Mucho se afirma y se alaba el carácter multidisciplinario de la ciencia, lo que posibilita la conjunción orquestada de grandes “áreas” supuestamente enfrentadas desde lo gnoseológico. Digo, supuestamente enfrentadas, porque en la vida real, en el ahora, interaccionan, se funden, se hacen en sí mismas y responden al quehacer de lo humano sin parcelas ni dominios. No obstante, la multidisciplinariedad no basta cuando los referentes epocales nos impelen a la comprensión de la complejidad del vivir, que trasciende los naturales linderos del orden de lo académico, para fundirse en una misma realidad, en un mismo hecho cotidiano: la interretroacción de las diversas variables que hacen posible la vida sobre el planeta. Desde niños se nos forma bajo la noción de lo mesurable, de la “normal” diferenciación entre todo aquello que nos lleva a la tradicional dicotomía de los opuestos: Hombre y mujer, blanco y negro, cielo y tierra, abstracción y realidad. No obstante, nos olvidamos por lo general de los claroscuros que en el “ahora” articulan el tejido de lo social, de lo natural, de lo artificial y de lo planetario. En otras palabras: la trama de la vida, o el denso tejido de lo mesurable y lo inconmensurable, de lo propio y lo ajeno, de lo animado y de lo inanimado, de lo intelectual y de lo espiritual. Aparentemente, todo ello se contrapone, y en algunos casos se anula, pero estamos lejos de sopesar desde la razón (y tal vez desde el desvarío que nos configura como esencia desde la misma cuna), que constituyen una entidad cuyas piezas calzan a la perfección hasta hacerse un todo cuya sumatoria no se queda en la mera visión cartesiana, de ser la suma de las partes, sino que trasciende dicha noción hasta vislumbrar la posibilidad de un todo que es más o menos la suma de sus partes. Leamos a Pascal en su postura fundante de lo que hoy conocemos como el pensamiento complejo y su Principio Sistémico u Organizativo: “Como todo es causado y causante, ayudado y ayudante, mediato e inmediato y como todo se mantiene por un vínculo natural e insensible que relaciona a los más alejados y a los más diferentes, considero imposible conocer las partes sin conocer el todo y conocer el todo sin conocer particularmente las partes…” En el Principio Hologramático (el segundo de la complejidad) vamos más allá para comprender que la parte está en el todo y el todo está en la parte. Es decir, somos universo y contenemos el universo. Empero, hemos sido formados bajo un criterio reduccionista, que nos impele a lo simple, a lo disjunto, al sesgo epistémico, a la no-relación entra las partes en ese todo que llamamos con el hermoso vocablo “existencia”, con la finalidad pedagógica de asimilarlo sin tantos tropiezos. Cuando afirmo que la multidiscilinariedad no basta, me refiero a que ha llegado el momento de dar el salto a la transdisciplinariedad: a diluir, derrumbar y desmontar las barreras artificiales que hemos levantado entre las disciplinas, porque así no acontece la existencia. Morin, Ciurana y Motta (en Educar en la era planetaria, 2003) afirman: “Para el pensamiento complejo, aquello que podríamos llamar principio de realidad no es captable (…) por una sola de las capacidades, facultades o aptitudes del hombre, sino por la conjugación unitaria y unitiva de todas ellas, lo cual es mucho más que su suma mecánica.” Es decir, extrapolando lo citado, podría afirmar sin temor a equivocarme, que el conocimiento y la sabiduría no se alcanzan con la suma mecánica de conocimientos y de saberes desarticulados. La suma de profesiones no es requisito suficiente (mucho menos integrador) para que tengamos una noción holística de la vida; mucho menos la suma de especializaciones y su ingente sesgo epistémico, y de la vida como totalidad. Para ir más lejos, la multidisciplinariedad no es suficiente a la hora de convocar al talento humano para la conquista de sus inmensos desafíos y para la construcción del presente y, por ende, de lo que vendrá.
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