RÁFAGAS

 

RÁFAGAS 

Por: Ricardo Gil Otaiza

El extraño ruido en la calle despertó a Miguel Ángel de sus tormentas oníricas. Desde hacía seis meses no podía descansar, como era su deseo, lo cual le permitía deambular —cigarrillo en mano— a través de los setenta metros cuadrados de su apartamento, durante toda la madrugada. Aquella noche —no tan fresca por cierto— dejó de leer la más reciente novela de uno de los grandes del boom latinoamericano, al sentir un cansancio mayor a su afán por develar el misterio de la mujer dejada en medio de un mar de sangre, y de sus partes corporales desperdigadas a todo lo largo del pasillo de un antiguo teatro. Fue hasta la mesa —que fungía de escritorio— y recortó un trozo de papel de un recibo de luz para utilizarlo como marca libro, y se propuso conciliar el sueño perdido desde hacía dos meses atrás, cuando jugó la casa, el carro, la computadora y, hasta la mujer, en un casino de mala muerte en una cercana isla caribeña.

Le molestaba el ruido de la nada al chocar de manera constante contra los pocos objetos del lugar; le indignaba la ingrimitud inaudita que se había apoderado de su ser. No se aguantaba a sí mismo por el simple hecho de estar convertido en un zombi, en un hombre derrotado por esas fuerzas invisibles tejidas con hilos de insensatez y de mentiras. Esa noche, el silencio era expectante y abrumador por la ola de imágenes llegadas hasta su mente ya repleta de recuerdos y de malos momentos. Sin duda, aquel comienzo de año no lo favoreció: los doce deseos arrancados a las uvas del tiempo se convirtieron en saetas fulminantes; todo lo pedido se dio; pero en sentido contrario. En vano intentaba aquietar las voces internas del desvarío, los gritos mudos empujándolo a salidas rápidas y preestablecidas, por los sucesos amarillistas repetidos de manera incesante en las páginas rojas de los diarios y revistas. Tal vez las fuerzas le eran insuficientes para el peso del abandono; los recursos con los cuales podía contar un hombre contemporáneo se presentaban superfluos, cargados de vacío y de confusión. Fue así como en esa noche sosegada cerró la novela y se dispuso a entrar en las brumas previas al sueño verdadero. Esta vez sí estaba convencido de que no lo acallaría, que permitiría a los agujeros negros que anteceden a la minúscula muerte —conformando el sueño— lo invadieran de pronto. Ya no se opondría. Haló con fuerza los acordes modulantes de la penumbra de la habitación, contigua a una espesa calle perdida de día entre los trajines de la gente común, y se lanzó de prisa en el lecho sin vida.

Con los ojos irritados por la lectura, miró su reloj, y con asombro descubrió que a las once y cuarenta y cinco minutos de la noche estuviese preparándose para dormir. Hasta la palabra "dormir” le era ajena y huidiza. De pronto un ardor seco en la garganta le recordó que en la nevera había unas cuantas latas de cerveza. Con paciencia de sí mismo, se levantó descalzo y con pasos tambaleantes se dirigió a la cocina como volando en los sopores de un licor aún no disfrutado. La luz de la nevera le sonrojó el rostro y el intenso frío que bajaba desde el congelador le entumeció las vísceras. Extendió el brazo y tomó la lata forrada en una delicada escarcha.

El silencio de la calle se agudizó, cuestión que le molestaba por atávicos sucesos que lo marcaron de manera indeleble. Intentó cerrar los ojos para encontrarse con el sueño, y no recordó cuándo pasó del estado consciente a la inconciencia superior; esa que significa prácticamente una pequeña muerte. Siempre se preguntó: ¿acaso no morimos a cada rato en nuestra vida diaria? ¿Un orgasmo, una borrachera, el deleite ante una hermosa imagen, la pérdida súbita de lo más querido, el rostro y el cuerpo que vamos dejando tras el paso de los años... no son, acaso, anticipos de la muerte?

                                                 ***

Cuando los extraños sonidos trastocaron la calle, Miguel Ángel despertó sobresaltado (eran exactamente las cuatro y doce minutos de la madrugada). Confuso intentó encender la luz, pero una fuerte ráfaga de metralleta —pensó que era— hizo que de manera inconsciente se lanzara de bruces al suelo. Abrumado quedó en esa posición, y poco a poco recobró la serenidad logrando ponerse de pie junto a la ventana. Lentamente fue removiendo la cortina que le ocultaba la visibilidad y pudo ver decenas de personas que corrían de un lado a otro de la calle, mezclándose con uniformados que accionaban sus armas de reglamento en un intento por devolver la normalidad a la noche. La gente gritaba consignas, vociferaba insultos. A lo lejos se escuchaban cómo caían de manera aparatosa las vidrieras de los comercios apostados a lo largo de la avenida perimetral. Más allá, unos cuantos vecinos intentaban en vano sofocar el fuego que consumía a un vehículo nuevo, cuya propietaria —una insignificante mujer de la ciudad— casi enloquecía por la situación. Miguel Ángel estaba pegado a la ventana con los ojos voraces queriendo no perderse los detalles, y con un desasosiego que le oprimía la garganta y le aceleraba el corazón. Sentía aún en su aliento destellos de la cerveza consumida: halitosis mañanera mezclada con la angustia de verse en medio de una guerra, y no saber el porqué. Se dirigió hacia la otra ventana del apartamento y las imágenes de la gente y el ruido de las armas se perdieron hacia la calle posterior. Sin abandonar la serenidad se colocó un short, una franela y unos zapatos de tenis, abrió la puerta del apartamento y trató de indagar con los vecinos; pero se encontró con el mismo silencio. Otra ráfaga se hizo sentir en medio de la noche. De pronto escuchó gritos, llantos, ladridos de perros, mentadas de madre. Por instantes pensó en encender la luz para ubicarse en el espacio y en el tiempo; pero desechó la idea. Tendría que salir a la calle, o esperar hasta que amaneciera para enterarse de todo. La impaciencia hizo que decidiera por lo primero.

Entonces hubo un instante de calma, la noche recobró la lucidez robada y Miguel Ángel sintió que los músculos de su cuerpo regresaban a su condición habitual. Estaba empapado de sudor, todavía le temblaban las piernas y la saliva —entrecortada y espesa— se resistía a fluir de su boca. Abrió la cortina y el conmovedor espectáculo de decenas de personas tiradas en el suelo —muertas seguramente— lo llenó de rencor. A los pocos minutos llegaron periodistas y camarógrafos de los canales de televisión y se dieron a la tarea de filmar las imágenes que se difundieron de inmediato al mundo. Libre del miedo inicial bajó de manera sigilosa las escaleras y llegó hasta la entrada principal, la cerradura cedió sin problemas y se echó a la noche que ya comenzaba a refrescar. Quedó aturdido al verificar que los cadáveres de las víctimas de la escaramuza ya no estaban sobre el pavimento, comenzó a caminar para indagar en las calles vecinas y la soledad le abofeteó el rostro, una descarga de adrenalina lo fulminó y los latidos acelerados de su corazón rompieron el silencio. Corrió sin pausa de una casa a otra y nadie escuchó su ardiente llamado; los vidrios esparcidos por doquier delataban lo sucedido. Las edificaciones se transformaron de pronto en serios y enfundados fantasmas al acecho: corría, se sentía atrapado en una pesadilla de horror, los ruidos lejanos de ambulancias lo estremecían por breves instantes, para luego retomar la nocturnidad y el sosiego. Escuchaba ráfagas lejanas y quizás los mismos perros ladrando y la misma gente gritando; pero no sabía si lo había vivido o soñado. El viento frío de la madrugada le atormentaba las piernas desnudas en su diminuto short y le laceraba el rostro que ocultaba entre los brazos. La distancia recorrida le infundió el deseo de regresar al apartamento.

No fue un sueño. A la mañana siguiente supo que lo vivido fue un violento alzamiento popular; la prensa nacional y los medios audiovisuales reseñaron veinte muertos en la capital de la república. Miguel Ángel sabía que el número era mayor, él los vio tirados frente a su edificio; de seguro una patraña política cercenó la información disminuyendo la cifra de los caídos. Bastaba con ver las fachadas de los edificios para constatar decenas de agujeros dejados por los impactos de proyectiles de armas largas, y los destrozos en ventanas y puertas.

Desanimado aún, regresó a su apartamento —alrededor de las cuatro de la tarde—, y la ferretería donde trabajaba, tras las puertas cerradas, contabilizaba las pérdidas ocasionadas por la revuelta. Le contaron que la gente salía con la mercancía a cuestas para llevársela hasta sus casas, y lo que no podían cargar —por el excesivo peso— lo iban dejando tirado en los cestos de la basura apostados a lo largo de las calles y avenidas. Tal vez el dueño tendría que declararse en quiebra, y él perdería de nuevo el trabajo. Afligido abrió la puerta del apartamento y se dejó caer en la cama y comenzó a cavilar situaciones. Estando aún envuelto por los pensamientos, llamaron a la puerta. Un hombre con traje azul oscuro y con lentes para el sol le extendió la mano. Después de identificarse como miembro de inteligencia militar, le hizo saber que las filmaciones televisivas realizadas la noche anterior, dejaban ver que en la ventana de su apartamento había sido herido un hombre que estaba asomado a través de ella, el cual podría ser testigo clave en la aclaración de algunos detalles. Luego de mostrar la credencial, el hombre procedió a revisar de manera detallada el apartamento. No encontró rastros, ni balas perdidas, ni agujeros, o daño alguno en pared, ventanas o vidrios, que pudieran servir de indicios. Sin darse por vencido, procedió a interrogarlo, intentando encontrar en sus palabras datos de importancia para la investigación. Miguel Ángel tuvo que mostrarle al agente su cuerpo intacto y sin heridas para sustentar su versión; por nada de este mundo le diría que estuvo asomado en la ventana para averiguar qué era lo que sucedía, ya que conocía de sobra las innumerables dificultades y bochornos por los cuales tenían que pasar los testigos de hechos importantes. El hombre se marchó con las manos vacías por la ausencia de evidencias, no sin antes anunciarle que podría ser citado para rendir declaraciones en los próximos días.

           ***

Lo contado por el agente de inteligencia, acerca de un herido en su ventana, inquietó a Miguel Ángel, ya que era imposible que aquello fuese verdad, puesto que era el único habitante de aquel apartamento, y no había sido herido. A lo mejor —pensó intrigado— los investigadores se equivocaron, ya que todos los edificios de esa misma zona presentan el mismo tipo de ventanas. Con el transcurrir de los días procuró hacer su vida con normalidad y olvidarse de la revuelta que le trastocó, aún más, la vida y el sueño.

Estando a punto de finalizar la lectura de la novela, tomó la decisión de hacerse examinar de la vista, por los fuertes dolores de cabeza que había comenzado a sufrir. De la agudeza visual lo encontró bien el especialista, no obstante, notó algo extraño al estudiar el fondo del ojo derecho. De inmediato lo remitió a un internista, quien después de examinarlo con mucha calma —y con los resultados de la tomografía todavía en las manos— le dijo sin rodeos:

—Lamento informarle,  señor  Miguel  Ángel,  que  tiene  usted una bala alojada en la cabeza.

—“¿Operable?" —fue  lo  único que atinó a preguntarle al médico con el rostro demudado de terror.

—No, amigo... le quedan horas de vida, —le contestó.

De inmediato, y en absoluto silencio, Miguel Ángel regresó al apartamento, y en la puerta del edificio lo estaban esperando un grupo de uniformados, entre los cuales reconoció al agente de inteligencia militar, quien al verlo se le acercó y tomándolo de un brazo lo increpó:

—No hay razón para que siga mintiendo, sabemos que en su apartamento fue herido de gravedad un hombre la madrugada de la revuelta, y usted tiene que conducimos a él antes de que fallezca.

Miguel Ángel lo miró con la indiferencia de quien se sabe ya un difunto, encendió un cigarrillo y subió con una lentitud fantasmal las curtidas escaleras.


 Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).



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2 comentarios:

  1. ¡Corto y contundente! Maravillosa capacidad narrativa...

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    1. Gracias por el mensaje. Me alegra que le haya gustado el relato. Un abrazo!!!

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