Reflexiones

 

Por: Ricardo Gil Otaiza. 

El paréntesis que entre nosotros ha significado el confinamiento por la pandemia, ha surtido el efecto de que se haya despertado con fuerza inusitada la noción del existir. Hasta ahora la dábamos como algo natural, consustancial a nuestro arribo al mundo, y la supeditábamos a cuestiones secundarias porque supuestamente era algo que estaba dado, pero resulta que no es así. El temor generado por el contagio y todo lo que de esto deriva, nos ha quitado una venda de los ojos, nos ha interpelado de manera profunda, nos ha movido el piso hasta el punto de revalorar todo aquello que habíamos pasado inadvertido como si de un telón de fondo se tratara.

Solemos descartar por obvia la existencia, como si no fuese ella misma un portento de la vida. La cotidianidad nos trapa en sus pedestres garras, y de manera inadvertida la asumimos como el Todo de nuestro paso por la tierra, dejando de lado tantas aristas y posibilidades, que tiramos por la borda la opción de hacernos múltiples y diversos, a lo que estamos llamados por nuestra propia naturaleza. Ergo, seres de lo fáctico, y a la vez de lo abstracto. Una de las potenciales ventajas de situaciones como las que vivimos por la pandemia, es precisamente el poder detenernos a reflexionar sobre todo esto, en lugar de quemar miserablemente nuestras horas, como si ellas nada tuvieran que ver con el tiempo que nos fue dado para la realización plena. Solemos creer que los filósofos son los únicos facultados para filosofar sobre la vida, cuando en verdad es una tarea que nos corresponde a cada uno de nosotros. Desde nuestra condición de seres pensantes somos filósofos en potencia, pero la abrupta realidad nos impide muchas veces comprenderlo y dejamos que sean otros los que lo hagan, ignorando todo aquello que contribuiría a hacer más ricos y plenos nuestros días.

Preguntarnos el porqué de las cosas, es en sí un duro e interesante ejercicio de autoconocimiento e introspección, que nos lleve por oscuros meandros de nuestra interioridad, y que nos permita que aflore todo aquello que guardamos a veces con celo y hasta temor, y que podrían ser frenos para la autorrealización. Replantearnos nuestras vidas debería constituir de manera periódica una tarea fundante para nosotros, porque nos posibilitaría reorientar procesos, enmendar errores, relanzar proyectos, disfrutar de los logros, echar marcha atrás en caminos extraviados, y hasta dar a nuestras vidas el anhelado giro de 180 grados, que nos haga sentir cómodos y felices en nuestra propia piel. Es decir, estar en sintonía con el Ser.

Decidir invertir las horas del pesado confinamiento para relanzar nuestro proyecto de vida, quizás sea una buena estrategia, ya que a la larga nos permitirá, al mirar atrás, percatarnos que no todo fue malo en medio de la tragedia, porque nos sirvió para reconquistar los ocursos territorios que opacaban nuestro Ser.

Denso letargo

En mal momento llegó la pandemia a nuestras vidas, que vino a sumarse a la ya larga lista de vicisitudes por las que pasamos los ciudadanos de este país. Todos, sin distingos de ninguna especie, estamos impelidos a replantearnos el ahora, como si de pronto se hubiese roto el hilo conductor de nuestro devenir, para hacer de cada uno pieza de un tinglado perverso y retorcido. De manera muy particular pienso en nuestros niños y jóvenes, hasta ayer llamados el futuro del país, y que hoy se ven suspensos en un denso letargo en el que no es posible reacomodar su presente ni mucho menos avizorar un destino.

La abultada cifra de carencias en nuestro diario vivir hace cuesta arriba el que los muchachos puedan insertarse en línea a sus instituciones educativas, para la prosecución de sus estudios, porque resulta inverosímil el solo hecho de pensar en un servicio eléctrico decente, que posibilite a su vez la interconexión con las tecnologías de la información y la comunicación, que hagan viable los objetivos educacionales. Ni hablar de la modalidad presencial, porque nos hallamos en el pico de la pandemia del Covid-19, con los enormes riesgos para la salud que esto implica; amén de hacerse imposible el que los niños y jóvenes puedan ser llevados hasta sus escuelas y liceos debido a la ya crónica escasez de combustible, a la ausencia de suficiente transporte público, y a la inseguridad reinante en las calles.

La sociedad venezolana vive su peor momento de la historia contemporánea. Los indicadores de calidad de vida están en el subsuelo (por cierto: muy alejados de los del resto de países de la región), y pareciera que se cierran los caminos y la esperanza. Sin embargo, la batalla por una vida mejor no está perdida. Se los aseguro. La nación venezolana ha dado muestras de fortaleza en otros puntos de inflexión de su devenir y ha salido adelante. De cada uno de nosotros deberá emerger lo mejor de nuestro talento y de nuestra idiosincrasia, para demostrarnos a nosotros mismos que podemos salir de la oscuridad y adentrarnos con hidalguía en la luz de un nuevo y mejor país, en el que nuestros muchachos tengan todas las oportunidades para su realización, y en el que los adultos y los ancianos vean florecer sus más preciados sueños.

@GilOtaiza

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