LA DESAPARICIÓN DE UN GENTLEMAN ENAMORADO
Por: Ricardo Gil Otaiza
Cuando comprendió la tragedia, era ya demasiado tarde. Una inmensa luz con fuertes destellos dorados, azules y verdes, le cegaba la mirada y lo envolvía todo. Era vertiginosamente increíble. Hasta yo, que soy demasiado escéptico, me vi impelido por la propulsión de gases que emitía el aparato. Era como la una de la madrugada, no había estrellas en el firmamento, el cielo era demasiado negro como para percibir más allá de nuestra posibilidad humana. Así mismo como se lo estoy contando. Ni más ni menos. Esa gran bola como un trompo de gigante se tragó al patroncito de pies a cabeza... que Dios lo haya perdonado. Cuando vine a despertar de mi letargo, me fue imposible cogerlo por las piernas y así liberarlo de esa cosa que lucía inconmensurable y terrible. El infeliz daba unos berridos espantosos, los mismos que escuché aquella vez cuando el molino se tragó igualito al hijo de Eusebia Coromoto. Óyeme, vieja, era tanto el alboroto que hacía con las piernas y los brazos intentando zafarse de aquel espantoso destino, que perdí la respiración y el habla. Era como si por dentro un animal salvaje me devorara las entrañas y me hundía en lo más profundo de un abismo. Igual me sucedió con la desaparición del patroncito. No pude hacer nada. Es como si una extraña impotencia me hubiese helado la sangre. Como si mis nervios y músculos quedaran petrificados para siempre. Temí por mi vida y por la de los niños que dormían en el rancho. El vaho de calor que desprendía el aparato era tan furioso, vieja, que creí sentir mi piel derretir como si fuese una barra de mantequilla. De pronto, las piernas me comenzaron a temblar de tal manera, que perdí el equilibrio y caí sobre la tierra reseca y humeante. Porque así quedó el campo una vez ese aparato se elevó hasta perderse en el cielo: seco e hirviendo de sed. Y donde estuvo estacionado, quedó marcado el sitio hasta lo más profundo de sus entrañas. Por leves instantes la oscuridad de aquella noche se vio interrumpida por un relámpago que hirió cual centella, la espesura y el silencio. De pronto los sonidos propios de la madrugada fueron interrumpidos, como si una mano poderosa y cruel diera una orden de cesar todos y cada uno de los cantos y sonidos de los animales que pueblan la nocturnidad de la jungla. Sentí un raro estremecimiento —tal vez un presentimiento—, como si algo muy malo estuviese por venir. Quise caminar, pero las piernas no me respondían, mucho menos para correr, que era lo que realmente quería. Era presa de un miedo terrible y obsceno que me anuló por instantes. Lentamente la nave fue elevándose, dando vueltas y vueltas, hasta marearme. Al rato hizo un extraño movimiento en zigzag, hasta desaparecer de mi vista. ¿Que si escuché alguna voz? No, vieja, nada. Ya le dije que el silencio era lo único que se escuchaba. Una corriente de aire frío y espeso comenzó a llegar, siendo casi que imposible mantenerme de nuevo en pie. Mis fuerzas ya no eran las mismas, las había enterrado con su partida hacia lo desconocido. A partir de aquella noche, vieja, las trasmisiones de mi radio transoceánico comenzaron a verse saboteadas por extraños sonidos que jamás había escuchado. La luz del rancho titilaba furiosa, las ventanas se abrían de par en par, los niños se levantaban atribulados y confusos. Hasta yo mismo comencé a cambiar de carácter y el ritmo habitual de mi vida. Casi que de inmediato de la partida del aparato, comenzó a llover cuanto bicho de uña llegaba desde la capital para hacerme preguntas. Pero la más afectada fue sin duda que su esposa, doña Hinojosa, que dio inicio a la gastadera de reales que jamás hayan presenciado mis ojos, con la esperanza de ver retornar a su esposo a su casa. ¡Cuánto ha llorado la pobre! El círculo de amistades cada día se le reduce. Los verdaderamente amigos permanecen día y noche apostados a la puerta de su casa, junto con decenas de periodistas, a la espera de noticias. Pero yo me pregunto: ¿Qué clase de noticias espera mi patroncita, si quienes se lo llevaron no eran de este mundo? ¿Acaso yo no vi cómo ese aparato se elevaba por encima del árbol de mango que hay en el rancho, hasta perderse en la negrura de aquella siniestra noche? Lo que pasa es que la esperanza aún la mantiene; ha llorado, pero no lo suficiente. Quizás le convenga irse de vacaciones para la playa o para las Islas Vírgenes, allá donde una remota vez perdiera su recato social con él; que en gloria esté. Porque yo creo que de ésta, ya no se escapa. Cuando a uno lo vienen a buscar seres de otros mundos, no hay remedio posible. Es igualito como si se hubiera muerto. Qué lástima, tanto planes que tenía para la hacienda. Quería convertirla en un verdadero paraíso olvidado, con toda clase de diversiones; solo para sus amigos y familiares. Porque en eso sí reparaba el patrón: ser fiel y acomedido para con los suyos. Se nos fue, vieja, el patroncito, ahora sí que nos fregamos. El que tanto nos protegía, y hasta nos bautizó a la niña. Pero a nadie le falta Dios, ya veremos cómo salimos de ésta. ¿Qué? No se te ocurra, vieja. Irnos jamás. Primero me entierro vivo antes que abandonar estas tierras que nos vieron crecer. El hecho de que el patroncito ya no esté, no significa que tengamos que salir disparados de aquí como si hubiéramos robado algo. Qué sabemos nosotros si algún día regresa vestido con ropa brillante, envuelta en luces, como los toreros. Nadie conoce acerca de esos mundos. Ni la gente en USA. Así como partió, a lo mejor algún día regrese, para contarnos cómo es la cosa por allá. Hasta nos puede traer buenas noticias. Dígame si encuentra el remedio para todas estas pestes que están matando tanta gente por el mundo. ¿Que me calle? No te atrevas, vieja, mire que soy hombre honrado y bueno, y jamás le he puesto la mano encima a mujer alguna. Pero la oportunidad la pintan calva. Yo le seré ahora fiel a la patroncita; mire que ella ahora necesita de nosotros. ¿Quién la va a llevar a la ciudad? ¿Quién le comprará la ropa? ¿Cómo va a hacer la pobre para mandar a pulir sus joyas? ¡Cómo! ¿Que desaparecieron? Eso no es posible. Si no nos hemos separado de este rancho en ningún momento. Para mí que las escondió por ahí, y no lo recuerda. ¡Ay!, esa mujer está deshecha por el dolor y no me atrevo a acercármele.
***
Soy la esposa abandonada por los caprichos de una nave espacial. ¿A quién se le hubiese ocurrido llevarse a mi esposo? Tan simplote él, tan tosco él, tan tanto de todo un tanto. Así son las cosas del destino. Venir una nave, aterrizar en mi patio para llevarse a Obdulio y quedarme tan sola. Debo confesar que yo no vi nada acerca del secuestro extraterrestre de mi esposo; me atengo a lo que me contara Eleodoro. Y quién mejor que él para describirme con todos los detalles un suceso que no vi por estar hundida en los sopores de los antidepresivos. Me dejo dormir tan y tan profundo, que a veces creen que estoy muerta. Nada de lo terreno me llama la atención. A ratos estoy contenta y, a pocos: deprimida. ¡Cómo me marcó la muerte súbita de mi sobrino Alejandro! Quién lo hubiese pensado, tan joven y bello el chico. Esos labios, ese cabello, esas manos, esas piernas, esos ojos, ese torso, esa espalda... cómo lo recuerdo y lo añoro. Éramos de la misma edad, ya que mi hermana lo tuvo cuando nuestra madre me trajo al mundo. Tan bello él. Tan cariñoso. Tan prieto el carajito. Cómo me gustaba cuando se desnudaba para lanzarse en nuestra piscina. Temblaba escondida detrás de una ventana de mi habitación. De inmediato me llevaba la mano abajo y me masturbaba con parsimonia, con dulzura; con un cúmulo de fantasías que hubiesen dado para una película hollywoodense. ¡Ay!, cuando se me metía en la cama. Esperaba que su madre, mi hermana, saliera a la ciudad para revolcarse sin pudor con mi cuerpo, y con mis ansias. Me tocaba, lo tocaba, me chupaba, lo chupaba, nos dábamos horas y horas de éxtasis profundo, al abrigo del aire fresco que entraba con facilidad por la ventana. Jugueteábamos sin tomar en cuenta el tiempo y el grado de consanguinidad. Abría con picardía entre mis piernas y entraba sin esfuerzo y con la potencia de un ventarrón. Al poco tiempo ambos quedábamos bañados en sudor y con la promesa de una próxima vez. Cuando escuché el tiro, no lo imaginé. Alejandro había sido alcanzado por una bala que no le estaba destinada. Caí presa del estupor. Nada me daba consuelo. Obdulio, que por aquellos tiempos merodeaba mi casa, fue acercándose casi de manera imperceptible, y logró ganarse parte del lugar dejado por Alejandro. El paso del tiempo me fue acercando cada vez más a Obdulio, mientras que el recuerdo de mi primo quedaba estático en mi memoria: rígido, fosilizado para siempre. Su recuerdo no tiene edad ni memoria. Simplemente está cuando menos lo espero. Más de veinte años han pasado de toda aquella pesadilla. Nuestra posición económica fraguó un status envidiado por todos, y que hoy me permite darme ciertas comodidades. Viajecitos a Miami. Decenas de vestidos de confección francesa. Varios carritos de marca apostados a lo largo del garaje de la casa, con chofer permanente. Joyas en oro y diamantes. Ostentosas comidas en los más costosos y exclusivos sitios de la capital. Mis pérdidas nocturnas para darme el gustillo de algún chiquillo envalentonado y petulante. En fin: la vida que siempre quise tener. Encapsulada. Protegida contra toda amenaza. Asegurada, hasta que el dinero le salga moho en los bancos. Sol, música, bellos efebos y graciosas mujeres que sirven más por comodidad y curiosidad, que por necesidad. Una vida sumida a veces en el aburrimiento, en la pesada carga que implica el cúmulo de malas relaciones, vicios, placeres y desgastados billetes que día a día se devalúan y se empobrecen. Una vida social de mierda, aparentando una felicidad que casi nunca sentí al lado de mi esposo. De verdad no sé si alegrarme o llorar por la desaparición de Obdulio. Me avergüenza el pensarlo. Es cierto que con él recuperé la estabilidad emocional que había perdido con la muerte de Alejandro; pero jamás llegué a sentir otra vez el placer orgiástico que a una la invade cuando está con el hombre adecuado, en la cama adecuada y en el sitio adecuado. Obdulio, el pobre, fue siempre tan gris y simplón. Jamás le conocí alguna hazaña digna de contar a la posteridad; algo así como un Indiana Jones. Que me rescatara del inminente peligro, que descubriera un petroglifo guardado en lo más profundo de una cueva, que fuese tras la búsqueda de su propio y auténtico Grial existencial. Con Obdulio la vida fue predecible, estática, perfectamente hecha a la medida de sus rígidos pensamientos. Fue siempre muy perfecto. Ni una mosca lo rozó alguna vez. De vestir impecable. Una piel tersa y cuidada con lo más reciente de la cosmética internacional. Si salía al sol se protegía con antisolares del más amplio espectro de acción, y complementaba el cuidado llevando a la mano una sombrilla de lo más cuchi y ridícula. Por su puesto que yo le celebraba sus rituales de perfección y de sadomasoquismo. Una se acostumbra a estar al lado de alguien que más bien parece un muñeco de cera que un ser humano, vivo, con olores naturales, con congestiones gripales, con el cabello levantado por el viento de junio, o con la camisa arrugada o sucia después de un almuerzo italiano. Obdulio era Obdulio. Siempre, Obdulio el serio, el inmutable, el impecable, el perita, el que nunca perdía la compostura, el que jamás reía porque cuidaba los músculos de las comisuras labiales, el que levantaba mancuernas con las piernas para mantener rígidos los glúteos, el que nunca volteó a bucear a ninguna otra mujer, el que usaba enjuague bucal y otras menudencias para el mal aliento, el que cortaba sus uñas dos veces por semanas, el que escuchaba en estado de éxtasis a Vivaldi, Beethoven y a Mozart y, nunca a la Billo´s, el que nunca perdió la compostura ante cualquier situación, el gran señor, el caballero, el gentleman, el insobornable, el gran jurista, el gran de todo, y hasta el gran coño de madre. ¡Ay! “Obdulio a secas —como corregías a tus amigos—: dime Obdulio a secas porque mi apellido apesta”. Cómo pudiste, Obdulio, subir a una nave espacial y no llevarme. Mira que habíamos planificado nuestro viaje a Europa en estas vacaciones. Cómo pudiste echarme semejante vaina, chico. ¿Quién te crees tú que eres? ¿Ah? ¿Acaso no recuerdo tus juramentos de amor eterno? Probrecito, craso amor mío, te tengo misericordia por tu incierto destino. ¿Cómo serán esos mundos, acaso alguien lo sabe, estarás sufriendo, te estarán torturando, por qué no te comunicas conmigo y me sacas de tantas angustias acumuladas en tan pocos días?
***
Patroncita, anoche pude comunicarme con su esposo. Sí, como lo está usted oyendo. Me encontraba escuchando mi transoceánico cuando de pronto la luz del rancho comenzó a titilar como un arbolito de navidad, y escuché sonidos extraños... algo así como rugidos, o mugidos. Paré bien la oreja, que para eso siempre la he tenido muy buena, y en medio de tanta algarabía percibí su voz. Déjeme decirle que nada bueno le sucede. Debe estar sufriendo, por lo mucho que siempre la ha amado. Me dijo que la recuerda, que jamás ha dejarlo de amarla, que su voluntad quedó hecha pedazos en el mismo instante que los extraterrestres lo tomaron como rehén para sus experimentos científicos. Tal vez sea metido en una especie de licuadora gigante de la cual saldrá convertido en una auténtica papilla. Desean conocer más acerca de la vida en la Tierra. No comprenden aún muchas cosas de nosotros. Dicen que existe aquí tanta maldad, que a lo mejor quedó algún circuito, o conexión mal ensamblado el día del principio. Tal vez, y está en sus planes, fabriquen nuevos seres humanos, que ya no serán humanos; pero que convivirán con nosotros para tratar de diluir nuestra sangre perversa y maldita. ¿Que le parece increíble? Le juro por lo más sagrado que tengo en la vida, por mis muchachos, por mi mujercita, por mi madre, y hasta por el rancho que se me ha de quemar de salir falsedad de mi boca, o si no escuché lo que le cuento. Me dijo muchas cosas más; pero si usted no me cree llevaré mis recuerdos a la mismísima tumba. ¡Bueno! Continuaré. Perdone usted mi sofocón, pero esta situación me tiene loco y confuso. Le estaba diciendo que del patroncito tal vez solo quede la ropa, porque lo que es su cuerpo será moldeado de nuevo, transformado en nuevas formas, como hace el alfarero cuando tiene la masa entre las manos. Me dijo, con tristeza, que esos seres son extremadamente feos y rechonchos, de color indefinido, con antenas que se esconden cuando así lo desean. Hablan, emiten vagos y agudos sonidos. De mirada penetrante, de pasos firmes y silenciosos. Muy delgados y con cabezas grandes. No son muy amistosos que digamos: cuando no hace lo que le ordenan, se ponen furiosos y se erizan como lo hacen los puercoespines, y comienzan a disparar minúsculos dardos que pueden ser mortales. Su destino es incierto y nada podemos hacer por él. Porque si hubiese sido secuestrado por mafias terrenas, las cosas serían mucho más fáciles. Dábamos parte a las autoridades, y ellos se encargaban de apresar a los bandidos. En estas circunstancias sí que no las pusieron del tamaño de hormiga. No tenemos manera de ir a buscarlos para rescatarlo. Estoy a punto de llorar; yo que soy tan macho y recio de carácter, empero, cuando se trata del patroncito, las fuerzas se me desgarran y se me olvida que usted es una dama y que yo no debo mostrarle mis flaquezas, porque me puede perder el respeto y la consideración y ponerme de patitas en la calle. Yo, Eleodoro, el fiel trabajador de esta empresa, que dejó de lado su carrera de filósofo en la Universidad Complutense de Madrid para servirles hasta el fin de los tiempos, me veo echado miserablemente a la calle, defenestrado del cargo de apoderado y defensor de los bienes de ustedes, expuesto a las burlas y al escarnio ajenos, pidiendo limosna, suplicando un bocado de comida, mendigando por las calles de este pueblo olvidado por todos, lamiendo con la lengua reseca los más finos intersticios de cada pocilga que se me presente en el camino de la desventura, de la deshonra, del horror del silencio y del abandono familiar. Eleodoro Vielma, el fiel servidor de esta noble y gran familia de la más alta alcurnia y abolengo, nacidos todos de la colonia española, le pido a usted me disculpe por mi atrevimiento. Es más, me he perdido de mi conversación y he caído en el desvarío demencial que indica el normal declinar de nuestras facultades mentales. Aunque no se crea, recuerdo mucho, desde que era una pequeña criatura en brazos de mi dulce madre Leopoldina Rivero y Sánchez. Además, mis capacidades físicas están intactas, le cumplo a mi vieja, que es candela pura y tropical, porque cuando no puedo con aquello, le caigo a muela y con la lengua, con las manos y con todo lo que tenga. Le apago con lujuria el fuego de la pasión que aún permanece en la senectud, porque no envejece la mente y el alma, solo el cascarón, y el mío está como de quince años. Gracias a estos ímpetus juveniles que me acompañan, es por lo que el patroncito me confió sus cosas con los ojos cerrados. Le llevo con pulcritud sus cuentas: sus debes y haberes. Mantengo la casa en pleno verano durante todo el año: sus paladares prueban sin demora los más finos manjares venezolanos, enciendo las velas a todos los santos que del cielo aterrizaron en casa, avivo la llama de la amistad y de la hermandad cuando se encuentra decaído y triste, mantengo los pisos con su brillo original, los techos libres de riachuelos y cascadas, el gallinero siempre ponedor y pulcro, las hamacas bien colgadas y limpias, las tinajas curadas y rebosantes de agua fresca, los jardines siempre en flor, las sillas impecables y en su sitio, los pilares libres de enredaderas y hormigas, los caballos bien comidos, bañados y en sus establos, los corredores iluminados, los libros ordenados en los anaqueles, los aleros sin hojas ni pajas que los obstruyan, la leña en la cocina, los empleados bien tratados y con sus sueldos al día, en fin, soy el hado padrino de esta casa. ¡Ah!, se me olvidaba decirle que el patroncito desea que yo le lleve, también, la relación pormenorizada y el cuidado exhaustivo de sus cuentas bancarias, no quiere que usted tenga sobre los hombros el más mínimo peso que la pueda doblegar en su voluntad de seguir la vida sin su grata presencia. Intuye, y eso no me lo dijo, que no regresará, por lo menos por lo pronto, ya que los análisis de células y tejidos, a los cuales será sometido, llevan semanas, meses, y a lo mejor años, para su completa realización, y posterior ensayo in vivo. Me dijo que me mantendría informado de todo lo que le suceda; pero eso sí, y me lo hizo jurar, no quiere que usted vaya a hablar con él, le rompería el corazón y sería más tormentoso para su ya desgarrado espíritu. Bastantes pruebas le está mandando el destino al alejarlo de lo que más quiere en esta vida: su esposa y sus amadísimas hijas, que aunque ya no viven con él, las lleva muy dentro, y eleva oraciones al altísimo por su completa felicidad. Fue así como el extraño ruido se fue diluyendo hasta hacerse casi que imperceptible, y regresé de la perplejidad en la que me encontraba desde hacía unas horas. A lo mejor, y esto es de mi cosecha, el campo electromagnético al cual es sometido el rancho al entablarse contacto con el más allá, hace que las cosas marchen diferentes. Los relojes se descontrolaron, los pájaros comenzaron a cantar como si de la mañana se tratase, los niños se levantaron para ir al colegio a la una de la madrugada y la vieja comenzó a llorar como si le doliera algo de ese inmenso cuerpo que tanto he amado, adorado, idolatrado y conjurado por siempre jamás. Me despedí del patroncito con lágrimas en los ojos y con la firme promesa de hacer cumplir sin dilación su voluntad expresa ante su mejor interlocutor, es decir, yo, que viste 30 y calza 39, cuya altura oscila entre el metro setenta y el metro sesenta y nueve, que ya ni reza por considerarse jubilado de tanto oficio piadoso, que ya no bebe por creer que su hígado, riñones y páncreas no aguantan un mililitro de aguardiente, cocuy o anisado, que duerme con un ojo abierto y otro cerrado por cuidar lo suyo y lo ajeno, que espera al igual que usted su regreso desde las mismísimas nubes, hasta donde se elevó aquella noche siniestra y horripilante que jamás se borrará de mi cabeza, que siempre he sido su mejor amigo, compañero y confidente, sin dormir todas las noches del mundo desde que aparecieran eso bichos en el patio y se llevaran consigo al mejor hombre del mundo, al gran señor de esta casa y, de otras tantas, a la perfección hecha carne y hecha sombra. A mi señor Obdulio. A nuestro señor Obdulio, porque lo que somos la vieja y yo, somos sus incondicionales servidores.
***
En nombre de esta dignísima familia debo manifestar a la prensa nacional e internacional que mi esposo, Obdulio, habitante de estas conspicuas tierras, venezolano de excepción, compatriota, contribuyente, ciudadano a cabalidad, esposo ejemplar, padre singular, fue tomado como rehén de un objeto no identificado en el patio de nuestro rancho el día 22 de abril de los corrientes. Doy fe de ello, a pesar de no haber sido testigo directo, más sin embargo, lo fue nuestro fiel y antiguo trabajador Eleodoro Vielma, hombre de buena reputación, trabajador honesto y disciplinado. De la misma manera es bueno acotar ante ustedes, dignísimos representantes de los medios impresos y audiovisuales, que la familia ha comenzado a establecer contacto con Obdulio en esos remotos mundos, encontrándonos con la triste noticia de que está siendo sometido a crueles torturas, con el único y predeterminado fin de extraerle de sus entrañas ese otro yo que subyace en cada uno, es decir, su alter ego, para replicarlo y así diluir la maldita sangre humana que solo busca la perversidad y la muerte. En virtud de lo planteado declaro ante ustedes que, Obdulio, mi esposo, es un nuevo mártir, que su sangre será derramada para salvar al género humano. Es más, no solo es un mártir, se convierte de inmediato en el nuevo Redentor, en otro Jesucristo que se inmolará para expiar las culpas de todos. Mi pobre Obdulio se halla preso en circunstancias nunca vistas por seres presumiblemente de otros planetas, de otros mundos, de otras dimensiones, que han percibido a lo largo de este siglo la miseria y el odio que pueblan el corazón de los hombres. Declaro, al mismo tiempo, y con la seriedad que me caracteriza, que de ahora en adelante esta casa se transformará en un centro de acopio, en un museo, en un instituto, o como quieran llamarlo, para la captación de mensajes extraterrestres, con miras a determinar los pasos del mundo y su futuro inmediato. Mi tiempo, mis fuerzas, mi dinero y mi vida las entregaré a esta noble causa, que se perfila como la única vía para salvar al mundo de su autodestrucción. Esta civilización de la tecnociencia está en nuestras manos, y no vacilaré en asumir mi responsabilidad ante mi misma, ante mi esposo, y ante el universo entero. Así que, lo que hasta hace unos instantes no era más que un emporio de riqueza familiar formada con el trabajo honesto de varias generaciones, pasa a ser de dominio público, de interés colectivo. Me erijo de inmediato en presidenta de la Fundación Obdulio Mijares, en memoria de mi esposo y de sus carísimos menesteres filantrópicos. En mis manos no morirá la memoria de un hombre que vino al mundo a servir y no para ser servido, para dar y no para recibir, para trabajar y no para ser atendido. El nombre de mi amado esposo será en lo sucesivo fuente de paz colectiva, y pasarán muchos años antes de que su recuerdo se extinga de nuestros corazones. Gracias señores de la prensa.
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Las olas mecen mis recuerdos con la gracia de una vieja piragua al naufragio del viento tropical. Los augustos jugos que nos brinda la naturaleza reavivan en mi ser los ímpetus de tiempos vividos y gastados. Mi piel curtida de años renace como un ave fatigada al caer la tarde que de pronto se erige majestuosa en el espléndido color azul del día moribundo. Veo desde mi hamaca decenas de loros que huyen contentos con la vanidad de ser dueños de su destino. Volteo mi rostro y una ráfaga transparente de agua dulce baña mi rostro cuando choca con las rocas grises y silentes que me acompañan. Vaivenes de sombras aterciopeladas fluyen intermitentes, proyectándose con furia por sobre las hojas de papel en las cuales pretendo escribir lo que repito poseído por las voces de mi remoto hastío. Volteo con suavidad y me encuentro a la derecha con un hermoso cuerpo bronceado de soles vespertinos, que se deja mirar sin mayores problemas. Perplejo comienzo la búsqueda, me hablo a mí mismo, reviso en los bolsillos de mis bermudas y en vano murmullo respuestas ininteligibles a mis propios oídos. El viento alborota mi cabello y hace de ella más vulnerable y terrena. La fatiga le impide abrir si quiera con pereza los ojos y prefiere seguir dormida, como si estuviera muerta. Mientras tanto disfruto y me acerco con pasos silentes, arrastrando consigo polvo de arena. Ella abre los ojos, voltea, me mira impertérrita y la encuentro atractiva, serena, esperando tal vez que su silencio sea maltratado con mi silencio, entonces le digo bajito cuánto la deseo. Las palmas arrecian con el viento sus contoneos y la hamaca sobre la cual yace aquel cuerpo sinuoso voltea, cae sobre la arena y yo lo detengo con manos presurosas y tiernas. Ella se deja tomar por los brazos y en un instante ambos estamos uno frente al otro, mirándonos, palpándonos sin tocarnos, en un análisis sutil, metafísico, no hay ruido en el ambiente, su piel transpira gotas de cielo. Pasan minutos, quizás las horas, seguimos perplejos, hundidos en profunda cavilación que dice tan poco, y nos dice todo. De pronto nuestras bocas deseosas se acercan, milímetro a milímetro, aumenta la salivación, los corazones galopan cerreros nuestros cuerpos y nos arropa la piel en un certero abrazo que nos lacera, nos aproxima cual jinetes a la espera de la contienda. Mis manos yacen, ya, sobre sus hombros que dejan caer como el agua derramada sobre la piel el minúsculo traje y dibuja en la arena nuestros nombres. Sus manos en mi cintura dejan sin ropa este cuerpo gastado de mísera existencia. Ambos desnudos avanzamos sin prisa hacia la profundidad del mar y el agua nos golpea cuando el abrazo nos transformó en uno solo. Entré en ella con la suavidad de la espuma al golpear la roca ancestral, de pronto escuchamos en sueños cantos de sirenas que nos coreaban en la danza perfecta y universal del amor, nuestras voces se hicieron audibles a medida que avanzaban los minutos y nos desplazábamos inquietos dentro de cada uno. Compases sosegados y livianos como la luz del sol cuando entra alegre en la mañana de un nuevo día perplejo por la ausencia de las sombras, se dejaban escuchar en una lejanía paradisíaca, perfecta, inmutable, imposible de repetir. Nos quedamos dormidos, entonces el canto atribulado de aves fortuitas que visitan las orillas vecinas, fueron lentamente haciendo que cada uno recobrara la lucidez perdida. Sin separarnos fuimos dando inicio a la danza del amor sin importarnos la playa, la luz, la hamaca ni las ropas, nuestros cuerpos fugaces eran estrellas luminosas que habían alcanzado el firmamento feliz de dos seres libres, sin ataduras cotidianas, sin más esperanzas que sentir y sentirse amados, necesitados, subsumidos en un vacío delicioso de algodón y nubes del cual no queríamos escapar. Mi vida pasada de pronto desapareció de mi mente, fui un hombre que había renacido de nuevo, nada de lo aparente tenía importancia: dinero, trabajo, esposa, hijos, fatiga y hacienda.
***
Obdulio Mijares había perdido de pronto treinta años, sentía su cuerpo liviano, libre de las ataduras que imponen el cansancio y la vejez. Su pesado matrimonio quedaba enterrado en un tiempo vivido; no regresaría a él. Sentado junto a la chica en playa leía sonriente la prensa y se veía en la foto distinto, como si su vieja piel, al igual que las serpientes, quedara tirada para siempre en ese ayer incontenible. Veía a Hinojosa, su mujer, y al buen Heliodoro, su mayordomo y apoderado, como seres pertenecientes a otros mundos. Definitivamente se hallaban en otra dimensión. “¡Al diablo con todo! —se dijo—, que siga creyendo Hinojosa que me fui en una nave extraterrestre a ser objeto de un experimento científico”.
Él y Heliodoro mantendrían para siempre la farsa, tal vez su mujer y los medios de comunicación se olviden pronto del asunto y quede Obdulio danzando en un firmamento distinto, etéreo, en el cual su voluntad esté libre de las ataduras de los viejos cánones sociales, de seguir mintiendo ante una sociedad un amor que nunca sintió, de sufrir un país de mierda, de intentar comprender un mundo aún por hacerse. Tal vez en ese mismo haz luminoso del que habla la prensa, viaje a buscar nuevas sensaciones. La llave de la prisión por fin se hallaba en su poder, y no sería en absoluto su carcelero.
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