Por: Ricardo Gil Otaiza
El género en la literatura
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Por: Ricardo Gil Otaiza
Cómodamente sentado frente a la casa de su víctima, analizaba cada uno de sus movimientos. Aprovechando que una amiga le cediera el apartamento hasta que regresara del sabático, fue instalando los equipos de alta sensibilidad fotográfica. Frecuentemente recordaba los sucesos que lo habían marcado, y sin duda fueron los días que permaneció enterrado en la cárcel los que le machacaban los deseos de venganza. Al hombre a quien más odiaba no podía eliminar ya que la vida misma se había adelantado a sus deseos. Solo le quedaba la mórbida esperanza de sacar de este mundo a la viuda, aquella misma mujer que veía con su largavista marca Carl-Zeiss cada mañana y cada tarde desde hacía más de tres meses. ¿Qué se lo había impedido si se trataba de una anciana achacosa que con solo soplar caería abatida sin mayores esfuerzos? El atrevimiento de hacer un trabajo limpio, perfecto, que no dejara la menor sospecha sobre su persona: enemiga jurada y pública de la futura víctima. Cuando no atendía con esmero la limpieza y engrasado de cada pieza mecánica de su sofisticado equipo, se dedicaba a leer atento ejemplares novelescos de Agatha Christie, con el inocultable deseo de desentrañar de aquellas páginas los secretos del crimen organizado, el aura siniestra que envuelve los días previos a la muerte de los seres escogidos por el azar perverso de la venganza. Un morboso y extraño gozo se apoderaba de su cuerpo cuando leía los pasajes más atroces, los más macabros y difíciles sucesos acontecidos entre las víctimas y sus victimarios. Iba de inmediato hacia una pequeña mesa apostada a un lado de la ventana y anotaba con tinta verde los hechos resaltantes de la lectura, aunque su intención hubiese sido el subrayar directamente el libro, se lo impedía el que no fuera suyo, sino que lo alquilaba en una pequeña y destartalada tienda de libros usados, cuyo propietario comenzaba a sospechar ya de la exagerada adicción de su cliente por tales lecturas. No obstante —se consolaba el hombre— cientos de personas eran adictas a libros pasionales, impregnados de bajos instintos, cuyo único objetivo era llenar decenas de horas de vacío existencial, de desgarrador ocio. Por eso cuando le veía traspasar el umbral de su negocio no podía vencer la tentación de atenderlo con el esmero que merecen los buenos clientes. Instalado en la segunda planta, corrían sin mayores tropiezos largas horas de revisión, de implacable escudriñamiento de portadas, de resúmenes, de cuerpos deshechos por el paso del tiempo y la acción de la humedad. A menudo caía en fortísimas crisis de estornudos que eran sosegadas diligentemente por el dueño, que aparecía justo antes del abatimiento total con una taza de té caliente acompañada de unas servilletas de papel. Continuaba con los ojos y nariz enrojecidos auscultando mesones, estanterías, cajas apiladas en torres que tocaban el techo. A la hora de cerrar el negocio bajaba el hombre sonriente, con otro ejemplar de la misma autora dispuesto a consumir aquella misma noche, se dirigía a la caja y zanjaba con adustez las cuentas pendientes, no fuese a ganarse la animadversión del dueño y tener que correr quién sabe con qué suerte y riesgo. Llegaba antes del anochecer al apartamento con una barra de pan debajo del brazo, se aseguraba de que todo quedara bien cerrado, y ejecutaba el mismo ritual de cada noche. Una vez preparado el litro de café con leche, untaba el pan con abundante mantequilla de maní y se ubicaba en el sitio de observación perfecto, justamente al frente de la habitación de la anciana que coincidía de manera lineal con la biblioteca. Afinaba con una mano el equipo mientras que con la otra sostenía la taza de café que iba consumiendo con fuertes sorbos. A veces se preguntaba el porqué de tanto equipo para eliminar a una escuálida mujer que vivía sola, y la respuesta le venía de inmediato: tenía que asegurarse de toda la rutina de la anciana a fin de no cometer los errores que leía en las novelas y que muchas veces echaban por tierra un crimen perfecto. Recordaba con frecuencia que una noche estaba dispuesto a ejecutar su obra, como la nombraba mentalmente, y no se percató de la presencia de un joven pastor alemán que le hacía compañía a la anciana, el cual formó un escándalo tal, que por poco no fue a parar de cabeza en la policía. Los días sucesivos se dio a la fatigosa tarea de idear un mecanismo para eliminar al animal, pero un recóndito halo de tristeza lo embargó al recordar que el perro no tenía la culpa de sus intenciones, además, se le parecía a otro de sus lejanas noches de la niñez. Así que con mucha cautela y experticia «criminal» se las ingenió para hacer salir al animal de la casa de la anciana. Se valió de dudosas argucias como la de comprarle jugosos bistés, o emperifollados huesos artificiales para llamar su atención. Desincorporado el animal no le quedaba más tropiezo para llevar a cabo su cometido, solo su cansancio mental y físico le impedían adelantarlo, postergando día tras día la decisión. Pero aquella barra suculenta de pan y las diez tazas de café, le insuflaron el ánimo suficiente como para decirse a sí mismo «hoy es la función».
La noche le parecía demasiado oscura como para su gusto, solo que eso le favorecía. Cubrió su cuerpo con un capote negro de los que usan los obreros para guarecerse de la lluvia, introdujo un filoso cuchillo en el bolsillo trasero del pantalón y el arma corta la solapó con la camisa, se implantó un par de guantes comprados especialmente para tal ocasión, y revisó si la ganzúa estaba en su puesto. Abandonó con disimulo el apartamento de la amiga, que le sirvió de guarida durante varios meses, y se lanzó con decisión a la calle. Al llegar al portón de la casa de la anciana observó que la luz del poste le daba directamente sobre el rostro, así que con inaudita puntería reventó la bombilla de una sola pedrada. Penetró con sagacidad al porche y llegó hasta la puerta principal, no sin antes percatarse de no tener testigos del hecho. Abrió con gran sigilo la puerta lateral y entró, encontrando a la anciana envuelta en una hermosa bata de casa estampada con flores color rosa, y el cabello lo tenía cubierto con una fina malla que le daba aires señoriales a la usanza tradicional. Por lo que escuchaba, la anciana se encontraba rezando no se sabe qué cosa, ya que nunca había sido muy diestro en eso de ir aprendiéndose de memoria largas y piadosas súplicas a un altísimo que no comprendía. A ratos el ambiente se hundía en un silencio que le helaba la sangre y lo dejaba paralizado. Luego, recobraba la lucidez necesaria para llevar a cabo tan delicado asunto. Sabía que no era un criminal de profesión, solo le insuflaba el aliento de una atávica venganza personal por diez años robados a su vida aún joven, cuando el también joven y brillante abogado, quien fuera en vida esposo de la anciana que ahora ve por un agujero de la puerta, lo acusara de un atentado dinamitero cometido contra una cincuentena de obreros que excavaban para extraer carbón. De nada le había servido jurar mil veces por su madre, exclamar justicia a un dios que jamás lo escuchó, porque fue sepultado en vida en una angosta celda que lo privó de los mejores años de su existencia, los de su primera juventud. Cuando recordaba aquello se le hinchaban sus venas con grandes torrentes de sangre y venía a su cerebro el único y meditado objetivo, acabar con la vida de aquella mujer que representaba (¿injustamente?) su atormentado pasado. Mientras pensaba, la anciana se había levantado de la silla y la había perdido de vista. Millones de agujas le laceraban la piel tan solo al pensar no poder llevar a cabo su tarea tanto tiempo dejada por sus falsos escrúpulos, por su despiadada idea de la perfección. Sin rubor ni temblor algunos, sacó el arma que guardaba en contacto con su piel, lentamente fue abriendo la puerta que lo separaba de su víctima, quien se encontraba en la cocina tomando una taza de leche caliente con brandy para acrecentar el sueño. Mucho mejor —pensaba el hombre— de ese modo será menos traumático para la anciana pasar de éste, al otro mundo. Los minutos que aguardaba le parecían infinitos, repasaba velozmente las lecciones aprendidas de los libros de Agatha Christie y no encontraba elementos distintos a los leídos: nada había, al parecer, que pudiera obstaculizar su misión. Solo la impaciencia lo atormentaba, la anciana demoraba demasiado y aspiraba a despachar el asunto de una buena vez, recogería sus objetos personales del apartamento y se marcharía para siempre de aquel lugar. El calor le arrancaba abundante sudor y la anciana seguía entretenida en la cocina sin señales de vida. Pronto comenzó a pensar en la posibilidad de que la mujer se hubiese dado cuenta de su presencia y de que escapara por la puerta de servicios; pero lo calmaba la vaga sensación de estar en presencia de una víctima fácil, presa segura de un hombre joven, con más fuerza y determinación. Miraba al reloj y tenía que esforzarse para ver la hora, la oscuridad del pasillo le impedía una visión nítida del momento. De pronto, sin hacer caso a los presentimientos, se lanzó de manera abrupta sobre la anciana que permanecía todavía en la cocina, esta vez no iba empuñando el arma de fuego, sino un filoso cuchillo que robara del restaurante, y en el mismo instante en el que intentara hundirlo con todas sus fuerzas en la humanidad de la mujer, el pajarraco que estaba montado sobre una gruesa rama de árbol frente a la anciana, que en aquel preciso instante le daba de comer, voló con furia sobre el atacante y de dos picotazos certeros y vigorosos le arrancó los ojos.
Por: Ricardo Gil Otaiza
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Una bala en medio de la frente es el mejor remedio para llegar sano a la muerte. Así lo comprendió aquella noche, cuando reunido con los emisarios del jefe en el bar, le fue notificada la decisión: “Había que proceder de inmediato con el plan acordado”. Sintió cómo el escalofrío del trago seco le subió hasta la coronilla y luego se le instaló en el estómago como un plomo. No pudo contener su desazón y de un solo movimiento le quitó el cigarrillo de la boca al compañero y de dos profundas chupadas lo agotó, casi hasta quemarse los dedos. Tambaleante, se levantó dispuesto a marcharse de aquel sitio inmundo, con hedor a orines y a mierda, y fue atajado bruscamente del brazo por el mismo hombre a quien le quitó el cigarrillo, y comprendió que las cartas estaban sobre la mesa: a él le correspondería llevar a cabo la misión.
Lentamente subió los dieciocho pisos del viejo edificio nacional, y se detuvo ante la puerta de madera cruda que lo separaba de su destino. Intentó introducir en la cerradura la llave que le habían indicado, y un chirrido quejumbroso lo devolvió a un tiempo ido en el que, después de algo similar, aparecía su madre cargada de alimentos con la mirada perdida por su inefable condición de mujer abandonada e infeliz. Él, meado hasta el cuello, la recibía con la alegría propia de un niño cuya única ilusión era caerse a trompadas con su vecino en el patio trasero, para después llegar con la nariz rota y el ojo hinchado a socorrerse en los brazos de la mujer. Ese maldito sonido ahora se le presentaba como revelador de una realidad aún más profunda, que lo lanzaba a una aventura inaudita, de la que no podía escapar.
El apartamento estaba abandonado y sucio, y un golpe en el olfato lo puso a la expectativa de carne podrida. Se dirigió con cautela a cada una de las estancias y pudo constatar que el olor procedía del apartamento vecino. Abrió las ventanas y una brisa ligera le alborotó el cabello hasta el desorden. La vista a la ciudad era maravillosa y la imponente presencia del Ávila lo reconfortó hasta olvidar el porqué de su presencia en el lugar. Al frente se podía divisar un elegante centro comercial, al que entraban y salían personas distinguidas, y al parecer muy adineradas. Por instantes deseó ser una de ellas, para recorrer sitios públicos sin la constante amenaza de la policía contra su espalda. Más a la derecha, como en zigzag, se levantaba la torre de lo que parecía ser un templo de aspecto descuidado y triste, en cuya plazoleta, que se encontraba hacia un costado, crecían sin pudor decenas de flores silvestres que se doblaban sin fuerzas con la brisa provocada por el paso de los autos. A lo lejos se podía apreciar una edificación joven, moderna, recargada —para sus gustos— con sendas vidrieras de colores diversos y chillones que devolvían un enceguecedor reflejo.
De pronto recordó que temía a las alturas, y un ligero mareo lo hizo asirse con fuerza de la ventana para no perder el control. Retornó molesto a la sala y se dejó caer sin fuerzas sobre un destartalado sofá, cuyo color original podría ser púrpura, y cerró por breves instantes los ojos hasta que una sensación de alivio le devolvió el color del rostro. Con esfuerzo buscó impaciente dentro del bolsillo del pantalón y encontró un papel arrugado y sucio que extendió con parsimonia en el piso. Con un gesto, que le recordó sus tiempos escolares, mojó con saliva la punta de un Mongol e hizo algunos trazos sobre el papel. De pronto encerró algo con un círculo y se quedó viéndolo por largo rato, hasta quedarse dormido.
Sintió una fuerte punción en el estómago y recordó que no había comido durante el día. Abrió la nevera y solo encontró una pasta de hígado tapizada de moho. Salió del edificio y compró algunas cosas en el abasto, no sin antes cerciorarse de que nadie lo había seguido. Al poco rato retornó al apartamento y la oscuridad de la noche se había instalado sin pedir permiso, y dibujaba en las paredes grotescas penumbras que adquirían movimiento al contacto con las luces de la ciudad, que se filtraban perezosas. Quiso encender las bombillas y recordó que no podía hacerlo por requerimiento expreso del jefe, quien no permitiría que nada ni nadie le echara por la borda su plan de acción. Con expresión de fastidio se sentó en el desvencijado sofá y procedió a comer lo que había adquirido en el abasto. Sintió asco y repugnancia y con un movimiento seco e involuntario, arrojó la bolsa por la ventana y pudo ver cuando se estrelló contra el techo de un carro apostado a la puerta del edificio. ¡Que se vaya todo a la mierda! —pensó exasperado—; pero contuvo el grito para no levantar sospechas.
En la penumbra pudo desempacar el equipo y lentamente fue organizando, como en un importante juego de ajedrez, cada pieza en su lugar. Había trabajado hacía unos años con ese tipo de armamento y conocía con precisión cada detalle, cada minúsculo movimiento, el enrosque definitivo; y podía hacerlo a ojos cerrados. Aprendió a afinar el oído todo el tiempo que estuvo separado de su familia para internarse en la guerrilla de los setenta, y fue así como en un par de horas tenía todo listo para llevar adelante la tarea encomendada. Encendió un cigarrillo y cuando se movía de un lado a otro del apartamento, daba la impresión de ser una luciérnaga en medio de una acalorada noche de playa. A cada paso el eco provocado por la casi ausencia de muebles, le devolvía sonidos espectrales que lo ponían un tanto nervioso. Fue hasta el baño e introdujo la cabeza en el agua del lavamanos hasta perder el sentido de la realidad por la asfixia inminente, y retornó a la sala chorreando todo de agua. Abrió de nuevo la ventana y una ráfaga helada le entumeció el rostro y lo obligó a cerrarla con violencia. Maldijo varias veces su suerte, y con gesto de niño resignado se acostó en el sofá a esperar que le llegara el nuevo día; o quizás la muerte.
Jamás había asesinado a alguien importante; por ello la desazón. Su vasta experiencia se basaba en el tiro al blanco sobre cuerpos sin nombres; hombres incógnitos que no dejaron en su mente huella, o tristeza alguna. En aquellos años terribles de la guerrilla aprendió con repugnancia un oficio que lo sacaba de la miseria de vez en cuando, para hundirlo luego en más abandono. Su puntería había sido elogiada por los amigos y, hasta por sus superiores inmediatos, quienes en gesto displicente le habían augurado un futuro próspero como francotirador. “Qué destino de mierda el mío”, recuerda haber murmurado con enojo y entre dientes, cuando una orden superior lo sacaba de su extraña cotidianidad. Días enteros entregados al oficio de cuidar con esmero a una anciana que decía ser su abuela materna. Aun cuando los rasgos fisonómicos de la mujer no aseguraban con certeza tal lazo de consanguinidad, él necesitaba asirse a alguien para seguir viviendo sin la constante esperanza de un tiro en la sien.
Se hallaba de pronto en aquel sitio lleno de penumbra y de sombras, atiborrado de recuerdos que le eran ajenos. Los ruidos de la noche le devolvían la lucidez y la certeza de estar vivo; pero al mismo tiempo lo sumergían en el horror de la espera. Lentamente el recinto se hizo inescrutable, las voces de la calle se fueron apagando hasta quedar convertidas en vagos recuerdos de un pasado, que a la vez era el presente. Afuera, en la calle que desembocaba en una amplia y céntrica avenida, el ruido de un cascarón protector de la bombilla de un poste que se había desprendido —presuntamente— por la acción de alguna pedrada, fustigaba con enojo sus sentidos. Sin darse cuenta se le había transformado en el tictac de un reloj muy personal, que contaba con isócrona insistencia los minutos y las horas de su lento devenir. No sabía si por casualidad, o por aquellas cosas que no logramos explicar de un todo, el cascarón golpeaba el poste con perversa exactitud al mismo ritmo como lo haría un verdadero reloj. Intentaba olvidarse del asunto, pero al poco rato se encontraba contando mentalmente los minutos, casi hasta enloquecer.
No pudo dormir: los golpes del cascarón, las sirenas de la policía, los estallidos de armas de fuego y la vaga sensación de sentirse espiado en sus más mínimos movimientos, habían conspirado toda la noche en su contra. La luz de los primeros rayos de sol le lastimaba sus ojos fatigados por el cansancio y por el sueño, y no tuvo más remedio que levantarse para meterse en el baño e intentar recomponer su cuerpo vertiginosamente desmigajado. No recuerda cuándo se quitó la ropa, tan solo sintió su cuerpo desnudo —y una inusitada erección que le cabalgaba entre las piernas—, sumergirse en el diluvio exquisito y frío que le proporcionaba la regadera. Cree haber tarareado alguna vieja canción infantil y recobrar por instantes la sensación de una libertad perdida desde su mismísima prehistoria. No quería pensar, no deseaba volver a aquella hora que se le aproximaba de manera inexorable. Es ese preciso instante escuchó, a pesar del ruido y del bochorno que ya vomitaba la calle, la fastidiosa insistencia del cascarón de la bombilla convertido en su reloj particular.
La caravana presidencial pasaría frente al edificio a las once y cuarenta y cinco de la mañana. Desde muy temprano efectivos de la policía política se habían incorporado en puestos claves que daban a diversos puntos del recorrido del hombre más poderoso del país; pero también del más odiado. La complicidad de algunos de ellos había posibilitado que ese edificio, en el cual se encontraba desde la tarde anterior, no fuera requisado del todo. Si aguzaba el oído podía percibir el estruendo de la algarabía que originaba el paso del Presidente. No lograba definir con claridad el porqué de tanta bulla, pero supuso que se trataba de miles de hombres y mujeres fascinados por la figura del jefe de Estado, y tal vez los instrumentos finamente acompasados de alguna banda marcial o de guerra. A medida que pasaban los minutos, la bulla se iba acentuando hasta hacerse inteligibles las consignas y los gritos de las personas convertidas en masa. Retornó nervioso a la sala, y con movimientos aprendidos por los años de oficio, afinó los instrumentos, verificó el juego que debía tener cada pieza mecánica y limpió con movimientos circulares la mira telescópica. Sintió de nuevo el extraño frío que le recorría la espalda cuando algo importante estaba por suceder, y la sensación de ser espiado desde algún recóndito lugar, lo embargó de nuevo. Miró su reloj de pulsera y constató la hora: once y cuarenta y uno a.m. Al instante cesó la bulla y el fuerte golpeteo del cascarón de la bombilla contra el poste, se la reconfirmó: restaban tan solo cuatro minutos para que llegara el momento esperado. No había posibilidad alguna de retroceso; la suerte ya estaba echada para aquél hombre, y para sí mismo. Si algo fallaba, era lo convenido, debía desaparecer sin dejar huella en el sitio. Sus compañeros harían el resto del trabajo. Si era apresado no podía delatar a nadie, de lo contrario el jefe se encargaría de enviarlo al infierno personalmente en donde fuera llevado, y posteriormente le seguiría su madre.
A las once y cuarenta y tres a.m. sintió que tocaban con fuerza la puerta del apartamento. De nuevo un pesado golpe cayó sobre su estómago y no pudo contener el vómito. Detrás de cada arcada quedaba el suelo regado de restos de inmundicias sin digerir de la noche anterior, rociadas de bilis. Contracciones involuntarias lo hacían volcarse hacia delante hasta perder el sentido y con la mano derecha se tapaba la boca para que el ronco sonido, que se le escapaba desde las entrañas, no lo pusiera en evidencia. El llamado se hacía más fuerte, entonces, casi exánime, arrastró el viejo sofá en el que intentara dormir la noche anterior y lo recostó contra la puerta. Miró desesperado su reloj y casi era la hora indicada. En el acto tomó el arma, miró a través del lente y esperó el instante. El golpe del cascarón de la bombilla contra el poste le fue revelando perversamente, y en cuenta regresiva, los sesenta segundos que lo separaban de la acción: 59, 58, 57, 56, 55, 54, 53... ¡Ya abrían la puerta! En el segundo preciso se escuchó la detonación de arma de fuego, y en ese mismo instante el francotirador comprendió que caía muerto sobre sí mismo.
El magnicidio se había cumplido...
Por: Ricardo Gil Otaiza
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