LA ESCALERA

 

LA ESCALERA

Por: Ricardo Gil Otaiza

Las casas eran contiguas y estaban unidas por una pared. ¿Y las familias? Bueno, también, unidas, hasta que sucedió lo que sucedió, hace ya muchos años... y que luego les contaré.  En aquellos tiempos la ciudad no era una ciudad, sino un pequeño pueblo en el que todos los habitantes se conocían. Por las mañanas, el jefe de la casa se sentaba en el portal a esperar el paso de los marchantes, quienes llegaban cargados con los productos del campo. El lechero, con inmensos cántaros de leche fresca y muy cremosa, con la que se preparaba mantequilla.  El quesero pasaba un poco más tarde con latas llenas para todos los gustos, bajo distintas formas y años de maduración. Mientras eso sucedía, las mujeres se dedicaban a las labores propias del ama de casa, bien lavando, cocinando, atendiendo a los niños, o preparando todo para el almuerzo. En aquellos tiempos las mujeres no trabajaban en la calle, ni estudiaban en la universidad; culturalmente solo a  los hombres les estaba permitido. Muy distinto a lo que sucede en nuestros tiempos, en los que la mujer sale a la calle en busca del sustento y llega muy entrada la noche a procurar el calor para el grupo familiar.

Don Jerónimo era un hombre bueno, que gozaba del aprecio de toda la comunidad. Había instalado en el inmenso caserón que le servía de vivienda, la herrería, en cuya fragua fundía el hierro, hasta transformarlo en hermosos ventanales, en espléndidos barandajes, o en sencillas herraduras para los caballos. Hacía ya muchos años que había contraído nupcias con Piedad, bella trigueña de futuro prometedor. Su carácter era al extremo severo, impasible, y a veces altanero. De mañana se sentaba cerca de la puerta de la casa a esperar el paso de los marchantes y  a ver pasar a las muchachas. Le gustaban unas piernas bien formadas y un torso elegante y veleidoso, dejando escapar algún suspiro, o una bonita expresión de disfrute por “las obras bien acabadas de Dios” —como solía decir. No dormía en la misma cama de su esposa, sin embargo  —como el mismísimo general Juan Vicente Gómez— tuvo larga descendencia: once hijos, de los cuales le sobrevivieron ocho. De no ser así; es decir, de haber dormido cada noche con su esposa, ésta no hubiese visto ni un solo año de su vida fecunda sin el consabido embarazo. 

Don Jerónimo no era un hombre alto, pero sí lo suficientemente fuerte y atractivo como para no pasar inadvertido  Desde muy joven su cabello se había puesto blanco, y esta situación le ganó una terrible fama de abuelo a destiempo. Su memoria era prodigiosa, recordaba los hechos vividos desde los tres años de vida (tiempo remoto, que en la mayoría de las personas se desdibuja con el paso de los años).  A veces le llegaban hasta la memoria vagos recuerdos de su familia venida desde las lejanas tierras vascongadas, sobre todo cuando tenía frente así una taza de café humeante: parecía como si su humor se elevara al igual que los espléndidos vapores aromáticos.  

Recordaba que siendo apenas un niño de cinco años, se había fugado de la casa de su padre, para escapar de las palizas que le propinaba la bruja de su madrastra —quien lo odiaba con fiereza—, aprovechando las salidas constantes del general Liborio, su padre, a sus eternas campañas militares.  Antes del amanecer, el niño Jerónimo salió con una mochila al hombro, en la que solo metió un pantalón, una camisa, y unas cuantas  prendas interiores.  Sin rumbo fijo comenzó a caminar y así lo hizo durante catorce horas sin parar a descansar.  Cuando entró la noche, se encontró a la puerta de una humilde morada, y allí mismo se desmayó. Sus habitantes,  unos pobres arrieros, le ofrecieron los mayores cuidados, hasta que despertó. Durante varios días intentaron en vano convencer al niño para que regresara a su casa, razón por la cual lo aceptaron como a un miembro más de la familia, eso sí: sin pedir mayores explicaciones.

Cuando los arrieros partían al campo, mucho antes de que cantaran los gallos, Jerónimo se levantaba para ayudarlos en algunas de las labores.  Pero ellos no aceptaban que aquel niño apuesto, y de modales finos, se incorporara de lleno a un trabajo impropio para su edad y para su condición.  Solo le permitieron que ordeñara la única vaca que tenían: un animal flaco y taciturno como sus dueños, que en lugar de leche, ofrecía un líquido transparente y escaso de sus entrañas.  Con el correr de los días, Jerónimo se fue adaptando a la vida de aquella gente, que poco le ofrecía, pero se sentía seguro y a salvo de aquella mujer que se la tenía jurada desde siempre.  

En las noches, en medio del ensordecedor ruido de las chicharras y de los sapos, Jerónimo recordaba con tristeza a su padre, con quien había compartido muy poco a causa de las constantes partidas para hacer frente a las rebeliones de caudillos, a los grupos de insurrectos, o para aplacar motines en las cárceles y en los cuarteles. El general Liborio era un hombre rudo y temerario, que llegó al generalato como recompensa a su extremo valor y destreza en el campo de batalla. Con machete en mano podía dirimir cualquier contingencia, sin haber recibido herida alguna en su cuerpo. Estaba curtido por muchos soles y macerado por cientos de lluvias.  A los pocos meses, de la fisonomía de Jerónimo ya no quedaba gran cosa: su rostro lucía teñido por el hollín de la leña quemada sin reposo de día y de noche, sus manos eran fuertes y pesadas, el cabello estaba reseco y oscuro como producto de los soles tropicales.  

Una remota madrugada de mayo, mucho antes del amanecer, Jerónimo despertó sobresaltado por un extraño ruido. Sin avisar a los arrieros, se levantó para observar desde la puerta del rancho la polvareda levantada a lo lejos por los caballos, que impedía ver más allá de unos cuantos metros.  Al poco rato los arrieros lo acompañaban con machetes en mano a la espera de los visitantes. Uno de los jinetes que cabalgaba un hermoso caballo —al parecer, quien comandaba al grupo— se adelantó y alzó una bandera blanca en señal de paz. 

—En nombre de Dios Todopoderoso, os pregunto: ¿Es esta la casa de la familia Romero?, —dijo con voz potente. Al escucharlo, Jerónimo dejó caer el machete sobre la tierra y corrió a encontrarse con su padre.  Permanecieron abrazados mucho rato, y nadie decía una palabra. El silencio de la madrugaba era expectante. Los hombres que acompañaban al general Liborio estaban armados y en posición de alerta.

— ¡Bajen la guardia, hombres!... ¿acaso no veis que he encontrado a mi hijo?, —dijo insultante. Abrazados fueron hasta donde permanecían los arrieros en completo silencio.  El general introdujo su mano en un bolsillo y extrajo varias monedas de oro.

—Os pido que aceptéis esta humilde recompensa, junto con mi eterna gratitud, por haberos molestado en cuidar a mi hijo, —dijo.  De inmediato, impartió una orden de regreso a sus hombres, montó a Jerónimo en su caballo y se marcharon.  

El viaje a través de la cordillera andina se tornaba peligroso. A veces no había camino y tenían que viajar a orilla de río, sorteando inmensos peligros. Cuando habían avanzado varios kilómetros, uno de los hombres, que se había desmontado para orinar, fue mordido por una serpiente. Al escuchar el grito, el general detuvo el paso y con rapidez procedió a extraerle el veneno, utilizando para ello técnicas arcaicas que aprendió en sus lejanas expediciones. Cuando el herido se sintió bien, prosiguieron la marcha con mejor suerte hasta la ciudad.

Los recibieron con alborozo. A lo largo de las calles la gente se aglomeraba para verlos pasar, saludándolos con aplausos.  A mediodía se celebró una sesión extraordinaria en la Alcaldía, en la que amigos y allegados se turnaban, en el derecho de palabra, para expresarle al general Liborio la alegría del pueblo por el retorno de su hijo.  Mientras tanto la madrastra, aprovechando la algarabía del pueblo, rápidamente recogió sus cosas, hizo la maleta y se marchó, sin que nadie pudiera jamás dar noticias de ella.

Todavía con la taza en la mano, Jerónimo regresó de su pasado.  Ahora se encontraba casado y con una bonita familia.  Su padre, muy mayor para entonces, vivía en un espléndido caserón, rodeado de lujos y con decenas de sirvientes que se esmeraban por agradarlo. Visitaba a Jerónimo con bastante frecuencia y le apadrinó varios de sus hijos. A veces la cotidianidad se apoderaba de la existencia de Jerónimo, quien la ahuyentaba con whisky y en compañía de hermosas mujeres. Piedad sabía de sus contoneos voluptuosos, no obstante, el fuerte carácter de su esposo, y ese espíritu indomable que lo caracterizaba, le impedían a ella hacer otra cosa que no fueran reproches.  De la noche a la mañana Jerónimo se transformó, de cristiano escéptico y fugaz, en asiduo y fervoroso practicante. Cada mañana —mucho antes de las cinco— se levantaba para afeitarse, engalanarse, y partir a la misa de cinco. Una tarde, Gertrudis —quien era la madrina de bautizo y de confirmación de Piedad— la alertó acerca de la inaudita y súbita costumbre de su esposo.  

—Hija, no está de más que abra los ojos con respecto a la extraña actitud de su esposo. Resulta muy sospechoso que de buenas a primeras se convierta en un fervoroso cristiano, —dijo capciosa.

—Jerónimo no es ningún santo, madrina, ya le he contado de sus amoríos con cualquier mujer que le pase por el frente.

—Pero es que esto me huele distinto, hija. Algo se trae entre manos su esposo..., algo que no me gusta nada.  Es más —agregó contundente—: mañana mismo usted debe averiguar lo que le está pasando. 

Al día siguiente Piedad fingió que dormía. Luego que Jerónimo se acercó para besarla cuando se despedía, se levantó con sigilo, azuzó el oído, y esperó hasta que su marido cerrara la puerta de la calle para seguirlo. Se extrañó al no escuchar ruido, salió hasta el zaguán y constató que la puerta estaba cerrada desde adentro, lo cual significaba que su esposo estaba aún en casa. Con serenidad fue hasta cada rincón y no lo encontró. El silencio reinante hizo que sintiera miedo, un leve escalofrío le recorrió el cuerpo y las piernas le flaquearon.  De pronto sintió deseos de volver hasta la habitación, pero las duras palabras de su madrina Gertrudis, que le herían su orgullo de mujer, hicieron que no desistiera, y tomara nuevas fuerzas para continuar. Con cada ruido del amanecer se le aceleraba el corazón: sentía que le latía en la boca, en la garganta, en las manos, en los oídos.  El aleteo violento de los canarios, o el ruido de las hojas de los helechos al golpearse con las paredes, se le insinuaban como fantasmas al acecho. Sentía su casa extraña, ajena, como si a cada paso cualquier cosa podría sucederle.  Por instantes se sintió estúpida, infeliz, una pobre mujer tras los pasos de un marido infiel. Pero estaba ya decidida, era mejor salir de la grave incertidumbre que se le había clavado en su corazón, hundiéndola en la depresión, en el hastío de estar unida a alguien que no le pertenecía completamente, alguien que buscaba en brazos ajenos el calor que ella nunca le negaba. Llegó hasta la cocina, y el sonido de los trastos viejos que tanto le habían servido, le entristeció la mirada. Con la mano se secó las lágrimas y se adentró hasta el solar. Poco a poco se fue internando en ese pequeño bosque que había nacido como fruto de su trabajo: de mañanas y tardes enteras entregada a la labor de la huerta, de la plantación de ruborizados tomates y pimientos, de pepinos largos y enhiestos como falos amenazantes, de alegres y redondos repollos, de pequeños árboles de plátanos que parecían viejos agonizantes o ebrios. A cada paso el crujir de las hojas la devolvía a la vida, le recordaba que estaba en su propia casa, y que no había podido cumplir con su cometido. Al mirar hacia un lado, vio la escalera que perteneciera a su difunto padre recostada en la pared. Una ráfaga de electricidad la arropó de pronto, las vísceras se le comprimieron y punzadas de dolor le aguijonearon la carne. Allí estaba la prueba. Ese instrumento de madera, largo como un cuello de jirafa, le servía a su esposo para saltar hasta la casa del vecino —un hombre viejo y pálido  que se casó en el ocaso de su vida—  para verse con su mujer. Lloraba. Sabía que ella era mejor que su vecina; pero se indignaba. Ahora comprendía las salidas de su esposo bien de mañana, de su fervor cristiano; de ese extraño olor que tomaba su cuerpo y que ella le notaba al regreso. Jerónimo aprovechaba que el esposo de Eufrasia iba a misa de cinco, para refocilarse con su mujer, para revolcarse en aquellas sábanas que sabía prohibidas.  

Sin esperar su regreso, Piedad huyó del solar; temblaba, acezaba, tenía ganas de matarlos, de cortarles la cabeza, de destrozarlos en mil pedazos. Nunca había sentido tanta indignación, tanto coraje contra otros y contra ella misma.  Eran las seis.  Fue hasta su habitación, se sentó en la cama y pensó largamente, ensimismada, abobada, hundida en miles de cavilaciones, de espejismos y de rabias. ¿Qué hago ahora? —se preguntaba. Caminaba de un lado al otro de la habitación, tejía hipótesis, excusas y alegatos terribles que daría a los jueces por sus crímenes.  Se veía sentada, humillada, perpleja de asombro por algo que intuía, pero que no podía asegurar. Desde hacía mucho tiempo veía las miradas subrepticias entre Eufrasia y su esposo; pero no les daba importancia. Se creía insustituible y segura, a pesar de las frugales aventuras de su marido.  No podía pensar el que su esposo pudiese gustar de aquella mujer sin ningún atractivo: desgarbada, ojerosa y olorosa a ajos.  ¿Qué hago? —se volvía  a preguntar. No encontraba respuesta. Sentía que los caminos se le habían cerrado.  Entonces pensó en su madrina Gertrudis.

—Yo se lo dije, que su marido andaba en algo raro, —dijo seca y con un mohín de superioridad.

—Sí, madrina, pero ahora me encuentro con una verdad tan grande como la Sierra Nevada y no sé qué hacer, —dijo Piedad con las manos en la cara.  

—Hija, se me ocurre una idea. Vaya y se lo cuenta al padre Pablo: es un hombre sabio. Sabrá que aconsejarle.

—¡Cómo madrina!, me daría vergüenza contarle a un sacerdote algo tan íntimo, tan mundano.

—Solo él podrá contarle una verdad tan espantosa al infeliz viejo cornudo del marido.

—Vamos, madrina, no estoy para malos chistes. En todo caso, yo también soy una cornuda…

—No lo digo como chiste. ¿Sabemos acaso cómo reaccionará Don Modesto frente a una situación tan indecorosa como esta? Podría matar a Jerónimo y a Eufrasia. ¡Una tragedia!

—No lo sé, madrina, aún no me convence, —dijo Piedad.

—Hágalo ahora, hija, aproveche que Jerónimo está en la herrería.

Piedad se fue hasta la iglesia: un templo al estilo barroco-bizantino, de una hermosura tal, que asombraba a los turistas por estar inmerso en un pueblo perdido en el mundo. Eran las nueve de la mañana. La oscuridad era dueña del recinto. De pronto recordó que no llevaba puesto el velo, pero no le importó. Comenzó a avanzar a través de la nave central y a cada paso un eco espectral le devolvía fantasmagóricos sonidos que la estremecían. A cada lado, e incrustadas en simétricas hornacinas, yacían petrificadas antiguas imágenes de santos, con miradas brillantes. Por instantes se asustaba con el sonido de los murciélagos que volaban de un lado a otro de la iglesia buscando sus nidos, o con el veloz aletear de colibríes atrapados entre aquellas vetustas paredes, resignados a morir de hambre. Nadie había en la iglesia, los feligreses desaparecían tan pronto finalizaba la misa.  El miedo y la expectación hacían que el trayecto hasta la sacristía se le tornara siniestro. A veces el crujir de la madera de los asientos y de los confesionarios le impulsaba a dar un salto, y maldecía su suerte.  Cuando llegó a la sacristía, tocó con el nudillo dos veces y no recibió respuesta. Al rato, el sonido de aldabas oxidadas la sobresaltaron y, aún más, el rostro de un hombre alto y delgado, de ojos muy grandes y húmedos y de dientes podridos, que se asomó. 

—¿Qué desea la señora?, —dijo con voz hueca, como salida desde un profundo túnel.

—¿Bu... bu… e…no...— tartamudeó Piedad— deseo hablar con el padre Pablo.

—Está desayunando, pero puede esperarlo si es su gusto, —dijo cortésmente. El muchacho le acercó un mueble de madera, que por su aspecto decimonónico dejaba ver su antigüedad, y se perdió. Piedad se sentía incómoda, insufrible, como víctima de una pesadilla. Sobre la pared estaba colgado un crucifijo descascarado y mocho, que le restaba prestancia al lugar.  Pasaron algunos minutos, cuando de pronto sintió sobre su hombro una mano fría y pesada, estando a  punto de gritar escuchó:

—¡Qué sorpresa!..., usted por acá Piedad. Que recuerde, no viene nunca por la iglesia en horas de la mañana.... algo novedoso le trae. 

Al voltear, Piedad pudo constatar el rostro nada agradable del padre Pablo: sus cicatrices que le dejó alguna enfermedad ya perdida en el tiempo, esa apariencia mofletuda que contrastaba con una dulzura interna imposible de cotejar. De pronto, de aquella boca escapó una leve sonrisa que dejó al descubierto unos picachos de dientes, amarillentos y espaciados. 

—Me asustó usted padre —dijo Piedad—, al tiempo que se inclinaba para besarle la mano. Gesto que fue rechazado con extrema cortesía:

—En absoluto, Piedad, usted es como de la casa, eso déjeselo a los otros... A ver, a ver, hija, qué le trae por acá, —dijo. 

Piedad bajó instintivamente el rostro en señal de vergüenza, y un leve enrojecimiento, que contrastaba con la penumbra del lugar santo, delató su estado de turbación.

—Es que...padre....bueno...usted verá... 

El padre Pablo se levantó de la silla y fue hasta donde estaba Piedad, y le tomó las manos.

—Hija, si le avergüenza hablar de esta forma, vamos hacerlo bajo el sacramento de la confesión.

 De inmediato fue hasta donde reposaba un inmenso mueble marrón, carcomido por el tiempo, lo abrió, y extrajo una hermosa estola con ribetes dorados, y se la puso alrededor del cuello, no sin antes darle un beso. 

—Ahora sí, Piedad, no está usted ante un simple y mortal sacerdote, sino ante un ministro de Dios, al cual le va a contar lo que tiene que contarle —dijo con voz ceremoniosa y grave.

—Padre, mi esposo me traiciona, —dijo Piedad con el último hilo de voz que le quedaba.

—Perdóname, hija, pero eso no es nada nuevo, toda la ciudad sabe lo flojo de bragueta que es su marido.

—¡Padre, por Dios, que está usted diciendo! —dijo perpleja Piedad.

—Perdón, otra vez, hija, y esta vez por la dureza de mi afirmación. Por favor continúe usted.

—Verá, padre, lo que le quiero decir es algo mucho más grave de lo que usted y el mundo entero se imaginan, —dejó caer las palabras con un rictus de importancia y de hidalguía.  Continuó: —Mi marido me engaña nada más y nada menos que con Eufrasia, la esposa de mi vecino Don Modesto.

—¡Qué! —exclamó el padre Pablo con los ojos desorbitados y moviendo las manos sin coordinación alguna.  Al instante guardó de nuevo la compostura y dijo:

—¿Cómo lo sabe usted? ¿De qué pruebas se vale para decir semejante barbaridad? 

—Bueno, padre, todo comenzó con una sospecha de mi madrina Gertrudis, que al notar cambios en el comportamiento de mi marido, me alertó acerca de alguna aventura fuera de lo común.

—Siempre verán a esa vieja chismosa metiéndose donde no la han llamado —dijo con enojo y fiereza el cura.

—No diga eso, padre, mi madrina Gertrudis no es ninguna vieja chismosa. Si me alertó es por mi bien y el de mi familia.

—Al grano, Piedad, ¿cómo sabe usted que su esposo la engaña con Eufrasia?

—Lo vi con mis propios ojos que se los han de comer la tierra.

—Pero, no entiendo... digamos que los encontró...

—¡No, Padre!, lo seguí cuando se levantó esta mañana bien de mañana y me di cuenta de que coloca una escalera en la pared que colinda con la de los vecinos... por donde seguramente pasa hasta la casa de esa mujerzuela...

—Un momento, Doña… —no pudo terminar su nombre—: está usted afirmando algo tan grave contra su marido y contra Eufrasia por el simple hecho de ver una escalera puesta en la pared que colinda con la casa de sus vecinos... ¿Estoy entendiendo bien?

—Bueno... no sé..., ¿entonces qué hace esa escalera allí si yo no la puse? —interrogó Piedad acorralada por la astucia del padre.

—Vaya usted a saber mi doña. No podemos juzgar a nadie si no contamos con una clara evidencia del hecho. Más, si la cosa enloda el honor de dos familias distinguidas de la ciudad. 

De pronto, el padre Pablo se levantó de su silla, y alzando la mano con el dedo índice amenazador dijo:

—Vaya a su casa, Piedad, y pídale perdón a su marido por haberlo juzgado sin pruebas, y dígale a Gertrudis que tengo que hablar con ella a la brevedad posible.  

—Yo no le pido perdón a mi marido, y más a sabiendas, como usted mismo lo dijo hace un rato, que me juega el honor con cuanta mujer le pasa por su lado.

—Si no lo hace, hija, está usted expuesta al pecado mortal y a la excomunión de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana —dijo con cautela en el tono de voz, y luego agregó:

—¿Supongo que usted no querrá exponerse a eso...?


Piedad regresó a su casa con todo el desánimo de la humanidad sobre sus hombros. En su mente no cabía tal aflicción y desdicha. Su mundo, su pequeño y grandioso mundo se hacía pedazos en un instante. Pensó en suicidarse, en salir rápidamente de este mundo para escapar como una cobarde del inmenso dolor que todo eso le causaba; pero la salvación del alma le era más importante y trascendente que salvar su honra. Sabía de sobra de las ligerezas de su esposo, de esa liviandad de alma que le permitía refocilarse con cualquiera de la calle; solo que no conocía ningún rostro, ninguna imagen llegaba hasta su cerebro para poder asociarla con la impudicia de Jerónimo. Por eso lo de Eufrasia no lo soportaba: no sabía si era el honor lo que tanto daño le causaba, o el orgullo de hembra  herido frente a una contendora que intuía menos dotada que ella. 

¿Pensaba en ella cuando se acostaba con Eufrasia? ¿Acaso un ápice de remordimiento le aguijoneaba el corazón mientras la traicionaba con una mujer simple, y sin mayor atractivo que el no ser su esposa?

 A Jerónimo no le dijo nada, y mucho menos le pidió perdón. Tampoco se atrevió a ir a la casa de la vecina para gritarle en su cara la desvergüenza y lo mucho que la despreciaba. Sabía que era rebajarse a la vil condición de una esposa muerta de celos. 

A penas tuvo fuerzas —presa de una gran rabia e impotencia— para tomar con sus manos un hacha (la misma que con gusto utilizaría para decapitar a su esposo y a Eufrasia) que reposaba en la trastienda, y dirigiéndose al solar buscó con desesperación la maldita escalera para hacerla añicos, y así borrar todo vestigio de pecado; pero no la pudo alcanzar. Con horror descubrió que la escalera se hallaba hacia el otro lado de la pared. 





Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).




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