CARTA PARA UN DIFUNTO

 

CARTA PARA UN DIFUNTO

Por: Ricardo Gil Otaiza

Me atrevo a escribirte con la penosa conciencia de no haberte dicho estas cosas —que hoy inicio—, cuando aún yacías sobre tu lecho de enfermo: postrado, destruido, acabado, sin la menor esperanza de levantarte para volver a ser el hombre que alguna vez fuiste. Yo sudaba a mares ante la expectativa cada vez frustrada por la debilidad de una mujer vacía y enferma del alma. Y me atrevo, porque tengo la certeza bien fundada, por cierto, que no te levantarás de la losa fría para recriminarme mi conducta y mis vacilantes decisiones, como cuando aún eras mi esposo. Lo hago con la solvencia expedita que me confiere el grado de viudez alcanzado luego de quince años de tragedia familiar vivida a tu lado. ¿Que si te quise? No lo sé aún. Debo blandir mis verdades sobre este papel arrugado y reescrito tantas veces, hasta el desgaste de mi cuerpo y de mi alma, por la necesidad de cariño y de peso corporal que le confiere un hombre a la vida de una mujer. Tal vez hasta ayer —que te dimos sepultura— estaba segura de los lazos conyugales que nos abatían en contra de nuestros propios deseos y metas. Hoy la vida ha cambiado y veo todo bajo el gris que difuminó el cielo de tu partida. Deseo ardientemente contarte mi vida a tu lado, alejada de la vida misma, aspirando a revivir en tu carne gastada y macilenta, el calor de una pasión muerta con el tiempo que nada perdona. Cuando te conocí me transformé de inmediato en la cenicienta de tus toscos deseos, de tu mórbida manera de ver la relación de pareja. Me anulaste, fui la sombra que siempre rodeaba a tu cuerpo, la grácil compañera que aseguraba los caprichos de un niño que nunca aprendió a conocerme. Y yo callaba, recibía órdenes, amenazas, señalamientos, a los cuales había que recurrir con prontitud. Era apenas una chiquilla, asustadiza y tonta, que la criaron para seducir a un esposo y mantenerlo contento. Luego de tanto tiempo siento que malgasté mi vida a tu lado, que tiré por la borda un porvenir que con cualquier otro hombre hubiera sido distinto. Pero solo tuve ojos para ti. Mi cuerpo temblaba en arrebato de locura cuando veía desnudar el tuyo: la humedad de mi sexo hacía irresistible el encuentro. Como buen perro de caza percibías todo aquello y jamás lo desaprovechaste: fingías contento, inventabas pasión, ensayabas estremecimientos que estabas lejos de disfrutar a mi lado. El amor que sentía por ti me cegaba ante las evidencias de tu maltrato que creía ardor de tu parte, deseos de poseerme, de arrullarme entre tus tibios y fuertes brazos. Me sentía amada con la pasión de un Florentino Ariza, de un Romeo postmoderno, de un Tristán de fines de siglo. Pero todo aquello no era más que la reacción de un ser que odiaba con la más fina abyección a su pareja. Muchas veces me sentí asfixiada entre los dedos de tus manos de oso, cuando acariciabas mi cuello, cuando ibas apretando acezante mi cuerpo hasta dejarme exánime. Observaba tu mirada, escuchaba tus jadeos que confundí con la excitación de un preludio amoroso y tierno. Fuiste ajando mi cuerpo, marcaste cada pliegue, cada intersticio, cada lugar quedó horadado por la inquina de tus dientes. No quisiste darme un hijo, el egoísmo consumió hasta el último milímetro de tu humanidad, que no era tan simple. Te recuerdo como el más guapo de la clase, el fuerte del pueblo, el inteligente del trabajo. Con claras estratagemas —de sórdidos intentos suicidas— fuiste armando un andamiaje de terror en mi vida y en la de todos quienes alguna vez —por error del destino— te quisimos. Tus palabras, tus gestos, tu cara, tu mirada, tu olor y, tu piel, eran leyes indiscutibles e inapelables. Nunca algún comentario malsano alcanzó tu inquebrantable orgullo de troglodita, de monstruo, de machista, de cobarde... 

Te veo enfermo sobre el lecho, hundido en viejas cavilaciones, perdido en las oscuridades de tus tiempos interiores y lejanos. Te observo durante horas que se me transforman en siglos. Escucho cómo roncas —como lo hiciste siempre—: ese maldito defecto que tanto daño le hace al amor y al deseo. Quieres por momentos voltearte, pero la rigidez de tu cuerpo lo impide, maldices entre sueños, ronroneas, discutes con tus fantasmas oníricos y luego quedas apacible... como muerto. Velo tus sueños, te invito a que mueras, a que desaparezcas de una buena vez, que dejes en libertad mi vida para poder vivirla aunque sea en la soledad. Entre dientes maldigo, rezo oraciones al revés para que te vayas, para que ya no seas ese hombre que se niega a morir, a entregarse, a diluirse en los espacios etéreos de la inconsistencia, de la nada, de las sombras del tiempo, de los agujeros negros del espacio sideral, de los túneles que conducen a esa otra incierta vida a la que tanto le tememos. Arrepentida te miro con cariño, con ese amor que alguna vez te di y que te prodigué en abundancia y sin recelos. 

Pero es que todo lo dañabas con tu personalismo, con tu aversión, con tus dudas acerca de la potencia de tu miembro, que te irritaba hasta el extremo de partir durante varios días a lugares remotos y sin previo aviso. Recuerdo tu intolerancia y ese carácter irascible que cundía de pánico hasta a los vecinos de la urbanización. Tomabas entre las manos un bastón que pertenecía a tu difunto abuelo, y con él le rompías los vidrios a la casa, al carro y a todo lo que se interpusiera en el camino. Luego quedabas tendido sobre la alfombra persa olorosa a perro y te sorprendía un nuevo día, sosegado, tranquilo. Te levantabas tambaleante e introducías en el baño para masturbarte y retornabas con diez años menos. Fueron  tantas las veces que te vi hacerlo, que no debería reprochártelo por cotidiano, por familiar y por constituir parte de nuestra vida en común. Yo: callaba, otorgaba, comprendía, toleraba, recurría, recogía, velaba, deshacía, recomponía, cabalgaba, chupaba, mordía, cocinaba, tejía, cocía, escuchaba, rezaba, blandía, planchaba, pintaba, raspaba, limpiaba, lavaba, lloraba, guardaba. Eso y mucho más, fue mi vida a tu lado. Recuerdo tu imagen en la cama y siento en el alma un mórbido y masoquista goce que solo nos permite la venganza en el cuerpo ajeno. Porque yo no te causé las heridas en la columna, ni la atrofia medular que te redujeron a un ser retorcido por el rencor de haber vivido quince largos años de reclusión. Quizás ese accidente nos castigó a ambos: a ti por tu indiferencia, por tu vida dispendiosa y corrupta. A mí, por no haberte envenenado, por haber sufrido en silencio tus devaneos, tus flirteos amorosos con cuanta mujer se te ponía por delante. Sabía de tus citas, de tus ropas íntimas impregnadas de flujos ajenos, de tu olor a hembra. Alegabas impotencia conmigo y eso te condujo a la infidelidad absoluta, al día siguiente de nuestra noche de bodas. Mientras tú refocilabas tu humanidad con ellas, yo mordía la almohada para sosegar mis ansias internas, mis pruritos, mis fantasías eróticas. Me conformaba con que me rozaras al menos una vez cada dos meses y lo hacías con repugnancia, con desdén, como quien utiliza un sucio objeto. Así me sentía yo: sucia, utilizada, poseída sin ser poseída, manoseada, baboseada, salpicada de saliva, de semen, de sudor pegajoso, de tu asqueroso olor a bodeguero. Eras hábil con las manos. Sabías meter los dedos en los sitios álgidos y precisos, hasta hacerme desfallecer de placer. Pero me abandonabas cuando más te necesitaba, en el momento en el deseaba ser tomada, cogida, penetrada, usurpada por tu poderoso miembro fofo. Antes del accidente ya eras un despojo, un ser miserable, un inicuo, un perverso... Por fin quisiste morir. Lo decidiste una mañana, cuando sin pudor alguno, me desvestí en tu presencia para que observaras en lo que me habías convertido. Quise que vieras mi desvencijado cuerpo, mis piernas laceradas por venas azules que lastiman al caminar, mis tetas caídas, mi vientre prominente que se resbala cuando me quito el cinturón, las estrías que me adornan las piernas y los hundidos que forman el tejido adiposo con el cual el Creador no me creó. Recuerdo que me acerqué hasta tu lecho y abrí con fuerza la ventana para que la luz de esa mañana iluminara todo: mi rostro surcado por la flacidez, las patas de gallina que siempre fueron mi horror, mi cabellera bañada por el claroscuro otoñal, las bolsas situadas debajo de los párpados, la prominencia de los surcos que bordean mi boca y el brillo perdido de mis ojos desde hace muchos años ya. Recuerdo tu mirada perpleja, abatida por el dolor, por la desesperanza, por el impacto al descubrir cómo el tiempo te robó la presa que más te costó devorar. Volteaste el rostro, cerraste los ojos, varias lágrimas descendieron hasta tu pecho y se perdieron entre el pijama. Así permaneciste varios minutos, hundido en el pánico estelar, en las brumas de tus recuerdos, en los sueños de una vida lejana, inalcanzable e imposible poder recuperar. A partir de entonces no aceptaste más alimento, tu cuerpo se fue consumiendo de manera rápida y voraz, como un potro lanzado al vacío infinito de la llanura, de la estepa, de la pampa. No insistí, conocía tu reacción, sabía que aquello significaba el final de la larga travesía, del discurrir siniestro por los caminos de una vida desgraciada y mortal. A los dos días abriste de nuevo los ojos de cuchillos filosos, las cejas los habían arqueado aún más. Esa mirada fulminante era el aviso definitivo de que debía abandonar la habitación en la cual había permanecido recluida tantos años. Me levanté con un leve temblor en las rodillas, cerré la ventana y no aguanté más: caí destruida por el cansancio y el rencor acumulados a la vez. Al despertar conocía tu destino. Me sentía una viuda. Quiero decirte que ya no me importa tu destino, ni tampoco el mío. Que callé por misericordia, por no querer dañarte (más de lo que estabas), por pudor, por educación, por tener un nudo en la garganta que me impidió hablarte, encararte, gritarte, insultarte, maldecirte, injuriarte, maltratarte, ofenderte, desgreñarte, descalificarte, minimizarte, ofuscarte... implorarte que te murieras, para no morir los dos. Deseo decirte, hoy que ya no estás, que no fui mujer, ni madre, ni hija, ni hermana, ni ciudadana, ni vecina, ni compinche, ni comadre, ni nada a tu lado. Que me anulé como persona: me hundí en tu mismo fango existencial y absurdo. Que recorrí sentada, cerca de tu lecho, las mejores horas de mi vida para no abandonarte a tu suerte. Que se me olvidó respirar, mirar, saltar, reír, olfatear, palpar y hasta pensar. ¿Por qué no te moriste hace quince años cuando te caíste del caballo? ¿Por qué la mala suerte te permitió vegetar sobre sábanas sancochadas con el hedor y con el sudor que emanaban de tu cuerpo? ¿Por qué no abandoné la casa aquel entonces para irme a vivir con Miguel de Saavedra, que me ofrecía un destino mejor y con esperanzas? ¿Por qué permanecí atada a tu lecho como un siervo inerme y desvalido? ¿Por qué sufrí en silencio mis ardores, mis sueños, mis fantasías eróticas que doblegaban la paz de mi alma? ¿Por qué hoy tengo tantos "por qué" atragantados en la garganta? Hoy estoy despertando de un sueño largo y profundo, una especie de pesadilla de terror, de la cual sales con vida, pero desgarrada por dentro. Siento miedo de seguir, de comenzar de nuevo con la figura y el porte que me dejaron estos años malvividos. Tal vez escribo para exorcizarlo, para ahuyentar el pasmo, la parálisis, el estado cataléptico en el cual estoy sumida sin remedio. Me acostumbré a estar a tu lado, a verte inerte e inerme, pero a verte a fin de cuentas. Hoy que ya no estás quiero decirte que te odio (más que nunca) y te aborrezco con todas las fuerzas de la que soy capaz. Porque me dejaste inválida, incapaz de caminar sola, imposibilitada para el mundo. Te dejo en la paz de tu morada, en el frío de la losa sepulcral, en el silencio de la noche. Me dejas viuda, en la paz de esta casa que se cae a pedazos, en el frío de la soledad y del silencio más abrumador que pueda imaginar un ser humano. 

Quiero decirte que soy una viuda, y tú un hombre viudo también. 





Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).




Compartir:

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Buscar este blog

Ricardo Gil Otaiza

Ricardo Gil Otaiza

Sobre el autor

Puedes saber más sobre el autor en el siguiente enlace: Curriculum

Popular Posts

Categories

Ricardo Gil Otaiza 2020. Todos los derechos reservados. Con la tecnología de Blogger.