OBSESIÓN
(Primera versión de los hechos)
Por: Ricardo Gil Otaiza
Por hoy me conformaré
con seguir imaginándome su hermoso rostro y su cuerpo de reina, sus bien
merecidas tetas y caderas, su cadencia deliciosa y sensual, que me levanta el
ánimo y el sexo en los difíciles momentos del tedio y de la lectura.
Esta noche la
recordaré como lo que es: una bella hembra al acecho de su víctima.
Es sencillamente bella; un himno de alabanza a la costilla
de Adán.
¿Pero cómo
describirla sin caer en la apología?
No me engaño en esto: es decididamente bella.
Su presencia irrumpe denodada en medio de todo lo que la
rodea: grácil, atractiva y delineada.
SÍ, ¡exquisitamente
delineada! Bien hecha hasta la saciedad.
Es rica, riquísima, sin desear evitar, siquiera, el anhelo malsano y alienante.
Su figura es viciosa: después de besarla jamás se puede otra vez ser el mismo
hombre.
Es ese tipo de fémina, que aún siendo plena en sus
facultadas orgánicas, trasluce a una niña débil y risueña, que inspira ternura.
Mucha ternura. Abrazos y besos.
No se puede desear otra cosa que tener su lengua dentro de
uno a toda hora.
¿Su piel? Como la
seda.
¿Su fragancia?
Evocadora de momentos por vivir.
Hoy sé que la quiero. También sé que no podrá retornar la
paz a mi espíritu si no la tengo a mi lado.
Ese es mi miedo, mi pánico, que me estremece los huesos...
***
Pero no está, su imagen se desvanece como la espuma; igual
como se diluye la sal en el agua.
Escribo mis recuerdos y me duele su ausencia; aún la deseo como el aire,
como el propio alimento. No me resigno a
no estar con ella, a no verla, a no poder olerla. ¡Eso es!: Su olor. Huele a
hembra, a mujer deseosa y deseada. Huele
a noches de amor, a borrachera húmeda sobre las sábanas. A beso y a saliva, a
lengua juguetona y exploradora. La deseo más cada día, cada hora de mi
existencia; esa existencia que dejó de ser sin ella. Ella: la más hermosa, la
más atrevida entre las que he conocido, el potro cerrero y, al mismo tiempo, el
potrillo tierno. Cómo explicarlo; es difícil hablar de ella sin tener la
tentación de poseerla. Es ese tipo de
mujer que no deja de ser mirada y apetecida por todos; es ese tipo de mujer
admirada y mil veces admirada. Recuerdo
sus besos, sus caricias, sus abrazos, su cálida voz. No me resigno a perderla.
Es mía, es mía. Lo grito sin resignarme todavía:
¡Mujer, mujer, no te vayas... eres mía!
Dicen que los suicidas buscamos buenas o malas excusas para
suicidarnos. Pues bien: ella podría ser
la mía. Tengo cuarenta días con sus noches hundido en la desesperación lasciva,
en el guiño más perfecto del ansia que
conduce al placer coartado. Por más anhelo, no llega a mis sentidos; mi aire ya
no la respira, mi lengua ya no la saborea... mi piel ya no la toca de manera
ardiente como en el pasado no tan lejano.
La veo en la ensoñación, la oigo en la fantasía, me la encuentro en la
falsa percepción; en la fantasmagoría de una locura perenne. Mi cuerpo pierde
fuerzas, siento cómo se va de mí el halo de vida. En esta huelga que mantengo contra la
existencia, de seguro que ella tomará el mejor partido. Lucho contra mi
persona; en vano trato de asirme de la nada, del viento, de las formas
inexistentes y necias. Aún permito que me suministren sueros, aguas saladas a
través de mis venas, sustitutos químicos que de nada sirven si no tienes el
valor ni las ganas de seguir.
Navidad. ¿Qué significa sin ella? Para qué me nutren a
través de las venas si no lo quiero, si dentro de mí se esfumaron las ganas, lo
deseos, las formas que siempre llenaron mi vivir. Ya dije a la prensa que no
voy a retroceder; que de este camastro me sacan con los pies hacia
adelante. Es más: desde hace mucho
tiempo que quise hacer huelga de hambre; pero jamás había encontrado las
fuerzas morales suficientes para ello.
Sí. Ya sé que llevo más de un mes sin probar alimento. Sé que estoy al
borde del abismo: en la entrada del infierno. Pero si ella no regresa a mí,
seguro que me hago sepultar; enterrar para siempre jamás. Debí meterme un tiro en la sien; pero es más
ceremoniosa una huelga de hambre. Lo hice con la esperanza de verla retornar a
mi vida, de que colmara con su presencia mi vacío absoluto, mi oscuridad, mi
laxitud perenne…, mi eterna bolsada.
***
Ella llegó a mi vida en un momento crucial de su
existencia. Renovó sus fuerzas para continuar divagando sin mentir. Ocupó un espacio perplejo por el anterior
abandono marital: el divorcio (lean esta última palabra con voz aterrorizada, y
constriñan sus dedos a manera de garras). El matrimonio. Qué bonito suena y qué
feo y duro es llevarlo a la práctica cuando
consigues la persona menos indicada (para tu mala leche). Buena. Sí,
estaba buenísima su ex mujer. Te lo juro que si la ves te caes de espalda. Pero
la muy jodida tenía bien guardado ese endemoniado carácter con el que postró
sus sentimientos. Lo hundió (con premeditación absoluta) en un novedoso y
fortísimo experimento amatorio del cual salió sin fuerzas. Cuando posó frente a su escritorio casi se desmayó
del impacto. Con esos ojos era imposible
ignorarla (como bien se merece). Recordó
que se paró frente a él y puso sus dos delgadas manos sobre su polvoriento
escritorio universitario. El se
encontraba leyendo (porque eran más de las 6:00 de la tarde) a Dostoievski (y
cuando lo lee se abstrae tanto del medio, que pasa por muerto). Recordó un vago
sonido como este que voy a intentar escribir: «hrururururú» (para que te salga
igual debes cerrar la boca, colocar la lengua detrás de los incisivos inferiores
y expulsar aire desde adentro). Lo
cierto es que la mujer lo sacó de la lectura con su carraspeo y él levantó la
mirada irritada hasta su agradable figura. Ella estaba allí: perfecta, superior
a su raza. Casi es imposible compararla
con alguien (para que te la imagines) en aquel inaudito momento. No sé de dónde
sacó ese corte de cabello tan audaz y afortunado (muy alto de nuca, con los
extremos filosos apuntando hacia las orejas, impregnado con gel que le impedía
algún lógico y fugaz movimiento). Siguió bajando la mirada y captó su busto
(delgado pero contundente, adosado a un body
castaño que hacía más provocativa su figura). Como es de humanos, la mirada
siguió la línea corpórea, hasta descubrir (aunque por desgracia estuvieran
cubiertas) las piernas y la entrepierna, cuyo blue jeans dejaba al pensamiento
esos encantos que humedecen (creo que es el momento para que suspendas
momentáneamente la lectura, tomes un poco de aire fresco y oxigenes tus
inmediatas intenciones).
***
La seguí mirando (y ella imperturbable) con mirada
cautelosa —aunque impactante—:
la suerte era que no se enterara de sus deseos nacientes y desde ya
tormentosos. Levantó entonces sus gafas (en un gesto a lo Renny Ottolina) con el
dedo medio de la mano izquierda y muy contrario a lo que generalmente le ocurre
(es decir, que puede dominar sus impulsos) se paró y sin mediar alguna palabra
conciliadora —o de excusa momentánea—, la abarcó con violencia con sus brazos y
la besó. La besó de manera intensa y grosera; la besó como se besan a las
novias. La besó como se besa a la mujer
la noche de bodas; sin permitírsele réplica y mucho menos justificación. Pero
muy al contrario de lo que sucede en las telenovelas; la mujer no lo abofeteó.
Volteó para cerciorarse de posibles presencias extrañas y le consumó el deseo
con la mano. En ese momento fue él quien se turbó, le preocupaba el sitio, la
gente, sus estudiantes, las secretarias, los directores, el decano o el rector.
Cualquiera hubiese podido aparecer a preguntar alguna nimiedad. Qué sé yo... a
lo mejor alguien para que le diera la hora. Le intrigaba todo lo sucedido. No
pedía tanto por tan poco conocimiento. Jamás obtuvo nada gratis; siempre pagó
un alto precio por todo lo que anheló tener.
Aquello no podía ser la excepción.
***
Así como apareció de improviso, ella desapareció (no crean
que se esfumó entre nubes de humo). Dio media vuelta y dejó estallar la puerta
sobre su espalda. Le dejó un sabor
agradable en la boca, la tentación de su regreso..., la efímera esperanza de
otra mañana de rápida y excitante compañía.
Tomado
del libro El otro lado de la pared
(Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes,
1998).
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