EL APARECIDO
Por: Ricardo Gil Otaiza
En una tarde de julio de mucho sol, salí de la casa a fotocopiar mi cédula de identidad; cuestión nada extraña, puesto de que para todo trámite administrativo, religioso, educacional y judicial la solicitan. Lo cierto es que comencé a recorrer las calles y las avenidas, ya que la hora (eran casi las dos) hacía difícil que el comercio estuviera abierto aún. Sudado, y ya un tanto molesto por el inmenso calor, llegué hasta una pequeña papelería con distintos anuncios adosados en sus paredes y puertas: "Su fotocopia aquí"; "Fotocopias al instante"; "Pase adelante y le servimos", etc., pero el reloj no llegaba todavía a la hora prevista, así que me resigné a esperar que el negocio abriera sus puertas. Como el sol calentaba justamente hacia el lado de la papelería, hasta casi chamuscarme la piel, me ubiqué en la acera de enfrente, de tal forma de poder visualizar cuando llegara el ansiado momento y así solucionar mi pequeño y gran problema puntual. A cada instante miraba el reloj, y como cosas del demonio, los minutos avanzaban con tanta lentitud, que pensé ser presa de una confabulación del destino. Así fue como vi pasar a todo tipo de personas: feas y bonitas, gordas y delgadas, altas y bajitas, blancas, morenas y negras, con cabello liso y con cabello rizado, bien vestidas y mal trajeadas, sonrientes y malhumoradas, sin nada entre las manos y con carteras y demás atavíos, jóvenes y viejas.
Los minutos pasaban y la inquietud comenzó a susurrarme en el oído la certeza de una tarde de asueto, de descanso o de otros artificios y malas mañas. Tal fue mi confusión, que busqué en la billetera un pequeño calendario y me cercioré de que no fuera un día de fiesta nacional. Necesitaba con verdadera urgencia sacar una copia a mi cédula y la falta de previsión hacía que me encontrara en el momento preciso de la entrega sin el citado papelito, y con el apuro a cuestas. Maldije mil veces mi suerte y dudé entre continuar a la espera, o irme al centro a buscar alguna fotocopiadora que estuviera en funcionamiento; porque ese es otro asunto: cuando más necesitamos del fulano aparato que fotocopia, se daña en serie en todos los negocios de la ciudad, o se va la luz, o se acaba el papel...; o vaya usted a saber qué cosa sucede. Pensé de manera infantil: "a la cuenta de diez, si no ha abierto la tienda, me largo en carro al centro". Sí, estaba dispuesto a batirme en medio del maremagno del tráfico automotor y peatonal, que a veces asquea y lastima los sentidos, a recorrer decenas de negocios y espacios poblados por seres desconocidos y de caras sonrientes. A sortear la nube inmensa y espesa de vehículos conducidos por ases del volante (a menos eso piensan muchos), que si nos descuidamos nos llevan por delante, y como si nada.
De pronto, mientras cavilaba qué hacer con mi apuro, escuché un susurro hacia mi costado izquierdo, algo así como una lenguarada (a lo mejor parecida, qué sé yo, a lo sucedido en una Torre de Babel). Volteé y vi que se aproximaba un hombre entrado en edad, como de unos sesenta años (de estatura mediana, de abundante cabellera entrecana y lacia), presuntamente ebrio y cargado con dos bolsas con botellas de gaseosas vacías, que blandía como apuntando a invisibles enemigos a quienes había que exterminar. Mi reacción inmediata fue la de dejarle la acera, ya que me encontraba apostado a todo su ancho (que nos es mucho, porque las aceras de la ciudad dan lástima por lo raquíticas). Así que me aparté para que el señor pudiera hacer uso de ella sin ningún tipo de problema. Al instante el hombre volteó y me miró a los ojos sin pestañear siquiera, tratando (supongo) de encontrar las palabras precisas para expresar: ¡Caramba, joven, estoy asombrado, usted me ha dado paso en la acera, y eso nadie lo hace nunca! ¿Acaso usted me conoce? —me preguntó con un inmenso dejo de estupefacción y de perplejidad. Le manifesté que no lo conocía, que jamás en mi vida lo había visto, al tiempo que le estiraba la mano para estrechársela. De pronto, como presa de un desconocido mal, agachaba el rostro y lo meneaba de un lado a otro en señal de sorpresa. Por leves instantes volvía a mirarme con ojos cansados y enrojecidos, con una profundidad pocas veces vista en mi vida, y retornaba a la posición inicial sin poder articular otra cosa. Lentamente fue avanzando sin perderme de vista, al tiempo que se cuidaba de no pisar en falso, no fuera cosa de caerse e ir a dar al pavimento con esa humanidad cansada y retorcida por los golpes de una vida —de seguro— nada fácil ni placentera. Ambos quedamos separados a una distancia aproximada de unos cincuenta metros. Se paró en medio de la calle, volteó y me buscó otra vez con la mirada, puso las dos bolsas sobre el pavimento y se llevó las dos manos a los ojos para frotárselos, en un gesto involuntario y conmovedor de pretender exorcizar la imagen fantasmal que había tenido hacía apenas unos instantes. Recogió las bolsas y continuó su rumbo con pasos lentos y pesados, como queriendo estirar el tiempo para que le alcanzase en aquella ardiente tarde de julio.
Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).
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