EL NIÑO QUE SEGUÍA SIENDO
Por: Ricardo Gil Otaiza
Una extraña fuerza lo arrastró hasta aquel sitio después de
veinte años de ausencia. Nunca se imaginó el fuerte impacto que la causaría el
reencuentro; la nostalgia de volver a transitar los viejos caminos de la niñez.
Ya estaba allí. Las
cosas de ayer seguían inamovibles y perplejas a pesar del tiempo y de la
distancia. Bajó del auto. Con asombro su
piel se erizó ante la presencia de árboles, jardineras, columpios y toboganes.
Lo que antes constituyó parte esencial de su vida.
El riachuelo también estaba como testigo.
La mañana estaba despejada y solitaria. El sol ya se asomaba entre las ramas de las
palmeras y cujíes. Reinaba el silencio, la camaradería entre el hombre y los
árboles.
Sentado sobre un muro de piedras pintadas de verde por los
mohos y los musgos, se olvidó de amigos, de cervezas y de vino; su extrema
impresión lo acercaba de manera inexorable a la comunicación con su pasado
remoto, hecho presente quizás por última vez.
Para su asombro sintió igual que antes. Sus ojos se extasiaban por el contacto con lo
lejano en el recuerdo y ahí estaba patentizado, inaudito... hermoso y
terrible. Caminó una y otra vez
reconociendo aquel extraño, y al mismo tiempo viejo lugar.
Todo aquello lo había estado esperando inconmovible y
pertinaz.
Saltó de inmediato un recuerdo. Buscó entre los gruesos troncos de los
árboles. Erguido sobre las ramas indagó
con impaciencia, uno y otro ejemplar. Cada uno representaba un vuelco en su
espíritu inquieto por el posible hallazgo.
Se olvidó que las plantas crecen como lo hacen las
personas. En cada ciclo sus ramas se visten con nuevos follajes como se cambia
de piel después de cada amanecer. La
inscripción de su nombre sobre la corteza con cuchillo y con tinta negra, se habría perdido, quizás,
con el transcurrir siniestro de los días y los años.
Sin duda era el mismo árbol; él también era la misma
persona. Ambos lucían distintos... ya no
se reconocían.
Desistió de la búsqueda.
Recuperó el ánimo perdido con el cansancio. Algo lo conmovía y no hallaba el porqué. Continuó su paseo en silencio, y a cada paso
las hojas crujían sedientas y tristes. Para sus dueños él era un invasor, un
simple intruso; un desconocido.
Sus amigos ya prendían afanosos el fuego de la tertulia.
Estaba de nuevo sentado sobre el verde muro de
piedras. Sus ojos lloraban al escuchar
el acompasado chillido del columpio dejado al hacerse adulto. El agua en su
recorrido entonaba sutiles melodías pasadas de moda, pero arquetipos del ayer.
Salió de pronto de aquel mutismo. Se levantó sin apuros y comenzó a dialogar
con aquellos seres deseosos de cuitas. Sacó de un bolsillo de su chaqueta una
vieja y desteñida foto del niño que fue. La mostró zigzagueante a cada sombra
encontrada al paso; a cada muro y mesa de piedra sobadas por las pequeñas manos
borradas de tiempo.
Las palmas y los cujíes se estremecieron de asombro y de
contento. Dieron inicio a la danza
magistral de las hojas revoloteando por el viento. Los troncos erguidos se doblaban perezosos en
inolvidables contoneos. Eran, sin duda, las señales del recuerdo.
Entonces, en agudos instantes, su vida retornó en finísimo
ciclo a su mente. Se vio otra vez saltarín por el sube y baja y el tobogán; así
como también renegrido por la tierra, corriendo alegre entre árboles y
arbustos, recitando canciones populares
a las que les cambiaba la letra. El viento, con los árboles y el riachuelo,
orquestaban el momento.
El hombre había recobrado la memoria perdida por los años
mal vividos. Descubrió que dentro de su
cuerpo adulto, esforzado y serio, se alojaba todavía el niño de hace tiempo. Su
piel recobró la lozanía, su voz se tornó
más fina, sus pasos se hicieron ligeros y seguros.
Sus amigos con el fuego encendido lo llamaron para
compartir la mesa.
Él, había renacido. Todos esos seres que siempre habitaron
su memoria saturándola de recuerdos, colmaron el presente. Su niñez no estaba
perdida; sólo dormía en su infinito ser y la podía alcanzar de nuevo.
Entonces el hombre, el árbol, el viento y el riachuelo
danzaron de contento. Como viejos compañeros, aquella hermosa mañana
recuperaron la memoria interior que no la borra el tiempo, aunque no la
reconozcamos en la piel.
Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).
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