SE FUE APAGANDO
Por: Ricardo Gil Otaiza
pero que aprendí a amar desde su portentoso amor.
Edelmira amaba a su esposo y no soportaba la idea de perderlo. Pedro amaba a su mujer con una pasión sin frenos, capaz de cualquier locura. Ambos habían establecido una especie de logia en la que no cabía algo distinto que no fuera su desaforado deseo. En las tardes, cuando finalizaba las rutinarias labores del hogar, Edelmira se sentaba en la ventana a esperar a que Pedro retornara de sus ensayos como flautista de la orquesta, o de la humilde zapatería que había levantado como complemento a sus labores —no muy bien remuneradas, por cierto— de músico de la banda del Estado. Cuando la brisa helada proveniente de la sierra le golpeaba el rostro, ella entornaba el postigo de la ventana sin dejar de mirar hacia el horizonte, como queriendo evitar que en un súbito e imperdonable descuido regresara su esposo y ella no se percatara de su presencia. En las tardes calurosas y para amortiguar un poco el sopor que le congestionaba el rostro, dejaba correr una delgada cortina cuya transparencia le mostraba un mundo velado, sacaba de una oxidada lata de galletas dos largas agujas y un rollo de hilo e intentaba —a veces sin lograrlo— zurcir sus descosidos pensamientos.
A pesar de haber sorteado varias décadas de matrimonio, Edelmira y Pedro mantenían viva la pasión. Al principio, cuando los hijos eran pequeños, procuraban dejar tiempo para amarse sin descuidar los detalles de la casa y brindar a los niños una educación que les permitiera a la larga un oficio digno a los varones y un buen matrimonio para las niñas, siempre bajo la celosa mirada de ella y bajo la escrutadora presencia de él. Pronto los hijos se fueron de casa y quedaron Edelmira y Pedro en medio de una soledad que solo lograba matizar el amor que se tenían. Ambos eran todavía jóvenes cuando sus hijos los convirtieron en abuelos.
Los ensayos de la banda eran de día y las presentaciones al finalizar la tarde o bien entrada la noche. Era costumbre en la ciudad organizar entre las familias actos culturales, puestas en escena de alguna obra teatral o reunirse los amigos para compartir y así ahuyentar el hastío. Oportunidad que no era desaprovechada por algunos para el chisme o para el asunto político, que muchas veces terminaba de malas maneras cuando las divergencias ideológicas se sobreponían a los afectos y a la amistad de prácticamente toda una vida. Lo más importante era hallar un motivo de reunión: un bautizo, un matrimonio, un aniversario de bodas, un cumpleaños o una alta designación jerárquica, y lo demás venía por añadidura. Era fascinante ver cómo desde las casas llegaban al sitio de reunión diversos platos para el festejo, sin que faltara —por obvio— alguna bebida alcohólica de fabricación casera o proveniente de algún trapiche aledaño al pueblo. En pocos minutos había sobre el comedor platos salados y postres de espléndida y detallada confección.
Pedro era solicitado en todas las celebraciones, bien formando parte de la orquesta en la que laboraba, bien dentro de grupos más pequeños o simplemente como solista independiente. A Edelmira correspondía la selección de la ropa, labor que alternaba con su afán de acicalamiento de su amado. En el fondo se sentía orgullosa de ser la esposa de un hombre ostensiblemente guapo, condición que no la minimizaba porque estaba consciente de sus propios encantos, que afortunadamente el tiempo no había trastocado.
Un día, Pedro regresó pronto del ensayo y le dijo a su esposa que esa noche tendría una importante presentación en la casa del Gobernador. Como era de esperar, tendría que asistir vestido de gala para lucir impecable. Edelmira fue hasta el escaparate y sacó el frac que estaba listo para ser usado y colocó sobre la cama la camisa, los calcetines, las yuntas, la guardacamisa, el fajín y los demás implementos que llevaría su esposo. Fue hasta la cocina, calentó un poco de agua, la vertió en una jofaina y dobló sobre su brazo una toalla limpia. En la habitación, Edelmira afeitó a su esposo sin lastimar un solo centímetro de su piel. Luego tomó el cepillo de cerdas naturales y le peinó con cuidado el cabello. Acto seguido le entregó un espejo para que se mirara. Él quedó satisfecho con el trabajo de su esposa y con su propia imagen.
Pero faltaba un detalle. Pedro llamó a su esposa y le pidió que le sacara de la nariz un punto negro que desde hacía varios días le estaba molestando. La esposa comenzó entonces pacientemente a destripar la piel de la nariz una y otra vez en fallidos y dolorosos intentos por extraer la inoportuna mácula. Al cabo de un rato desistió de su empeño al observar que la nariz de Pedro se veía roja e inflamada y le dijo que se fuera tranquilo a la presentación porque el punto negro apenas se notaba. Pedro se observó la nariz en el espejo y la mirada se le nubló de malos presagios.
Durante la función, Pedro sintió que la nariz le palpitaba como una extraña comezón mezclada con dolor, cuestión que se le agudizaba con el esfuerzo continuo de tener que soplar el instrumento musical. Pensaba en Edelmira y ese mal presagio que lo había asaltado en su casa, regresaba una y otra vez para entristecerle la noche. Fue tal la incomodidad que llegó a sentir en la nariz, que por temor a desafinar tuvo que decirle al director de la banda que no podía seguir tocando. Presionado por las circunstancias, el director no prestó oídos a su solicitud y Pedro tuvo que aguantar la incomodidad —rayana en la desesperación— casi hasta el amanecer.
Al día siguiente, Pedro no se levantó; su esposa le llevó el desayuno a la cama. La nariz le había amanecido muy roja e inflamada, tanto que le desfiguraba el rostro. Alarmada fue en busca del médico pero no lo encontró. Después de algunos viajes perdidos decidió dejarle un mensaje urgente con su ayudante. Fue después del mediodía cuando el doctor se presentó en la casa y examinó a Pedro. Revisó con cuidado la nariz, preguntó los pormenores del asunto y finalmente diagnosticó con desenfado una infección producida —tal vez, así dijo— por el intento fallido de sacarse la espinilla con las manos sin lavar. Ordenó compresas de agua oxigenada, aplicaciones de mercurocromo y emplastos de ungüento de mentol fundido a la llama dos veces al día. Pedro se quedó tranquilo luego de la visita del médico y su mujer se dio a la tarea de aplicarle día a día lo recetado.
La nariz no mejoró. Todo lo contrario, los emplastos de mentol fundido a la llama le laceraron la zona. La inflamación, lejos de ceder, abarcó de pronto las mejillas y la frente. El dolor era insoportable y ambos pasaban las noches en vela. En una segunda visita a la casa, el doctor recomendó a Pedro que fuera a su consultorio en el hospital para drenarle la zona. Los drenajes aliviaban temporalmente el dolor y la inflamación, pero las evidencias mostraban que la nariz se tornaba cada vez peor, y de nuevo los malos presagios entraron en su mente. Poco a poco, el color rojizo de la nariz inflamada se tornó violáceo y su aspecto pronto se hizo indescifrable y terrible.
Pedro se despertó atribulado con el grito de su esposa. La nariz había comenzado a deteriorarse. Se levantó y al mirarse en el espejo no dudó en exclamar con lágrimas en los ojos: ¡Mi amor, esto es un cáncer! Se abrazaron en silencio y así permanecieron largo rato hasta que se dejaron caer en el suelo sin fuerzas para resistirse al golpe. El diagnóstico de Pedro fue confirmado ese mismo día por el médico con la atenuante de que podría tratarse de un proceso lento, “benigno”, quizás de varios años. Ambos miraban al doctor con ojos de infinita soledad, como si un vacío se hubiese instalado de pronto en sus vidas para desgarrarlas, para hundirlas, para lanzarlas a un infierno lento, progresivo, latente, pero infierno al fin.
Al principio, Pedro salía a la calle cerca de la noche para ocultar su rostro bajo la penumbra de un sol que se venía abajo. Por orden médica dejó su oficio de flautista en la banda dedicándose solo a la zapatería. A medida que la enfermedad fue avanzando, Pedro se refugió progresivamente en la intimidad de su casa, eludiendo mirar de frente a sus amigos, a su familia y a su propia esposa. No eran el falso pudor ni la vergüenza las causas de su actitud. Las personas no podían contener un gesto de desagrado —tal vez de horror— al mirarlo. Por recomendación de un amigo muy cercano comenzó a utilizar una máscara y esto le daba más confianza en sí mismo, solo que el vaho que se producía con el calor del día y el frío de la noche aceleró el proceso degenerativo, y apesadumbrado desistió de usarla.
De una de las tantas consultas con el médico surgió la idea de remitir a Pedro al hospital Vargas de Caracas. La idea no era descabellada, pero la travesía desde la provincia hasta la capital suponía un largo viaje: carro de mulas, embarcaciones para cruzar el lago de Maracaibo hasta Curazao y de allí hasta La Guaira, y un sinfín de situaciones que tenía que sortear el viajero en medio de un camino infectado de plaga y de peligros. Sin embargo, el riesgo de la travesía fue olvidado porque la enfermedad no daba tregua en sus constantes avances en el rostro del paciente. Ya no se trataba tan solo de la nariz, sino que la comezón se había extendido prácticamente a todo el rostro dejando la sensación (y por qué no, la certeza) en quienes lo miraban, de que se había convertido en un monstruo.
Los esposos se despidieron con un largo abrazo. El contacto los fundía en la comprensión de que tal vez no volverían a verse. Ambos lloraron sin pronunciar palabras. El momento se había detenido para dejar que esos dos seres que se amaban profundamente adelantaran su propio duelo. Efectivamente. No lloraban por separado. Se puede afirmar que “se lloraban” el uno al otro en un intento desesperado por exorcizar el horror de una existencia que se les hacía pedazos. Habían vivido juntos cuarenta años y procreado cuatro hijos. Ninguno de ellos pudo estar en la despedida porque Pedro se lo prohibió. Allí quedaba Edelmira, íngrima, abatida, hueca de emociones, colgada de un abismo, de una nada inexplicable y terrible.
El fantasma de Pedro tomó el atajo del río buscando la frontera del gran estado de los Andes. Tras de sí quedaba su vida y sus recuerdos, solo le acompañaba Florencio, un baquiano que se ofreció para servirle de guía hasta la lejana Caracas. Olvidó cuánto tiempo les llevó cruzar montañas y caudalosos ríos, franquear los límites entre lo real y lo imaginario de un país dividido, sin vialidad, cuyos viajeros se convertían en exploradores de un paisaje virgen, denso, poblado de belleza y de misterios. Su asombro fue infinito ante la majestuosidad del Lago de Maracaibo, pero no pudo evitar el dejar las entrañas en medio de sus aguas por la presión incontenible del vértigo y la náusea. Fueron días difíciles por el recuerdo perenne de Edelmira, aunado al penoso vaivén del encrespado mar Caribe. A medida que se adentraban a lo desconocido, en Pedro se iba albergando la desesperanza. Algo le hacía presentir que el fin estaba cercano, que su vida había quedado atrás.
Sentada a la ventana, Edelmira se quedaba absorta mirando el plomizo horizonte. Sin desviar la mirada para no perderse detalles del incierto regreso de su esposo, preguntaba a una de sus nietas, que desde entonces la acompañaba: “¿Dónde queda Caracas?”. La niña, por salir del paso, levantaba el índice y al azar elegía un destino, que cada día cambiaba de coordenadas. Edelmira fijaba su mirada hacia donde la niña le indicaba y con lágrimas en los ojos suspiraba hasta que la noche caía de golpe y la sorprendía en el sueño.
Larga fue la travesía de ambos. Por fin habían llegado al hospital Vargas. A pesar de la pesadumbre y del cansancio, Pedro no dejó de admirar la belleza del viejo edificio y la naturaleza amable de una ciudad cosmopolita. Muy pronto se adaptó a la vida dentro del hospital y quedó desolado cuando tuvo que despedir a Florencio, que se disponía a regresar al gran estado de los Andes. A medida que fueron pasando los meses, los otros pacientes se hicieron sus amigos. En cierta medida, su salud no estaba tan deteriorada como para no prestar ayuda a los otros hasta hacerse indispensable en el servicio médico. Aplicaba inyecciones, tomaba la tensión arterial y aseaba a los expósitos. En el fondo se llenaba de trabajo para mitigar el recuerdo de su esposa. No era mucho lo que podía hacer para comunicarse con ella, tan solo enviarle breves notas que hacían igual travesía hasta llegar ilegibles a manos de su esposa. Con el paso del tiempo, las cartas se hicieron escasas hasta no recibir más noticias de ella.
El pronóstico no era bueno. A pesar de recibir radiación, el cáncer no daba signos de remisión. Es más, algunos médicos opinaban que debido al avanzado estado de su enfermedad era contraproducente seguir sometiéndolo a tan drástico tratamiento. Perdió el cabello y más de treinta kilos hasta parecer un cadáver, sumado al profundo desasosiego de su espíritu, que lo llevó a pensar —muy en contra de sus deseos personales— en una salida rápida a su calamitosa situación. Un mediodía se hallaba recostado en su cama y de pronto entró Edelmira a la habitación del hospital, se sentó al pie de la cama y se quedó mirándolo con una insondable tristeza. Él se levantó de un salto para abrazarla y al instante su imagen se hizo bruma. La vio salir del cuarto flotando en una nube, atravesó la pared, y desapareció.
Pedro comenzó a guardar sus cosas en la pequeña maleta que tenía debajo de la cama, y a la pregunta de todos por su extraño comportamiento respondía que se regresaba a los Andes, que su mujer lo necesitaba. El médico de guardia intentó detenerlo, pero ante su inquebrantable determinación no tuvo otra opción que darle forzosamente de alta. Hizo contacto con unos amigos de la capital y lo ayudaron a embarcarse rápidamente en el puerto de La Guaira con destino a Curazao y de allí a Maracaibo. Varios días duró el viaje de regreso. Torrenciales lluvias habían hecho estragos en los rudimentarios caminos, que en vano intentaban unir a un occidente desperdigado y terrible con el resto de un país completamente desahuciado.
El largo viaje menguó ostensiblemente las escasas fuerzas de Pedro, hasta el punto de que muchos compañeros de viaje creyeron que se moría, pero el deseo de abrazar a Edelmira era superior a cualquier empresa. Solo que en esta oportunidad la titánica odisea fue en vano, porque cuando entró a su casa, los amigos le anunciaron desconsolados que su mujer había fallecido.
Pedro se encerró en su casa sin comer ni dormir. Lo único que pudo hacer luego de conocer la noticia, fue tomar la cobija aún tibia de su mujer, enrollarse en ella como un ovillo y comenzar a mecerse sentado en el suelo. No hubo argumento posible que lo hiciera levantar del piso. En la casa, de noche solo se escuchaba su llanto, cuyo eco llegaba como un bronco rumor hasta las casas vecinas. Y se fue apagando, lentamente, como si las lágrimas y la voz se hubieran ido de su cuerpo para siempre, hasta quedar tirado sobre el suelo, vencido, con las manos alzadas y detenidas en el aire a la espera —quizás— del abrazo que no pudo entregar.
Tomado de mi libro Trilogía de espectros (Fondo de Publicaciones de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes, APULA, 2010).
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