Cuento - EL VENTRÍLOCUO

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

Desde muy pequeño, Juan Cordero tuvo inclinaciones cultu­rales y artísticas. Soñaba con brillar como estrella en el firmamen­to de la farándula nacional e internacional. Ya de adolescente, formó un pequeño grupo teatral, con el cual realizaba el monta­je de algunas obras y las llevaba por todas partes. No había cami­nos que no recorriera, ciudades que no visitara en su afán de recrear a la gente. Sin embargo, era un niño muy inquieto y aventurero. Todo esto le atrajo una serie de inconvenientes. Más de una vez tuvo que huir, junto con los demás integrantes de su grupo, de la lluvia de piedras luego de alguna presentación tea­tral. Cuentan que en la ciudad de Barinas montaron la obra “El Cristo de las Violetas". Juan representaba al difícil perso­naje de Don Fernando, un español típico de la época colonial. En medio de la actuación, debía Don Fernando (Juan) alcanzar­le la silla a la cieguita, pero tuvo la infeliz ocurrencia de sacarla rápidamente antes de que la muchacha pudiera sentarse, yen­do ésta a parar de golpe sobre la tarima. Tuvieron que salir precipitadamente de aquel sitio, para evitar ser heridos por las piedras que llovieron a granel.

Aquello no desanimó al grupo. Montaron otra obra, esta vez de la autoría de Juan Cordero. La representación se realizó en la ciudad de San Cristóbal, en un elegante salón del Centro Cí­vico. La noche de la gala del estreno, bajó Juan Cordero del escenario y se acercó hasta el puesto de un respetable señor, a quien despojó de uno de los zapatos. Le quitó sin permiso el calcetín y se lo llevó con el brazo en alto, haciendo alarde del mal olor del mismo. Esa misma noche, a la salida de la obra, el citado señor avergon­zado todavía por el bochorno del cual había sido objeto, se suicidó en uno de los baños del sitio. Como es de suponer, se presentaron las autoridades policiales y arrestaron a todos los miembros del grupo. En pri­sión permanecieron por espacio de una semana, hasta que pu­dieron salir gracias a los buenos oficios del Director de Cultura de una de las ciudades presentes en aquella gala teatral.

Luego del estrepitoso final del grupo de teatro, Juan Cordero quiso introducirse en los duros caminos de la literatura. Escri­bió un cuento que fue rechazado varias veces por los diarios lo­cales. Aquellos alegaban    —con razones válidas, por cierto—, erro­res gramaticales, sintaxis incorrecta, incoherencias, etc. Tanto insistió el muchacho, hasta que un famoso diario le aceptó el texto, para ser publicado en una separata cultural que aparecía encartada todos los domingos.

Al lunes siguiente, las reacciones no se hicieron esperar. Lle­garon cartas insultantes contra el director del diario, llamadas amenazantes contra el gerente general, quien decidió, en un ataque de furia, despedir al ingenuo director. La ira del arzo­bispo por el vilipendio del que fue objeto en el cuento de Juan Cordero, llegó hasta las alturas del Vaticano. El Papa se vio en la obligación de escribir una nota de adhesión y de respaldo al arzo­bispo, a través del Nuncio.

Así finalizó la triste incursión de Juan Cordero en la literatu­ra, ya que todos los diarios de circulación nacional se hicieron eco de la situación y le cerraron las puertas.

Pocos días después, se le vio alegre, con nuevos aires; aquellos que mostraba cuando tenía algún proyecto entre manos. Fue hasta un cuarto ubicado hacia el fondo de su casa, y buscó entre las cosas perdidas de un viejo escaparate. Permaneció encerrado durante tres días y tres noches. No comía, ni se bañaba, mucho menos dormía. Al cabo de aquel tiempo, empezó a inquietar a sus padres y amigos, quienes se pararon frente a la puerta del cuarto en cuestión para saber lo que ocurría. Al poco rato, la puerta se abrió y apareció Juan Cordero     —más que con una sonrisa— con una mueca de expectación. Pero no salió solo, estaba acompañado de dos espantosos muñecos que había fabricado durante los días del encierro. Aquellos seres inanimados, tenían una expresión bastante extraña y grotesca. Sus rostros parecían de cera.

A partir de aquel momento el joven se dedicó a la tarea de hacer hablar a sus muñecos, sin que los movimientos de sus la­bios fuesen detectados por el público. Días y noches le llevaron lo­grar aquel cometido. Pero lo logró. Quien lo veía en plena ac­tuación, juraba que los muñecos poseían vida propia. La modu­lación perfecta de los tonos de las voces, el fino humor que los acompañaba, la coordinación perfecta entre los dos personajes siniestros. Poco a poco la gente comenzó a murmurar que los muñecos tenían vida propia y que eran el engendro de algunos demonios sueltos. Unos dijeron haberlos visto caminando en una solitaria avenida de la ciudad. Otro —más osado aún— juró en la prefectu­ra que uno de los perversos muñecos lo había atacado una no­che con intención de violarlo.

La fama del ventrílocuo se fue extendiendo hasta las ciudades cercanas. Constantemente llegaban invitaciones para asistir a eventos importantes. De Caracas un conocido animador de tele­visión lo invitó a participar en su popular programa de nuevas estrellas.

Después de cada presentación, Juan Cordero se daba a la fatigosa tarea de limpiar y mejorar el aspecto decaído de sus muñecos. Según cuentan, les hablaba, los acari­ciaba suavemente y les daba un trato como si de seres humanos se trataran. Su compenetración con ellos se hizo tan fuerte, que no podía hablar con su tono normal de voz. A cualquier pregun­ta, respondía como lo hacía Pepe o Bartolo. La gente se molesta­ba, ya que consideraban una burla semejante conducta.

Pero lo que no sabía el común del pueblo, es que ni el mismo Juan Cordero podía explicar muchas veces las respuestas de sus muñecos. Durante todo el tiempo que tuvo el espectáculo con ellos, se vio envuelto en una serie de problemas a causa de las res­puestas poco adecuadas al público espectador. Meticulosamente preparaba la presentación, cuidaba con cautela los diálogos entre ambos muñecos, pero cuando tenía por delante al público, otras cosas muy distintas a las preparadas le salían sin poder evitarlo.

Muchas veces Juan Cordero no ocultaba su asombro ante las respuestas o actuaciones de sus muñecos, cosa que notaba el público con des­concierto.

Angustiado por la situación, Juan Cordero buscó ayuda psiquiátrica. El doc­tor le recomendó darse unas vacaciones a la orilla del mar, ya que, posiblemente, el exceso de trabajo de los últimos meses le esta­ba llevando a una situación de estrés y cansancio mental.

Tal como lo recomendó el doctor, Juan Cordero invitó a su familia a disfrutar de una semana fuera de la ciudad. La noche anterior a la partida, guardó cuidadosamente a los dos muñecos dentro de un viejo baúl, que le regaló un marino muy amigo de sus padres, cerró con esmero el candado y metió la llave dentro del relicario de su madre.

Las siete noches pasadas en la playa Juan Cordero soñó insistentemente con sus muñecos. En uno de los sueños, Pepe cometía un asesinato. Con el cuchillo de la cocina de su casa le cercenaba el cuello a la hija del alcalde de la ciudad. Mientras que Bartolo prepara­ba el asesinato de su creador. Debido a los sueños reiterados, Juan y su familia regresaron a la casa. Él no le contó a su madre ni a sus hermanos lo que le estaba sucediendo.

Lo primero que hizo Juan, fue ir en busca de sus dos muñe­cos, y no los encontró dentro del baúl. No obstante, la llave permanecía guardada en el relicario de su madre. Al poco tiempo, se enteró del asesinato de Francisca, la hija menor del alcalde de la ciudad, a manos de un desconocido que la in­terceptó muy cerca de su residencia.

Intrigado por el asesinato de la muchacha y la desaparición de sus muñecos, Juan regresó a la casa del psiquiatra en busca de algu­na respuesta. El profesional sonrió indiscretamente al conocer la causa de la visita de Juan, y le recomendó realizar terapias de grupo, junto con la administración quincenal de una inyección de Moditén.

Cuentan los testigos, que Juan intentó por to­dos los medios destruir a sus muñecos, pero una extraña fuerza se lo impedía. Sabía él, que de ellos se había apoderado un poder sobrenatural, ajeno a su dominio. Él no hablaba por ellos, él no los movía a su antojo, como fue al principio de la aventu­ra. Poco a poco Pepe y Bartolo se independizaban y alejaban de la voluntad de su creador. Al darse cuenta de aquello, Juan sintió te­mor, pero en virtud de las jugosas ganancias obtenidas por la naturalidad y excelencia de sus presentaciones, se dejó llevar por la voluntad de aquellos.

Preocupado por las revelaciones de sus sueños, Juan Cordero se alejó de su casa, al no poder eliminar a los muñecos. Una mañana tomó el primer avión para la capital de la república, con deseos de pasar luego hasta el litoral central. Sabía que en el mar estaba el secreto de su angustiosa situación, que allí encontraría la paz de su atribulada mente. Pero al bajar del avión, vio a Pepe y Bartolo sentados y sonrientes cerca del quiosco de las revistas. Corrió has­ta la avenida, tomó un taxi y le pidió al chofer que lo sacara de Maiquetía. Llegó a Caracas a la hora y media, se bajó del auto e intentó entrar al hotel de la esquina. Pepe y Bartolo lo aguarda­ban a la entrada del mismo.

Enloquecido, se lanzó a la calle, casi lo atropella un ca­mión del aseo urbano. Como pudo, trató de asirse del mismo, cayendo abruptamente sobre el pavimento. Despertó en la sala de cuidados intensivos de un hospital. A la semana fue remitido hasta el psiquiátrico, por orden de un doctor muy joven que lo conocía desde la época del teatro. Había sido compañero del grupo en sus comienzos. Juan Cordero le contó a su amigo los porme­nores de su situación, pero éste no le creyó ni una sola palabra.

Sin hacer oposición, se dejó inyectar un sedante y fue condu­cido hasta una sala de enfermos de alta peligrosidad. Allí perma­neció interno durante varios meses, hasta que por petición de sus padres fue trasladado hasta su casa en el interior del país.

Constantemente les decía a sus amigos y familiares, que uno de sus muñecos lo iba a asesinar. Aquello se convirtió para el jo­ven en una obsesión. Sin que sus padres lo notaran, tomó una vieja navaja de su padre y la guardó debajo de la cobija. Perma­neció en estado de pánico durante varias horas de aquella prime­ra noche.

A las 4 de la mañana, cuando se le acercó su padre para tomarle la temperatura, introdujo violentamente la navaja den­tro de su cuerpo, creyendo ser atacado por uno de los muñecos, causándole de inmediato la muerte. Al ver lo que había cometi­do, se levantó tambaleante —a causa de los sedantes— y se dirigió hacia el cuarto donde guardaba desde siempre a los muñecos. Cerró con cerrojo la puerta y se desnudó.

Cuentan los vecinos que vivieron todo aquello, que se escu­chaban en la madrugada los gritos del muchacho pidiéndole la muerte a sus muñecos.

Poco a poco se fueron reuniendo los familiares y vecinos frente a la puerta del cuarto de Juan. Al no recibir respuesta, uno de ellos forzó con suerte la puerta. Encontraron al muchacho desnudo tirado en el suelo en medio de un pozo de sangre, con el cuerpo lacerado a cuchilladas, especialmente en la región de la espalda.

¿Cómo pudo hacerse él mismo las mortales heridas?, se preguntaba la gente. No se supo más acerca de los dos misteriosos muñecos, ya que no fue­ron encontrados dentro del baúl donde los guardaba Juan Cor­dero. Y la llave reposaba aún dentro del relicario de la madre.



Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).


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