ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA

 

ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Ubicada frente al espejo miraba de soslayo su incierta figura: ya nada era igual, porque aquel cuerpo sufría los desmanes de un crecimiento gradual, inexorable; cuyo proceso le era inconmovible e incontrolable. Aquél óvalo parduzco y oxidado por el paso de los años le devolvía una imagen nada agradable: un vientre convexo y estriado, el ombligo a punto de estallar por la presión interna, las piernas talladas de venas azules hasta hace poco ignoradas, los escuálidos pechos bordeados de negras aureolas que inspiran repugnancia, las delgadas piernas mostrando inermes sus leves arqueos siempre camuflados entre unos holgados blue jeans. 

Ya nada de su propio cuerpo le era consubstancial. De un salto se acercó al espejo y olfateó como un sabueso el pálido rostro, y no pudo contener un leve gesto de dolor ante las profundas señales que el malvivir le había dejado impresas. Al parecer todas las noches de farra se habían quedado almacenadas justamente debajo de los ojos. 

Sin asomo de dudas: ya no era la misma chica. 

Con aires desdeñosos se limpió con violencia los ojos húmedos de recuerdos, y procedió como enajenada a danzar frente al espejo. Para tales propósitos había dejado a un lado los escasos muebles y sillones, rodeándose de un vacío absoluto. Danzó sin preocuparse del transcurrir del tiempo, hasta quedar agotada. 

Tirada sobre la alfombra se percató de su soledad, de esa seguridad de ser una huérfana del mundo. Reptando con lentitud a lo largo de su apartamento, alcanzó la profundidad de la tina: ese mismo espacio que había compartido con Fernando, y que ahora quedaba como única presencia de una pésima relación. 

Pronto se sumergió en las aguas, dejándolas escapar sin deseos de vida, lamentando no ser aquella bañera un inmenso río en el cual dejara para siempre su cuerpo convertido en extraña carga. Con los ojos cerrados se dejó empapar, introdujo su cabeza en el agua y permaneció así hasta que la respiración se le hizo necesaria. 

Divagó su pensamiento hacia el futuro. 

Ese próximo lunes en la mañana debía asistir al laboratorio clínico para negarse a sí misma la posibilidad de un HIV. Se sentía sin ánimo aún para emprender semejante empresa. Siempre fue cobarde ante las realidades perplejas y ocultas de la existencia. Su fantasía le había colmado los más recónditos espacios de su cuerpo y de su mente, los juegos con las muñecas no estaban tan lejos en el tiempo; pero muy pronto los había cambiado por los juegos y caricias de manos verdaderas. 

Los dedos nudosos de las manos de él. 

Los encuentros furtivos en la luz moribunda del atardecer, los destellos de amor robados a los días estáticos y quejumbrosos, las ráfagas de ilusión bien cobradas y pagadas a interés. Ahora todo era apenas neblinas de sueños, vagos recuerdos dejados de lado por el nítido y preciso momento. Allí se hallaba: dolida y turbada, pegada su nariz al frío retazo del mármol frío y muerto, como queriendo arrancarle respuestas a sus silencios; esas mismas respuestas que alguna vez hirieron profundamente sus sentidos cuando se encontraba en pleno goce de ellos. Pero no creía en culpas ajenas, en reproches insinceros y escurridizos a sus propios encuentros y deseos. A nadie culpaba: solo a su medianía, a su cortedad de tiempo, a ese querer vivir más rápido y ligero. Y vivió, y disfrutó de un cuerpo sólido y majestuoso, de unas manos largas con dedos nudosos y crueles. Sí, estuvo entrelazada en abrazos eternos y profundos, con la respiración entrecortada, en medio de quejidos de placer, entre el sudor copioso y espeso, en besos húmedos y pegajosos de hiel y de miel. 

Ella fue con otro una sola persona. 

Otra vez parada frente al espejo –único objeto transformado en sujeto y que no perteneció a ese ayer–, miró con desgano las caderas, los pies, las manos, el bajo vientre, y las nalgas espesas que tantas veces fueron manoseadas. Perdió por instantes las fuerzas, temió caer. En medio de la turbulencia logró asirse de la pared, fue recobrando de nuevo la prestancia. Tomó en un solo movimiento la ropa, y en una ceremonia lenta y profunda la fue incorporando a su cuerpo, como pretendiendo no rozarlo con el contacto áspero de la tela, para evitar cualquier posible daño. Se dirigió hacia la puerta y apagó la luz: y así, en la tibieza de la penumbra, se dio a la fatigosa tarea de ordenar su enmarañada cabeza. Arrancando con sus manos los momentos a la nada, decidió firmemente asistir a la toma de la muestra de sangre, cuyos resultados la hundirán más en el desconcierto, o la devolverán a una vida que ahora ni siquiera recuerda. 

Entre sus manos está el papel doblado que le entregan en la clínica, lo guarda con temor inexpresivo en el bolso y se interna con pasos aparentemente firmes en un café cercano. Se ve revolviendo la taza de té largos minutos con la mirada perdida en un punto fijo e inexistente de la calle vecina. Desea que el tiempo fuese una nube de algodón y no aquellos terribles minutos que la asaltan en sus sienes latientes, como una bomba a punto de estallar. Lentamente sorbe la bebida y al igual que un mago que desentraña de su sombrero un conejo blanco, saca el papel del bolso y se dispone a leerlo. 

Segundos después se va resbalando como en un tobogán —y en cámara lenta— desde la silla hasta el piso. Dos hombres que estaban en el lugar la auxilian, y le enjugan desconcertados las lágrimas que le recorren el rostro petrificado. No saben si de alegría o de dolor... 






Relato tomado del libro Hombre Solitario y otros relatos (Consejo de Publicaciones de la ULA, 2002), que fuera incluido luego en Cuentos Antología Personal (Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria, 2010).




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