LA SANTA

 

LA SANTA 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Nadie es tan santo, o tan malo, como para que no se lo crean. Aquí, en la ciudad, todo lo real es imposible y lo fantasioso es probable. El ser bandido es una virtud para la supervivencia, y el ser bueno es un defecto que te puede conducir a la muerte. ¡Qué difícil es ser santo en un medio como el nuestro! Muchos se preguntarán: ¿es que hay santos en nuestros días? De haberlos: ¿cómo es posible?; ¿cómo reconocerlos sin ser presas de vagas ilusiones especulativas? Es más: ¿tenemos nosotros la capacidad sensorial, o espiritual, para detectar la presencia de seres especiales o superiores, estando inmersos en un caos existencial que nos conduce a un escepticismo cruel? 

Ubiquémonos, pues, en una gran ciudad como lo puede ser Caracas, Bogotá, Nueva York, París, Madrid o Buenos Aires. Desentrañemos del fondo de la conciencia colectiva un personaje femenino, frágil y puro al que le daremos el nombre de Gregoria. Ella es una mujer llegada a la capital desde una pequeña, olvidada y prescindible ciudad de la provincia. Nadie sabe dónde queda ubicado el pueblo en el que nació Gregoria; es más: nadie recuerda si aparece o no en el mapa político de la nación. Lo cierto es que  llegó con una caja como maleta, y con muy pocas pertenencias: una vieja y descuadernada Biblia, un rosario con cuentas de madera ya desgastadas por el tiempo, un par de faldas deshilachadas y desteñidas, y un cuaderno Alpes que fungía como de libro diario.  Llegó una ardiente tarde al barrio de la costa sur, y con pesada decisión se encaminó cerro arriba hasta la casa que le serviría de morada. Viviría con unas hermanitas de la caridad que desde los tiempos de la derrocada dictadura habían aprovechado para hacerse de una humilde casona que funcionaba desde entonces como convento. A su llegada fue recibida con alegría por quienes en lo sucesivo serían sus compañeras de trabajo pastoral. No era un secreto: el personal era escaso, mal pagado y olvidado por los distintos gobiernos eclesiásticos, que tan solo se acordaban de ellas cuando requerían algún favor, o algún intrincado trabajo comunitario.

Gregoria fue incorporada de inmediato al trabajo con las distintas comunidades. Su tarea fundamental consistiría en ser parte del personal docente del colegio que funcionaba aledaño al convento; pero también asistiría a las misiones, catequesis, recolectas, misas y todas aquellas actividades programadas durante el año. Los primeros días fueron de regocijo general. Comenzaron a llegar hasta el convento muestras populares de alegría por la presencia de la nueva novicia. Poco a poco Gregoria se fue integrando a la gente, llegando a ser indispensable en todo lo atinente a los asuntos de la iglesia, y de su pueblo. De entrada se propuso como meta fundamental erigir dentro de la comunidad una pequeña capilla para la atención directa de los fieles, y así no tener que improvisar altares en sitios no adecuados para los santos oficios.  No más sacrilegios.

Cuando se encontraba en el interior de su aposento, y sin la presencia de otras las hermanas, Gregoria elevaba sus oraciones al altísimo, quedando en estado de éxtasis durante varios minutos. Sentía cómo sus pies perdían el contacto con el suelo y su cuerpo se transformaba en un liviano papagayo que podía elevarse hasta las alturas de los cielos. Cuando cesaba la oración el cuerpo de Gregoria se mostraba liviano, sereno, libre de cualquier malestar ocasionado por las vulgares y corrientes tribulaciones del mundo. Enseguida se levantaba y proseguía con sus normales afanes de mujer entregada al servicio de una causa que —sin duda— no era de este mundo.  

En sus tareas cotidianas Gregoria no era distinta al resto de las novicias: se levantaba a las 4.45 de la mañana, se dirigía a la minúscula capilla —que había sido improvisada en una de las habitaciones de la vieja casona— para elevar su oración vespertina, tomaba el frugal desayuno, y partía de inmediato a dar continuidad a la obra educativa y pastoral que la comunidad religiosa se había impuesto como meta. Nada en absoluto hacía entrever, aunque fuese por ligero asomo, que Gregoria estaba ungida con la gracia de la santidad. No daba muestras de tener poderes sobrenaturales, o de realizar algún tipo de prodigio. Su dinamismo y alegría, propios de su juventud, permitían que llevara adelante las tareas con gran empeño y responsabilidad. A medida que se iba enterando de los problemas de la gente, buscaba vías para su pronta solución.  Al mes de su llegada conocía cada rincón del barrio, los rostros, los nombres, y las apremiantes necesidades de sus pobladores. Comenzó a hacer amigos que la solicitaban a menudo para que los ayudara. Su nombre se fue haciendo reconocido por todos y un ligero rumor de una extraña y supuesta virtud angelical la envolvió de pronto. Algunas personas de la comunidad reconocieron en ella a un ser muy entregado al servicio y a la ayuda. 

Los sábados, cuando las labores de la semana concluían para dar paso a otras actividades, Gregoria recorría el barrio, y hasta los barrios vecinos, solicitando limosna para la construcción de una capilla metropolitana. El dinero recolectado lo guardaba en un pote oxidado que antes fuera de galletas; y el pote lo guardaba dentro de su colchón remendado y zurcido hasta la saciedad. Cada semana salía a pedir limosna, hasta que hubo de obtener una importante cantidad de dinero que se dispuso celosa guardar en un banco local. Al año de haber llegado al convento, la novicia Gregoria estaba al frente del proyecto de la construcción de la capilla. Pronto las finanzas se agotaron, entonces tuvo que recurrir a instancias superiores para hacerse de una cantidad que le permitiera la conclusión de la obra. Visitó la sede de los ministerios, los liceos, los cuarteles, las universidades. Se entrevistó con el presidente, con el arzobispo, con los embajadores de las repúblicas hermanas, y hasta con el mismísimo Nuncio Apostólico de Su Santidad. Logró una fuerte suma de dinero, y regresó al convento dispuesta a dar continuidad a la capilla. Seis meses después se levantaba orgullosa y altiva, en medio de la pobreza del barrio, no una hermosa capilla para el culto cristiano, sino un templo de grandes dimensiones, que pasó a convertirse en la sede parroquial.  Por instrucciones del arzobispo de la metrópoli, fueron asignados dos sacerdotes para darle atención pastoral al barrio, y a las zonas aledañas. 

Cumplida la misión, Gregoria se dio a la tarea de ayudar a las personas enfermas. Dentro de sí no podía consentir el dolor humano: la hacía flaquear y hundir en una desesperanza tormentosa y fatal. Visitaba cada mañana, después del desayuno, a las personas que se encontraban hospitalizadas en distintos centros asistenciales, tanto del barrio, como de la zona capital. Cuando nadie la veía, Gregoria les imponía a los enfermos las manos, pasando energía de la derecha a la izquierda. Colocaba una mano sobre la base del cráneo y con la otra palpaba los órganos enfermos, hasta completar la sesión curativa. A los pocos días los enfermos que habían sido impuestos, mostraban evidencias de sanación. Muchos de ellos se habían curado aún en contra de los fatales pronósticos de los especialistas.  Cuando los médicos indagaban con ella acerca de la extraña e inaudita curación de muchos de los enfermos desahuciados, ella les rogaba que no se lo contaran a nadie. Entre los médicos y La Santa —como empezaron a llamarla en los hospitales— se estableció una secreta complicidad que permitía que aquellos actos tocados por la divinidad y la santificación, no cayeran en las manos de los especuladores, o de los medios de comunicación. Querían evitar el escándalo y la superchería colectivos. Cuando Gregoria se sentía dañada anímicamente, se encerraba en la capilla del hospital (o en su aposento) y se relajaba siguiendo el ritmo de la respiración. Una mañana lo hizo dentro de la iglesia que había levantado y se percató que en ella no había ninguna imagen que le recordara al Salvador, o algún santo de su devoción. Angustiada, se recriminaba su descuido y buscaba dentro de sí la manera de hacerse de algunas imágenes, sin tener que recurrir de nuevo a los mismos contribuyentes del templo. Con calma tomó asiento, cerró los ojos y se mantuvo en esa posición durante varios minutos, hasta que dijo en voz alta: “los tengo”. Se levantó, salió del templo y fue hablar con el prefecto.  A la salida de la reunión una sonrisa se dibujaba en su rostro por haber logrado su propósito: en dos semanas llegarían al barrio seis gruesos fustes de madera de cedro, a partir de los cuales develaría las imágenes de Cristo, de la Virgen, de san Francisco de Paula, de san Juan Bosco, del niño Divino y de la Rosa Mística. El trabajo que tenía por delante era arduo; pero más duro había sido levantar el templo, y lo había logrado en corto tiempo.

Pasaron las dos semanas y llegó al fin el camión cargado con los fustes de los árboles. Alrededor de la iglesia se aglomeraron decenas de personas averiguando la razón de aquél envío forestal. Gregoria hizo colocar los troncos en la nave central de la iglesia, y pidió al párroco y a la feligresía que no se aparecieran por el templo durante tres semanas. El sacerdote y su ayudante aceptaron reticentes el cese de sus funciones durante tanto tiempo, pero confiaban en el buen tino de la novicia. Con los instrumentos adecuados, que le diera en préstamo un ebanista que vivía en el barrio, Gregoria comenzó a tallar la madera con un frenesí rayano en la locura. Aunque jamás había tallado algo en su vida, de aquellos fustes comenzaron a emerger impecables piezas artísticas de una originalidad extraordinaria, y al mismo tiempo espeluznante. Apenas dos semanas requirió La Santa para realizar su trabajo, al cabo de las cuales abrió la iglesia y comenzaron a entrar en ella los sacerdotes y la feligresía. No podían creer lo que estaban viendo: un milagro indiscutible y maravilloso se había dado en aquella iglesia de un barrio marginal de la capital. Seis extraordinarias figuras de madera, que representaban a seres divinos, esperaban ser alzadas en vilo para alcanzar la cima de los altares. 

Desde entonces a Gregoria la vida le cambió abruptamente. La paz y la tranquilidad a la que estaba acostumbrada para llevar a cabo su trabajo educativo y pastoral —y por la que había luchado durante todo el tiempo de su permanencia en el lugar— se transformó en una carrera inaudita para escapar de los destellos luminosos de los flashes periodísticos. Nada de lo que hiciera en público, o privadamente, escapaba al lente de los curiosos. La gente del pueblo la perseguía por las calles intentando tocarle el hábito para que se les cumpliera algún milagro. Hasta las mismas compañeras del convento, o los sacerdotes que la visitaban, no podían evitar la tentación de solicitarle algún prodigio para convencerlos de su divinidad. Por más que ella se empeñaba en desengañarlos haciéndoles ver que todo lo que había alcanzado era obra de su constancia y de su esfuerzo, no lograba hacerlos desistir de su intención de ser testigos de los portentos de una santa de nuestros días. Su rutina diaria tuvo que ser modificada para evitar daños físicos, o alteraciones del orden público. 

La policía acordonó las zonas aledañas al convento y a la iglesia para resguardarle la vida a la novicia Gregoria. Ventanas, paredes, puertas y techos del convento tuvieron que ser reforzadas, para así evitar invasiones a la intimidad de La Santa.  El sencillo y fresco hábito de la novicia Gregoria fue sustituido por un traje de diseño especial contra balas, habida cuenta de tanto desquiciado con ansias de celebridad. El contacto con el mundo exterior prácticamente fue sustituido —cuando no se hacía a través de un Papamóvil—  incorporando en la celda, en la cocina, en el templo y en los pasillos del convento, monitores con canales privados de televisión. La comunicación con sus superiores y con la comunidad solo se hacía a través de intercomunicadores provistos de cámaras especiales para detectar la intromisión de terceros peligrosos.  En fin: la vida de La Santa de pronto se transformó en un infierno que la hundía en la tristeza. El canto vespertino y matutino se borró de sus labios; así como su sonrisa. Las continuas oraciones que elevaba al altísimo por la salud de sus pacientes se vieron sustituidas por lamentos que se escuchaban en los más apartados rincones del convento. De ser una joven sencilla y feliz, Gregoria se transformó en un ser fantasmal y huidizo, que temía a la gente, que esquivaba la mirada, y que pasaba largas horas ensimismada y ajena.

Los superiores eclesiásticos no vacilaron un momento en retirarle a Gregoria su confianza. El verla sumida en un estado de indefensión y de ineptitud para el trabajo educativo y pastoral, fue motivo suficiente para segregarla y apartarla del resto de las novicias. Fue trasladada a un lugar oscuro y frío, hacia el fondo del convento, donde no había posibilidad alguna de contacto con nadie. La puerta del lugar solo se abría tres veces al día para depositársele el alimento y recoger las excretas que lucían esparcidas por el piso.  La Santa se convirtió, en pocos días, en un ser iracundo que insultaba a quien estuviera dispuesto a escucharla. Sus compañeras le temían, y hasta ella misma cuando se miraba al espejo se asustaba de su propia imagen. Una mañana intentó estrangular a la religiosa que le llevaba la comida, teniendo que ser maniatada y luego atada a fuertes argollas que permanecían soldadas a las frías paredes.


Frente al convento había una gran multitud a la espera de La Santa. Los flashes periodísticos ardían en deseos por captar una vez más la imagen de la insólita novicia hacedora de milagros. A los pocos minutos un ser nauseabundo —y con aspecto infernal— fue sacado a empellones del convento con camisa de fuerza, cargado por ocho hombres que luchaban con dificultad para someterlo. 

La Santa fue introducida en una furgoneta pública para ser trasladada a un destino incierto; aunque todos más o menos presentían cuál era el sitio que le aguardaba.



Relato tomado del libro Hombre Solitario y otros relatos (Consejo de Publicaciones de la ULA, 2002), que fuera incluido luego en Cuentos Antología Personal (Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria, 2010).




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