Conocí hace muchos años a dos amigos inseparables. Eran el
uno para el otro. Ese tipo de amistad que a menudo se confunde con la
hermandad, la camaradería, el cariño sincero. Ambos vivían muy cerca. Las dos
familias se habían relacionado como consecuencia de la amistad de los dos
muchachos.
En el liceo los llamaba Los Inseparables. Para todos
lados iban juntos. Las calificaciones, el comportamiento, el modo de vestir, de
caminar, de reír, se parecían increíblemente.
Se graduaron de bachiller al mismo tiempo. Escogieron la
misma carrera universitaria. Hasta se enamoraron los dos de la misma chica.
Conquistarla no fue problema para ambos. Ella no se decidía por ninguno. El
tiempo fue pasando y la atracción se transformó en rutina. Nada lograba
fracturar aquella amistad...
Yo que los observaba de lejos, no entendía aquella
estrecha relación. Como todos, comencé a ver un sesgo de homosexualidad en
ellos. Tal vez lo que me motivaba a criticarlos era la envidia, de la pura, de
la verdadera.
La mezquindad humana, no tiene límites. No podemos ver
pureza en los sentimientos, porque tratamos de enlodarlos, de ensuciarlos con
nuestras cochinas teorías. Jamás logré tener una amistad así. Siempre fui muy
celoso con mi intimidad, con mis cosas. Me molestaba compartir los discos, los
libros, los gustos, los momentos. Me aparté lentamente del mundo de lo social.
Me
encerré —mejor dicho—, me enfrasqué en mis pensamientos y deducciones "lógicas"
de las cosas”.
A
lo mejor, en el fondo, muy dentro de mi subconsciente, me creía superior a los
demás. Un acomplejado.
Se puede
estar en compañía de muchas personas, y sentirse terriblemente solo. Eso me
pasaba con frecuencia. Sufría amargamente en mi aislamiento y soledad. Veía
como los jóvenes de mi edad se divertían, mientras yo me reventaba los sesos
buscándoles defectos y mutaciones biológicas.
Como
resultado de todo aquello, me convertí en un joven muy tímido. Me sonrojaba por
todo. Hablaba pegando demasiado la lengua al paladar, lo que producía un sonido
muy extraño en la pronunciación de algunas palabras. Un día la profesora de
inglés, me hizo la observación. Eso me bastó para corregir el defecto. Claro,
en el momento quería que me tragara la tierra.
Toda mi
tragedia personal la volcaba en criticar a los demás. A todos les veía
defectos, problemas, deficiencias. Yo era el bueno de la partida. El
inteligente; el correcto, el pulcro. Por eso, ataqué a Los Inseparables de una manera mortal y
despiadada.
No
lograba comprender cómo dos jóvenes se complementaran de una manera tan armónica
y simpática. Su compenetración era estupenda.
Mi
familia se mudó de aquella urbanización. Perdí contacto con todas las personas
del lugar, ya que el sitio al que nos mudamos distaba del anterior, más de
cuatro kilómetros. Además, para aquel entonces ingresé a la universidad y me
dediqué en alma y vida al estudio. De vez en cuando, nos encontrábamos a alguno
de los antiguos vecinos y nos daba relación de los conocidos. Eso fue al
principio. Más tarde, no volvimos a enterarnos acerca de aquello. Bueno... la
vida, el corre-corre, el ajetreo por alcanzar las metas trazadas.
Me casé
a los veinticuatro años. Y mis padres me cedieron la antigua casa donde pasamos
buena parte de la vida. Me llevé a vivir a mi esposa y comenzamos a entablar
relaciones con los nuevos vecinos. Poca gente quedaba de la de entonces.
Para mi
sorpresa, Los Inseparables seguían
con su amistad inquebrantable. Me acerqué a ellos. Mis complejos anteriores habían
cedido con el paso de los años y con las experiencias vividas. A lo mejor, me
enseñaron los golpes y las metidas de pata.
Ellos no
tuvieron reticencias para conmigo. Es más, veían en mí a un viejo conocido.
Comenzamos una fraterna amistad. Nos visitábamos a menudo. Íbamos al campo. Al
cine. De viajes. Ellos se habían graduado en turismo, eso facilitaba la
permanencia en hoteles de cinco estrellas.
Yo era
para ese entonces un aficionado a la práctica del tiro al blanco. Ellos en
cambio, jugaban con maestría al tenis. Poco a poco, logré interesarlos por mi hobby. Los fines de semana íbamos hasta
la hacienda de Roberto (así se llamaba uno de ellos), improvisábamos lo
necesario, y nos dábamos a la tarea de afinar nuestra puntería.
Mi
esposa no compartía conmigo la afición, sólo la toleraba. A veces nos acompañaba
a las prácticas. Otras tantas, se dedicaba a escribir en su notebook, que yo le había regalado en su
cumpleaños.
Mi
cambio había sido sorprendente. Ni yo mismo me reconocía. ¿Cómo pude haber
sido tan estúpido y mediocre? Me recriminaba constantemente mi comportamiento
anterior. Sentía que había perdido muchos años de mi vida, lacerándome con
fantasmas e inmediateces.
Ellos
(Roberto y Nelson) me tranquilizaban, aduciendo que la génesis del problema
eran las costumbres rígidas y conservadoras de mi crianza, de las cuales yo no
era culpable indudablemente.
A los
pocos meses mis amigos —valga decir, Los inseparables—lograron
gran destreza en el manejo de las armas. La afición de ellos logró superar mis
expectativas. El entusiasmo llegó a los límites de querer montar en el solar de
sus casas campos de entrenamiento de tiro al blanco. Cosa improcedente desde
todo punto de vista.
Insistieron
en la idea. Pero yo me negaba rotundamente, por el peligro que representaba
para la vida de los vecinos, o de los transeúntes de la calle que estaba detrás
de las casas.
Para
paliar un poco el deseo de mis amigos de practicar al tiro, tuve la idea de
obsequiarle a Roberto una bella arma para el día de su cumpleaños. La única
condición que le puse a mi amigo, fue que se la regalaba con el compromiso que
desistiera de instalar dentro del solar de su casa —o en la de Nelson— un campo
de práctica de tiro. Él aceptó sonriente. La joya la compré en una tienda
especializada.
Roberto
se quedó paralizado de la emoción con mi regalo.
Tomó el
arma entre las manos y la acarició dulcemente. Con su pañuelo fue borrando con
gran parsimonia las huellas dejadas sobre la fina cubierta. Esa noche celebramos
hasta el amanecer.
Casi a
las seis de la mañana me despedí de ellos, con la promesa de verlos en la
tarde en el club de tiro para estrenar el arma. Efectivamente, llegué a mi casa
y caí profundamente dormido. Mi esposa me despertó a las tres, para que
almorzara.
Comí
rápidamente, me impacientaba la práctica de aquella tarde.
Quería sentir la explosión de aquella joya,
y la emoción de Roberto por su primera arma.
Llegué
al club a la media hora. Para mi sorpresa estaba cerrado. Extrañado por tanto
silencio, me bajé del auto y me dirigí hasta la puerta, donde estaba colocado
un letrero. En él se podía leer: cerrado
por duelo. ¿Pero, quién murió? Me pregunté exaltado. Al no
encontrar a nadie que me dijera algo acerca del extraño letrero, regresé a la
casa.
En la entrada del jardín me esperaba mi esposa. De
inmediato se lanzó a la calle y me hizo detener violentamente el auto. Me dijo
ensombrecida: "Francisco,
amor. Ve de inmediato a casa de Roberto". No le pregunté nada
más.
Al llegar a su casa salió a mi encuentro la esposa de Nelson
y me dijo con lágrimas en los ojos: "¡mi marido mató a Roberto...!”
Más sosegada, me contó que cuando yo me retiré aquella madrugada,
los dos empezaron a jugar —inducidos por los tragos— a la ruleta rusa. Se
habían olvidado de que el arma tenía carga, y un tiro le atravesó la cabeza a
Roberto. Quedó fulminado al instante.
Luego de varios meses de aquel trágico suceso, Nelson pudo
salir de la cárcel. Se comprobó su inocencia en la acusación de homicidio
culposo. Sin embargo, yo me siento terriblemente culpable. Fui yo quien le
regaló el arma a Roberto. Fui yo quien los entusiasmó en la práctica del tiro
al blanco. Yo entré en medio de los dos y fracturé para siempre aquella
amistad, que nada ni nadie había podido romper.
Todo cambió en nuestras vidas. Nelson no ha podido recuperarse
del impacto. Su esposa solicitó el divorcio por la prisión del marido. La mujer
de Roberto se recuperó rápidamente y sin traumas de la tragedia. Anda flirteando con otros
hombres.
Y yo, no hago otra cosa que rumiar en las desdichas de la vida. Lo falso de la felicidad y del amor. Tal vez algún día pueda borrar de mi mente la imagen de la muerte, y siga buscando por los rocosos caminos de la amistad, poder complementar el vacío dejado por Roberto en Los Inseparables.
0 Comentarios:
Publicar un comentario