EL SECUESTRO

 

EL SECUESTRO 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Fernando Guzmán atraviesa impávido la puerta del banco: lleva un traje azul marino, corbata chispeada con rectángulos rojos, zapatos brillantes, y un maletín de piel italiana. Sin esforzarse en mirar a los demás, se ubica en la cola –no tan larga– a la espera de su turno en la caja. De vez en cuando levanta su brazo izquierdo y le da un vistazo al reloj, recuerda que a las diez de esa mañana tiene una importante entrevista con el jefe de servicios de la empresa en la que trabaja. La cola formada por gente ejecutiva y seria, avanza lentamente: él tiene por delante unas diez personas. Ahora que lo recuerda esa noche tiene el festejo del cumpleaños de Annie, su novia, con quien tiene los más firmes propósitos de contraer matrimonio. No se trata de una chica exageradamente guapa; sin embargo, tiene lo que él necesita: inteligencia y muchas ganas de vivir. Pero tampoco es como para quejarse; ella goza de sus encantos no tan etéreos. ¡Claro!, otras lo vuelven loco de placer. Con ella ha alcanzado un estatus, si es que cabe el término, ya que lo ha contagiado de su aura magnífica de amistades y buenos contactos profesionales. Al comienzo de la relación él pensó que ella era una tonta; pero luego con el devenir de la confianza y del entendimiento acolchado y matrimonial, fue cambiando su percepción por la de una chica que sabe lo que quiere, y lo que no tiene.


Ahora se ha ido la línea, y la espera se hace angustiosa. 


Aunque solo tiene por delante a cinco personas; siente que le falta un siglo por recorrer: abre con cuidado su maletín, y extrae un pequeño libro que se dispone a leer mientras le llega el turno. Pero para leer se requiere un mínimo de concentración y su cabeza no está para eso; solo le llegan imágenes lustrosas de acontecimientos que aún están por suceder. Sin duda que lo angustia su próximo ascenso laboral, su matrimonio, sus deseos subrepticios de caricias homónimas y lacerantes. No admite deslindes: dentro de su cabeza una batalla de sentimientos se agolpan y le atormentan. Su postura viril es sin duda lo correcto dentro de una sociedad común y corriente como aquella. 

Casi llega a la taquilla, y un frío inaudito lo estremece. De manera inconsciente abre el maletín e introduce el pequeño volumen cuya portada ha empapado con el sudor. Se arregla el doble nudo de la corbata que su padre le enseñó hacer desde muy joven, y se lleva un zapato y lo lustra de manera disimulada contra la tela que le cubre la pantorrilla de la pierna izquierda. Lo mismo hace con el zapato en la pantorrilla derecha. 

Los trámites bancarios computarizados se han reiniciado y ahora es su turno. Extrae del bolsillo del gabán su libreta de ahorros y se la entrega al cajero. Sin embargo, en medio de su concentración momentánea, un extraño ruido llama su atención. No comprendiendo aún lo sucedido, intenta comunicarse de nuevo con el cajero y ya no lo ve frente a él, en su lugar, y envuelto el rostro en una media de mujer, otro (u otra, de momento no lo sabe) le apunta con un arma de fuego en el rostro. Sabe que las piernas le flaquean y el estado de ánimo, también. Pero lo que no sabe es si levantar los brazos como tantas veces vio en las películas de vaqueros, o quedarse callado y esperar por las circunstancias. No tuvo tiempo para especular una posible salida, porque una mano fuerte y pesada lo tomó por un brazo y a empujones lo condujo al interior de alguna oficina o cubículo. Fue tanta la brusquedad del otro, que por momentos creyó rodar por el suelo. 

Ahora su destino era incierto. 

Despierto ahora luego del centelleo que le produjo un fuerte golpe por la cabeza, trató de incorporarse, pero la habitación le daba vueltas. 

Luego de un rato, el mismo sujeto que lo había conducido a empellones hacia el interior de la habitación, con pantalón rojo y olor a cebollas cocidas, apareció de nuevo, introdujo a otro sujeto, y cerró con llave. Éste, miró a Fernando de refilón, y se dio la vuelta para no encontrase con su mirada. En aquella habitación se hizo un largo silencio que ambos no estaban dispuestos a romper. 

Varios minutos después el calor comenzó a ser insoportable, ambos hombres se quitaron al mismo tiempo el gabán, como en un gesto de complicidad heroica, y tuvieron que sonreírle a la desgracia. Empezaron a respirar en un ambiente de unos ocho metros cuadrados, ocupado, también, por decenas de sillas y máquinas de escribir arrumadas por la irrupción de la nueva tecnología. A unos dos metros de altura estaba el techo dibujado con manchas de antiguas goteras y una pequeña hendidura que apenas dejaba filtrar un leve vaho de vida exterior. A lo lejos se dejaban escuchar los latidos de perros y los gritos de los niños que seguramente los azuzaban alegres. Mas, sin embargo, de la sala del banco no se escuchaba nada, lo que aumentaba la desazón de ambos cautivos, y la angustia ante la espera de lo desconocido. 

Se atravesaron con las primeras miradas. 

Fernando pudo observar a su compañero: un hombre joven de cuerpo desgarbado, con barba rala y un corte de pelo actual. El traje le colgaba como si no fuera de su propiedad y los zapatos dejaban entrever algún paseo por el campo. La piel del rostro le forraba los huesos de la cara, de cuyo contorno resaltaban unos ojos verdes de mirada intensa e irritada, producto, quizás, del trasnocho o de la lectura; o de ambas cosas. Su aspecto era el de un fumador consuetudinario que sufre el síndrome de abstinencia, o de un bohemio impoluto con ataque de nervios. Ambos se midieron en aquella primera mirada y pudo verse Fernando a sí mismo como un hombre atractivo, de mediana estatura, de contextura vigorosa, de manos delgadas y dedos nudosos. Sus ojos pequeños e indefinidos: entre marrones y verdes.

El espacio se hizo más pequeño. El gris penumbra del aposento se acentuó de golpe, y los dos hombres sintieron temor a lo desconocido. 

–Necesito fumar —dijo Gabriel con apremio hablándole al vacío. No me importa —contestó Fernando— total: aire menos, aire más. Yo no fumo pero lo entiendo. 

Gabriel metió su mano nerviosa en el bolsillo del pantalón y extrajo una cajetilla de cigarros, tomó uno y de inmediato lo encendió. 

–Sabe, desde hace dos meses que no fumo, se lo prometí a... —dijo Gabriel apagando su voz. De inmediato Fernando extrajo de su maletín una botella de vino champañizado mostrándosela, al tiempo que la movía en el aire. 

–Esta noche cumple años mi novia; esta botella es para celebrarlos. ¡Qué desgracia! A esta hora debería estar en una reunión de trabajo. A mala hora se me ocurrió venir a este banco de... Dejé el celular en la casa... qué fatalidad, —dijo. 

Ya era mediodía y la situación seguía igual. La policía local rodeó el edificio sede del banco. Los medios de comunicación informaron que siete individuos armados hasta los dientes irrumpieron en el Banco Federal a eso de las nueve y cincuenta y cinco minutos de la mañana. Veintitrés patrullas se instalaron en los alrededores del lugar, y los jefes policiales dieron inicio a un gigantesco operativo de rescate de más de cuarenta personas, entre empleados del banco y clientes. 

La única alternativa, por los momentos, era esperar. Fernando, impasible, comenzó a caminar de uno a otro lado del pequeño recinto; al hacerlo, dejaba en sus pasos un sólido golpe militar. Mientras tanto Gabriel, con la cabeza gacha, hurgaba en su mente un sinnúmero de posibilidades siniestras. 

—¡Y si entran los bandidos y nos ejecutan! No sabemos si a esta hora la situación se ha hecho tensa allá fuera. No sabemos nada de nada. ¡Estamos perdidos en este laberinto! ¿Cómo enterarnos de lo que sucede? —dijo. 

Lentamente se dejó caer sin fuerzas desde la pared al piso, y quedó en posición fetal durante largo rato. Fernando lo miró con compasión y complicidad. No sabía si acercarse para consolarlo, o quedarse en su sitio y esperar a que se repusiera. En el fondo abrigaba las mismas expectativas de su compañero, solo que no las manifestaba. 

—¿Brindamos? —preguntó Fernando levantando la botella. 

—¿Se puede saber por qué? —le increpó Gabriel. 

–No sé…, tal vez por nuestra mala suerte —dijo Fernando con aires de cinismo y de crueldad simultáneos. 

Sin voluntad propia el chico fue incorporándose lentamente, hasta quedar de su verdadero tamaño. En ese momento notó Fernando en sus ojos la tristeza de un niño, la desesperanza acentuada y fantasmagórica. Pudo mirar de cerca a Gabriel –mientras le acercaba la botella ya descorchada–, y apreciar en él su extraño atractivo. No pudo evitar mirarlo a los ojos durante varios segundos, y observar que el otro le mantenía la mirada. 

—Sí, brindemos para que todo salga bien —respondió de nuevo Gabriel tomando un largo trago que le revolvió las entrañas. 

—Estamos brindando y no nos conocemos aún —acotó Fernando acercándole su mano derecha.

–Fernando Guzmán, mucho gusto.

–Gabriel Doria, encantado. 

El silencio que los envolvía humillaba los nervios de Gabriel, quien de inmediato volvió a tomar la posición fetal inicial. De pronto, se escuchó un ruido en la pesada puerta que los separaba de la vida, e hizo su entrada otro encapuchado, pero de mayor tamaño que el primero. Ambos hombres se pusieron en alerta, mientras que el sujeto, de pocas palabras y movimientos nerviosos, les exigió de malas maneras que se quitaran las ropas. De nada valieron las palabras de oposición de ambos, a la final tuvieron que hacer los que se les pedía con un arma de fuego afincada en las sienes. Luego, entró a la habitación otro de los sujetos para ayudar al compañero a atar a los dos hombres. 

Completamente desnudos fueron atados, uno frente al otro, y dejados de nuevo en silencio.

No era de noche, pero por la poca luz que llegaba de afuera, y, por la ausencia de bombillas, el recinto pronto estuvo en la oscuridad. De afuera llegaban hilos delgados de música lejana y el torbellino de las personas que vivían un día más de trabajo y sobresaltos. Desde la sala del banco no se escuchaba nada y eso los sumergía en un sinfín de especulaciones, que ninguno se atrevía exponer al otro. La imposibilidad de movimiento, aunada a la ausencia de suficiente ventilación, se transformó de pronto en un ligero hipnótico. Fernando sentía cómo las piernas se le dormían y un agudo hormigueo le fue horadando la paciencia; pero pronto aquella sensación cambió, y un extraño escalofrío comenzó a recorrer por las extremidades, hasta que no las sintió más, como si estuvieran anestesiadas. Gabriel por su parte se quedó por instantes dormido hasta que una explosión de arma de fuego los sobresaltó. EI estallido sin duda había sido dentro del recinto, ya que por la acústica de la sala retumbó en sus oídos hasta taladrarles el cerebro. Ambos intentaron incorporarse al mismo tiempo; pero el peso de Fernando los tumbó hacia uno de los costados. Tenían pánico, comenzaron a sudar y cada cual podía escuchar los fuertes latidos del corazón del otro. De pronto Gabriel comenzó a sollozar con la cabeza enterrada entre las piernas, como si un dolor que le saliera desde la mismísima profundidad de las entrañas le desgarrara los sentidos. Fernando quedó en silencio a la espera de más acontecimientos. 

La puerta se abrió y un hombre encapuchado, posiblemente el mismo que les obligó a desnudarse, de malas maneras comenzó a desanudarlos. Fernando y Gabriel no decían nada; tal vez presentían lo peor. De pronto el hombre tomó a Gabriel por un brazo, y desnudo y a empellones lo condujo a fuera de la habitación. ¡Qué me van hacer!, se quejó con un hilo de voz, recibiendo como respuesta un golpe por la cabeza con la cacha del revólver. De inmediato el piso se tiñó con sangre, y Fernando supo cuál era su destino. A la salida el encapuchado no ajustó la puerta y pudo enterarse de todo lo que sucedía afuera. Entendió que liquidarían a todos los rehenes si la policía no complacía todas sus peticiones en un par de horas: un avión con piloto que los condujera fuera del país, quinientos mil dólares en efectivo, un carro blindado que los llevara al aeropuerto, y el despeje de la zona de seguridad por parte de la policía. 

Mientras tanto, los secuestradores dejaron que salieran del banco los niños y un par de ancianos que perdieron el conocimiento; pero a cambio solicitaron varias bolsas de alimentos y agua potable. Fernando, ya libre de las amarras, se vistió y comenzó a dar vueltas por la habitación. Minutos antes uno de los secuestradores cerró con llave el cuarto en el que lo habían confinado. Su mente divagaba en miles de pensamientos traídos como ráfagas de recuerdos que lo atormentaban. Se veía solo y abatido por una circunstancia que lo sobrepasaba en su exacta comprensión. Se tiraba al suelo y se arrastraba como un reptil tratando de escuchar algo que le permitiera tener un indicio claro de su futuro inmediato. 

Perdió de pronto la noción del tiempo y del espacio y comenzó a caminar por el bulevar central, reconoció almacenes de ropa, librerías, restaurantes, y hasta tomó un café en el negocio de la esquina. Compró el periódico y se enteró de la noticia del atraco y secuestro en el banco en el que se hallaba desde hacía unas cuantas horas. Sintió pena por las personas que se encontraban a esa hora en el lugar, y se alegró de no ser uno de ellos. A medida que leía la información, su corazón se aceleraba. Leyó el nombre de Gabriel Doria y sintió una fuerte punzada en el brazo izquierdo cuando se enteró de que el chico había sido abatido a tiros por haber pretendido despojar a uno de los asaltantes de su arma. Siguió leyendo y pudo saber que la situación se había tornado sangrienta finalizada la tarde, cuando la policía, desoyendo las amenazas de los secuestradores, no se retiraron de la zona, ni llevaron el carro blindado, ni les aseguraron el medio millón de dólares en efectivo. Fue entonces cuando los bandidos pusieron a los hombres contra la pared y a ojos vendados (con sus propias camisas), los fusilaron con una ráfaga de ametralladora. Uno a uno fue cayendo como los castillos de naipes que Fernando había levantado en su niñez y en ese momento comprendió que todo estaba perdido. Desesperado buscó en el periódico más información y no halló respuesta a su destino. 

Con paso apresurado Fernando salió del café, tomó un taxi y le pidió al chofer que lo llevara hasta la sala de redacción del periódico. Se encontró con una inmensa torre que daba hacia una hermosa plaza que custodiaba un monumento histórico de veneración nacional. Subió a grandes zancadas seis pisos y preguntó por el jefe de redacción. Lo encontró preocupado y tomando notas sobre una mesa de metal. El periodista al verlo no ocultó su impresión y se levantó con sobresalto de su silla. “¡Usted, no puede ser!  —exclamó con voz ronca. Luego agregó—: esta tarde cuando el comando especial de la policía asaltó la sede del banco, fue recibido a fuego limpio. Todos los ocupantes de la sede, tanto los secuestradores como el resto de los rehenes, perdieron la vida. Acabo de redactar la noticia”. 






Relato tomado del libro Hombre Solitario y otros relatos (Consejo de Publicaciones de la ULA, 2002), que fuera incluido luego en Cuentos Antología Personal (Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria, 2010).






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