Cuento - UN HOMBRE SOLO EN LA MULTITUD DE LA VIDA

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

Todos los días llegaba de visita a nuestra casa el solitario ami­go. En realidad tenía familia, pero ésta no cuidaba de él. Le llegó el ocaso sin mujer e hijos que lo acompañaran en la vida. Para ese entonces, yo era muy joven, y me acostumbré a su compañía silenciosa y triste. Era de extraña figura, su mirada se había perdido en cualquier momento del pasado remoto. Ten­dría unos setenta, ochenta o cien años cuando iba a la casa. La verdad, era difícil encuadrarlo dentro de los rasgos de una de las edades biológicas. Era de aquellos seres indefinidos, inexactos, incorruptibles, va­gos; que caminan sonámbulos, sin que se les acerque a atormentarlos ni siquiera una mosca.

A pesar de mi corta trayectoria en el conocimiento humano —­los años de mi primera infancia— sentía compasión por aquel ser sin memoria (y no porque estuviese loco). Su lucidez era envi­diable. Hablaba de política, economía, siendo su tema favorito la defensa a ciegas del partido Acción Democrática. En casa lo apreciábamos, sin embargo, mis padres se enfrascaban a menu­do en diatribas dialécticas con aquel hombre, que terminaba vir­tualmente enfadado y ofendido, por algún comentario satírico en contra de los prohombres de aquella organización política.

Cuando creíamos que no volvería más, se aparecía como si nada hubiese sucedido, acompañado con alguna bolsa de pan, dulces o bizcochos.

Nos alegraba volver a tenerlo sentado de nuevo en la sala de la casa, todos lo respetábamos mucho. No ameritaba hacerle la visita, o conversarle, ya que con el tiempo y la confianza, producto de la tradición y de un lazo de parentesco lejano, su presencia se hizo necesaria y cotidiana. Permanecía sentado durante horas, mirando el ir y venir de los miembros de la casa. Mi madre le obsequiaba constantemente una taza de café tinto, ya que sabía­mos de su predilección por esa bebida.

Era un hombre alegre, hasta simpático —a veces— de conversa­ción lenta y dramática. Era incisivo en sus juicios, agudo en las críticas. Siempre se le veía solo, ningún ser le acompañó jamás. Era partidario de la tesis que reza: "es mejor vivir solo, que mal acompañado”: Muchas veces, le escuché decir: "el hombre debe pagar por los favores de las mujeres para satisfacer los deseos sexua­les... pero llegar a convivir con una de ellas de manera permanente, es totalmente inconveniente e inútil".

Varias veces viajamos con él hasta ciudades cercanas; pero nos alteraba los planes, ya que su mal estado de salud nos obligaba constantemente a realizar pausas en el camino. Muchas veces pensamos que moriría asfixiado por los ataques de asma, ya que se tornaba rojo violáceo y quedaba suspendido por instantes, al igual que muchos niños que lloran y se quedan sin aire para luego continuar gritando.

Lo recuerdo con bastante precisión, era alto (de un metro se­tenta y cinco aproximadamente), cabeza calva, nariz prominen­te, piel agujereada por el acné juvenil. Usaba sombrero (tenía que ser marca Borsalino), vestía siempre con buenas telas que mandaba a cortar en la sastrería. Los pantalones los sujetaban tirantes (elásticas). Las mangas de la camisa se las enrollaba sobre el antebrazo con la ayuda de sendas ligas confeccionadas para tales fines. Los domingos vestía impecable, su única diversión era conversar con los amigos en alguna esquina, o el ir a visitarnos.

Lo que jamás llegué a comprender fue por qué aquel ser, con medios económicos suficientes y holgados, no hubiese organi­zado una vida más justa y digna para consigo mismo. Vivía en un cuartucho de su propiedad, cuyos ambientes estaban grosera­mente separados por canceles o biombos. La comida la compra­ba en pensiones de amigos o pagaba a alguna vecina para que se la prepararan.

Escatimaba —hasta la ofensa— cada realito o mediecito de su propiedad, para satisfacer alguna necesidad propia. Y no se ha­ble de ser generoso para con los demás, porque las historias opacarían su trayectoria vital. Era lo que en el común de los casos se consagra con las expresiones de pichirre o tacaño.

Un día se levantó con la necesidad de regularizar su vida soli­taria, y comenzó a pretender a algunas de las chicas del barrio. Pero ninguna quiso participar de sus cosas, aunque estuviese de por medio la fortuna —que según los entendidos, era cuantiosa— ­y la cual, sin rubor alguno, ponía constantemente en garantía de sus pretensiones amorosas.

Fueron pasando inexorablemente los años, y aquel hombre permanecía en su soledad y perenne soltería. La experiencia que había obtenido con el pasar de los años no fue suficiente para proyectarle visos de influencias femeninas, lo que lo condujo a esquematizarse de una manera rígida, tanto en sus planteamien­tos políticos, como en los hábitos diarios. Era tal su grado de abandono, que ante la presencia de algunos de sus graves ataques asmáticos, tenían que acudir en su ayuda los vecinos más cerca­nos o mis padres. Su único hermano se mantenía a una distancia prudente, ya que, a todas luces, lo embargaba una ambición desmedida e incurable.

La tarde en que lo encontraron muerto dentro de su cama, acudi­mos todos los vecinos. Aquellos que siempre supimos estar pre­sentes cuando las circunstancias lo ameritaron. Para su mala for­tuna, le fue aplicada una inyección que le aceleró el desenlace fatal, debido al estado anémico y de anorexia que padecía.

Como a las cuatro de aquella tarde, apareció muy nervioso el hermano. Irrumpió con violencia dentro del cuartucho en el cual se encontraba sin vida el cuerpo del infortunado amigo. Todos fui­mos testigos de los escándalos que a partir de entonces se enta­blaron entre él y sus hijos por el reparto de los bienes en herencia. Era grotesca la manera como lo hacían. A eso de las 6:00 p.m. de aquel mismo día, presenciamos también el momen­to en que su hermano sacó debajo de la cama una voluminosa maleta con aspecto desgastado, y que alguna vez fue de color azul intenso.

A partir de entonces, Carlos (así se llamaba el hermano de nuestro amigo fallecido) empezó a gozar de la elevación de su nivel de vida. Sus hijos comenzaron a derrochar en lujos y fies­tas. Todo ello condujo a pensar a sus amigos, que aquella famosa maleta guardaba el amasijo de monedas de oro coleccionadas por su difunto hermano.

Eso pareció al comienzo una simple especulación, ya que nadie se interesó luego por el asunto. Sin embargo, después de varios años pude constatar que, efectivamente, todo lo que se dijo en aquella oportunidad fue cierto. Nuestro amigo tenía debajo de su cama la maleta que guardaba los ahorros de toda su vida, pero en mo­nedas de dieciocho quilates. Aquella situación me llamó la aten­ción, en virtud del estado de abandono familiar en que vivió su dueño durante toda la vida.

Comencé a indagar, escudriñar y hacer mis conjeturas. Esta­blecí la teoría de que nuestro amigo Luis había muerto por la desnutrición y que se había acelerado el desenlace fatal como consecuencia de la aplicación de una inyección antiinflamatoria, y que en todo aquello había algo oscuro, que no cuadraba. Tal hipótesis la comprobé al poco tiempo después, pero ya nada se podía hacer, porque su hermano había fallecido, y los hijos se negaban a dar cualquier clase de información, alegando no tener conocimiento acerca de lo que se les preguntaba.

Fueron tantos los elementos con los que llegué a contar en mis investigaciones, que alcancé un punto en el cual se me planteó una disyuntiva: o callaba y evitaba verme envuelto en un escándalo; o denunciaba las irregularidades encontradas.

Como buen representante del signo escorpión, me decidí por lo segundo. A partir de entonces comenzó a escribirse un gran expediente en los tribunales de justicia, el cual arrojó después de muchas postergaciones, demoras e inconsistencias, el siguiente resultado: nuestro amigo había almacenado en una maleta, que guardaba con celo debajo de la cama, toda una fortuna en mone­das de oro antiguo. Y tal propiedad había sido hurtada el día de su fallecimiento por su hermano Carlos. Éste, sin participar a las autoridades civiles —como corresponde en un estado de derecho— ­comenzó a partir de ese preciso momento a gastarla a su antojo.

Hoy estoy un tanto sentimental. El recuerdo de nuestro ami­go de siempre me atropella de manera constante. Veo ahora una de las últimas fotografías que nos hicimos juntos en un paseo dominguero. Pudo haber vivido muchos años más —recapacito en silencio— si hubiese puesto remedio a su estado de desnutrición. Vienen a mi mente una serie de interrogantes. ¿Por qué se dejó morir, teniendo riqueza suficiente como para ali­mentar a todo un ejército por varios años? ¿Es que acaso la ava­ricia humana es tan poderosa como para permitir que se come­tan tales actos que van contra la propia naturaleza? ¿Por qué su hermano no lo atendió como debía, y sólo se hizo presente para llevarse (como vulgar ladrón) la herencia que por ley le co­rrespondía? ¿Acaso hubo en su conducta premeditación y alevosía?

El tiempo nos dará las respuestas que las investigaciones judi­ciales no arrojaron. O quizás —por ironía del destino— nunca lo sepamos, y continuemos haciéndonos nuestras propias conjeturas.

 

Cinco años después...

Mientras la tumba de nuestro recordado amigo luce sola y sin una flor que alegre su blanca y húmeda losa, a nosotros en el mundo nos siguen inquietando las mismas cuestiones.


Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).



Compartir:

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Buscar este blog

Ricardo Gil Otaiza

Ricardo Gil Otaiza

Sobre el autor

Puedes saber más sobre el autor en el siguiente enlace: Curriculum

Popular Posts

Categories

Ricardo Gil Otaiza 2020. Todos los derechos reservados. Con la tecnología de Blogger.