Cuento - PARAÍSO OLVIDADO

 


Un rayo de luz proveniente del oriente iluminaba mi rostro. El viento era sutil, fresco, levantaba mis blancas vestiduras. El lugar era lo más hermoso que ojos humanos hayan visto jamás. Flores de diversas formas, tamaños y colores tapizaban los mu­ros y ventanas. Rosas, gardenias, amapolas, tulipanes, lirios, cayenas…

Las edificaciones transparentes permitían la visión de la natu­raleza. Cuánto verdor, cuánta vegetación. Los animales se co­deaban con los seres humanos de manera perfecta y sin miedo. Un tigre jugando plácidamente con un niño, al igual que el león con un hombre. No había reyes ni emperadores que rompieran el orden.

No sentía hambre. El pensamiento era nuestro único alimen­to. Los cuerpos eran livianos y sin dolor. Todo era un verdadero paraíso.

Caminos trazados de manera perfecta se dibujaban en el hori­zonte. El ganado pastoreando. Las flores purificando con ale­gría el ambiente. Cielos despejados y pintados al pastel.

Allí nadie discutía o reñía con su hermano. Las relaciones eran inaudibles. Sólo nos comunicábamos telepáticamente. La tierra húmeda enriquecía generosamente a la planta, para que de ella brotaran los mejores frutos, que no comíamos, sino que regresaban a la tierra en un ciclo perfecto.

Aguas cristalinas —hábitat de ciento de miles de animales— co­rrían plácidamente en medio de los campos, bañándolos de ma­nera continua, sirviendo de fuente de vida para todos los seres vivientes.

Yo observaba desde la cumbre de una montaña todo el uni­verso y su grandeza. No sabía cómo había llegado hasta aquel paraíso. Lo cierto era que me sentía confortable, tranquilo. De mi vida pasada no recordaba nada en absoluto. Apenas tenía una ligera imagen de la forma de mi rostro, por lo que me decían las aguas limpias y cristalinas del río.

Veía a otros seres como yo, mas no nos acercábamos. Cada quien vivía su vida de manera independiente y libre. No recibía órde­nes de nadie. Sin embargo, intuía internamente fuerzas superio­res a quienes daba tácitamente cuentas.

No tenía noción del tiempo, al parecer no existía. Sin embargo, no me importaba en absoluto...

Todo era luz... siempre, constante. Había muchas lunas sobre mi cabeza. Todas de diversos colores y con algunas característi­cas que las diferenciaban unas de otras. Percibía los movimien­tos entre ellas. Cambiaban de manera constante sus posiciones. Muchas estrellas errantes dejaban a su paso estelas titilantes y vistosas.

No sé cuanto tiempo estuve en aquel estado de perplejidad (aunque mi médico, el doctor Thompson se empeñe en decir que fueron tres años). A pesar de que había mucho movimiento, al mismo tiempo, todo era inalterable. Era como mirar una her­mosa película que se quedó detenida en un momento del rodaje.

Lo qué más recuerdo, y lo que más anhelo de mi experiencia, fue la inmensa y absoluta paz. El gozo interno que experimenta­ba... es inexplicable.

Lo extraño de mi caso es que, a pesar de haber estado muerto —desde el punto de vista médico— pudiera vivir aquella her­mosa experiencia, que hoy pretendo contar al mundo. El fuerte golpe que recibí en la cabeza, a causa del volcamiento de la bicicle­ta que conducía, me sumió en un estado de inconsciencia total. Eso que llaman de manera metafórica: vida vegetativa. Mi cere­bro estaba muerto. Sólo presentaba los signos vitales.

Si mi cerebro estaba muerto, ¿cómo viví todo aquello? ¿Cómo pude recuperarme en cuestión de segundos? ¿Cómo es posible que lo recuerde?

Hasta hoy —seis meses después de haberme recuperado— nadie ha podido darme una explicación lógica. El gobierno venezola­no me envió a los Estados Unidos de Norte América, para que me evaluaran desde diversas perspectivas: psiquiátrica, fisiológi­ca, psicológica, parasicológica, etc. Hasta ahora no he recibido respuestas de aquella inmensa cantidad de pruebas e interrogatorios. Los médicos estaban desconcertados ante las evidencias.

Me pasaron a través de la máquina de la verdad. Después de un despiadado interrogatorio, no hallaron respuestas. Aquel aparato perdió el control.

Luego de haber sido vejado por no querer retractarme de mis relatos, he decidido escribirlos. No más exámenes. No más prue­bas. Lo viví y punto.

Recuerdo que se presentaron hasta mí, a manera de película, imágenes de episodios de la vida.

Vi a un hombre solo en medio de la multitud del mundo. Viví su tristeza y soledad. Sentí lástima por aquel ser, que se confor­maba tan solo con estar en medio de las personas.

Se me presentó a un hombre tras las rejas. El pobre quería suicidarse para escapar de los fantasmas de sus recuerdos. La fuerza mayor, aquella que gobernaba el orden, impidió que se consumara el hecho.

Las imágenes se sucedían velozmente. Apenas podía captar lo más importante de cada una de ellas. Recuerdo, que cuando des­perté en el hospital, lo primero que hice fue pedir papel y lápiz para escribir acerca de ellas. Ya que como todo sueño, tiende a olvidarse luego.

Me pude reír a mandíbula batiente del profesor universita­rio, que en el ocaso de sus días, se enamoró de una jovencita. Ella lo utilizó sexual y económicamente, para luego abandonar­lo sin un adiós, siquiera.

Pedí a la fuerza mayor, castigo severo para el hombre que se hacía llamar el padre Hoyos. Me ofuscó la frialdad de sus ac­tuaciones, la vena criminal que lo impulsó a valerse de se­res precarios culturalmente. El castigo judicial le será dado. A pesar de haberse fugado temporalmente de la cárcel en la que lo recluyeron.

Por insinuación mía, le fue enviada una compañía a la hora de la muerte al escritor que no tenía a nadie quien le cerrara los ojos. Era más que imposible darle una familia, ya que jamás se preocupó por cultivada. Sin embargo, fue premiado por haber estimulado en otro ser la necesidad de emulación y creación.

Solicité la metamorfosis del policía que encañonó a dos jóve­nes, dispuestos a deshacerse de un extraño que les invadió la privacidad de sus hogares. El gesto, aunque no resolvía el pro­blema de fondo, les permitía sentirse dueños de su destino.

Me fue imposible interceder para evitar la muerte de un joven a manos de su mejor amigo, ya que la probabilidad en la ruleta rusa es mayor que la fuerza del destino.

Todavía me encuentro tratando de construir otros relatos acerca de mis visiones. No obstante, me es imposible revelar todo el conocimiento obtenido, ya que no puedo —en mi hora actual— cambiar lo determinante. Sería un arma muy peligrosa. Yo no soportaría su peso.

Para mí, vivir en la tierra, después de haberlo hecho en el pa­raíso, significa una manera de purificación. Es difícil adaptarse a la mediocridad de lo que nos rodea. Recuerdo que cuando des­perté, fue tan grande mi deseo del retorno, que le rogué al médico que me matara. Su mirada fue de comprensión y asombro. Me alegro que no lo hiciera —no sólo por él, ya que en Venezuela no se permite la eutanasia—, porque me ha permitido convertir­me en portavoz de una verdad difícil de explicar a través de los símbolos y las palabras. Debo aclarar que jamás fui religioso, ni muy creyente. Lo mío siempre fue vivir la vida tal y como se me presentara. Procuraba no desperdiciar oportunidades, fueran es­tas, sexuales, de trabajo o de negocios buenos y sustanciosos.

No es que haya cambiado... en absoluto. Sigo siendo el mismo de siempre. Con multitud de defectos e imperfecciones. Sólo que ahora mido más las consecuencias de mis actos.

Volví a montar la bicicleta, con la que me volqué en aquella tarde de agosto. No soy supersticioso. Creo que a una persona le suceden las cosas que le deben suceder, cuando está en el sitio ideal y en el momento oportuno.

No me interesa ser distinto a los demás. Es más, no estoy dis­puesto a serIo. Cuando haya contado y escrito todo lo vivido en mi gran sueño, me someteré a la terapia de hipnosis, para borrar de mi mente toda aquella experiencia. Sé que la leeré luego en el libro, pero ya no será igual. Porque es como leer algo acontecido a otra persona.

Me encuentro sobre el cerro el Ávila. Estoy extasiado miran­do desde esta prodigiosa altura, la magnificencia y la belleza de Caracas. A cada rato tropiezo con personas que trotan o caminan para mantenerse en forma. Desde esta altura, puedo mirar la her­mosa y frondosa vegetación. Los bosques tupidos de especies dis­tintas, donde los animales se encuentran en un perfecto equilibrio con su entorno.

Los riachuelos recorren alegres la tierra y la inundan de vida. Un rayo de sol me llega desde el poniente y le confiere visos dorados a mi cabellera. La brisa suave me golpea las mejillas, y me enrojece la nariz el contacto con la humedad.



Estimados lectores les remito el último cuento perteneciente al libro Paraíso olvidado. Quienes hayan leído las anteriores piezas, podrán hallar en este último relato la explicación a muchas de sus interrogantes. Gracias por sus comentarios e interés mostrado a lo largo de los últimos meses. Como anécdota remota debo decirles, que este libro recibió en su momento la atención del gran hombre de la cultura que fue Juan Liscano, quien quedó tan prendado de la obra, que le dedicó un extraordinario ensayo titulado El Paraíso Olvidado por Ricardo Gil Otaiza, aparecido en el fenecido diario de Caracas El Globo el día 24 de octubre de 1997. Puedo afirmar con inmenso orgullo que el libro Paraíso olvidado me ganó la amistad de Juan Liscano, cuyas largas conversaciones y enseñanzas atesoro muy dentro.

El autor.


Compartir:

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Buscar este blog

Ricardo Gil Otaiza

Ricardo Gil Otaiza

Sobre el autor

Puedes saber más sobre el autor en el siguiente enlace: Curriculum

Popular Posts

Categories

Ricardo Gil Otaiza 2020. Todos los derechos reservados. Con la tecnología de Blogger.