Todos los días llegaba de visita a nuestra casa el
solitario amigo. En realidad tenía familia, pero ésta no cuidaba de él. Le
llegó el ocaso sin mujer e hijos que lo acompañaran en la vida. Para ese entonces,
yo era muy joven, y me acostumbré a su compañía silenciosa y triste. Era de
extraña figura, su mirada se había perdido en cualquier momento del pasado
remoto. Tendría unos setenta, ochenta o cien años cuando iba a la casa. La
verdad, era difícil encuadrarlo dentro de los rasgos de una de las edades
biológicas. Era de aquellos seres indefinidos, inexactos, incorruptibles, vagos;
que caminan sonámbulos, sin que se les acerque a atormentarlos ni siquiera una
mosca.
A pesar de mi corta trayectoria en el conocimiento humano
—los años de mi primera infancia— sentía compasión por aquel ser sin memoria (y no porque estuviese loco). Su lucidez era
envidiable. Hablaba de política, economía, siendo su tema favorito la defensa
a ciegas del partido Acción Democrática. En casa lo apreciábamos, sin embargo,
mis padres se enfrascaban a menudo en diatribas dialécticas con aquel hombre,
que terminaba virtualmente enfadado y ofendido, por algún comentario satírico
en contra de los prohombres de aquella organización política.
Cuando creíamos que no volvería más, se aparecía como si
nada hubiese sucedido, acompañado con alguna bolsa de pan, dulces o bizcochos.
Nos alegraba volver a tenerlo sentado de nuevo en la sala
de la casa, todos lo respetábamos mucho. No ameritaba hacerle la visita, o
conversarle, ya que con el tiempo y la confianza, producto de la tradición y de
un lazo de parentesco lejano, su presencia se hizo necesaria y cotidiana.
Permanecía sentado durante horas, mirando el ir y venir de los miembros de la
casa. Mi madre le obsequiaba constantemente una taza de café tinto, ya que
sabíamos de su predilección por esa bebida.
Era un hombre alegre, hasta simpático —a veces— de
conversación lenta y dramática. Era incisivo en sus juicios, agudo en las críticas.
Siempre se le veía solo, ningún ser le acompañó jamás. Era partidario de la
tesis que reza: "es mejor vivir solo, que mal acompañado”: Muchas
veces, le escuché decir: "el hombre debe pagar por los favores de las
mujeres para satisfacer los deseos sexuales... pero llegar a convivir con una
de ellas de manera permanente, es totalmente inconveniente e inútil".
Varias veces viajamos con él hasta ciudades cercanas;
pero nos alteraba los planes, ya que su mal estado de salud nos obligaba
constantemente a realizar pausas en el camino. Muchas veces pensamos que
moriría asfixiado por los ataques de asma, ya que se tornaba rojo violáceo y
quedaba suspendido por instantes, al igual que muchos niños que lloran y se
quedan sin aire para luego continuar gritando.
Lo recuerdo con bastante precisión, era alto (de un metro
setenta y cinco aproximadamente), cabeza calva, nariz prominente, piel
agujereada por el acné juvenil. Usaba sombrero (tenía que ser marca Borsalino), vestía siempre con buenas
telas que mandaba a cortar en la sastrería. Los pantalones los sujetaban
tirantes (elásticas). Las mangas de la camisa se las enrollaba sobre el
antebrazo con la ayuda de sendas ligas confeccionadas para tales fines. Los
domingos vestía impecable, su única diversión era conversar con los amigos en
alguna esquina, o el ir a visitarnos.
Lo que jamás llegué a comprender fue por qué aquel ser,
con medios económicos suficientes y holgados, no hubiese organizado una vida
más justa y digna para consigo mismo. Vivía en un cuartucho de su propiedad, cuyos ambientes estaban groseramente
separados por canceles o biombos. La comida la compraba en pensiones de amigos
o pagaba a alguna vecina para que se la prepararan.
Escatimaba —hasta la ofensa— cada
realito o mediecito de su propiedad, para satisfacer alguna necesidad propia. Y
no se hable de ser generoso para con los demás, porque las historias opacarían
su trayectoria vital. Era lo que en el común de los casos se consagra con las
expresiones de pichirre o tacaño.
Un día se levantó con la necesidad de
regularizar su vida solitaria, y comenzó a pretender a algunas de las chicas
del barrio. Pero ninguna quiso participar de sus cosas, aunque estuviese de por
medio la fortuna —que según los entendidos, era cuantiosa— y la cual, sin
rubor alguno, ponía constantemente en garantía de sus pretensiones amorosas.
Fueron pasando inexorablemente los
años, y aquel hombre permanecía en su soledad y perenne soltería. La experiencia
que había obtenido con el pasar de los años no fue suficiente para proyectarle
visos de influencias femeninas, lo que lo condujo a esquematizarse de una
manera rígida, tanto en sus planteamientos políticos, como en los hábitos
diarios. Era tal su grado de abandono, que ante la presencia de algunos de sus
graves ataques asmáticos, tenían que acudir en su ayuda los vecinos más cercanos
o mis padres. Su único hermano se mantenía a una distancia prudente, ya que, a
todas luces, lo embargaba una ambición desmedida e incurable.
La tarde en que lo encontraron muerto
dentro de su cama, acudimos todos los vecinos. Aquellos que siempre supimos
estar presentes cuando las circunstancias lo ameritaron. Para su mala fortuna,
le fue aplicada una inyección que le aceleró el desenlace fatal, debido al
estado anémico y de anorexia que padecía.
Como a las cuatro de aquella tarde, apareció muy nervioso
el hermano. Irrumpió con violencia dentro del cuartucho en el cual se
encontraba sin vida el cuerpo del infortunado amigo. Todos fuimos testigos de
los escándalos que a partir de entonces se entablaron entre él y sus hijos por
el reparto de los bienes en herencia. Era grotesca la manera como lo hacían. A eso de las 6:00 p.m. de aquel
mismo día, presenciamos también el momento en que su hermano sacó debajo de la
cama una voluminosa maleta con aspecto desgastado, y que alguna vez fue de
color azul intenso.
A partir de entonces, Carlos (así se llamaba el hermano
de nuestro amigo fallecido) empezó a gozar de la elevación de su nivel de vida.
Sus hijos comenzaron a derrochar en lujos y fiestas. Todo ello condujo a
pensar a sus amigos, que aquella famosa maleta guardaba el amasijo de monedas
de oro coleccionadas por su difunto hermano.
Eso pareció al comienzo una simple especulación, ya que
nadie se interesó luego por el asunto. Sin embargo, después de varios años pude
constatar que, efectivamente, todo lo que
se dijo en aquella oportunidad fue cierto. Nuestro amigo tenía debajo de su
cama la maleta que guardaba los ahorros de toda su vida, pero en monedas de
dieciocho quilates. Aquella situación me llamó la atención, en virtud del
estado de abandono familiar en que vivió su dueño durante toda la vida.
Comencé a indagar, escudriñar y hacer mis conjeturas.
Establecí la teoría de que nuestro amigo Luis había muerto por la desnutrición
y que se había acelerado el desenlace fatal como consecuencia de la aplicación
de una inyección antiinflamatoria, y que en todo aquello había algo oscuro, que
no cuadraba. Tal hipótesis la comprobé al poco tiempo después, pero ya nada se
podía hacer, porque su hermano había fallecido, y los hijos se negaban a dar
cualquier clase de información, alegando no tener conocimiento acerca de lo que se les preguntaba.
Fueron tantos los elementos con los
que llegué a contar en mis investigaciones, que alcancé un punto en el cual se
me planteó una disyuntiva: o callaba y evitaba verme envuelto en un escándalo;
o denunciaba las irregularidades encontradas.
Como buen representante del signo escorpión,
me decidí por lo segundo. A partir de entonces comenzó a escribirse un gran
expediente en los tribunales de justicia, el cual arrojó después de muchas
postergaciones, demoras e inconsistencias, el siguiente resultado: nuestro
amigo había almacenado en una maleta, que guardaba con celo debajo de la cama,
toda una fortuna en monedas de oro antiguo. Y tal propiedad había sido hurtada
el día de su fallecimiento por su hermano Carlos. Éste, sin participar a las
autoridades civiles —como corresponde en un estado de derecho— comenzó a
partir de ese preciso momento a gastarla a su antojo.
Hoy estoy un tanto sentimental. El
recuerdo de nuestro amigo de siempre me atropella de manera constante. Veo
ahora una de las últimas fotografías que nos hicimos juntos en un paseo
dominguero. Pudo haber vivido muchos años más —recapacito en silencio— si
hubiese puesto remedio a su estado de desnutrición. Vienen a mi mente una serie
de interrogantes. ¿Por qué se dejó morir, teniendo riqueza suficiente como para
alimentar a todo un ejército por varios años? ¿Es que acaso la avaricia
humana es tan poderosa como para permitir que se cometan tales actos que van
contra la propia naturaleza? ¿Por qué su hermano no lo atendió como debía, y
sólo se hizo presente para llevarse (como vulgar ladrón) la herencia que por
ley le correspondía? ¿Acaso hubo en su conducta premeditación y alevosía?
El tiempo nos dará las respuestas que
las investigaciones judiciales no arrojaron. O quizás —por ironía del destino—
nunca lo sepamos, y continuemos haciéndonos nuestras propias conjeturas.
Cinco años
después...
Mientras la tumba de nuestro recordado amigo luce sola y
sin una flor que alegre su blanca y húmeda losa, a nosotros en el mundo nos
siguen inquietando las mismas cuestiones.
Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).
0 Comentarios:
Publicar un comentario