EL CHAMÁN

 

EL CHAMÁN 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

El autobús avanzaba zigzagueante sorteando la colina. A través de las ventanas se podía percibir un inmenso claro de luna que iluminaba con fuerza los verdes peñascos. A medida que avanzaba, el frío se colaba haciendo tiritar a los viajeros, quienes con esfuerzo —y casi adormilados— sacaban de sus maletines cobijas y chamarras para protegerse del viento helado que llegaba desde la montaña. De vez en cuando el desvencijado armatoste perdía fuerza por lo abrupto del camino, pero seguía su marcha con renovados bríos de viejo vergonzante. La noche se iba internando entre los bosques, asaltando con sus sombras el lento y quejumbroso paso del autobús, que impertérrito proseguía sin desfallecer hasta su destino. 

En uno de los puestos intermedios estaba dormido —y con la boca abierta como cazando moscas— un reconocido chamán, que tan pronto como llegara a la montaña, se internaría en ella para desvelar sus guardados secretos medicinales. Setenta años no habían corrido en vano, sobre todo cuando se intentaba medir su fama bien ganada de buen sanador. Decenas de personas lo consultaban a diario para arrancarle cura para sus males del cuerpo y del alma. Su fama se había extendido por todo el valle, razón por la que tenía que ir una o dos veces por semana a internarse en la montaña sagrada para ponerse en contacto con los duendes de las plantas. Por lo general, viajaba con los pacientes, ya que ellos se encargaban de tomar nota de todo cuando dijera, en su no tan lúcido trance con el más allá. A veces hablaba en lenguas indígenas y nadie —que no fuera descendiente azteca, tarahumara o huichol— podía desentrañar sus exóticas recetas con base en hierbas y mixturas.  La sesión duraba varias horas y, al término de la misma, el chamán se ocultaba detrás de algunos arbustos para tomar su merecido descanso y reponerse del desgaste espiritual y físico que cada sesión implicaba. Entretanto, el enfermo tenía que esperar paciente —a veces durante horas— por el retorno del viejo y sabio curandero. Casi al amanecer bajaban en silencio de la montaña mágica a esperar el autobús que los llevaría de regreso a la ciudad de México. 

Los viajeros avanzaban, y ya casi eran las once. El chamán debería estar en el sitio de las ofrendas justo a media noche para el inicio de la ceremonia; sin embargo, ésta podía durar varias horas para entrar en claro y perfecto contacto con los espíritus de las plantas que se aprestarían a indicarle diversas curas para sus pacientes. Por lo general, concurría a celebrar la ceremonia con quince o veinte personas; pero el caso ameritaba una sesión solitaria. Un agudo chillido al frenar el autobús le indicó al chamán que el viaje había concluido. Se apeó con fuerza y, con él, diversas personas que se dirigían a otros destinos cercanos. La luna seguía destellando en el firmamento concediéndole a la noche pinceladas etéreas. Al avanzar unos pasos tropezó con una persona envuelta en una chamarra, quien le habló como desde el interior de un cascarón vacío. El chamán supo de inmediato que se trataba del paciente con el que trabajaría esa noche. Se saludaron sin sonreír, y juntos se internaron en el bosque. 

En lo más profundo de la Sierra Madre se realizaban las ceremonias de curación. Para ello el chamán disponía a su diestra de un sinnúmero de raros instrumentos de fabricación artesanal, de diversos libros de oraciones, y de un pequeño cofre dorado, cuyo interior lo custodiaba un sereno y delgado candado de aspecto enfermizo. El chamán sacó de su morral un traje holgado y de diversos colores, que se colocó sin dificultad con un solo movimiento sobre la ropa. Luego, como para darle a la ceremonia la connotación mágico-religiosa que se ameritaba para la curación, el viejo chamán encendió un grueso tabaco, y con fuertes chupadas lo consumió. De inmediato le ordenó al paciente que se despojara de la camisa y se colocara de espaldas al árbol que les servía de testigo. Con una minúscula y oxidada llave abrió el pequeño cofre, en su interior se hallaba una jícara que contenía una planta con forma de un cacto, cuyo nombre repitió un par de veces: Hikuli (Peyote). Invocó el nombre de la gran chamana María Sabina, a la Santísima Trinidad, al dios de la fertilidad, y a los hermanos de la corte indígena. Danzó durante largo rato y profirió a gritos lúgubres canciones. Consumió el Peyote, y a los pocos minutos movimientos epileptiformes comenzaron a sacudir la pequeña humanidad del chamán. Se movía como si algo poderoso le desgarrara las entrañas, obligándolo a perder su serena compostura. Habló en diferentes lenguas, y al final —en un castellano casi ininteligible— giró instrucciones médicas para que fueran anotadas por el paciente, no sin antes narrar alucinado horribles experiencias que involucraba colores, plantas y animales.

Hijito. Estoy en contacto con los duendes de las plantas de esta zona de la Sierra Madre. Puedo ver cómo bailan y juegan plácidamente con alegría extrema. El cielo y la Tierra se dan la mano, y en dulce armonía se cuentan sus secretos para la salud de todos los hombres. Usted es poseído por fuerzas del mal a causa de un daño que usted le hizo a una hija de familia. Lo están trabajando para que de su vientre broten gusanos, y muera putrefacto. No será fácil deshacer los nudos que lo atan a la muerte. No sé si mis fuerzas puedan llegar hasta descomponer el daño, que es serio y endiablado. En su casa, al lado de la ventana tiene una mata de altamisa que se secó sin razón aparente. Hijito, allí le enterraron polvo de huesos de muerto y le están causando grandes perjuicios. Le duele todo el cuerpo y la puntada le llega con más presión hacia la vejiga urinaria. Ya no puede tener contacto carnal con su mujer, porque una terrible impotencia lo hunde en un dolor moral inmenso. El trabajo no anda bien y los amigos lo han traicionado por cuatro pesos. En el tequila le han colocado agua de placenta y líquido de vagina enferma y piche.  Es usted un ser muy desgraciado y, de no remediar pronto todos esos males, no llegará con vida  a la nochebuena. 

—Mi cuerpo está liviano. Puedo sobrevolar por todo el bosque. Mis amigas las plantas me dicen cuáles pueden ser  las curas para sus males. Pero usted es muy incrédulo y ellas están bravas. Pídales de inmediato perdón por ser tan necio e ignorante...

—¿Ve aquél arbusto que está allá? Corte con este cuchillo un gajito y métalo en su morral. Al llegar a casa lo va a cocinar y se lo va a tomar cuatro veces por día. Aquella hierbita me dice que es buena para la mala pata que lo persigue durante todos estos días. Plántela en la entrada de su casa y bote por el barranco la altamisa que le han preparado sus enemigos. Mi amigo el árbol me ofrece una rama para contrarrestarle la impotencia que lo amarga. Córtela en cruz y colóquela debajo de la almohada. Cada vez que desee el contacto carnal con su mujer, pásele la mano a la cruz. 

—Esta hierba me dice que es buena para los retortijones que no lo dejan dormir ni descansar día y noche. Deséquela al primer sol de la mañana, prepare una infusión, y agréguela al agua del baño...

—Los duendes están apurados y no desean seguir hablando con nosotros. Me dicen que les molesta su presencia. No es bueno para usted continuar aquí si los duendes lo rechazan, y para mí podría ser un riesgo. Lo mejor será que se ponga la camisa y regrese por donde vino. Con lo que le recomendaron podrá salir de su situación. Desean verlo dentro de dos meses... no antes.

Cuando finalizó la ceremonia, el chamán se retorció sobre su eje, y abrió los ojos. Las mandíbulas le castañeaban como si fuera presa de un extraño y terrible poder sobrenatural. De inmediato le pidió un abrigo al paciente, y se lo colocó con extrema dificultad sobre los hombros. Estaba pálido y gotas de sudor le recorrían exultantes el rostro hasta bañarlo. Dobló las  rodillas y se sentó sobre el pasto seco como a la espera de un destino incierto. Tenía la mirada perdida en un vacío insoslayable y efímero. Permaneció en ese estado durante varios minutos, hasta que perdió el conocimiento y cayó hacia un costado. Sin saber qué hacer, el paciente intentó reanimarlo en vano. Entonces,  presa de un inmenso pánico que le obnubilaba los sentidos, decidió salir de aquél sitio sin importarle la suerte del chamán. Tomó a las carreras sus escasas pertenencias, y comenzó a bajar por el bosque en busca del camino de regreso. Sin saber por dónde seguir caminando, se fue internando aún más, hasta encontrarse solo, perdido y desesperado. No aguantaba la fatiga ni el cansancio de tanto caminar, y llegaba siempre al mismo sitio: como si un poder ajeno a su voluntad dispusiese por su suerte hasta hacerlo retomar continuamente los pasos perdidos. El enfermo agotaba sus fuerzas y no veía por ningún lado la carretera de retorno. La luna ya no se dibujaba en el cielo y la oscuridad y la jungla nocturna se hicieron dueñas del momento. Escuchó pasos y el crujir de ramas secas, y los nervios lo consumieron hasta impedirle continuar en su tarea. Entonces comenzó a llorar y a gritar improperios, intentando exorcizar los fantasmas de la noche. Cerró fuertemente los ojos para evitar ver lo que le deparaba el destino, y se puso de espaldas contra un gigantesco árbol, mientras que sus piernas iban perdiendo fuerzas, y su cuerpo se escurría inerme en el suelo hasta quedarse completamente dormido. 

El chamán se encontraba en medio de un gran festín de celebración de un importante acontecimiento. Al parecer había sido coronado rey de un lejano mundo en el que sus habitantes no eran más que los duendes de las plantas. Brindaban, reían y chocaban copas por la felicidad del nuevo monarca, al que le auguraban muchos años de próspero reinado. A sus pies se hallaban decenas de personas que le suplicaban una cura para sus males del cuerpo y del alma; pero él ya no era curandero. Había pasado a otra dimensión en la que su condición le impedía acercarse al común de la gente, ya que podía ser contaminado y muerto. Él, con aires despóticos, mandaba  a venir a su guardia y exigía el retiro inmediato de aquellos seres nauseabundos y miserables que le estropeaban su alegría. Imperaba el orden y la limpieza en aquél reino y nada de lo humanamente aceptable —como la ira, el odio y la codicia— eran admitidos en los sinuosos límites de la ciudad perfecta.  Decenas de alegres y traviesos duendes llevaban a su rey de un sitio a otro, ya que aquél se había vuelto tan perezoso que no quería caminar. Olvidó los poderes curativos de la plantas, las recetas con miles de secretos celosamente atesorados por las distintas generaciones de mexicanos, y los deseos sexuales. Era un extraño hombre mezcla de humano y de alienígena, que en nada se parecía a aquél humilde chamán que viajaba varias veces por semana a la montaña sagrada para sanar a sus enfermos. De pronto se le aparecía frente a frente y le manifestaba su intención de no volver jamás a la Sierra Madre Occidental, que su vida en otra dimensión era mejor y más productiva. La humanidad había perdido a partir de aquella noche a un curandero importante. 

La luz del amanecer le hirió los ojos al enfermo y lo devolvió a su presente. Se hallaba acostado sobre la hierba debajo de un inmenso árbol. Se incorporó con dificultad e intentó caminar; pero las piernas no le obedecieron. Se mantuvo varios minutos sentado a la expectativa. Una vez que recuperó las fuerzas, buscó con afán el sitio en el que el chamán había celebrado la noche anterior la ceremonia de curación, y lo encontró. Para su sorpresa el viejo chamán estaba acostado sobre la hierba, y a su alrededor se hallaban desperdigadas sus pertenencias. Se acercó y notó que aún respiraba. Con extremo cuidado lo sentó sobre sus piernas y, al instante, el chamán abrió los ojos. Lo reconoció y con una mueca que denotaba una leve sonrisa, le preguntó qué había sucedido y por qué estaban allí. El enfermo le contó que se había desmayado y que él se encontraba  perdido en el bosque desde la madrugada anterior. Ambos tomaron sus cosas y lentamente emprendieron el camino de regreso hasta la carretera. A los pocos minutos pasó el mismo autobús que los había conducido hasta la montaña mágica, y viajaron hasta la ciudad de México.  

El enfermo siguió con exactitud las recomendaciones dadas por el chamán en su trance. Paulatinamente fue recuperando la salud y resolviendo con éxito cada una de las situaciones familiares que se le habían presentado. Igual suerte no corrió el chamán, ya que a partir de aquella noche, y por los efectos tóxicos de las altas dosis que había ingerido de Peyote, perdió la capacidad para comunicarse con los espíritus de la plantas. Una vez que se hallaba en la montaña mágica, se le hacía prácticamente imposible consumir la planta sagrada, ya que era presa de fuertes vómitos, mareos y sudoración. Temía morir. Al no poder entrar en trance, le era muy difícil comunicarse con los duendes y no podía ofrecer al paciente solución a sus problemas. De pronto su mundo se empequeñecía y su existencia ya no tenía razón de ser. Perder sus poderes curativos era sinónimo de la muerte.

Bajó solo y ataviado con su chamarra hasta la carretera, tomó un autobús, y a media noche llegó a la Sierra Madre. Se internó en las profundidades del bosque, y dio inicio a su ceremonia. Cantó y bailó hasta que perdió el sentido de la realidad. Abrió con precaución el cofre dorado y tomó todo el Peyote que cabía en la jícara. A los pocos minutos entró en un fortísimo trance que le hizo estremecer su cuerpo hasta quedar exhausto. Esa noche pudo hablar con los espíritus de las plantas durante largo rato. De pronto, seis de ellos se le acercaron y procedieron a levantarlo en vilo, y comenzaron a arrastrarlo hasta que desaparecieron del lugar de la ceremonia. Por más que gritó con todas sus fuerzas, no logró que alguien lo liberara de su horrible pesadilla. 

No se supo del paradero del chamán de la montaña mágica. Tal vez —dicen las autoridades de aquél sitio— el viejo chamán fue devorado vivo por las fieras que habitan el bosque. Otros, quizás menos escépticos, creen que se internó en las profundidades de la Sierra Madre Occidental, y que allá se quedó a vivir con los duendes de las plantas.  






Relato tomado del libro Hombre Solitario y otros relatos (Consejo de Publicaciones de la ULA, 2002), que fuera incluido luego en Cuentos Antología Personal (Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria, 2010).





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