Desde muy pequeño, Juan Cordero tuvo inclinaciones culturales y
artísticas. Soñaba con brillar como estrella en el firmamento de la farándula
nacional e internacional. Ya de adolescente, formó un pequeño grupo teatral,
con el cual realizaba el montaje de algunas obras y las llevaba por todas
partes. No había caminos que no recorriera, ciudades que no visitara en su
afán de recrear a la gente. Sin embargo, era un niño muy inquieto y aventurero.
Todo esto le atrajo una serie de inconvenientes. Más de una vez tuvo que huir,
junto con los demás integrantes de su grupo, de la lluvia de piedras luego de
alguna presentación teatral. Cuentan que en la ciudad de Barinas montaron la obra “El Cristo de las
Violetas". Juan representaba al difícil personaje de Don
Fernando, un español típico de la época colonial. En medio de la actuación,
debía Don Fernando (Juan) alcanzarle la silla a la cieguita, pero tuvo la
infeliz ocurrencia de sacarla rápidamente antes de que la muchacha pudiera
sentarse, yendo ésta a parar de golpe sobre la tarima. Tuvieron que salir
precipitadamente de aquel sitio, para evitar ser heridos por las piedras que
llovieron a granel.
Aquello no desanimó al grupo. Montaron otra obra, esta
vez de la autoría de Juan Cordero. La representación se realizó en la ciudad de
San Cristóbal, en un elegante salón del Centro Cívico. La noche de la gala del
estreno, bajó Juan Cordero del escenario y se acercó hasta el puesto de un
respetable señor, a quien despojó de uno de los zapatos. Le quitó sin permiso
el calcetín y se lo llevó con el brazo en alto, haciendo alarde del mal olor
del mismo. Esa misma noche, a la salida de la obra, el citado señor avergonzado
todavía por el bochorno del cual había sido objeto, se suicidó en uno de los baños del sitio. Como es de suponer, se presentaron las
autoridades policiales y arrestaron a todos los miembros del grupo. En prisión
permanecieron por espacio de una semana, hasta que pudieron salir gracias a
los buenos oficios del Director de Cultura de una de las ciudades presentes en
aquella gala teatral.
Luego del estrepitoso final del grupo de teatro, Juan
Cordero quiso introducirse en los duros caminos de la literatura. Escribió un
cuento que fue rechazado varias veces por los diarios locales. Aquellos
alegaban —con razones válidas, por
cierto—, errores gramaticales, sintaxis incorrecta, incoherencias, etc. Tanto
insistió el muchacho, hasta que un famoso diario le aceptó el texto, para ser
publicado en una separata cultural que aparecía encartada todos los domingos.
Al lunes siguiente, las reacciones no se hicieron esperar.
Llegaron cartas insultantes contra el director del diario, llamadas
amenazantes contra el gerente general, quien decidió, en un ataque de furia,
despedir al ingenuo director. La ira del arzobispo por el vilipendio del que
fue objeto en el cuento de Juan Cordero, llegó hasta las alturas del Vaticano.
El Papa se vio en la obligación de escribir una nota de adhesión y de respaldo
al arzobispo, a través del Nuncio.
Así finalizó la triste incursión de Juan Cordero en la
literatura, ya que todos los diarios de circulación nacional se hicieron eco
de la situación y le cerraron las puertas.
Pocos días después, se le vio alegre, con nuevos
aires; aquellos que mostraba cuando tenía algún proyecto entre manos. Fue hasta
un cuarto ubicado hacia el fondo de su casa, y buscó entre las cosas perdidas
de un viejo escaparate. Permaneció encerrado durante tres días y tres noches.
No comía, ni se bañaba, mucho menos dormía. Al cabo de aquel tiempo, empezó a
inquietar a sus padres y amigos, quienes se pararon frente a la puerta del
cuarto en cuestión para saber lo que ocurría. Al poco rato, la puerta se abrió
y apareció Juan Cordero —más que con
una sonrisa— con una mueca de expectación. Pero no salió solo, estaba
acompañado de dos espantosos muñecos que había fabricado durante los días del
encierro. Aquellos seres inanimados, tenían una expresión bastante extraña y
grotesca. Sus rostros parecían de cera.
A partir de aquel momento el joven se dedicó a la
tarea de hacer hablar a sus muñecos, sin que los movimientos de sus labios
fuesen detectados por el público. Días y noches le llevaron lograr aquel
cometido. Pero lo logró. Quien lo veía en plena actuación, juraba que los
muñecos poseían vida propia. La modulación perfecta de los tonos de las voces,
el fino humor que los acompañaba, la coordinación perfecta entre los dos
personajes siniestros. Poco a poco la gente comenzó a murmurar que los muñecos
tenían vida propia y que eran el engendro de algunos demonios sueltos. Unos
dijeron haberlos visto caminando en una solitaria avenida de la ciudad. Otro
—más osado aún— juró en la prefectura que uno de los perversos muñecos lo
había atacado una noche con intención de violarlo.
La fama del ventrílocuo se fue extendiendo hasta las
ciudades cercanas. Constantemente llegaban invitaciones para asistir a eventos
importantes. De Caracas un conocido animador de televisión lo invitó a participar en su popular programa de nuevas
estrellas.
Después de cada presentación, Juan Cordero se daba a la
fatigosa tarea de limpiar y mejorar el aspecto decaído de sus muñecos. Según
cuentan, les hablaba, los acariciaba suavemente y les daba un trato como si de
seres humanos se trataran. Su compenetración con ellos se hizo tan fuerte, que
no podía hablar con su tono normal de voz. A cualquier pregunta, respondía
como lo hacía Pepe o Bartolo. La gente se molestaba, ya que consideraban una
burla semejante conducta.
Pero lo que no sabía el común del pueblo, es que ni el
mismo Juan Cordero podía explicar muchas veces las respuestas de sus muñecos. Durante
todo el tiempo que tuvo el espectáculo con ellos, se vio envuelto en una serie
de problemas a causa de las respuestas poco adecuadas al público espectador.
Meticulosamente preparaba la presentación, cuidaba con cautela los diálogos
entre ambos muñecos, pero cuando tenía por delante al público, otras cosas muy
distintas a las preparadas le salían sin poder evitarlo.
Muchas
veces Juan Cordero no ocultaba su asombro ante las respuestas o actuaciones de
sus muñecos, cosa que notaba el público con desconcierto.
Angustiado
por la situación, Juan Cordero buscó ayuda psiquiátrica. El doctor le
recomendó darse unas vacaciones a la orilla del mar, ya que, posiblemente, el
exceso de trabajo de los últimos meses le estaba llevando a una situación de
estrés y cansancio mental.
Tal
como lo recomendó el doctor, Juan
Cordero invitó a su familia a disfrutar de una semana fuera de la ciudad. La
noche anterior a la partida, guardó cuidadosamente a los dos muñecos dentro de
un viejo baúl, que le regaló un marino muy amigo de sus padres, cerró con
esmero el candado y metió la llave dentro del relicario de su madre.
Las
siete noches pasadas en la playa Juan Cordero soñó insistentemente con sus
muñecos. En uno de los sueños, Pepe cometía un asesinato. Con el cuchillo de la
cocina de su casa le cercenaba el cuello a la hija del alcalde de la ciudad.
Mientras que Bartolo preparaba el asesinato de su creador. Debido a los sueños
reiterados, Juan y su familia regresaron a la casa. Él no le contó a su madre
ni a sus hermanos lo que le estaba
sucediendo.
Lo
primero que hizo Juan, fue ir en busca de sus dos muñecos, y no los encontró
dentro del baúl. No obstante, la llave permanecía guardada en el relicario de
su madre. Al poco tiempo, se enteró del asesinato de Francisca, la hija menor
del alcalde de la ciudad, a manos de un desconocido que la interceptó muy
cerca de su residencia.
Intrigado
por el asesinato de la muchacha y la desaparición de sus muñecos, Juan regresó
a la casa del psiquiatra en busca de alguna respuesta. El profesional sonrió
indiscretamente al conocer la causa de la visita de Juan, y le recomendó
realizar terapias de grupo, junto con la administración quincenal de una
inyección de Moditén.
Cuentan
los testigos, que Juan intentó por todos los medios destruir a sus muñecos,
pero una extraña fuerza se lo impedía. Sabía él, que de ellos se había
apoderado un poder sobrenatural, ajeno a su dominio. Él no hablaba por ellos,
él no los movía a su antojo, como fue al principio de la aventura. Poco a poco
Pepe y Bartolo se independizaban y alejaban de la voluntad de su creador. Al
darse cuenta de aquello, Juan sintió temor, pero en virtud de las jugosas
ganancias obtenidas por la naturalidad y excelencia de sus presentaciones, se
dejó llevar por la voluntad de aquellos.
Preocupado
por las revelaciones de sus sueños, Juan Cordero se alejó de su casa, al no
poder eliminar a los muñecos. Una mañana tomó el primer avión para la capital
de la república, con deseos de pasar luego hasta el litoral central. Sabía que
en el mar estaba el secreto de su angustiosa situación, que allí encontraría la
paz de su atribulada mente. Pero al bajar del avión, vio a Pepe y Bartolo
sentados y sonrientes cerca del quiosco de las revistas. Corrió hasta la
avenida, tomó un taxi y le pidió al chofer que lo sacara de Maiquetía. Llegó a
Caracas a la hora y media, se bajó del auto e intentó entrar al hotel de la
esquina. Pepe y Bartolo lo aguardaban a la entrada del mismo.
Enloquecido,
se lanzó a la calle, casi lo atropella un camión del aseo urbano. Como pudo,
trató de asirse del mismo, cayendo abruptamente sobre el pavimento. Despertó en
la sala de cuidados intensivos de un hospital. A la semana fue remitido hasta
el psiquiátrico, por orden de un doctor muy joven que lo conocía desde la época
del teatro. Había sido compañero del grupo en sus comienzos. Juan Cordero le
contó a su amigo los pormenores de su situación, pero éste no le creyó ni una
sola palabra.
Sin
hacer oposición, se dejó inyectar un sedante y fue conducido hasta una sala de
enfermos de alta peligrosidad. Allí permaneció interno durante varios meses,
hasta que por petición de sus padres fue trasladado hasta su casa en el
interior del país.
Constantemente
les decía a sus amigos y familiares, que uno de sus muñecos lo iba a asesinar.
Aquello se convirtió para el joven
en una obsesión. Sin que sus padres lo notaran, tomó una vieja navaja de su
padre y la guardó debajo de la cobija. Permaneció en estado de pánico durante
varias horas de aquella primera noche.
A las
4 de la mañana, cuando se le acercó su padre para tomarle la temperatura,
introdujo violentamente la navaja dentro de su cuerpo, creyendo ser atacado
por uno de los muñecos, causándole de inmediato la muerte. Al ver lo que había
cometido, se levantó tambaleante —a causa de los sedantes— y se dirigió hacia
el cuarto donde guardaba desde siempre a los muñecos. Cerró con cerrojo la
puerta y se desnudó.
Cuentan
los vecinos que vivieron todo aquello, que se escuchaban en la madrugada los
gritos del muchacho pidiéndole la muerte a sus muñecos.
Poco a
poco se fueron reuniendo los familiares y vecinos frente a la puerta del cuarto
de Juan. Al no recibir respuesta, uno de ellos forzó con suerte la puerta.
Encontraron al muchacho desnudo tirado en el suelo en medio de un pozo de
sangre, con el cuerpo lacerado a cuchilladas, especialmente en la región de la
espalda.
¿Cómo pudo
hacerse él mismo las mortales heridas?, se preguntaba la gente. No se supo más
acerca de los dos misteriosos muñecos, ya que no fueron encontrados dentro del
baúl donde los guardaba Juan Cordero. Y la llave reposaba aún dentro del
relicario de la madre.
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