CELOSÍA
Por: Ricardo Gil Otaiza
Había sembrado en las jardineras de su casa rosas muy hermosas, gigantescos claveles y unos enojados tulipanes, que regaba con aspecto monjil cada mañana, muy de mañana. A eso de las diez, se aprestaba a elaborar flores de papel con una destreza de relojero; para ello disponía, sobre un viejo mesón, todos los materiales: alambre, tijeras, passe-partout, goma de zapatero, papel de diferentes colores y tonalidades, alicate, cortafrío, y la libreta en la que anotaba los nombres de sus clientes. Trabajaba sola, en medio del salón principal tapizado con antiguas fotografías de gente que había partido ya a la eternidad, y de cuadros decimonónicos de ángeles, purgatorios y hermosas mujeres vestidas a la vieja usanza española. De vez en cuando purgaba el cansancio asomándose a través de la ventana, cuya luminosidad había sido obstruida con una férrea celosía que la ocultaba de las miradas ajenas y le permitía hurgar en la vida íntima de los otros. Conocía secretos guardados entre furtivos amantes, sabía de cada pleito conyugal, de enojosos sucesos que olían a pólvora y rompían antiguos lazos de amistad. Doña Catalina, como la conocían todos, se había ganado con el correr de los años la animadversión de muchos y la indiferencia de todos. Por las tardes cambiaba de oficio, y se internaba en las profundidades de la oscura cocina, para derretir en ollas laceradas por los fuegos eternos, panelas de caña de azúcar y queso, que salían transformadas en exquisitos manjares. O llevaba hasta el carcomido cimiento, decenas de frutos de ficus, que dejaba sin sus envoltorios con gran facilidad, y los inyectaba con chorros de leche condensada o jalea de arequipe. A veces transformaba, con su especial magia, los huevos y la sacarosa en litros de sabrosísimo ponche, el cual teñía de rojo en mezclas con cola, o de verde con esencia de limón. Entrada la noche, preparaba todo para ir a la cama. Jamás lo hacía sin su atol de avena con ligeros toques de canela, para atraer al escabroso y huidizo sueño. A veces le agregaba un poquito de brandy escocés, o de ron cubano o colombiano, que mandaba a traer con algunos conocidos quienes se arriesgaban a aventurarse en lo ignoto.
Su habitación tenía un aspecto nada acogedor; más bien podría decirse que tétrico y fantasmal. La oscuridad de las sólidas maderas de los muebles, robaban con desenfado la escasa luminosidad de una bombilla de 40 vatios, la cual mudaba de sitio cuando las circunstancias lo exigían. A veces las cucarachas y las chiripas recorrían sin ningún pudor su cuerpo, hecho del cual ni se enteraba, porque hacía muchos años que una hemiplejía le había robado más del cincuenta por ciento de sus sensaciones. Fue desde entonces que su piel se tornó herrumbrosa y, su andar pesado, como pidiéndole permiso a la vida para seguir adelante. En su vetusto rostro se dibujó para siempre una fantasmagórica mueca, aunado a un movimiento involuntario de las cejas y la cabeza, falseando una actitud perenne de negación a todo lo que la rodeaba.
Con el correr de los años su soledad se hizo cruel. Hacía muchos años que había perdido a su esposo en un fatal accidente, y su hija se marchó para siempre y sin decir adiós, como pago a sus vagos desvelos maternales. Los nietos la aborrecían, y solo esperaban ver el día de su deceso para apropiarse de la casa y de los muebles. Cuando la tarde ardía en la calle, ella sentada frente a su mesa de trabajo recordaba con lágrimas contenidas lo que fue su vida en aquel pueblito anclado entre montañas anodinas. Una leve mueca de satisfacción dejaba escapar cuando pasaba por su mente aquella mañana nupcial, envuelta entre tules y blondas blancas, olorosas a naftalina y roídas por el tiempo de espera entre espaciosos cajones de antiguos escaparates. A su manera fue feliz aquellos años ya borrados por el tiempo y la enfermedad. Ahora solo le quedaba un presente incierto, bañado por la oscuridad del silencio y el despropósito. Apenas la visitaban tres o cuatro personas, que se dolían de tanto desamparo, y eran retribuidas por sendos platos rebosantes de dulce de leche, melocotones en almíbar, hicacos relamidos por ella (o por los años) y conservas de coco. El peso de tanto silencio se hizo cada vez peor, lo que la obligó (a pesar de su rígidos principios de decencia y de intimidad personal) a ofrecer en arriendo la mitad de su casa. Un joven caballero tomó la oferta y desde entonces Doña Catalina no fue dueña de sus silencios, de sus fantasmas, de sus espacios celosamente guardados contra la inquina mundana. Desde entonces la puerta principal cedía a cualquier hora del día o de la noche, haciendo saltar el corazón de la anciana. De pronto el sueño le era arrebatado con portazos siniestros, con ruidos ajenos y algarabía de trasnocho. Pero se fue acostumbrando a no estar sola en la casa, a compartir con enojo sus ristras de alegrías, de tristezas, de llanto, de malhumor, y de coraje contra todo. El caballero la fue endulzando con sus galanterías, con sus cuentos fabulosos, con sus historias de fantasmas a las que era fiel devota. Doña Catalina unió el presente de su desolada vida, con la incierta figura de un hombre al que no conocía. Al principio solo fue un simple y puntual inquilino, luego él se acercó hasta ganarse su voluntad y su confianza.
La vitalidad se diluyó de pronto. Aquella anciana un día comprendió que estaba llegando la hora de la partida. Entendió que a lo mejor una buena tarde necesitaría de alguien que la ayudara a bienmorir, y que le cerrara los ojos. Comenzó a desesperar e intentó asirse de alguna de las pocas personas que le habían mostrado migajas de afecto. De la misma forma como ella ofreció a una de sus vecinas darle en escritura la mitad de su casa, a cambio de su compañía y cuidados (siendo rechazada), lo hizo con el impávido y circunspecto caballero, quien le pidió tres días para pensarlo.
Pasado los tres días, el caballero se presentó ante Doña Catalina con un notario público y un secretario. Luego de las presentaciones —y explicaciones del caso—, se ejecutó el acto civil que le otorgaba en venta (ficticia) al susodicho, la mitad de la casa. Esa misma noche el —hasta entonces— serio caballero, se llevó a su lecho a una mujer de apariencia estrafalaria y de risa vulgar. La soledad permitía que llegara hasta la alcoba de la anciana los quejidos orgiásticos de la pareja de al lado, que se daba por entera a la práctica sexual durante casi seis largas horas. Doña Catalina obturaba sus oídos con algodón empapado en glicerina, para evitar el pecado de percatarse de los momentos sublimes de la pareja. Pero todo era en vano, puesto que los golpes pélvicos retumbaban en las paredes, de éstas a los muebles aledaños y, de éstos a la cama, despertando a la anciana en medio de una crisis de pánico por el temor de algún terremoto. Eso sucedió noche tras noche, mientras crecía el enojo de la anciana y su decisión de echarlos a la calle.
Era exactamente la una de la madrugada, cuando Doña Catalina irrumpió sorpresivamente en la habitación donde cohabitaba la pareja, y con una vieja arma que perteneciera a su difunto esposo, los amenazó de muerte. En sus ojos aindiados se podía percibir la firme determinación de liquidarlos, de borrar para siempre cada vestigio de impureza, de horror, de la fetidez que emanan los cuerpos cuando se han amado. Decía a gritos que no tenía nada que perder, que los eliminaría y se quedaría muerta de la risa. Ambos, aún entrelazados y sudorosos, salieron a toda prisa de la casa envueltos tan solo por sábanas, hasta perderse en la penumbra de la calle para nunca más volver. Al día siguiente le prendió fuego al colchón y a las mantas, tratando de expiar para siempre su mísero error. No podía hacer otra cosa: había regalado la mitad de su casa a cambio de atenciones y de compañía.
El tiempo tan inexorable le robaba a cada instante el aliento, sentía que su vida se le escapaba a ráfagas, a borbotones. Se le hacía muy difícil el trabajo de floristería y de dulcería, y poco a poco se entregaba al abandono. Algunos vecinos le llevaban la comida y ella insistía en escriturarles el resto de la casa a cambio de su compañía; pero ninguno aceptaba el convenio. Decidió, entonces, alquilar una de las habitaciones a algún estudiante universitario, para que por lo menos hubiera alguien cuando la muerte la sorprendiera. Tocó a su puerta un atento joven estudiante de derecho, que le ofreció el doble de lo convenido y sus diligentes cuidados en los tiempos libres. La primera impresión fue decisiva para Doña Catalina: se trataba de un buen muchacho, cuya palidez del rostro y, extrema delgadez, denotaban nobleza y pureza de espíritu. Desde el primer instante el inquilino demostró interés por halagar a la anciana, cada mediodía le llevaba en un portaviandas el almuerzo y la cena. Ella comenzó a revivir los tiempos pasados cuando el atractivo muchacho —que luego sería su esposo— hacía lo mismo y le conquistó el corazón. Cuando salía temprano de clases, se sentaba con ella en la sala y la acompañaba. A mitad de tarde preparaba café y compraba tartas y bizcochos y se hundía en largas conversaciones con la anciana. Le contaba hermosas historias de caballerías, de amores imposibles, de hijos que regresaban al hogar luego de una vida de ausencia. Ella lo miraba contemplativa y se perdía en el azul celeste de aquellos ojos jóvenes.
Por primera vez en muchos años, Doña Catalina visitó un parque, recorrió en taxi (pagado por el muchacho) las novedades que presentaba la ciudad que aún se resistía a aceptar el modernismo. Caminó, tomada de su viril brazo, a lo largo de una hermosa avenida recién inaugurada, sembrada por abedules y cipreses. Degustó de nuevo el viento frío que regresa imantado de la cordillera, del canto de alegres aves que se disponían a anidar en su presencia, de los gritos y del llanto de varios niños que jugaban indiferentes y entregados al disfrute. Se atrevió a comer un helado bañado en chocolate. Se sorprendió al darse cuenta de que todavía podía reír y alegrarse al sentirse viva. Su cabello se soltó de las amarras que lo contenían siempre, para mostrarse aún sedoso y perlado. La hemiplejía cedía ante el empuje de la convicción de estar inmersa en una alegría inaudita y casi olvidada. Al recordar su anterior estado —casi cataléptico— se ruborizó. Juntos vieron el atardecer, y sus ojos se tiñeron del sol de los venados.
Un leve cosquilleo inquietaba a Doña Catalina, era como si dudara de estar viviendo ese contento por la vida. Se aterrorizó al pensar que a su edad —tan avanzada— estuviera interesada por aquel joven que podía ser su nieto. Molesta, apartaba esos malos pensamientos y se entregaba a la tarea de hacer flores de gran colorido. Abrió las ventanas y las puertas, cambió el cortinaje, extrajo de la alacena una antiquísima vajilla de plata heredada de su abuela Catalina Esperanza. Arrancó de las paredes aquellos vetustos cuadros que inspiraban miedo, y en su lugar colgó alegres banderines alusivos a fiestas patrias y a visitas de personajes importantes. Cada tarde se sentaba tras la celosía y se le hacían eternas las horas de regreso del muchacho. Tomaba un rosario y comenzaba a desgarrar cuentas interminables para que se le pasaran las horas.
Una mañana Doña Catalina impaciente llamó al joven y le dijo que había decidido escriturarle la mitad de la casa. Estaba segura de que él sabría corresponder al gesto y cuidaría de ella en la salud, o si llegara a caer enferma. De fallecer, debería realizar los trámites de las pompas fúnebres, para ser sepultada en el mausoleo familiar en el que reposaban los restos de su esposo. La anciana vio recorrer el terso rostro del muchacho por un puñado de lágrimas que salían de lo más hondo de su corazón, y con un fino pañuelo de seda bordado con arabescos, las fue borrando lentamente y con ternura.
Al día siguiente ambos realizaron los trámites legales, según los cuales, Doña Catalina Ventura Caldoso-Fuentes, daba en legítima venta su inmueble (o lo que quedaba de él) ubicado en la avenida principal de la ciudad. A partir de aquel preciso momento, la anciana quedaba en manos del joven estudiante universitario.
***
La extraña y peligrosa mezcla de pentobarbital sódico y valium, hundió a la lucidez de Doña Catalina en un sopor permanente. El récipe había sido entregado por un amigo del joven estudiante de derecho, que ya estaba de pasantías en el hospital. A la hora de haber sido aplicada la inyección, un par de sujetos —jóvenes también— irrumpieron en la casa donde permanecía la anciana dormida sobre un colchón barato, y tomándola en vilo fue transportada en un taxi (el mismo en el que viajaran aquella tarde de alegría en el parque) hasta una casa de menesterosos, ubicada a las afueras de la ciudad. El joven estudiante de derecho entregó a las monjas que regentaban el establecimiento, un falso récipe y sus indicaciones, en las que se ordenaba aplicar la mezcla por tratarse de una persona peligrosa y con claros instintos suicidas. Cada fin de semana el joven iba al ancianato para surtirlo con los medicamentos prescritos, por tratarse de un sitio para seres sin recursos económicos. A los tres meses de haber sido internada, Doña Catalina falleció de un paro cardíaco, al que se unía un estado de extrema desnutrición y tristeza. La directora de la institución llamó al joven al número que le había dado en caso de alguna emergencia, y éste alegó que no podía movilizarse, porque se disponía a presentar el examen final de Ética y Deontología. Ante la pregunta acerca del sepelio de Doña Catalina, el joven alegó categórico, que la difunta no poseía propiedad en el cementerio local, y dio la autorización para que fuera sepultada en una fosa común, donde van a parar los expósitos.
En el sitio en el que estuvo ubicada la casa de Doña Catalina, se levanta hoy un imponente edificio residencial. Tal vez muy poca gente la recuerde...
Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).
Excelente cuento, saludos a su escritor.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Me alegra que te haya gustado.
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