La iglesia era de apenas una sola torre. A decir verdad, constituía la única construcción de valor de aquel pueblo: su teatro y lugar de reuniones de todas las cofradías existentes, tantas, como beatos hay en el santoral católico. Desde su campanario (de unos diez metros de altura) se podían divisar las verdes campiñas teñidas de múltiples colores, decenas de palomas revoloteando luego del tañido de los viejos metales amalgamados por el tiempo. A la derecha, un pequeño camposanto, cuyas cruces permitían —por la altura— servir de refugio a las atrevidas parejas ávidas de caricias. Ahora que lo recuerdo, casi nunca llovía. La vida transcurría en un eterno verano. En las horas de más calor, se podían observar los cuerpos sedientos de los habitantes fundirse bajo el inclemente sol. Los chivos y las gallinas en perfecta armonía tomaban los espacios polvorientos que fungían de plaza mayor. En algunas fechas patrias, las flamantes autoridades unidas al boticario, la comadrona y el maestro, llevaban hasta el centro de aquel rectángulo, un viejo cuadro con la figura del Libertador, y lo colocaban sobre un resquebrajado muro, para emular aquellas plazas vistas en lugares importantes y remotos.
La vida no era muy divertida para aquel entonces. Las pocas distracciones se centraban en las tertulias y en los juegos de azar que se apostaban frente a las casas. Hasta las puertas se sacaban las mesas y las sillas para las acostumbradas partidas de cartas y dominó. Otros, tocaban algún instrumento musical y formaban con las muchachas pequeños grupos corales.
Nunca falta en un sitio como aquél, el beodo impertinente que logra con su perorata hacerse de más dinero que lo ganado por los trabajadores de las tierras más cercanas. El de mi historia era —por decir algo— un personaje muy peculiar y querido por todos. Me contaron que en sus tiempos mozos gustaba de trabajar la albañilería y se hacía acompañar de un hermoso loro. Pasaron los años y aquel hombre seguía en la misma actividad y con la misma compañía. Un día, se encontraba realizando un trabajo y su loro voló al tejado de una casa y comenzó a caminar a través de un cable de alta tensión. De pronto, se escuchó un grito: ¡ay patrón... me jodí! Y cayó el loro tieso, electrocutado sobre la tierra seca. A partir de entonces, el hombre cambió de vida, empezó a beber grandes cantidades de ron y abandonó su apariencia y su salud. Nadie le conocía familia, mujer o algún hijo, por eso era objeto de atenciones por parte de la comunidad, logrando recolectar dinero suficiente para la comida y el aguardiente. A veces alcanzaba la compañía del padre Rafa, quien gustaba a hurtadillas de sus palitroques. Los tomaba plácidamente —encapillado—, y a media noche comenzaba a entonar con su contertuliano, viejas y manidas canciones del repertorio popular. A veces no abría la iglesia por dos o más días, causando la ira de las señoras visitantes consuetudinarias de aquel recinto. Un domingo, llegó en plena borrachera a celebrar la misa, provocando risotadas en los asistentes y la cólera del señor obispo, quien a la semana siguiente gestionó su remoción del cargo como cura párroco. Ante la imposibilidad de encontrar un sustituto adecuado, echó mano, Su Ilustrísima, de un padrecito recién llegado a la diócesis para que ayudara en todo al padre Rafa. En vista de la lejanía de aquel poblado enclavado en la montaña, el esperado visitante llegó con tres semanas de retraso. En aquel momento yo me encontraba en el campanario (mi sitio favorito porque adquiría sensación de plena libertad). Vi a lo lejos levantarse una polvareda, que era —sin duda alguna— la señal inequívoca de la presencia del nuevo cura ayudante del padre Rafa. Comencé a gritar con todas mis fuerzas: "padre Rafa, el nuevo cura llegó". Como respuesta a mis gritos a todo pulmón, salió la comunidad y se aglutinó en la plaza. Llevaban en sus manos banderas azul y blanco que mecían al ritmo de los aplausos y los gritos de ¡viva el nuevo padre! Bajé de sopetón (no por las escaleras sino a través de una peligrosa rampa que estaba unida a la tambaleante fachada de la iglesia). En la puerta estaba el padre Rafa, su rostro no demostraba alegría, es más, me atrevería a decir que el nuevo cura no le era simpático. En sus ojos estaban las huellas de innumerables noches a la luz de las velas (ya que la electricidad era cortada a las 10:00). Lo más notorio de su figura, era el prominente vientre y sus ojos un tanto desencajados —a lo mejor enfermo de los riñones, no sé, pensé yo.
El nuevo padre llegó en un viejo Mercedes Benz de color blanco ratón. No estaba solo, lo acompañaba un hombre joven. Su figura no parecía latinoamericana, encarnaba más a un europeo. Era de una blancura brillante, transparente, de pelo muy rubio y lo llevaba bastante corto, al ras. Muy delgado, casi emulaba la figura de un San Gerardo o alguien parecido. Unos lentes finos y metálicos le deformaban el rostro. Lo primero que alcanzó a decir fue: “¿Qué tal, cómo están ustedes hijos míos?” Al poco tiempo, las autoridades le dieron la bienvenida y lo condujeron hasta la casa que le servía de refugio al padre Rafa, quien para entonces lucía taciturno, nadie sabía lo que le pasaba —ni yo, que estaba tan cerca de él. A la semana siguiente, el padre Rafa amaneció flotando sobre las aguas del río Labranza. Quizás, no pudo soportar la pena de la sustitución y el inminente reemplazo; fue el comentario de la gente que lo lloró nueve días con sus noches, con el asombro de que dicho cuerpo permanecía incorruptible. Entonces, cambiaron el comentario por el de: ¡era un santo! A partir de aquel momento fue llevado en una urna de vidrio hasta el sótano de la iglesia, con el propósito de venerarlo. Hecho que por lo demás, hizo reventar de ira al obispo, quien desde el primer momento desautorizó la práctica. Él mismo, se apersonó hasta el pueblo con la finalidad de sacar aquel cuerpo que estaba “profanando el lugar sagrado”. Pero se encontró al pueblo armado y amenazante a la entrada de la plaza, con la clara intención de lincharlo. Al ver aquello, el obispo ordenó al chofer dar marcha atrás y regresó a su palacio.
Aquellos acontecimientos fueron los más importantes de mi niñez. Jamás en aquel pueblo —mi pueblo— habíamos vivido emociones más intensas, sentimientos más encontrados de amor y de odio. El nuevo padre recibió al poco tiempo la comunicación que le aseguraba aquel cargo hasta que Dios lo quisiera. Era lógico, ningún sacerdote quería quemar su vida en un sitio olvidado del mundo. Cuando el padre Hoyos se presentó ante el obispo y le manifestó su intención de ayudar al padre Rafa, el prelado casi lo levantó en vilo de la alegría. Le facilitó todo para el viaje y le suministró de manera impropia la documentación necesaria. La única demora era la carretera de montaña, muy estrecha y con unas pendientes que mantenían en zozobra al viajero.
El estilo del padre Hoyos era diametralmente opuesto al del padre Rafa. Este fue un tanto irresponsable con sus labores pastorales. A menudo incumplía sus obligaciones como consecuencia de las noches desperdigadas en el licor, junto a su inseparable amigo el albañil, quien al conocer la muerte súbita del padre, se sumergió aún más en la bebida. Su rostro se transfiguró, y tomó el color violáceo de los que padecen delírium trémens. A la mitad de su vida (tendría unos cuarenta años), más que beodo, parecía un incapacitado para mover sus miembros.
Lo primero que realizó el nuevo cura, fue la transformación física de la iglesia. Mandó a pintar las paredes. Restituyó baldosas del piso. Hizo sacar de sus nichos a las viejas figuras de los santos. Para ello contrató los oficios de un camionero, quien las montó en la tolva de su destartalado vehículo. La gente salió a ver pasar por el frente de sus casas aquella multitudinaria procesión de santos. Unos rezaban a su paso, otros se santiguaban y los niños les lanzaban pequeñas piedras para ver a cuál imagen alcanzaban. Lo cierto es que dichos santos nunca más regresaron a su sitio de origen. El padre Hoyos lo atribuyó a que las imágenes representaban un gran capital histórico, que tal vez alguien en la capital reconoció y se hizo de un buen negocio con el camionero. Al irse para siempre los eternos huéspedes, la vieja edificación que servía de templo quedó desolada, sin vida. Las hornacinas reclamaban la presencia de sus dueños. En sus lugares, los habitantes colocaban el respectivo nombre de cada santo, ya que al ser ese su sitio natural durante tantos años, valía tanto como si estuviese presente. Resultaba grotesco ver a mujeres y a hombres orar frente a rincones vacíos. Recuerdo que cuando Melquíades, el dueño de la pulpería, regresó de la capital, dijo haber visto a San Pancracio Mártir, San Isidro Labrador y a San Judas Tadeo en hermosos templos de estilo. Ante la noticia, todos reaccionaron desfavorablemente, acusando a Melquíades de no haber reconocido las propias, confundiéndolas —quizás— con imágenes importadas de España o Italia.
Con el paso de los meses lo de los santos fue olvidado y el padre Hoyos comenzó a imponer un nuevo estilo de ejercer el ministerio eclesiástico. Hacía confesiones multitudinarias —en lugar de la personalizada. La misa la decía de memoria sin leer el misal y en apenas cinco minutos. Llenaba hasta el borde el cáliz con vino chileno y no le colocaba agua. Sustituyó el copón, la patena, el palio y la custodia (que eran de oro puro oriundo de El Callao) por réplicas de madera pulida. La gente protestó de inmediato por el irrespeto a sus tradiciones, pero el padre Hoyos alegó que había dejado los objetos en un banco de la capital, por el peligro de que fueran robados.
Los domingos realizaba dos colectas de dinero, o en su defecto pedía a la comunidad que le enviaran especies, gallinas, pavos, puercos, frutas y otros productos de la tierra. Implantó un impuesto de entrada, para enviar a Roma a estudiar a su acompañante, quien aspiraba ser también sacerdote. Pidió a la comunidad no contar nada al señor obispo, porque de lo contrario caería sobre ellos la polilla de haber traicionado a un ministro de Dios.
Desde su llegada a la iglesia, aquel hombre casi transparente enfiló sus baterías hacia la obtención de recursos económicos, para una obra que sería construida en las cercanías de la prefectura y que serviría de albergue a los menesterosos. Nadie comprendía la razón de aquella obra, toda vez que los mendigos del pueblo apenas se podían contar con los dedos de la mano. Pero nadie se atrevió a poner en duda la idoneidad de las decisiones del nuevo cura.
Yo me convertí —sin proponérmelo— en su sombra, lo seguía a todas partes, vigilaba (sin intención) su vida íntima. Muchas veces me echó de la iglesia, con el pretexto de haberle interrumpido sus oraciones y pensamientos que elevaba cada mañana al Altísimo. No usaba el libro de preces, ni se guiaba por los rituales de los cuales era un esclavo el padre Rafa. Cuando debía usar ornamento rojo (en señal de alguna fiesta litúrgica), él utilizaba el ornamento verde, o el blanco. Yo nada le decía; pero conocía a la perfección —por todos los años vividos al lado del difundo padre— las características de las vestimentas y ornamentos de acuerdo a los ritos eclesiásticos. Sólo le miraba fijamente. Él me respondía con algún alegato que yo no lograba comprender. Sus misas eran en latín (al menos eso nos decía, ya que ninguno entendía en absoluto su palabrería). Ante una señal convenida previamente, le alcanzábamos las vinajeras o el cáliz.
Todo cambió abruptamente: su estilo y forma de conducir las cosas rutinarias lograban desconcertarme. Recibía las visitas de los fieles en un cuartucho que logró fabricar a expensas de las limosnas. A los hombres los recibía en grupos de a tres o más. En cambio a las mujeres les dedicaba mucha atención. Las atendía de una en una y pasaba cerrojo a la puerta. A los que estábamos cerca nos mandaba a esperar en la sacristía (que estaba a unos veinte metros de distancia). Yo notaba que las muchachas salían con los rostros atribulados e indescifrables, más que cuando fueron recibidas. Se constituyó todo aquello en un misterio insondable y espeso. Mi mente infantil procesaba toda la información del día, y muchas de las cosas sucedidas no encajaban dentro de las formalidades a que estaba acostumbrado con el padre Rafa, muy a pesar de sus estruendosas borracheras y escándalos de fines de semana.
Una fría tarde de septiembre, cerca de la misa de las cinco, escuché hacia el fondo dela sacristía, voces que reñían, golpes de puertas, roce de metales. Nervioso por todo aquello, salí en busca de ayuda y al regresar nos encontramos con que en el suelo estaba el padre Hoyos bañado en sangre, y a su lado —en iguales condiciones— yacía el cuerpo de un hombre maduro de tez blanca. El hombre que me acompañó se retiró violentamente del sitio y a grandes pasos fue en busca del jefe civil. El padre Hoyos se recuperó al poco tiempo, mientras que el otro falleció a las pocas horas en el dispensario. Todo ello acarreó el comienzo de un proceso de investigación, que culminó con la aclaratoria de un fatal accidente en defensa propia. El nombre del padre Hoyos quedó limpio de cualquier duda al respecto (gracias a la intervención del obispo) y continuó —como si nada hubiese pasado— al frente de la iglesia.
La oratoria del padre "albino" (como lo bautizó la gente), no era muy buena como podría suponerse. Los domingos yo le veía sudoroso y con facciones nerviosas a la espera de la misa de once. Leía y releía un papel o "chuletario" que sacaba de vez en cuando de debajo de las mangas de sus holgadas vestimentas. Al final de la jornada, se había retirado de la celebración más de la mitad de los fieles, quienes no soportaban lo intrincado de los mensajes de aquel hombre que a las claras hacía esfuerzos sobrehumanos para mantener la atención de los oyentes, cosa que no lograba con facilidad. Su ambición y amor por el dinero no las ocultaba jamás. Antes de salir a la misa me decía que insistiera para que la gente diera más limosna. Me decía que golpeara con la bandeja los codos de aquellos seres a quienes despreciaba desde el fondo de su alma. Nunca lo expresó verbalmente, pero yo lo intuía. De regreso de la colecta —desde el altar de la celebración— su mirada parecía contar desde lo alto la cuota de aquella gente que no tenía más que sus tierras y las ropas domingueras.
***
Ahora en la soledad de mi apartamento, con la única compañía de unos cuantos libros, y la de un perro que no tiene más raza que su origen incierto, medito y analizo todo aquello que formó parte de mí. Los recuerdos vienen a mi mente de manera atropellada. La sucesión de ellos se perdió en el tiempo y en el espacio. Pasaron más de treinta años, todo aquello ya no existe. En su lugar, se levanta un moderno centro de finanzas y una urbanización de lujosas quintas. Aquel pueblo, pasó a constituirse en una ciudad satélite, anhelada por los ejecutivos, profesores universitarios y artistas prominentes. La iglesia es lo que permanece como testigo de toda una época (pero no toda, sólo su hermosa fachada). En el antiguo rectángulo que los días de fiesta se transformaba en la plaza principal, se levanta hoy un hermoso centro de esparcimiento dotado de novedosos artificios y fuentes de agua. Se abrieron nuevos y versátiles caminos que conducen de manera rápida, hacia aquel centro, que día a día atrae más a propios y extraños.
De mi pueblo no queda nada, sólo mis recuerdos. Toda aquella gente que rodeó mis juegos infantiles, descansan en el moderno camposanto que sustituyó al otro. Aquél que servía también para la frivolidad sensual de los juegos carnales. Ni siquiera viven allí los descendientes de aquellos. Todos se fueron a otros rincones del país en busca de mejores posibilidades de vida, tal vez pensando que las cosas no cambiarían jamás.
Hace tres meses regresé a aquel lugar y no pude evitar que mi piel curtida por el sol de tantos años, se erizara ante la inminencia del retorno a las vivencias de la infancia. Dejé momentáneamente mi apartamento, los amigos, mi trabajo. Tomé el primer avión de una mañana de enero y me fui en busca del pasado perdido. No quise tomar el vuelo directo, me quedé en una población que dista una hora de viaje por carro. El corazón galopaba con cada kilómetro que me acercaba a la ciudad. A pesar del tiempo transcurrido, en mi piel todavía permanecía el sabor a pueblo y a dulce de panela con leche, las meriendas del día de San Juan, las arepas de maíz tierno, los tazones de chocolate hirviente, las horas eternas que permanecía cerca del querido padre Rafa, su amistad y respeto. Sus borracheras de película, sus gritos de emoción ante el nacimiento de cualquier criatura. Todo ello me marcó —indudablemente. Mis padres celosos por mi ausencia del hogar, mis hermanos jugueteando en la puerta de casa, los alegres vecinos, el sol abrasador, las misas de aguinaldo, la misa de gallo. El realito cobrado al padre Rafa y luego al padre Hoyos por cada misa. El deseo morboso de cobrar dos bolívares por cada entierro y funeral. En fin, todo aquello que constituyó mi vida hasta los dieciséis años, luego de los cuales abandoné mi tierra para irme a estudiar en la universidad, gracias a los buenos oficios de un acaudalado familiar que costeó mi carrera en letras.
Después de una hora y algo más de recorrido, llegué hasta mi pueblo. Ya no era mi pueblo. Sufrí a partir de aquel momento una gran decepción. Mis recuerdos se hicieron añicos. Las imágenes que tan celosamente había guardado en mi memoria, en un instante se esfumaron. Nada volvió a ser igual en mi vida. Atesoramos la vaga ilusión de que las cosas que dejamos un día, no cambien, se queden estáticas en el tiempo... pero fui torpe al pensar que los años nos devuelven intacto todo aquello que amamos. Nunca entendemos el porqué de los cambios, y que todo eso es inherente a la vida misma. Nada permanece, todo evoluciona —o desaparece.
Bajé de aquel auto. Me restregaba los ojos, creyendo ser presa de una mala jugada de la vista. Los abría y la realidad estaba ahí, carcomiéndome las entrañas. Caminé lentamente a través de aquello que me era desconocido. Fue como visitar una nueva ciudad en la cual me sentía un verdadero turista. ¿Qué pasó?, le pregunté al chofer. Este sólo encontró como respuesta alzar indiferente los hombros. Me dejé caer sobre el pavimento, hice inmensos esfuerzos por contener las lágrimas, un nudo me impidió seguir hablando. Permanecí en esa posición fetal casi quince minutos. De pronto sentí una mano caliente sobre mi hombro derecho. Alcé la mirada y no pude reconocer al hombre que me sonrió amistosamente.
Lo seguí intuitivamente hasta su casa. Era una hermosa quinta rodeada de espléndidos jardines. En la antesala me hizo sentar a la espera de una bebida caliente. Al poco tiempo regresó con una humeante taza e inició la conversación:
"Tal vez... Es más... Estoy seguro de que no me recuerdas. Imposible... no soy quien una vez hace treinta años te vio partir hacia la capital, en busca de conocimientos y ciencia. El ser que estás viendo hoy, es muy distinto al de aquel tiempo (humillado, abofeteado por la sociedad que lo execró de su seno). ¡Ay Ramón! Perdona el exceso de confianza, la vida es indescifrable, incomprensible. El mundo en cada vuelta alrededor del astro rey, nos roba un poco de nosotros mismos. La Vida es como una ilusión... efímera. Solo el empeño y la fuerza de la voluntad pueden sacar a un hombre del foso donde se encuentra hundido, enterrado en vida. Así estaba yo, hijo. Muerto y enterrado, sin anhelos ni horizontes. El alcohol me llevó al borde de la desesperación y del abismo. Estuve intentando escapar de mi cochino mundo. Busqué en la compañía de los animales una razón para seguir viviendo. Pero la vida se empeñaba en arrebatármelos. Así fue como perdí a cuatro perros, seis gatos, un chivo y por último el loro que murió electrocutado...".
La mención del animal, me devolvió la lucidez, de inmediato reconocí al albañil. Se había obrado un milagro en aquel ser mugriento y asqueroso. Tanto así, que no logré reconocerlo hasta que mencionó la muerte de su loro. Me contó que logró sobrevivir al vicio del alcohol gracias a la ayuda de una bella campesina que fijó su mirada amorosa en él. El sentimiento de amar a otro ser logró lo que nada había podido hasta entonces. Pasamos horas y horas conversando, su vida era ahora desahogada, cómoda, nada que ver con su anterior experiencia. Comencé a preguntarle por amigos, conocidos, familiares y por último le pregunté por la vida del padre Hoyos. Al mencionar ese nombre, el albañil se estremeció en su asiento. La incomodidad se hizo presente en él de manera abrupta. Me contó atribulado que aquel hombre, que una vez llegó al pueblo en un Mercedes Benz para ayudar al padre Rafa en su quehacer pastoral, había sido descubierto por las autoridades nacionales. Era un gran criminal y farsante. Tomaba distintas personalidades, con las cuales lograba hacerse de mucho dinero y luego escapaba hacia el vecino país. Había cometido más de un abuso contra sus víctimas, entre las que se encontraba el padre Rafa, quien se descubrió —luego de finalizadas las investigaciones— que había muerto a manos de aquel desalmado. A medida que el albañil pormenorizaba la historia del "padre Hoyos", crecía en mí una sensación de impotencia y rabia. Le habría partido el alma de tenerlo al frente. Ahora que lo recordaba, ese sujeto jamás logró convencerme de su ministerio. Sus extrañas misas, sus consultas a las mujeres tras la puerta cerrada, y muchas cosas más, lograron que le tuviera una gran desconfianza.
Al parecer, la iglesia antes de su demolición había sido saqueada por el "padre Hoyos";. Logró robar todos los objetos de oro (que supuestamente había puesto a resguardo en la bóveda de un banco en la capital), toda la platería, la imaginería, las lámparas. Aparte de la gran cantidad de dinero que recolectó entre la feligresía, para enviar a su acompañante a estudiar la carrera eclesiástica. Fue apresado junto a su compañero inseparable por la INTERPOL. Dos años más tarde el supuesto padre Hoyos, pudo fugarse de una cárcel de alta seguridad, hecho en el cual su compañero resultó abaleado.
No quise seguir escuchando a mi antiguo amigo el albañil. Le di las gracias por haberme contado todo aquello y por las atenciones. Tomé un carro de regreso hasta el aeropuerto.
Hora y media más tarde me encontraba aquí (en mi apartamento). Lugar desde el cual estoy escribiendo esta historia. Sobre el escritorio están acumulados los periódicos sin leer que me trajo la vecina, cuando estuve fuera de casa. En uno de ellos, Berenice (así se llama la muchacha), remarcó con lapicero negro, una noticia que me dejó, al regreso de mi infortunado viaje, fulminado:
(...) apresado el obispo quien, presuntamente, facilitaba las acciones delictivas al Príncipe de las Mil Caras, mejor conocido bajo los nombres de: El Padre Hoyos, El Doctor Moncada, El Poeta, El Ingeniero Bustos, El Pastor de Dios, El Maestro Luis Rey, El Profesor Burgos, El Botánico, etc.
Sigo escribiendo para no olvidar...
...No culpo a Dios de todo aquello. Él también es víctima constante de la iniquidad de su propia obra.
*Cuento publicado originalmente en el libro Paraíso olvidado (Consejo de Publicaciones de la ULA, 1996). En el año 2010 fue incorporado al libro Cuentos Antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria.
Te felicito, Ricardo. Magnífico cuento. Una prosa directa y amable con un final impredecible. Muy bien logrado.
ResponderEliminarQuerido Alirio mil gracias por tu mensaje. Como escritor que eres sabes que comentarios como el tuyo son la mayor paga que se aspira a recibir por el esfuerzo de la labor literaria. Recibe mi abrazo.
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