EL DESPISTADO

 

EL DESPISTADO

Por: Ricardo Gil Otaiza

Etanislao Alfínger, ese era su nombre, vivía en la calle 36, cruce con la avenida El Recreo, al lado de su media hermana Gisela, cuyo horripilante apodo de “La gastada” servía de entretenimiento a los chicos de la cuadra. Así la llamaban, no porque la pobre estuviese muy ajada de cueros y no mereciese ni una mirada de compasión por parte de los hombres del lugar, sino por su costumbre de salir a la calle con la ropa y su humanidad hechas un verdadero desastre. Lo cierto es que la vida de aquellos hermanos transcurría sin mayores tropiezos: él trabajaba como ayudante de plomería junto al maestro Campusano, quien tenía su taller no muy lejos de la casa; ella, en cambio, no tenía un oficio muy estable que se diga: vendía baratijas en una de las esquinas de la plaza principal de aquella no tan populosa ciudad, pero tenía que salir corriendo con la mercancía apenas tronaba la sirena de la policía, perdiendo muchas cosas en la ligereza y desesperación de aquel instintivo acto.  

En los ratos libres, que no eran muchos por cierto, Etanislao se daba a la tarea de llevar a pasear a su pequeño hijo Etanislaito, por los alrededores del bulevar. Le compraba —durante aquel lento recorrido— helados y otras golosinas, que también él disfrutaba con alegría infantil. Si a ver vamos, Etanislao era un buen hombre, y casi se podría decir que bien parecido: medianamente alto, no tan resoplado y con largas patillas a la usanza de los setenta, vientre no muy prominente como para deformarlo, sobre  la frente dejaba caer un gajo —a manera de chicharrón— de cabello negro tinto y rizado, que venía a ser como el atractivo para las chicas, usaba pantalones muy ajustados, para dejar entrever lo bien dotado que lo había hecho Dios y la naturaleza. Las camisas y franelas le gustaba llevarlas muy abiertas, y mostraba gustoso la pelambre que le poblaba buena parte del pecho, en cuyo fondo lucía y relumbraba, una gruesa cadena de oro con un crucifijo conjurado por todos los brujos, que en su penosa carrera de creencias y especulaciones había frecuentado. 

En cambio, Gisela no era muy apegada y curiosa con su cuerpo, ya que le daba pocas satisfacciones y cuidados. Solo se conformaba con ponerse encima lo que buenamente encontraba en la mañana, y se lanzaba a ganarse la vida sin mayores preocupaciones ni riesgos. Eso sí, antes de acostarse procuraba dejar lista la comida del día siguiente, para no tener que llegar cansada, luego de tanta agua, sol y de peleas con los clientes, ladrones y la policía, a tener que entendérselas con la cocina, oficio que no le atraía. Pero se sentía satisfecha de lo que hasta ahora humildemente había alcanzado. No obstante, sus aspiraciones personales siempre fueron el tema central de la atención de los familiares y amigos, quienes no entendían el porqué de tanto conformismo por parte de una chica bien plantada, y sin duda con futuro en la capital. Sin embargo, Gisela  nunca se quejó por nada (callada maldecía su suerte); nadie tuvo jamás que hacerle reproche alguno por exigencias inalcanzables para una clase media-baja depauperada y en cocimiento, que se perfilaba extinguida en relativamente poco tiempo. Mucho más, habiendo perdido a los padres desde que era muy niña, quienes sí se esmeraban por tenerla siempre como a una princesa, al igual que a Etanislao, su medio hermano por padre.

Gisela con su carácter conformista y poco ambicioso y Etanislao con un despiste a toda prueba, configuraban un dúo perfecto: ella aparentemente no ambicionaba nada; él quizás por olvido, o por descuido, dejaba que la vida transcurriera sin mayores sobresaltos. Su única preocupación, tal vez, era la crianza y la educación del niño que le quedara de un matrimonio maltrecho con una mujer enferma del cuerpo y del alma, que no lo amó nunca. El niño había heredado, por desgracia, lo despistado del padre: perdía con gran facilidad las cosas que le pertenecían, dejaba la casa cerrada con la llave adentro, abría la llave del agua y se olvidaba de cerrarla hasta que un riachuelo doméstico, que inundaba su piso y el de su tía y demás vecinos, se lo recordaba. Se le olvidaba cepillarse los dientes, a veces no se peinaba y salía a la calle como un verdadero troglodita, no hacía las tareas a tiempo y era castigado por su maestra, casi nunca recordaba los nombres de sus amigos y de sus compañeros de clase. Un sinfín de despistes, que acumulados en el tiempo podrían equivaler a una bomba de tiempo a punto de hacer explosión. 

Se podría afirmar que su padre era la misma cosa: iba al banco en los días feriados, se le olvidaba la fecha de su cumpleaños y la del niño, a veces no recordaba el camino de vuelta a casa y tenía imperiosamente que preguntar en cada esquina, cumplía a medias sus labores como ayudante de plomería, dejando olvidadas las herramientas de trabajo en los sitios donde había estado, o conectada la llave del agua con la del gas sin mayores problemas, destapaba la cañería que estaba en buenas condiciones y dejaba intacta la obstruida sin percatarse del suceso, o llegaba a casa del cliente sin la caja de herramientas de trabajo y tenía que regresar a buscarla con la consiguiente pérdida de tiempo. Tanto era su despiste, que a quienes lo conocían —y que no era pocos, por cierto, debido a su carácter afable y risueño— ya no les hacía gracia la espantosa situación y consideraban a Etanislao como a un hombre que requería con urgencia ayuda psiquiátrica, y no tardaron en buscársela. De paso también al niño. La estratagema de ayuda no valió un centavo, puesto que los Etanislao se valieron de finas argucias para despistar al médico y no cumplir con nada de lo prescrito. Así que el tiempo pasaba y el despiste de los Etanislao se hizo notorio  en  la ciudad, y pasaron a constituir una pareja de antología en los anales de la historia ciudadana de la zona. Gisela se reía de todos, porque sabía que lo que su hermano buscaba era publicidad y que nada morboso dañaba su mente, y mucho menos la de su querido sobrino. 

Una tarde de domingo, cuando el sol se calmó un poco, Etanislao vistió con gran parsimonia a su hijo porque lo llevaría a la capital a dar un paseo, para que conociera los monumentos patrios. Tomó un taxi y se acercaron a la capital, caminaron largos trechos, recorrieron infinidad de sitios importantes que recordaban la epopeya libertaria. Para la ocasión Etanislao mostró una dedicación especial y lucía un traje de kaki, que adquirió diez años antes, y sin remilgos, en la tienda del árabe; afeitó la barba, peinó su cabello con gomina, refinó las patillas hasta la altura de los mentones, lustró los zapatos de patente hasta que el sol entró en ellos y encandiló la casa, usó ropa interior amarilla para atraer la buena suerte, se impregnó con agua de colonia barata, cepilló con detenimiento la dentadura hasta que le sangró la encía y se le aflojaron los dientes, buscó un hisopo y hurgó con precaución los oídos para extraer la molestosa y vergonzante cerilla, se gargarizó con bicarbonato de sodio y limón para ahuyentar el mal aliento y las bacterias, cortó a ras las uñas de los pies, no sin antes limpiarlas con un detenimiento asombroso y paciente: igual cosa hizo con la de las manos, mandó a almidonar la camisa de listones blanco y beige y la acompañó de un par de hermosas yuntas que recibiera como parte de pago de una deuda vieja y perdida, escogió con afán una fina y larga corbata que tuvo que esconder dentro del pantalón y anudar para que no sobresaliera a manera de rabo, dobló con exactitud un pañuelo bordado  en ribetes dorados y lo colocó en el bolsillo del paltó, de tal forma que luciera a manera de triángulo equilátero, buscó en el baúl de los recuerdos un prensacorbatas cuyo propietario anterior ya había olvidado, acarició y masajeó su cuerpo con talco de bebé hasta que el polvo lo hizo estornudar mil veces, se percató de que en la muy usada billetera estuvieran los billetes verdes que necesitaba para adquirir las chucherías que le compraría al niño, su cédula de identidad y la partida de nacimiento del chiquillo, se peinó con gracia el  bigote y las cejas, se sonó la nariz hasta el total congestionamiento del rostro, hizo sonar los nudillos de ambas manos, y se lanzó a la conquista de la capital.

Una vez en el centro, la alegría los embargó, ya que constituía un paseo que no daban en mucho tiempo y Etanislao se propuso que la pasarían muy bien. Los Etanislao mostraron al mundo sus mejores sonrisas. Numerosas personas se agolpaban en los sitios históricos; mujeres y hombres de la mano con sus niños disfrutaban de la iluminada tarde, que dibujaba de nubarrones naranja y verde el horizonte. Empujones y codazos los hacía buscar nuevos caminos, tratando de acortar distancias y ganarle tiempo al tiempo. Etanislao recordaba a su hermana y no podía evitar la nostalgia de que no los hubiese acompañado, ya que a pesar de ser domingo, se aventuró con sus baratijas tratando de conseguir a fuerza de persistencia, un puesto fijo con la Alcaldía.  Borraba del rostro la tristeza y seguía caminando con su niño por las calles atiborradas de personas, de distintos rostros que desconocía. Comieron helados, cotufas, confites y melcochas, y siguieron caminando con rumbo a casa cuando el día se apagó y la noche se perfilaba con sus sombras.

Etanislao hablaba y Etanislaito ya no le contestaba; tal vez el cansancio de toda una tarde de diversión lo agotó y sus fuerzas a sus escasos seis años no daban para más (pensó el padre). Empero, insistía sin lograr que el niño pronunciara palabra alguna.  A medida que avanzaban por las calles, Etanislao notaba que el niño se resistía a seguir caminando, como si una fuerza mayor quería evitar la tragedia; no obstante, con inusual persistencia y casi a rastras, Etanislao logró su objetivo: llegar hasta el apartamento a pie, ya que las reservas de dinero las había agotado en las chucherías, y no le alcanzaba para tomar un taxi. De inmediato, el hombre se dio a la lenta y titánica tarea de devolver toda su indumentaria al clóset. Primero el paltó, ya manchado con refresco y helado de chocolate, luego la corbata que dobló atentamente durante cinco minutos en virtud de sus varios metros de largo, poco a poco fue desabotonándose la camisa hasta quitársela, de inmediato se quitó los zapatos de charol y con un papel humedecido les devolvió el brillo original, el pañuelo lo llevó hasta la nariz y aspiró profundo su fragancia barata, las yuntas y el prensacorbatas los guardó en la mesa de noche, se colocó el pijama y se dirigió a la habitación de Etanislaito para ayudarlo a desvestir y llevarlo a la cama. 

Cuando Etanislao entró en la habitación, escuchó que el niño sollozaba. Extrañado, abrió la puerta al no reconocer el timbre de aquel llanto, encendió la luz y al verle el rostro fue cuando se dio cuenta de lo sucedido. Etanislaito no era realmente Etanislaito, otro niño estaba sobre la cama con la mirada húmeda y perpleja vuelca hacia la ventana. 




Tomado del libro El otro lado de la pared (Vicerrectorado Administrativo y Secretaría de la Universidad de Los Andes, 1998).





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