Cuento - Un extraño en la casa

 


    En mi memoria permanece la familia reunida, todos como una sola persona en grata compañía y el calor que proporcionan la unión y el placer. Cada uno de los miembros constituíamos una pieza importante en el engranaje de la vida cotidiana. Los fines de semana nos íbamos al campo a disfrutar de la naturaleza, del aire y la comida preparada por mi madre. Mi padre acostumbraba a llevar su equipo de pesca, mi hermano su balón de fútbol, mi hermana su juego de damas chinas y yo como siempre— un libro. Por el largo camino que conducía al bosque cantábamos con alegría, sin reticencias de ningún tipo, todos compartíamos fraternalmente los mismos momentos; nuestros momentos inolvidables. La ciudad para ese entonces, era muy pequeña aún, no se conocían las grandes avenidas, las lujosas urbanizaciones, los inmensos centros comerciales, ni tampoco los semáforos. Todos los habitantes constituíamos una gran familia, la gente en la calle se saludaba de forma amistosa, los hombres daban la acera a las damas, y se expresaban hermosas galanterías a las muchachas.

    De noche la quietud se rompía por el canto y música de los serenateros. Ni hablar de la seguridad personal, las puertas de las casas permanecían abiertas hasta las altas horas de la noche, sin el temor a ser asaltadas. No recorrían las estrechas calles, los veloces autos que hoy atropellan a los peatones de manera impune. Las paredes de las casas permanecían blanqueadas sin el acecho constante de los famosos graffiteros y de las frases morbosas que hoy intentan levantar a las pavitas quinceañeras. Quizá yo sea un viejo retardatario, un chapado a la antigua, un vejestorio digno de un museo, pero ¡caramba!, qué cambio tan drástico dio el mundo. Hoy a mis sesenta y pico de años recuerdo con alegría aquellos tiempos. No es que todo tiempo pasado sea mejor; es que nuestro pasado sin duda alguna fue mejor.

    Recuerdo la funesta década de los '50, cuando entró a nuestra casa ese sujeto que transformó nuestras vidas, a él y a nadie más le atribuyo nuestros males posteriores; no es posible tan maligna influencia sin la presencia del susodicho. Créanme, al principio nos engañó a todos, sin excluir a nadie, ni a mi padre que era un hombre muy duro, implacable e intransigente. Siempre se vanagloriaba de su audacia e inteligencia, decía constantemente: “a mí es muy difícil meterme gato por liebre, ¡qué va hijos!, para que a mí engañen se necesita ser muy pillo. Pero por desgracia él fue el primero en caer abatido, luego mi madre y después nosotros. Para esa época yo era un hombre de treinta y tantos años, al principio lo vi con recelo, luego caí también bajo su poderoso influjo. Era irresistible, bloqueaba la mente, perdía el carácter y la disposición al trabajo. La tarde que llegó por primera vez a casa, todos salimos con alegría a su encuentro, mi hermana muy joven, se ilusionó al verlo —creo que se enamoró de él, más tarde dejaría todo por su compañía. Le invitamos a pasar, le dimos el mejor sitio de la sala, lo protegimos de inmediato contra la intemperie, ya que llegó cuando llovía de manera copiosa. No le quitábamos la mirada en ningún momento, nos sentíamos atrapados por su poderosa personalidad. Desde aquella tarde de finales de los '50, se quedó in perpétuum, como testigo de una felicidad que se disipó bajo su sombra… Las cosas no fueron nunca iguales, todo cambió sin que nadie lo percibiera —excepto yo—; le seguí sus pasos, lo acorralé y lo critiqué de manera mordaz.

    Las alegres tertulias que se sucedían luego de las comidas, desaparecieron para siempre, mis padres se enemistaron durante una larga temporada por su culpa, mis nervios se incrementaron como consecuencia de sus infaustas noticias, de su forma amarillista de contarnos la vida. Lo que al principio fue armonía, de pronto se transformó en discordia, en incapacidad para solventar los problemas, ya que cuando nos disponíamos a hablar, a discutirlos sanamente, ese intruso se interponía entre nosotros, el mal educado no nos permitía el diálogo, la conversación enriquecedora. Nos ganó a todos con sus cantos, sus divertidos cuentos, su amplio repertorio, su exquisita novedad.

    Las tardes domingueras a la sombra de los apamates, se convirtieron en lo sucesivo en monótonas horas de hastío, mi padre perdió su interés por la pesca, sustituyéndola por el afán de ganar millones en el juego del 5 y 6.

    El fútbol de mi hermano se transformó en cansancio corporal e irritación de los ojos de tanto mirar al extraño —porque eso seguía siendo para mí, un extraño a pesar del tiempo con nosotros.

    Afortunadamente, no todo fue malo, yo recapacité a tiempo y me pude zafar de sus garras. Quise ayudar a mi familia alertándola del peligro que corría, pero mis palabras se perdieron, cayeron en el vacío, en la profundidad de lo inevitable.

    Desalentado, me encerré en mi habitación y pasé varias horas meditando, pensando alejado del ruido y de la influencia maligna que venía de la sala de mi propia casa. De un lado a otro caminé cabizbajo encerrado entre las cuatro paredes; por más que me esforzaba no encontraba salidas. En otras oportunidades había planteado a mi padre la posibilidad de sacar al extraño de la casa. La última vez que lo hice, me puso su mano en el pecho y con voz estentórea me dijo: eso jamás, primero sales tú, tenlo por seguro.

    No podía creer lo que sucedía en la casa, me desconcertaba la situación. Una madrugada —a eso de las 3:00— salté el muro que separaba mi casa de la del vecino, me había puesto de acuerdo con Julián para secuestrar al extraño (nunca lo llamé por su nombre). Toqué suavemente su puerta, al segundo golpe ésta se abrió y salió mi amigo con una excéntrica indumentaria, ahora que recuerdo se asemejaba al mismísimo Prince. Me dijo: “¿qué te parece?... es de mi creación. Yo le respondí con un suave gesto. Penetramos en silencio a mi casa, debo reconocer que hacer todo eso me sentaba muy mal, me recriminaba por tal acción. Sin embargo, continuamos con lo planeado; nos escondimos durante un buen rato detrás del sofá, para cercioramos de que todo estaba en orden. 

    Frente a nosotros se hallaba el extraño: grande, imponente, desafiante —no se imaginaba su destino. Julián lo alcanzó primero que yo, lo cubrió con una sábana azul y con un mecate lo ató. Entre los dos lo arrastramos hasta la puerta de casa, no había nadie en la calle, la noche estaba silenciosa y estrellada. Mis fuerzas y las de Julián fallaban a veces por el peso del extraño —unos 80 kilos aproximadamente—: nosotros éramos para ese entonces peso mosca. Como pudimos llegamos a las afueras de la ciudad, a un paraje solitario y frío, donde por lo común no se acercaban las personas por miedo a los fantasmas de la noche. Mi corazón estaba acelerado, creo que a unos 120 latidos por minuto, sudaba copiosamente, mi amigo parecía estar en iguales condiciones: no era de extrañar, íbamos a cometer un delito. De pronto, sentimos unos pasos que se acercaban rápidamente y aumentó nuestro nerviosismo, escuchamos también voces y el roce de metales. Julián y yo tomamos casi sin fuerzas la pesada carga y cuando nos disponíamos a lanzarla al vacío, una voz de mando nos dijo:

- ¡Alto ahí, ciudadanos!... policía... no se muevan porque disparo. Julián y yo nos quedamos petrificados al piso, nos mirábamos con terror:

—Vayan dándose lentamente la vuelta, sin trucos porque los quemo aquí mismo, —dijo la voz. Nos dimos la vuelta tal y como nos lo pedían... lentamente. Al mirar al policía una ráfaga me sacudió internamente, pero ya no de terror, sino de alegría.

    La imagen del policía se fue desvaneciendo y en su lugar cobró vida la de mi hermano Alejandro:

—Pero bueno Alejandro, ¿qué haces tú aquí? —pregunté exaltado por los nervios.

—Estoy aquí hermano, por lo mismo que tú. Vamos, lancemos al vacío esta carga, ya no soporto tampoco su intromisión en nuestras vidas. Entre los tres lanzamos al extraño al vacío, el silencio nos permitió escuchar cuando su cuerpo se estrelló contra las rocas, cuando todo su componente interno —en cierto modo su cerebro— a través del cual nos manipulaba, se quedaba engarzado entre las ramas de los árboles apostados a lo largo del barranco. Los tres sonreímos al mismo tiempo y nos estrechamos las manos como tantas veces lo habíamos hecho en señal de camaradería. Sentí después de muchos años, cómo renacía entre nosotros la alegría perdida aquella tarde de finales de los '50.

    Regresamos a la casa y al entrar en la sala, encontramos a mi padre abatido, desconsolado, igual a mi madre y a mi hermana. Disimulando tomé la palabra y dije: “¿Me pueden decir que pasó aquí? ¿Por qué esas caras? Respondió mi padre: “Unos desgraciados entraron a la casa y se robaron el televisor, no entiendo por qué no se robaron los cubiertos de plata o el reloj suizo enchapado en oro, tenía que ser el televisor, que fatalidad hijo... Y ustedes, ¿de dónde vienen? —preguntó extrañado. De un baile de carnaval papá, ya ves la pinta de Julián 
—dije sonriente.

    Los tres nos miramos de nuevo y la complicidad se hizo presente como en otros tiempos.

*Cuento publicado originalmente en el libro Paraíso olvidado (Consejo de Publicaciones de la ULA, 1996). En el año 2010 fue incorporado al libro Cuentos Antología personal del Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria.



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4 comentarios:

  1. Felicidades. Un cuento entretenido, ingenioso y elegantemente bien escrito.

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    1. Hola Dúber Augusto, agradecido por tu lectura y por el mensaje; me alegra enormemente que mi cuento te haya gustado. Sígueme en mis redes. Estaré publicando diversidad de géneros literarios en este Blog. La próxima semana tendrás otro relato. Con mi abrazo.

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  2. Me encantó este cuento! Ese intruso hoy tiene un pariente que también esta haciendo estragos!!

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  3. Hola Lorena gracias por tu mensaje. La metáfora utilizada en el cuento hoy se ve multiplicada frente a una suerte de espejo, que hace de la tecnología digital el centro de la vida de todos.

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Ricardo Gil Otaiza

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