Cuento - JUEGO MORTAL

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

Conocí hace muchos años a dos amigos inseparables. Eran el uno para el otro. Ese tipo de amistad que a menudo se confunde con la hermandad, la camaradería, el cariño sincero. Ambos vi­vían muy cerca. Las dos familias se habían relacionado como consecuencia de la amistad de los dos muchachos.

En el liceo los llamaba Los Inseparables. Para todos lados iban juntos. Las calificaciones, el comportamiento, el modo de vestir, de caminar, de reír, se parecían increíblemente.

Se graduaron de bachiller al mismo tiempo. Escogieron la misma carrera universitaria. Hasta se enamoraron los dos de la misma chica. Conquistarla no fue problema para ambos. Ella no se decidía por ninguno. El tiempo fue pasando y la atracción se transformó en rutina. Nada lograba fracturar aquella amistad...

Yo que los observaba de lejos, no entendía aquella estrecha relación. Como todos, comencé a ver un sesgo de homosexuali­dad en ellos. Tal vez lo que me motivaba a criticarlos era la envi­dia, de la pura, de la verdadera.

La mezquindad humana, no tiene límites. No podemos ver pureza en los sentimientos, porque tratamos de enlodarlos, de ensuciarlos con nuestras cochinas teorías. Jamás logré tener una amistad así. Siempre fui muy celoso con mi intimidad, con mis cosas. Me molestaba compartir los discos, los libros, los gustos, los momentos. Me aparté lentamente del mundo de lo social.

Me encerré —mejor dicho—, me enfrasqué en mis pensamientos y deducciones "lógicas" de las cosas”.

A lo mejor, en el fondo, muy dentro de mi subconsciente, me creía superior a los demás. Un acomplejado.

Se puede estar en compañía de muchas personas, y sentirse terriblemente solo. Eso me pasaba con frecuencia. Sufría amar­gamente en mi aislamiento y soledad. Veía como los jóvenes de mi edad se divertían, mientras yo me reventaba los sesos buscándoles defectos y mutaciones biológicas.

Como resultado de todo aquello, me convertí en un joven muy tímido. Me sonrojaba por todo. Hablaba pegando demasia­do la lengua al paladar, lo que producía un sonido muy extraño en la pronunciación de algunas palabras. Un día la profesora de inglés, me hizo la observación. Eso me bastó para corregir el defecto. Claro, en el momento quería que me tragara la tierra.

Toda mi tragedia personal la volcaba en criticar a los demás. A todos les veía defectos, problemas, deficiencias. Yo era el bue­no de la partida. El inteligente; el correcto, el pulcro. Por eso, ataqué a Los Inseparables de una manera mortal y despiadada.

No lograba comprender cómo dos jóvenes se complementa­ran de una manera tan armónica y simpática. Su compenetra­ción era estupenda.

Mi familia se mudó de aquella urbanización. Perdí contacto con todas las personas del lugar, ya que el sitio al que nos muda­mos distaba del anterior, más de cuatro kilómetros. Además, para aquel entonces ingresé a la universidad y me dediqué en alma y vida al estudio. De vez en cuando, nos encontrábamos a alguno de los antiguos vecinos y nos daba relación de los conocidos. Eso fue al principio. Más tarde, no volvimos a enterarnos acerca de aquello. Bueno... la vida, el corre-corre, el ajetreo por alcan­zar las metas trazadas.

Me casé a los veinticuatro años. Y mis padres me cedieron la antigua casa donde pasamos buena parte de la vida. Me llevé a vivir a mi esposa y comenzamos a entablar relaciones con los nuevos vecinos. Poca gente quedaba de la de entonces.

Para mi sorpresa, Los Inseparables seguían con su amistad in­quebrantable. Me acerqué a ellos. Mis complejos anteriores ha­bían cedido con el paso de los años y con las experiencias vivi­das. A lo mejor, me enseñaron los golpes y las metidas de pata.

Ellos no tuvieron reticencias para conmigo. Es más, veían en mí a un viejo conocido. Comenzamos una fraterna amistad. Nos visitábamos a menudo. Íbamos al campo. Al cine. De viajes. Ellos se habían graduado en turismo, eso facilitaba la permanencia en hoteles de cinco estrellas.

Yo era para ese entonces un aficionado a la práctica del tiro al blanco. Ellos en cambio, jugaban con maestría al tenis. Poco a poco, logré interesarlos por mi hobby. Los fines de semana íba­mos hasta la hacienda de Roberto (así se llamaba uno de ellos), improvisábamos lo necesario, y nos dábamos a la tarea de afinar nuestra puntería.

Mi esposa no compartía conmigo la afición, sólo la tole­raba. A veces nos acompañaba a las prácticas. Otras tantas, se de­dicaba a escribir en su notebook, que yo le había regalado en su cumpleaños.

Mi cambio había sido sorprendente. Ni yo mismo me recono­cía. ¿Cómo pude haber sido tan estúpido y mediocre? Me recri­minaba constantemente mi comportamiento anterior. Sentía que había perdido muchos años de mi vida, lacerándome con fantas­mas e inmediateces.

Ellos (Roberto y Nelson) me tranquilizaban, aduciendo que la génesis del problema eran las costumbres rígidas y con­servadoras de mi crianza, de las cuales yo no era culpable indudablemente.

A los pocos meses mis amigos —valga decir, Los inseparables—lograron gran destreza en el manejo de las armas. La afición de ellos logró superar mis expectativas. El entusiasmo llegó a los límites de querer montar en el solar de sus casas campos de en­trenamiento de tiro al blanco. Cosa improcedente desde todo punto de vista.

Insistieron en la idea. Pero yo me negaba rotundamente, por el peligro que representaba para la vida de los vecinos, o de los transeúntes de la calle que estaba detrás de las casas.

Para paliar un poco el deseo de mis amigos de practicar al tiro, tuve la idea de obsequiarle a Roberto una bella arma para el día de su cumpleaños. La única condición que le puse a mi amigo, fue que se la regalaba con el compromiso que desistiera de instalar dentro del solar de su casa —o en la de Nelson— un cam­po de práctica de tiro. Él aceptó sonriente. La joya la compré en una tienda especializada.

Roberto se quedó paralizado de la emoción con mi regalo.

Tomó el arma entre las manos y la acarició dulcemente. Con su pañuelo fue borrando con gran parsimonia las huellas dejadas sobre la fina cubierta. Esa noche celebramos hasta el amanecer.

Casi a las seis de la mañana me despedí de ellos, con la prome­sa de verlos en la tarde en el club de tiro para estrenar el arma. Efectivamente, llegué a mi casa y caí profundamente dormido. Mi esposa me despertó a las tres, para que almorzara.

Comí rápidamente, me impacientaba la práctica de aquella tarde.

    Quería sentir la explosión de aquella joya, y la emoción de Ro­berto por su primera arma.

Llegué al club a la media hora. Para mi sorpresa estaba cerra­do. Extrañado por tanto silencio, me bajé del auto y me dirigí hasta la puerta, donde estaba colocado un letrero. En él se podía leer: cerrado por duelo. ¿Pero, quién murió? Me pregunté exalta­do. Al no encontrar a nadie que me dijera algo acerca del extraño letrero, regresé a la casa.

En la entrada del jardín me esperaba mi esposa. De inmediato se lanzó a la calle y me hizo detener violentamente el auto. Me dijo ensombrecida: "Francisco, amor. Ve de inmediato a casa de Roberto". No le pregunté nada más.

Al llegar a su casa salió a mi encuentro la esposa de Nelson y me dijo con lágrimas en los ojos: "¡mi marido mató a Roberto...!”

Más sosegada, me contó que cuando yo me retiré aquella madrugada, los dos empezaron a jugar —inducidos por los tragos— a la ruleta rusa. Se habían olvidado de que el arma tenía carga, y un tiro le atravesó la cabeza a Roberto. Quedó fulminado al instan­te.

 

Luego de varios meses de aquel trágico suceso, Nelson pudo salir de la cárcel. Se comprobó su inocencia en la acusa­ción de homicidio culposo. Sin embargo, yo me siento terrible­mente culpable. Fui yo quien le regaló el arma a Roberto. Fui yo quien los entusiasmó en la práctica del tiro al blanco. Yo en­tré en medio de los dos y fracturé para siempre aquella amistad, que nada ni nadie había podido romper.

Todo cambió en nuestras vidas. Nelson no ha podido recupe­rarse del impacto. Su esposa solicitó el divorcio por la prisión del marido. La mujer de Roberto se recuperó rápidamente y sin traumas de la tragedia. Anda flirteando con otros hombres.


Y yo, no hago otra cosa que rumiar en las desdichas de la vida. Lo falso de la felicidad y del amor. Tal vez algún día pueda borrar de mi mente la imagen de la muerte, y siga buscando por los rocosos caminos de la amistad, poder complementar el vacío dejado por Roberto en Los Inseparables. 

Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).

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