EL ESLABÓN PERDIDO

 


EL ESLABÓN PERDIDO

Por: Ricardo Gil Otaiza


  Cuando ahorró casi diez años de trabajo, tomó la firme decisión de cambiar de domicilio; la ciudad le resultaba demasiado hosca e inservible para su propósito: la búsqueda del eslabón perdido.  Estaba claro de sus limitaciones y de la escasez académica, ya que su formación sólo había alcanzado los estudios secundarios hechos de cualquier manera; sin embargo, su amplia experiencia en el campo de la construcción —aunado a su eterno vicio por la lectura—  le permitía conocer con bastante exactitud cómo llevar a cabo profundas y productivas excavaciones para el encuentro con  lo desconocido. 

Recordaba con cierta nitidez aquella tarde calurosa cuando de un solo golpe —sobre una hornacina sellada por el tiempo— extrajo una hermosa pieza labrada sobre una piedra de singulares características, que mostró con alegría y orgullo a sus compañeros que le respondieron con gestos de envidia e indiferencia.  Desde aquel momento nació en él la inquietud por la arqueología: ciencia de la cual no conocía a ningún representante, pero  que estaba seguro llegaría a dominar.

Noche tras noche su voluntad se concentró en indagar más acerca de los descubrimientos arqueológicos, y de los modernos hallazgos que llevaron a muchos hombres a desvelar secretos celosamente guardados por los antepasados. Su vida cambió de súbito, perdió de manera paulatina a los viejos amigos con los que acostumbraba a celebrar después del trabajo;  hasta su novia se transformó en un extraño ser al cual recurría cada vez con menos frecuencia. 

Cada fin de semana se internaba, mochila al hombro, en lo más inhóspito del páramo ubicado a más de tres mil metros de altura, con la extraña certeza de estarse preparando para el gran acontecimiento de su vida. Estando solo en el campo descubrió la exuberante fuerza de la naturaleza, su energía, las voces acalladas por los gritos angustiantes que brotan de las grandes urbes.  Aprendió a convivir con las plantas, a conocer poco a poco sus enigmas maravillosos. De igual forma con algunos animales. El regresar a la ciudad se le estaba convirtiendo en una pesadilla; siendo como fue, un citadino indómito.

La idea de mudar su hogar fuera de la ciudad le era irresistible. Cada mes guardó las tres cuartas partes de su sueldo, como obrero de la construcción, para ir adquiriendo los materiales para su futura vivienda.  Como es lógico pensar, la madera fue el material en el cual puso mayor empeño, ya que si se iría al páramo los otros materiales les resultarían inadecuados.  Faltando tan sólo tres meses para cumplir los diez años como obrero de la empresa «Casas Compactas S.A.», le entregó al ingeniero su carta de renuncia.  Este se extrañó por la intempestiva decisión de quien hasta ese momento había sido fiel y cumplidor; pero sin objetar nada ordenó todos los trámites para la liquidación.

Con la ayuda de un viejo amigo, el hombre en cuestión se dio a la tarea de adquirir un pequeño lote de terreno ubicado en la parte más alta del páramo, logrando al cabo de tres fatigosos meses de viajes y retornos, comprar trescientos cincuenta metros de tierra en una empinada ladera, en la que ni los cambures, ni la piña, ni el tomate, fructificarían por lo escabroso y estéril del terreno. Sin importarle los consejos técnicos de sus amigos, acerca de la inconveniencia de tal adquisición, procedió a transportar los materiales.

Seis meses empleó en llevar a cabo su penoso cometido. Días  y noches de trabajo forzado —sin importarle el frío lacerante—  dieron como resultado una pequeña cabaña de aspecto lúgubre y solitario en medio de la espesa flora paramera.  Estaba seguro de que nada ni nadie lo distraería en su empeño por encontrar —a fuerza de estudio y excavación— el eslabón perdido del que tanto hablaban las leyendas. 

Luego de semanas de angustiosa espera, la novia del hombre remontó la carretera y se le presentó de improviso. Su reacción fue de asombro y —aunque su deseo de soledad se había visto frustrado— cambió el fruncido ceño por una leve sonrisa de admiración. Por más que la hermosa chica puso en práctica sus más finas estratagemas de seducción, el hombre permaneció impávido sentado toda la noche mirando hacia la nada. Cinco horas bastaron para que la mujer indignada saliera de la cabaña dando un portazo que casi la desbarata en pedazos.

Cada amanecer se internaba en el bosque con la indumentaria apropiada para proveerse de leña y de alimento. El resto del tiempo lo empleaba en leer voluminosos libros que le fueron obsequiados por un anticuario de la ciudad, como prueba de su amistad.  Precisamente fue en aquellos libros donde encontró el mórbido deseo por descubrir el misterio que envolvía el origen del ser humano; estaba convencido de que dedicándole su vida a la indagación arqueológica, podría desvanecer las leyendas creadas alrededor de tan importante suceso.  Se podría asegurar que leía más de dieciocho horas al día, en un estado de perplejidad tal, que su amigo —el mismo que lo ayudó en el descabellado proyecto— salió despavorido pensando que una maléfica fuerza había poseído a su amigo.

Alrededor del hombre se comenzó a tejer toda una suerte de conjeturas, las cuales eran desmentidas con vehemencia por su novia. Los habitantes de las zonas bajas comenzaron a divulgar el cuento de que no se trataba de un hombre común, sino del abominable hombre de las nieves.  Otros afirmaban haberlo visto volando entre los ramajes, con cuernos y vomitando fuego por la boca.  Algunos, más atrevidos aún, dijeron que en la cabaña de la ladera se realizaban extraños rituales que perjudicaban a las plantas y a los animales, y que era perentorio sacar a ese sujeto.

Ajeno a los comentarios, el hombre continuaba en sus actividades de lectura y perfeccionamiento de las técnicas arqueológicas, y —de vez en cuando— se le podía ver excavando hoyos en derredor de la cabaña, lo que acrecentó la fábula en torno a su persona. Antes de acostarse sacaba la escultura que había descubierto en la hornacina sellada y la miraba intensamente; posaba con ternura sus dedos sobre cada forma, tratando de descifrar posibles mensajes dejados por los antepasados del ser humano. 

Cierta noche, estando frotando con suavidad la escultura, percibió una fina ranura hecha entre la cabeza y el cuello del extravagante ser. Con extrañeza, buscó la lupa y descubrió que la figura se podía abrir con un ligero giro de la cabeza, encontrándose con un compartimiento interno, dentro del cual yacía un minúsculo frasco muy semejante a aquellos en los cuales se depositan exquisitas fragancias, y dentro de él un líquido rojizo y transparente. Destapó el frasco y percibió un agradable aroma jamás percibido por su olfato.

Dejando a un lado los agravios, la novia volvió aparecer por la cabaña solitaria (tal y  como la bautizaron ella y el amigo de su... ¡bueno!... novio), esta vez no lo encontró. Como notó que la puerta estaba sin cerrojo,  lentamente fue adentrándose en aquel sitio. El desorden era terrible, por donde quiera había restos de alimentos y trozos de leña cortados en listones, la ropa hecha una miseria tirada en todas partes y la mesa derrumbada hacia un costado.  De pronto irrumpió el hombre y se alegró al verla, echándosele en los brazos. Esa noche los artilugios de la chica lograron sacarlo de sus profundas meditaciones; pero esta vez se hizo presente la imposibilidad sexual. Ella no pudo resistir el contacto físico porque el tamaño del pene era sencillamente bestial.

 

***

                                                         

En su empeño por conseguir el secreto del origen de la especie humana, el hombre  bebió de aquel líquido que encontró dentro del minúsculo frasco de la talla, a partir de entonces vagas sensaciones lo invadieron; sobre todo de noche, cuando fuertes aguijonazos le laceraban los músculos y un extraño picor le mordía la piel. Estaba convencido: el crecimiento desmesurado de su pene se debía a ese extraño líquido. ¿Cómo decírselo a ella?  Cada amanecer lo primero que hacía era asomarse al espejo, y un gesto de terror se dibujaba en su rostro al comprobar que éste cambiaba a pasos agigantados. Poco a poco su cuerpo se tornaba con excesiva vellosidad y las manos engrosaban al igual que los pies.  Ya no podía caminar erguido, sus pasos se hicieron rápidos y a grandes zancadas. Se estaba transformando de manera inexorable en un chimpancé.

Si antes salía al campo en busca de alimento y de leña, ahora prolongó las salidas para no encontrarse con la gente y pudieran descubrir su nueva fisonomía. Comprobó que su vista se agudizaba con la puesta del sol, entonces invirtió su jornada vital: dormía de día y salía de noche. Pero descubrió que algunos cazadores —que se adentraban al bosque de noche para buscar osos—, le tenían la mirada puesta. En varias oportunidades tuvo que correr varios kilómetros para salvarse de sus balas asesinas. 

Una noche, fue herido en un brazo y sangrando recorrió el camino de retorno. Agotado se echó sobre el lecho a la espera de la muerte. Ya su misión estaba cumplida —pensó—: «no tenía que seguir buscando al eslabón perdido porque se había personificado en él». Poco a poco se esfumó la conciencia y se quedó dormido. 

A los pocos minutos decenas de pobladores comenzaron a rodear la cabaña gritando consignas, y siete hombres armados —que representaban la ley— irrumpieron en forma violenta  encontrando al  solitario Charles  moribundo y bañado en sangre.

­—«¡Todos, tras la búsqueda del monstruo que atacó a este infeliz hombre, y... que nadie lo toque, podría estar contaminado!» —gritó el que comandaba al grupo. 



Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).



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