EL ROBO

 

EL ROBO

Por: Ricardo Gil Otaiza

El día se presentaba ideal para una de las tareas que lo había llevado a la desesperación en los dos últimos años: finalizar la escritura de la novela. Muy de mañana se dio una deliciosa ducha con agua helada, tomándose todo el tiempo posible. Dejaba caer sobre su cabeza ese torrente que llegaba desde la sierra, que brotaba límpida desde unas cumbres aún desconocidas y más o menos vírgenes. Sentía constreñir cada intersticio de su cabeza, cada espacio.... cada lugar habitado por decenas de personajes, a los cuales les daría vida dentro de un momento. No por casualidad la noche anterior se le había dificultado conciliar el sueño: se revolcaba en la cama presa de una extraña sensación de vértigo, de pesadez, que lo devolvió a la cocina para prepararse una infusión de menta. Pero nada lo tranquilizaba, era un torbellino de ideas lo que llegaba a su cabeza para atormentarlo, incorporándolo —cada vez más— en su siniestro vórtice. Cuando se levantó, a las pocas horas, todo le daba vueltas, las paredes de la habitación se le iban encima sin remedio. Pero vencería: había decidido finalizar el libro aquella mañana, su paciencia ya no aguantaba levantarse cada día con la sensación de bloqueo y de rigidez mental, que lo hundieron en el vacío, en el anonimato que tanto odiaba. 

Aquel verano resultaba perfecto para su propósito: la familia desapareció entre montañas de maletas tras un portazo, para encenderse en las brasas de las playas, en el sol inclemente, en los baños de arena que laceran la piel. Eso no estaba hecho para su temperamento, para su idea del descanso y del disfrute. Prefería quedarse en casa y descansar leyendo, o escuchando música, o simplemente no haciendo nada. La carpeta que guardaba las ciento ochenta y tres cuartillas de su inconcluso libro, estaba cubierta por capas de polvo e hilos de telaraña. Nunca más se atrevió a hojear aquello, ya que una sensación de frustración y de fracaso lo abrazaba sin remedio. No podía explicar a nadie, mucho menos a sí mismo, el porqué de la demora, de tanta insatisfacción, de cientos de cuartillas escritas y tiradas sin remedio a la papelera. Nada podía sacar en limpio —aunque su escritura se perdiera en la marea de la alegría— porque luego se esfumaba cuando lo leía de nuevo. Creyó en algún momento haber perdido la capacidad creadora, o estar frente a la senectud mental, de la que tanto hablan los expertos. Pero estaba dispuesto a finalizar el libro, a pesar de la noche siniestra, a pesar de sus tantos temores y de los comentarios malintencionados de sus amigos, que lo sumergían en decenas de cavilaciones. 

Tomó la máquina (sin presagiar siquiera lo que vendría), apartó un cuarto de resma de papel, preparó un litro de café tinto, y arrumó sobre la mesa dos cajetillas de cigarrillos. Comenzó a escribir y las ideas comenzaron a fluir de manera serena, libre, sin presiones que lo molestaran. A diferencia de las ocasiones anteriores, sentía una seguridad inusual, inaudita, que lo aferraba a los pliegos de papel que iban brotando incesantes de la máquina. Después de una hora, en el cesto no había ni una sola hoja perdida o herida con la tinta imprecisa. En el papel estaban plasmadas las frases tal y como las pensó desde siempre: sin equívocos, sin dudas, sin ideas confusas que tuviera que arreglar luego. A medida que avanzaba notaba con orgullo como aquel libro —que parecía encantado—, iba aumentando de tamaño, cobraba fuerza, volumen, ímpetus de gran obra: no lo pensaba por el tamaño, sino por la versatilidad que se apoderó de su mente y de sus manos. Al finalizar la mañana, escribió diez cuartillas limpias, precisas, que nada tenía que objetarles su creador. Se levantó, abrió la ventana de la sala y aspiró con suavidad la brisa que se colaba, el frescor de una tarde prometedora. Se sirvió una taza de café y fumó un cigarrillo, no quería pensar, no deseaba hacer conjeturas o comparaciones que le recordaran sus anteriores experiencias. Se sentía un creador, un artífice de vidas, quizás un dios. Luego de dos oscuros años de inacción, de mutismo, aquella esplendorosa jornada lo devolvía a la vida. 

En la tarde la experiencia se repitió y —a pesar del calor y del sueño que a veces intentaban apoderarse de su voluntad—, logró resolver el nudo principal de la trama, dio a cada personaje un cierre magistral, con lo cual aprovechó al máximo las posibilidades de todos. Logró serenar la sensación de pesadez y de presión que lo invadieron la noche anterior. Poco a poco fue resolviendo las dudas que le cercenaron el ver publicada su obra desde hacía casi dos años. 

A las once de la noche finalizó el libro. Tomó con alegría las cuartillas escritas, las ordenó con sumo cuidado, para luego incorporarlas dentro de la carpeta que contenía la otra parte. Con un cigarrillo en la mano las fue hojeando con serenidad, lentamente, como asegurándose de que no era un sueño, de que de verdad tenía entre sus manos el libro más deseado y la resolución a la experiencia más dolorosa de sus últimos años. Llegó a pensar en el absurdo de aferrarse a la nada: a letras plasmadas sobre hojas de papel, a ideas y situaciones sobre personas inexistentes. Pronto deshizo el pensamiento, no podía permitirse minimizar su obra, o enmarcarla dentro de un proyecto superfluo o tonto. A diferencia de lo que pensaban muchos, para él la literatura era la vida misma, era la única razón: su sola excusa dada por la existencia. El libro estaba allí, materializado, presente, redondeado; nadie podría en lo sucesivo dudar de su capacidad, de su vena literaria, de su entereza tan puesta en entredicho en los años recientes. Todos tendrían que reconocerle, alabarle, aplaudirle por tan espléndida contribución a la cultura occidental. Era ya casi uno de los grandes, ¿quién se atrevería a negarlo? 

Al día siguiente, intentó ordenar el estudio, puesto patas arriba por su entrega total a la escritura. La fetidez de la comida descompuesta le lastimaba el olfato, por lo que impregnó una toalla absorbente y la pasó por los anaqueles y por el escritorio. Arrojó a la basura varias bolsas de desperdicios, y guardó en el closet la ropa que lucía arrojada de cualquier manera sobre los muebles. Encendió el televisor y escuchó el noticiero matutino. De pronto una serie de graves incertidumbres comenzaron a aguijonearle los sentidos y la paz. ¿Quién le publicaría el libro? ¿Cuánto tiempo pasaría para verlo impreso? ¿Acaso tendría él que editarlo, como hacían varios de sus amigos por la ausencia de casas interesadas? La alegría del rostro se transformó de pronto en mohín de terror, en mueca de espanto, ante la posibilidad de vagar con un libro bajo del brazo. Le molestaba sobremanera el tener que hacerles antesala a los grandes burócratas de la sociedad, le sabía a mierda la pirámide de valores que los hombres habían impuesto para que todo medio funcionara. Jamás se había inclinado frente a seres mediocres y despreciables, que pretendían tener la solución a todo, y que a cada circunstancia y razón les ponían un precio; muchas veces inalcanzable para la gran mayoría. No quería pasar por otro suplicio más, ya le bastaba el haber estado bloqueado durante dos largos años, propinándole un sinnúmero de dolores de cabeza, de malestares estomacales, de caída del cabello, de exacerbación galopante de su úlcera gástrica. A pesar de tener cuarenta años, a veces creía tener más de cien: se sentía pesado, fofo, intolerante e intolerable. Muchas veces la mujer y los niños tuvieron que salir de la casa para no escuchar sus imprecaciones, sus gritos y pataletas infantiles: los cientos de reclamos por aquello que decía no depender de su presencia ni de su voluntad. ¡Basta! Estaba bueno ya de mala vida; una vez escrito el libro, se publicaría sin muchas dificultades ni zozobras. Se daba tres meses para esto. 

A los pocos días recibió una llamada de su esposa comunicándole el regreso. Por lo tanto, debía partir de inmediato a la ciudad vecina para recibirlos en el aeropuerto, ya que los vuelos locales estaban suspendidos por arreglos generales en las instalaciones. Con fastidio inocultable, colgó la bocina y se preparó para el viaje, introduciendo en un maletín algunas cosas para el aseo personal. Se cercioró de que las puertas traseras estuvieran bien cerradas, dejó suficiente comida al perro, puso agua y semillas a los canarios, desenchufó los electrodomésticos, cerró las ventanas, desconectó el servicio de gas y de luz, y cerró la llave de paso del agua. De igual forma revisó el vehículo, que desde que le habían caído diez años de vejez, no salía de algún problema. Midió la presión del aire de las llantas, puso agua desmineralizada a la batería y, por último, revisó el sistema de frenos y de embrague. Estando a punto de salir, vio en el escritorio el sobre manila con la novela, pensó meterlo dentro del maletín, pero le pareció inoportuno, podría extraviarse o mancharse durante el viaje. Se le ocurrió escribir con marcador y en letra grande de molde: "Este paquete contiene una novela triunfadora". Se rio por la ocurrencia, y dejó el sobre en el mismo sitio. 

Durante el viaje no hizo otra cosa que hablar de su novela finalizada. La esposa lo miraba con resignación y paciencia: total, su triunfo sería el de todos. 

Al llegar a la casa los esperaba el vecino, que muy pronto se apresuró a recibirlos. Se le notaba descompuesto, con grandes ojeras, y con una palidez inusual. Les tenía la noticia de que la casa había sido robada. Encontraron todo por el suelo. Al perro lo degollaron, a los canarios les retorcieron el pescuezo: todas las piezas de porcelana y la vajilla fueron destruidas en minúsculos trozos. Más que un simple robo, aquello era un acto de salvajismo y brutalidad. 

El resto de la casa estaba en las mismas condiciones, solo que en la cocina pintaron en las paredes —con salsa de tomate— ¬consignas pronazi, que invitaban a la destrucción de todo aquello que representara el status, al judaísmo y a sus seguidores. Javier comprendió que aquello significaba un acto de terrorismo contra los descendientes de judíos, por un renacer del nazismo en las nuevas generaciones de alemanes. Las muñecas de las niñas fueron destruidas, extrayéndoles las entrañas con una navaja y desperdigando todo su interior a lo largo de las habitaciones y de los pasillos. Hasta las flores del jardín fueron cercenadas sin pudor alguno, tirándolas a lo largo de la calle. En el lavandero Javier encontró un gran recipiente con restos de cenizas, que el viento había arrastrado por todos lados. Al parecer —pensó por un instante— le prendieron fuego a algo como documentos, fotos, o..., intuyendo lo peor, corrió hasta su escritorio y no encontró el sobre con la novela, pero sí una pequeña nota: "Las cenizas de la novela alimentaron nuestro ego, de ahora en adelante la llamarán: Lo que el viento se llevó; por su puesto, en su tercera parte".  

(Hay momentos que merecen un buen suicidio: tal vez un pistoletazo en la sien, una soga bien amarrada al techo, o unas venas abiertas hasta el desangre total. Hay episodios literarios con los que un escritor puede lucirse, o llevar a los lectores hasta un estado de éxtasis máximo y definitivo. No obstante, eso solo acarrearía lujuria narrativa, placer orgiástico, deleite absoluto y morboso. El caso de Javier, es uno de esos en los que sucede lo inaudito, lo imprevisto y lo impensado. Pudiéramos, entonces, darle otro destino a nuestro escritor, como volverlo loco perdiéndolo para siempre al ejercicio de la lucidez, o alejarlo de la casa sin un rumbo fijo. Otros, lo enfermarían de un infarto fulminante, que lo mandaría —ipso facto— a la eternidad. No obstante, todo esto conllevaría catarsis, limpieza del espíritu, liberación fortuita de todo aquello que llevamos por dentro como un lastre; y no deseo hacerlo así. Perder una obra, tal y como le sucedió a Javier, es como perder la vida. Ya lo había expresado el narrador: "la literatura era la vida misma, era la única razón: su sola excusa dada por la existencia " ¿Qué más podría sucederle al personaje? Si el narrador lo privó de su razón de la existencia, de esa energía en que se convierten las letras en la vida de un escritor; lo ha privado de todo. Dejemos, pues, que sea el mismo Javier —y su familia— quienes decidan qué hacer con sus vidas, qué rumbo darles en lo sucesivo). 

En estado de abatimiento, Javier y su familia procedieron en silencio a poner las cosas en su sitio. Se dividieron las tareas: unos fueron a la cocina, otros se quedaron en la sala, y el tercer grupo ordenó las habitaciones. Nadie dijo nada; ni siquiera dieron parte a la policía. El vecino se incorporó también a las labores, trabajando en el césped y sembrando nuevas flores. Durante varias semanas trabajaron día y noche; apenas descansaban para beber agua y comer. De noche se turnaban: los padres arreglaban durante tres horas y los hijos dormían. Luego cambiaban de guardia. Poco a poco el hogar fue recobrando el brillo y la placidez que alguna vez tuvo, y hasta la sonrisa retornó en algún momento. 

Al mes la tarea finalizó, quedando Javier solo con la decisión que le devolvería la alegría: reescribir su obra, retomar los puntos centrales para intentar contarla de nuevo (tenía esa tarea por delante y la labor se convertiría en su gran razón para seguir viviendo). Algunos días al amanecer sentía la necesidad de sentarse para comenzar a teclear en su vieja máquina portátil; pero el escozor y la rabia retornaban de nuevo. Quizás no era el momento. No estaban dadas las circunstancias. A lo mejor tendría que pasar meses o años para que Javier retornara a su camino. ¿Escribirá la novela otra vez? ¿Saldrá triunfante de esa prueba? Él no lo sabe aún, mucho menos nosotros. El tiempo —que cicatriza algunas  heridas— quizás le permita a Javier rescatar su obra de las cenizas. ¿Acaso no lo había hecho antes? 



Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).




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