmento de película que mi amigo había visto la noche anterior en su apartamento se repetía con saña y perversa similitud. Dos redes se contoneaban desde abajo dirigidas por sus caprichosos movimientos, intentando salvarlo. De nada le servía gritar y accionar sus manos con desesperación para expresar que no quería vivir, que era su decisión el lanzarse para acabar con tanta mediocridad. Abajo, quienes lo habían ignorado durante tanto tiempo se empeñaban en salvarlo y convertir aquel acto suicida en una demostración de efectividad de las fuerzas del orden público. Tal vez algunos de aquellos mequetrefes que se encontraban abajo dirigiendo las acciones aspiraban a un ascenso, o a una medalla al mérito. Desconcertado, intentó regresar a la ventana para retirarse del sitio; pero se encontró con que estaba cerrada. De pronto la luz del bufete se encendió y pudo ver cómo un comando de salvación de la policía entraba con intenciones de apresarlo. Con absoluta y fría determinación, mi amigo se lanzó de cabeza al vacío, y los agentes que manejaban la red de salvamento no pudieron contenerle. Su liviano cuerpo, dibujando una clara hipérbole en el espacio, fue a dar contra el muro de contención de un pequeño puente que divide artificialmente a la avenida. El morral cayó luego sobre la red como un paracaídas fofo.
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