HOMBRE SOLITARIO

 

HOMBRE SOLITARIO 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Me gusta visitar viejas y desvencijadas iglesias de pueblo, y aquella tarde me encontraba en una de ellas. Recorrí extasiado el recinto perplejo de una nostalgia inusitada; por lo no vivido y mucho menos conocido. El sitio atestaba de soledad y de silencio, en sus paredes apretujadas había imágenes antiguas de santos que en nada contrastaban con la palidez cadavérica de las vetustas paredes olvidadas, quizás durante siglos. En sus rostros se percibía aún el brillo estelar de una lucidez metafísica que iba más allá del tiempo y del espacio. Mi cuerpo era presa en aquellos instantes de una vaga sensación de placer, al constatar que aquellas imágenes no vertían lágrimas de sangre tal y como me lo habían especulado. Pude palpar con mis dedos en sus mejillas pálidas y mortecinas por el paso del tiempo, la sequedad del polvo pegado hasta formar manchas que atestiguaban, sin lugar a dudas, lo fantasioso de la hipótesis: “Lloran la virgen y el crucifijo por los pecados del mundo”. 

Recuerdo con espantosa certeza todo lo acontecido en aquella tarde abarrotada del calor pegajoso del trópico. Yo tenía para aquel entonces seis años de edad y vivía con mi abuelo por voluntad de mis padres que prefirieron una vida de grandes aventuras y de viajes, a estar cargando con mi humanidad por los caminos del mundo. Sé también, y no por vagas referencias, que mi abuelo tomó tal decisión con escepticismo, creyendo    —tal vez, no podía saberlo— que a su hijo se le pasaría la ventolera; pero cuando pasaron varios meses, en su rostro se comenzó a dibujar una mezcla de resignación transformada en lástima. A partir de entonces mi abuelo y yo entablamos una distante camaradería; digo distante porque mi abuelo no era persona fácil en el trato. 

Hoy, luego de tantos años, puedo afirmar (para aquel entonces lo ignoraba) que aquel recio y corpulento viejo era de armas tomar. Había participado, sin que se le moviera ni un solo cabello, en decenas de montoneras cuando la democracia dio muestras de pretender pacificar a un país sembrado por los cuatro costados de atroces guerrillas azuzadas por las aventuras del Che´Guevara en todo el continente.  Por sus virtudes, casi sobrenaturales, fue ascendido en pleno campo a comandante de las fuerzas “apaciguadoras”, que con más temple que municiones, habían logrado el milagro de devolver a la nación el sosiego perdido. Días después de la firma del tratado de no agresión entre el gobierno y la guerrilla, el presidente de la república impuso a mi abuelo la orden “Francisco de Miranda” en su primera clase, como reconocimiento a su valentía y aporte en favor de la paz de la nación. 

Posteriormente le quedó al abuelo la resaca del odio. Ese mismo gobierno que lo condecoró, lo lanzó al peor de los ostracismos: el olvido. Fue entonces cuando el abuelo decidió regresar al seno de su familia, pero la distancia y el tiempo habían hecho su trabajo: su esposa —es decir mi abuela— había decidido abandonarlo, llevándose a sus hijos —mi padre y mis tíos—.  El golpe emocional fue duro y entregó al abuelo a una vida disipada entre mujeres y alcohol.  Esa fue su vida hasta que llegué a su casa de la mano de mi padre. Con él viví veinte años, hasta el día de su muerte.

Aquella tarde que visitamos la vieja y desvencijada iglesia,  estaba junto al abuelo y pude percibir en sus ojos la decepción por no poder comprobar que las imágenes de la virgen y del crucifijo lloraban lágrimas de sangre. Trataba a todo costa asirse a las teorías que propugnaban la vuelta a una religiosidad perdida durante el agónico siglo en aras de la lujuria, intentando —qué sé yo— darle un sentido a una vida sin sentido. El abandono de su esposa —mi abuela— le había cambiado el rumbo. De ser un hombre presuntuoso y exigente, se transformó en un ser que se movía con perfección y destreza en los trabajos domésticos. Realizaba, como el mejor, los oficios de la casa. Fue el abuelo quien me atendió durante buena parte de la niñez, de la adolescencia y la primera juventud. Desde que entré a su vida para instalarme, y no marcharme jamás, la actitud frente a su persona y hacia los demás cambió notablemente. Tal vez vio en mí la oportunidad de darle nuevos aires a sus atormentados días de viudez obligada. Recuerdo haberlo escuchado llorar en silencio, quejarse con dolor en medio de la impresionante soledad de la partida de los seres a quienes amaba a su manera, un tanto tosca y lúgubre.  

Ahora que pienso con la cabeza fría en lo sucedido, creo que mi padre me dejó con el abuelo para tratar de recompensar “con algo” su propia ausencia y separación.  Tal vez mi padre y mis tíos no le perdonaron nunca a la abuela una decisión tan drástica, que los apartó de una figura que les era necesaria y querida. Sin bien es cierto que el trabajo con la guerrilla apartó al abuelo de su familia durante algunos años, no es menos cierto que la separación de mi abuela fue la estocada definitiva para la disensión familiar.  

Durante los primeros años de mi vida con el abuelo noté que su entrega a mi persona lograba ahuyentar los fantasmas que lo atormentaban de manera constante. Recuerdo haberlo visto reír y bailar de la alegría cuando le contaba de mis excelentes calificaciones en la escuela, o de mis triunfos en el fútbol; deporte que lo apasionaba.  Me llevaba de la mano al estadio y sentía el calor de su piel curtida por una vida azarosa y hasta cruel.  Para aquel entonces los estragos del tiempo no se habían hecho presentes en su robusta y noble humanidad. El abuelo era un hombre francamente guapo. De estatura mediana y de complexión fuerte. Su cabeza y bigote blancos contrastaban con su piel bronceada por el inclemente sol de estas latitudes. Sus inmensos ojos castaños parecían verlo todo, escrutar cada minúsculo detalle de las personas y de las cosas.  

Jamás me hubiera imaginado un final tan inesperado para el abuelo. De veras que no conocía muchos aspectos de su vida que siempre estuvieron vedados para el chiquillo que era para ese entonces. Sé que pasaba horas y horas colgado del teléfono hablando con diversas personas, a las que nunca llegué a conocer. Pero no logré enterarme del porqué de las llamadas y de las largas conversaciones. Recuerdo recoger del suelo las abultadas facturas telefónicas, que recuperaba rápidamente el abuelo y llevaba con premura hasta su cuarto, mientras yo continuaba sumergido en mis estudios y largas cavilaciones juveniles.  


***

—¡Aló! Soy el hombre solitario que busca en tu compañía un poquito de paz a su atormentada existencia. No sé si perturbo tu vida, tu trabajo, o simplemente tu cotidianidad; pero démonos unos minutos para entregarnos a la felicidad de una amistad ignota y posible. 

—¿Qué te pasa buen hombre, acaso te atormentan vagas melancolías?

—Estoy solo, y marcando el disco telefónico me encontré con tu número. Deseo hablarte. 

—Hágalo, amigo, no me molesta tu presencia a través del hilo telefónico... a la final tú pagas la cuenta.  Pero dime amigo: ¿eres divorciado, viudo o soltero?

—Nada de eso mi desconocido interlocutor. Soy abandonado. Mi esposa me dejó después de largos años de vida conyugal más o menos feliz y grata. Argumentó abandono de hogar, por haberme ido a las montañas a ayudar acabar con las guerrillas de este país.  Una mañana gris salió con sus maletas al zaguán de la casa y me dijo: “Adiós..., hasta nunca,  Juan Ernesto”. Y cumplió. Nunca más volvimos a vernos personalmente. Cuando quiso comunicarme algo acerca de nuestros hijos, lo hizo a través de interpuestos. No tienes la más perra idea de lo que eso significa.

—Claro que no, gordo. ¿Te importa que te llame gordo? 

—En absoluto.

—Hice mi vida sin intermediarios. Jamás permití que me poseyeran familiarmente. Eso de la mujercita y los hijos dando la lata, jamás me convenció. Desde muy joven abandoné a mis padres y me dediqué a la pintura, oficio que aún ejerzo con más o menos éxito.  Hoy vivo aquí, y mañana más allá. Pertenezco a esto y al mundo.  En mí confluye el alma del hombre y de la mujer en todo su esplendor terrenal.  Me da lo mismo ser calificado de marica..., a la final nadie me da para mis gastos... yo mismo (a) me nutro, pago mis cuentas y mis haberes.  

—¡Perdón!, no te entendí con claridad lo que dijiste

—¿Qué?

—Bueno... eso de que no te importa que te llamen marica.

—Gordo, no oíste muy bien. No te me hagas el loco. Te dije, te quise decir, y te digo, que en mí convergen, se unen, participan o se reúnen las dos almas terrenas: hombre y mujer. 

—¿Eres... hermafrodita?

—¡Hay, cállate gordo! Eres bastante mayor —al menos eso creo por tu voz— para hacerte el tonto. Claro que no soy hermafrodita. Nací con el órgano genital masculino y he hecho uso de él. Y no deseo ni pretendo cambiármelo. Lo que quiero decirte es que todos los seres humanos llevamos algo de mujer y de hombre en nuestros genes; pero en mí esos “algos” están muy acentuados. Te explico: por todo esto de la depresión, o recesión económica, una tiene mijito que echar mano de lo que le venga.  Si una no encuentra trabajo como hombre, pues se viste de mujer. Y viceversa. ¿Entiendes?

—¡Ah, ya comprendo!

—Cuánto sudé, gordo, para que entraras en razón. A veces los hombres se obcecan con aquello del machismo, o de la masculinidad. Muchos hasta se dejan morir de hambre por no dar su brazo a torcer.  

—¿Entonces?…

—Entonces... ¿qué gordo?

—Bueno no me ha dicho a qué te dedicas. Me has dejado inquieto con tantas explicaciones inconclusas.  

—Pero está clarito. Mira... perdón: oye. De día soy medio ejecutivo de ventas de una empresa gasolinera...

—Medio... ¿cómo es eso?

—Verá.  Medio porque trabajo medio tiempo. Por más nada.  El sueldo y las comisiones son buenas, solo que no puedo darme mis caprichos personales. Recuerdas....

—Juan Ernesto, para servirte.

—No me tientes (risas).

—Recuerda que no solo de pan vive el hombre, ya lo dice La Biblia. De noche me dedico al modelado de ropa femenina.

—¿Qué?

—No te asustes, gordo.  Es un trabajo como el que más. Solo tengo que ataviarme con ropas muy finas y delicadas, que cuestan una fortuna. De muy joven estudié modelado en una academia ecuatoriana —porque soy ecuatoriano— y no encontré trabajo con mi cara de hombre. Sin mayor pudor me disfracé un día de mujer y le modelé al dueño de una cadena de ropa, y quedé contratado ipso facto.  Me da dinero. 

—Bueno... no sé qué decirte al respecto. Mi mente es muy pacata por mi formación familiar. Me cuesta mucho digerir este tipo de situaciones, aunque no las critico.  Eres dueño de tu vida y de tu cuerpo, y nadie tiene por qué recriminarte. Solo que en nuestra sociedad eso no es bien visto; es más: es execrado con fiereza.

—Lo sé, por eso me muevo con cautela.  Te cuento esto no sé el porqué. Tal vez tu voz —el timbre— me recuerda una voz familiar que me trae pensamientos de infancia. Tendría que pasar mucho tiempo para poder darte la cara y presentarme en cuerpo y alma.  En frío, es decir, fuera del ambiente, soy bastante tímido e introvertido. Me cuesta mucho entablar amistad con los hombres; tal vez en el fondo me recrimine a mí mismo mi doble vida. Es como una autocensura. ¿Me entiendes?

—Perfectamente. No seré yo quien te cause problemas. Por azares del destino marqué tu número y estamos conversando.  A veces me siento extremadamente solo y abatido. Aunque vivo con un nieto, no es lo suficientemente grande como para que comparta conmigo todas las vivencias de mi..., no tan corta existencia.  La casa se me hace inmensa por la soledad que la habita, y a veces creo enloquecer. 

—Vade retro con esa palabra, gordo. No me gusta un tantito. No se me ponga melancólico, mira que no es bueno para el corazón.  Toma un lápiz y una libreta y anota mi número, porque de seguro que no lo recuerdas.  Aquí me encontrarás dispuesto a escucharlo cuando lo desees. Ambos podemos compartir soledades; en eso soy un experto.

—Creo que no me has dicho tu nombre.

—Vivo solo, yo te atenderé. Aunque no hace falta que te diga mi nombre nada me lo impide.  Me conocen en los bajos fondos como “El flash”.

—¿Puede deletreármelo?

—F-l-a-s-h. Así de simple. 


***


Ingresé al convento muy, muy jovencita. Apenas había asomado mi primera menstruación, y unas incipientes teticas. Fui llevada de la mano de mi madre por sus atávicos deseos de expiar sus propias culpas, que la aterraban por los fuegos del infierno. Podrás imaginarte, Hombre Solitario, cuán fue mi sufrimiento los primeros meses: verme alejada de pronto de las cosas y los seres que más amaba. Mi padre se opuso desde un comienzo; pero mi madre lo convenció con el alegato de mi inminente prostitución, habida cuenta del ambiente que me rodeaba. No conocí jamás un novio, ni una carta de amor, ni una mirada furtiva que hiciera latir mi corazón con mayor ímpetu.  Desde muy niña fui entrenada para los oficios de un hogar carente de casi todo.

—¿Por qué no escapaste de tu destino? Yo intento hacerlo llamando a las personas por teléfono. Siento que a través de la línea exorcizo mi sino cargado de soledad y de abismos. 

—Tal vez por pura comodidad. Una se acostumbra a llevar su vida con paciencia y con mucho de frustración. Aquí, en el silencio de la oración, he encontrado un tanto de alivio para mis penas que son muchas.  

—Sor, perdona mi indiscreción, pero ¿no sientes deseos sexuales? ¿Acaso lograste sublimar tu joven naturaleza?

—Dios nos hizo con una sexualidad para que multiplicáramos la especie y pobláramos la tierra. Mis deseos no los he sublimado, detrás de mis hábitos yace toda una mujer.

—Que intuyo hermosa.

—¿Por qué?

—Tal vez por mis años y por mis mañas.  

—Por Dios, me hace ruborizar.

—Perdona, hermana... no fue mi intención.

—En tres meses que llevas llamándome es la primera vez que me haces hablar tanto, y no me cuenta nada.

—Qué más te puedo contar, hermana, que ya no sepa.  La casa se me hace tan grande y fantasmagórica que me estremece. Tengo un año que no sé nada de mis hijos; ellos también me abandonaron.

—No digas eso, hombre, tal vez viven muy ocupados. Este mundo tan complicado hace que la gente se distancie y se pierda en los laberintos siniestros de las calles.

—Pero no lo suficiente como para olvidarse de quién los engendró.

—Hay algo que no logro aún comprender de tu historia. Cómo aceptaste con tanta facilidad que tu esposa se llevara a tus hijos y no hizo nada para evitarlo. 

—Contraté al mejor bufete de la capital y entablé una querella histórica. Eso no solo consumió mis ahorros y mis nervios, sino que dio tiempo para que ella adujera viejas y olvidadas infidelidades, buscara falsos testigos, y lograra quedarse con los niños. Exánime y limpio firmé un papel en el que renunciaba a su guarda y custodia. Mi espíritu en aquel entonces no daba para más, hermana, mi debilidad humana se hizo más notoria consumiéndome el ánimo y las fuerzas para seguir adelante. Me salvó el que mi hijo mayor me dejara unos años después a mi nieto, con quien vivo desde entonces. El niño logró reponer el vacío dejado por la ausencia familiar. 

—Muy duro lo que me cuentas, Hombre Solitario, cuánto lo lamento.

—Más lo lamenté yo, hermana. Hoy me resigno a paliar mi soledad para intentar ganarle una partida a la vida. 

—¿Jugando limpio?... lo dudo, abuelo.

—No parecen palabras de una monja.

—Monja no; religiosa.

—¿Eufemismos a estas alturas?

—Eufemismos no, cambio de los tiempos. Todo cambia y se transforma. Hasta la fe de las personas.

—Y la tuya... ¿cómo está?

—¿Te refieres a mi fe?

—Parece gallega.

—Mi fe, intacta. La misma con la que ingresé a la orden.

—Entonces estás falla.

—¿Conjeturas?

—No. Hablo con base en lo que tú mi misma me contaste hace un rato. 

—Una tiene derecho a equivocarse, y más si hay un interlocutor experto en meter zancadillas dialécticas.

—Ay, hermana, tú y yo estamos para el mismo manicomio.

—A lo mejor, a lo mejor.  Pero nunca antes me lo habían dicho, y me siento rara por ello. Creo que al loco hay que dejarlo que disfrute su locura; a menos que venga un loquero y lo cure definitivamente. 

—Quizás tengas razón, hermana....

—Ahora que lo pienso nunca le he dicho mi nombre. Soy, Sor Juana Inés de la Cruz.

—¡No se lo creo, hermana! Es demasiado literario como para aceptarlo en la realidad.

—Palabra de religiosa. Santa palabra.

—Pues déjeme decirte que soy un ferviente admirador de la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, y me parece una gran casualidad el que hayas usado su nombre.

—No lo escogí yo, fue mi madre quien lo hizo.

—Pero... ¿por qué?

—Por las mismas razones que lees sus libros. 

—Quieres decir, entonces, que eres un personaje literario. Eres casi un ser etéreo e inexistente.

—No tanto, por favor. Mi piel arde de pasión por la vida.  

—Eh... lo siento, hermana, tengo que cortar la comunicación, se me ha presentado un imprevisto fisiológico.

—No te preocupes Hombre Solitario, llámame cuando quieras, aquí estaré para consolarte como buena esposa de Dios.


***

Soy un hombre solitario que anda en busca de amigos y de compañía. En nombre de nuestro Señor Jesucristo te pido que no cuelgues y aceptes mi perorata, que aunque nada te diga conforta mi atribulado espíritu. No represento intereses de compañía mercantilista alguna, intento tan solo paliar mi tiempo, que por ser de sobra, me hastía hasta los huesos.

—No creo poder ser un buen interlocutor para nadie. Cargo sobre mis hombros mis propias tristezas y amarguras. Aquí me tiene, atrapado junto con mi familia en el sótano de un moderno edificio sin más esperanzas que la ayuda que me da un buen e ingenuo locutor de radio. La fuerza bruta de la naturaleza ha derrumbado mi hogar, destruido mi vida y mis sueños. Nada de lo poco que pude acumular en treinta años de mediocridad existencial me queda. Todo fue pasto de la furia demencial de una naturaleza injusta y perversa. Mi madre yace a mi lado en agonía y no puedo socorrerla. Mis niños me piden a gritos alimentos y lo único que nos rodea es barro, piedras y escombros. ¿Podrás buen hombre ayudarme antes de que muera?

—Qué horrible tragedia me cuentas, amigo.  No pude imaginar que en mi delirio, por carencia de compañía, contactara con uno de los afectados de esta monstruosa arremetida diluviana.  Pero, ¿cómo te llamas? para poder pedir en tu nombre ayuda a las autoridades. Hay que hacer algo de inmediato. Qué sé yo, buscar helicópteros, ambulancias y personal de la Cruz Roja para que los asistan en su hora menguada.

—Mi nombre es Luis Landaeta, señor. No me queda mucho tiempo de vida. Creo que está próximo el final. Siento una fuerte puntada en medio del pecho; tal vez esté infartado.

—Hace años realicé un curso de primeros auxilios, así que por favor siga mis consejos.  Lo primero que debes hacer es respirar profundo, inspire y luego expulse el aire lentamente. Trata de relajarte, porque si te pones nervioso va a ser peor. Trata de buscar un espacio plano sobre el que puedas acostarte. Desabrocha los botones de la camisa, quítate cadenas o cualquier objeto metálico que te moleste. Ahora cierra los ojos e intenta pensar en cosas agradables que te hayan pasado en tu vida. Aleja por completo los pensamientos negativos, porque eso te perjudica. Intenta, amigo Luis, escuchar los latidos de tu corazón hasta sincronizarte completamente con él. Uno, dos, tres, cuatro...

—Creo que lo estoy logrando. Aunque a veces la angustia hace que me salte el corazón y se me salga por la boca. No puedo dejar de pensar en mi madre moribunda, en mi esposa preñada y en mis dos hijitos bellos y tiernos que nada entienden de la situación. Me siento tan impotente que si tuviese un arma ya me hubiese volado los sesos.

—Ni lo pienses. Recuerda que te debes a tu familia y no te perdonarían un acto tan cobarde como ese.  No se desesperes, a lo mejor las autoridades ya están haciendo lo posible para localizarte y pronto los rescatarán.  Recuerda que este país no es el mismo de hace cincuenta años en el que no había las más mínimas condiciones ni para salvar un voto. 

—Escucho ruidos fuertes. A lo mejor se nos derrumba el techo y quedamos sepultados en vida. ¡Qué tragedia de mierda esta!

—Hombre de poca fe. No te entregue al fatalismo, recuerda que personas en peores condiciones que la tuya han logrado escapar con vida. Ten un poco de paciencia, no te muevas, procura no consumir mucho oxígeno. ¿Cómo te sientes del dolor del pecho?

—Algo aliviado.  Lo que pasa es que se me va y me viene de nuevo. A veces siento fuertes latigazos que me laceran la zona del pecho, y me cuesta entonces respirar. A parte de que en este hueco en donde estamos no hay ventanas que nos aseguren un ambiente sano. 

—No te preocupes, te repito, yo he visto cómo hombres que se habían dado por muertos resucitaron luego de días y hasta de meses de desaparición, y luego contaron las terribles experiencias que vivieron. Los salvó la convicción absoluta de que no morirían. Jamás se entregaron como lo estás haciendo tú. 

—Perdona, maestro, pero una cosa es estar aquí enterrado y otra muy distinta es hablar desde la comodidad de una casa, con una cama caliente, y con la nevera repleta de alimentos. En cambio aquí estamos en condiciones deplorables, sumergidos en un mar de sangre producto de las múltiples heridas que nos hizo las piedras y con un aire enrarecido y maloliente.

—Es verdad Landaeta, pero recuerda que el hombre está preparado y fisiológicamente acondicionado para soportar los rigores de situaciones extremas. Lo que sucede es que la sociedad y la supuesta civilización nos han transformado en completos maulas, dependientes de la tecnología y de las comodidades. Nuestros abuelos tuvieron que desplazarse a pie o a lomo de caballo o de mula por largos trechos, soportando las inclemencias del tiempo y los ímpetus de seres salvajes. En algunas oportunidades fueron víctimas de los ataques de vagabundos que se apostaban detrás de la maleza para asesinar y robar a los viajeros. Eso sí que era sacrificado; hoy todo nos lo han puesto en bandeja dorada, y seguimos quejándonos. Así que, Landaeta, a levanta ese ánimo, que pronto vas a salir librado de esa calamidad.

—No soy tan optimista como tú. Lo que pasa es que no provengo de tu mismo medio. Yo soy un ser resentido, maltrecho, avergonzado por todo lo que me ha sido negado y robado. En cambio tú pareces, por lo que dices, un fino burgués producto de nuestra economía dependiente del maldito petróleo que tanto daño nos hizo como nación. Eres un puntofijista. Jamás podrás colocarte en nuestra piel marginada por años, lacerada por las mentiras de pésimos gobiernos corruptos que tan solo nos mintieron para asirse de un poder político nefasto y cruel. A lo mejor eres uno de esos seres acomodados que miran de soslayo a los pobres que llegan hasta tu puerta a mendigar un pedazo de pan. Yo sí que he vivido calamidades y he visto morir cientos de personas por acción de las brutales fuerzas del orden, que han permitido el mantenimiento de un status corrupto y viciado. He sentido en mi propia carne los rigores del hambre, de la sed y de la miseria. Mi familia ha tenido que vivir apretujada y hacinada, viendo cómo se corrompen los niños, cómo se transforman los jóvenes en delincuentes, cómo mueren los viejos por balas fantasmas que entran en alguna noche de pesadilla. Mi pobre madre lleva en sus manos la huella ardiente de un trabajo vejatorio, duro y humillante. Ella jamás supo lo que era ir a un restaurante, o ir de compras a uno de esos lujosos centros comerciales que cobran por respirar, o simplemente ir a un supermercado con la certeza de que lo que llevaba de dinero le alcanzaba para todas las necesidades.

—Realmente duro lo que me cuentas, Landaeta. Pero me estás prejuzgando. Yo también he vivido situaciones terribles en las que he perdido todas las esperanzas. Vi morir centenares de compañeros de armas víctimas de certeras balas que daban en sus humanidades sin más pretexto que la propia muerte. Guardo aún en mi memoria la terrible agonía de amigos entrañables que lloraban como niños suplicándome que los salvara de su destino.  Muchos de ellos hablaban teniendo toda la masa encefálica desparramada por la tierra, o las tripas colgando de sus fofos cuerpos ya muertos en vida. Decenas de veces creí no poder escapar de un fatal destino cuando los enemigos nos acechaban con viejas y manidas estratagemas de guerra, pero que por mi juventud no captaba en su magnitud. Soporté climas infernales, lluvias antediluvianas, tormentas de arena que nos ardía en el rostro como llamaradas de fuego incandescente. Pegué mi lengua en la arena presa de terror ante la ausencia de agua y de futuro.  Me perdí en la selva amazónica durante dos meses no teniendo más comida que lo hurtado a una naturaleza misteriosa, y a veces perversa.  Sentía a cada instante la punzada de tiránicos insectos que devoraban mi sangre y mi piel sumergiéndome a veces en inmensos vapores y letargos que podía superar gracias a mi entereza física.  Las altas temperaturas de feroces soles tropicales amenazaron con hundirme en la desesperación absoluta. Me salvé de ser devorado por animales salvajes que tienen en la selva su mejor hábitat y sienten que somos sus invasores. Fango, ruidos tenebrosos, cantos de animales desconocidos, movimientos subrepticios de hojas de árboles, pasos profundos,  soledad absoluta, miedo que penetra los huesos en su afán por la huida hacia la nada,  gusanos inmensos que se acuestan en tu piel y dejan profundas cicatrices imborrables por la ciencia, fiebres certeras que dan a la persona aires novelescos,  noches petrificadas en el centro del corazón ante el más mínimo resquicio de duda,  concierto de animales nocturnos que no cesan en reclamar su parte en la comedia,  aire saturado de fuertes olores que impiden el disfrute,  frutos obscenos de la naturaleza que invitan a ser tomados aunque sepas que en ellos puede estar reservada la muerte, aguas profundas anegadas de caimanes con inmensas fauces abiertas olvidas en el tiempo, peces caníbales que llegan en manada para consumir su presa en cuestión de pocos minutos, escarabajos que penetran hasta la roca más fuerte, flores, hojas y tallos de especies botánicas de inmensa riqueza biológica y que esconden en su intimidad prehistóricos secretos de la humanidad,  inmensas hormigas culonas que en fila india recorren kilómetros de selva buscando su alimento... Eso he vivido, Landaeta. No soy un viejo burgués que esconde tras su vetusto rostro la hipocresía de quienes se sienten por encima del mundo y de sus maravillas, vengo del mismísimo centro del infierno en donde se forman los auténticos hombres de estas tierras tropicales, que no saben doblegarse frente a las adversidades. Mi piel se encuentra curtida, solidificada, recubierta por capas y capas de vidas pasadas y presentes. No soy un pusilánime, ni un viejito ñoño y afeminado que queda para cultivar flores y consentir a unos nietos. Aunque vivo con uno de ellos hago en solitario mi vida y le dejo que haga la suya. No me entrometo en su privacidad, en sus misterios, en sus sueños de niño abandonado por unos padres desalmados que se despojaron del paquete para disfrutar de sus cuerpos. Soy un hombre solitario que busca en cada llamada telefónica hacerse de amigos, de realidades ajenas para dar un sentido a una etapa más de su roída existencia.  

—Disculpa, Hombre Solitario, mi descarga adrenérgica. Creo que moriré enterrado en escombros. No escucho ya los sonidos en la calle, ni de las sirenas, ni los porrazos contra los muros de este viejo edificio. No veo moverse a mi madre: a lo mejor está muerta. Mis hijos lloran porque tienen hambre y a mi mujer un calambre que le atraviesa el vientre y le llega a la espalda le está avisando que puede abortar en este miserable sótano. No creo haber sido tan maluco en esta vida como para merecer un final tan espantoso, tan horripilante, siempre pedí a Dios no ver morir a ninguno de mis familiares, que me llevara a su diestra primero, para no tener que desgarrarme por dentro con este dolor inconmensurable.  Pero así es la vida, cuando uno menos lo piensa se desatan las tragedias y uno cree estar viviendo una pesadilla de la cual desea escapar cuanto antes.  

—Vamos, Landaeta, no te aflijas, mira que si pierdes las esperanzas tu mente también te abandonará, y entonces habrá llegado el final. Aférrate a la existencia, agárrate muy fuerte de ella y confía en que pronto vendrán escuadrones de la Cruz Roja para salvarte.  Tal vez el verte encerrado con tu familia en un frío y oscuro sótano te hace perder las perspectivas de momento. Por lo menos tienes a tu lado el teléfono y puedes conversar conmigo y con ese fulano locutor que ha intentado ayudarte desde su programa.  Tu madre no ha muerto, estoy seguro, lo que sucede es que a los ancianos la ausencia de suficiente oxígeno los sumerge de inmediato en los vapores pedregosos del sueño, y se rinden a la vigilia. Me preocupan tu mujer y los niños, pienso que necesitan atención inmediata ya que se pueden deshidratar. Voy a colgar y me comunico de inmediato con las autoridades para que vayan en tu ayuda. No desesperes, amigo, ya verás que pronto sales de esa pesadilla siniestra.

—Gracias... Hombre Solitario... y discúlpeme si te ofendí en un comienzo. Me encuentro obnubilado por las circunstancias, y no sé ni lo que digo. No me abandones, te lo suplico...


***


Soy un hombre solitario que busca amigos.  Por favor no cuelgues el teléfono, intento asirme a su realidad para sostener la mía. Mi esposa y mis hijos me abandonaron hace ya bastante años, vivo de la escasas rentas que me quedaran de una azarosa existencia militar.  Deseo compartir contigo este momento.

—Aunque no acostumbro a conversar con extraños, tu voz se me hace un tanto familiar y segura. Compartamos, pues, nuestras soledades Hombre Solitario, que tengo más de doscientos años de espera.  Soy un fanático de la vida que ha vivido demasiado por herencia genética que me viene del mismísimo Matusalén, mi tatarabuelo. He visto, como El Samán de Güere, pasar varias generaciones de hombres y de mujeres con sueños y esperanzas, y a todos se los comió la tumba fría.  Arrastro ya dos siglos y no puedo decir que esté viejo aún porque me quedan suficientes fuerzas como levantar el mundo. Mi oficio que me viene también de familia me ha permitido confeccionarme las pócimas que mantienen la juventud en la carne.  Sí, como lo estás oyendo, tengo en mi poder el elixir de la eterna juventud, lo prepararé con mis propias manos siguiendo los consejos de antiquísimas recetas que mi familia ha guardado con gran celo y cuidado por haber pertenecido al gran alquimista y hombre de hierbas Dioscórides. Si pudieras mirarme podrías asegurarte que no te miento y que llevo en mi rostro las señales de más de mil soles americanos, pero la fuerza y el vigor de un hombre de treinta. Me he desposado más de cuarenta veces en mi larga existencia y tengo en mi haber 472 hijos regados por toda la geografía de este gran continente de la esperanza. En mi augusto lecho he poseído las más ricas y virginales hembras  que jamás rey o príncipe alguno haya soñado. Poseo una verga descomunal, gigantesca, portentosa, superlativa, inimaginable, poderosa, fabulosa y envidiable, que ha ahogado a más de una vampiresa y le ha horadado el culo con ímpetus de emergencia hospitalaria a más de un centenar de meretrices.  Lástima que muchos de mis hijos no hayan heredado semejante miembro, porque ha privado muchas veces la herencia materna.  Jamás a mi boca me he llevado un trozo de cadáver de animal, me alimentan las hierbas, las raíces, los tubérculos, las hojas, los bejucos, los frutos y los ñames.  Duermo cinco horas por día y el resto del tiempo me dedico a escribir mis memorias, que por ser tan largas es un libro de nunca terminar.  No siento rencor por nadie ni me preocupo por reales que otro deba. Me dedico a dar largas caminatas por este hermoso país de miserias, en mi afán por explorar nuevos sueños he recorrido centenares de kilómetros a pie sin más peso sobre mis hombros que un liviano morral que guarda mis recetas naturistas. Puedo sobrevivir a duras penalidades sin que hagan mella sobre mi humanidad conocedora del mundo y de sus secretos. Jamás he pisado la puerta de consultorio médico alguno y mis vísceras desconocen lo que es la acción invasora y lacerante de los fármacos químicos.  Mi única gran necesidad son decenas de litros de agua a los cuales agrego unas sales de magnesio que favorecen el anabolismo e impiden el deterioro de los sistemas orgánicos.  Conozco con lujo de detalles cada una de las propiedades terapéuticas de las especies botánicas que nos circundan, y de ello me sirvo a cada instante. De noche, cuando el silencio se hace rey, me interno en mi laboratorio y me dedico durante horas a develar los grandes secretos de los sabios y a poner en práctica sus enseñanzas.  Es así como he confeccionado cremas para evitar las arrugas, lociones que impiden que se caiga un solo cabello, antibióticos naturales que liquidan una infección en cuestión de minutos,  pócimas que permiten el cambio de color de la piel, jarabes que curan con un par de cucharadas el asma, la diabetes, la artritis, el reumatismo, el cáncer, la leucemia y tantos otros males que aquejan a la humanidad.  Todo esto lo tengo listo para mostrarlo al mundo en su debida oportunidad; pero no deseo gloria terrena ni aplausos, ni admiración, ni alabanzas ni mucho menos ese fastidioso Premio Nobel por el que tanto se pelean los hombres. Una vez que crea ha llegado el preciso momento para mostrar al mundo la verdad de estos secretos tan profundamente guardados durante siglos, lo haré sin impacientarme, flemáticamente, impertérritamente y desapareceré de la faz de la Tierra.

—Todo eso que me cuentas parece increíble; demasiado bueno como para ser verdad...

—No te estoy pidiendo que me creas, tú fuiste quien marcó mi número telefónico. Por su puesto, negaré lo que te he contado en caso de atreverte a invadir mi privacidad con seres extraños a los que detesto por siempre.

—No quise molestarte, solo que mi mente es demasiado cartesiana como para asimilar en una lección tanta maravilla. 

—Peor para ti que te complicas con las simplicidades de este mundo científico-tecnológico de mierda que nada sabe y nada ve. Si los humanos pudiésemos abrir los ojos a una realidad que está más allá de la capacidad sensorial de unos sentidos completamente finitos y cerrados, otras muy distintas fueran las circunstancias de este pobre mundo desolado y perverso en el cual vegetamos.  Pero lamentablemente nos dejamos llevar por los deseos insatisfechos, por las frustraciones y por lo que nos dicen las exterioridades sin importarnos nada las interioridades, donde nacen los sentimientos de los seres, y sus posteriores movimientos. Pobre humanidad que vive amenazada con el exterminio total y no acaba de comprender la razón fundamental de las cosas de acá y de más allá de la simple objetividad de lo cotidiano. La vida es un inteligente juego de ajedrez que lo gana quien esté atento y mejor preparado para ello. Los humanos vivimos solo de piel y de reacciones mecánicas y químicas que nos empujan a responder con igual medida y proporción las supuestas intimidaciones, agresiones, perversidades y miserias, cayendo en una feroz ruleta rusa que trae muerte, dolor y feroz encarnizamiento entre semejantes. Jamás pensamos en romper ese círculo vicioso que nos ata a una vida ametafísica, pueril, con fronteras bien definidas, plagada de malos deseos y de mentiras que son muy reales y creíbles. Tal es así que hasta se nos olvidó la capacidad y el poder de hacer milagros, de transformar nuestros deseos en el mañana presente, inmediato y de forjar nuestro futuro. Pensamos y no pensamos, vivimos y morimos a cada instante, comemos y nos dañamos, hablamos y destruimos, actuamos y asesinamos a los otros, vamos y nos devolvemos. Dejamos olvidada en una remota existencia la innata concepción de ser infinitos a pesar de la muerte física que no es el límite de todo, sino un comienzo, un reimpulsar nuestros planes hacia otras dimensiones insospechadas en el plano del cosmos inconmensurable. El hombre puede hacer milagros, sí, puede cambiar su sino fatalista por otro liberador y de más esperanzas en el cual no haya ataduras de ninguna especie, ni la terrible certeza de terminar siendo pasto de los gusanos dentro de una vulgar fosa, y que hasta allí llega todo nuestro periplo. El poder de nuestro ser es tan inmenso, amigo solitario, que conocerlo nos lleva toda la vida y lo desperdiciamos en aras de una supervivencia plagada de inmediateces y tonterías.  Además, en el corto camino que existe entre la cuna y la tumba vamos dejando miseria y destrucción, olvidándonos que el vivir no es tan solo el permanecer en una existencia simple e inaudita, sino que debería implicar una concepción más universal de las cosas, según la cual todo importa y nada está puesto al azar o dejado al arbitrio de fuerzas inmanejables y ajenas a nuestras necesidades.  Nuestra vida se transforma, en función de ello, en la conjunción perfecta entre los movimientos de todos aquellos cuerpos que navegan en el infinito y que nos influencian de manera continua y permanente. Los astros ejercen un inmenso poder en nuestro devenir como criaturas y de sus cruces y travesías depende lo que aquí —en este plano físico— definimos y entendemos como el destino de cada cual. 

—Deseo que me entiendas. Fui formado con una mente cuadrada, previsible, medible, desmontable en cada una de sus partes fundamentales. Creo solo en aquello que se puede demostrar mediante la experiencia científica. Lo otro, es decir, lo etéreo y sublime a lo cual aludes de forma magistral, entra en el plano de lo esotérico, de lo metafísico, de lo inasible e insustentable. Todo lo que he hecho en mi vida —no tan larga como la tuya, por su puesto, señor Matusalén— ha respondido a una circunstancia o coyuntura precisa, ajustable y cuantificable. Mi formación —o deformación, como a veces prefiero nombrarla—  me impide a veces ver más allá de una realidad bastante circunscrita y tangible.  Creo en lo que veo, oigo, palpo y saboreo.

—Se me olvidaba: tengo que retornar a mi laboratorio para terminar de preparar una vacuna contra el sida.   

—¿Entendí bien?

—No te asombres más, amigo. Llevo unos días experimentando con algunas cepas del HIV y me he encontrado con algo muy interesante que cambiará el rumbo de las actuales investigaciones contra este síndrome perverso.

—Me puedes adelantar algo señor Matusalén.

—Lo siento, Hombre Solitario, pero todavía no es su momento. Lamentablemente la humanidad deberá padecer más para que aprenda la lección universal, antes de poder alcanzar la vida eterna sobre este paraíso olvidado en medio de la podredumbre.

—¿Cuál?

—Nada es lo suficientemente desconocido como para no verse e ignorarse. La verdad es tan simple que está ante nuestros ojos para ser develada. Pero el ser humano es tan arcaico y presumido que su venda le impide conocer lo que ya ha sido conocido por otras culturas supraterrenas.

—No comprendo.

—Tu curiosidad puede ser tu tabla de salvación, o tu propia derrota. Depende de cómo interpretes el crucigrama.

—¿De qué crucigrama me hablas?

—Del de la vida y sus acontecimientos. A cada instante rellenamos un espacio de nuestra propia existencia. A veces acertamos en lo que hacemos y decimos; en otras oportunidades hacemos mucho daño y matamos eso que llevamos por dentro de nosotros mismos y de los semejantes, es entonces que nos convertimos en suicidas y en criminales. Lo peor no es todo eso; lo grave radica en la inconsciencia que nos satura el entendimiento superior. Pero bueno, hombre solitario, como te dije hace unos instantes, debo dejarte para dedicarme a mis actividades investigativas en favor de la humanidad. Tal vez volvamos a conversar o nos conozcamos personalmente.

—Tal vez señor Matusalén.

—Matusalén a secas, si me haces el favor.


***


Estoy rodeado de recuerdos que me asaltan como bestias.  Reviso con rubor las cartas de mi abuelo y vienen a mi mente ráfagas de tristeza por su inmensa soledad.  Los papeles ya se están tiñendo de la pátina del tiempo y las letras se escabullen como liebres acezantes frente  al cazador furtivo.  En un hermético cofre de bronce con empuñaduras de oro —quizá del siglo XIX— guardaba el abuelo los documentos que le importaban como su vida.  Observo diversos tipos de letras y me convenzo de su grave carácter de legado familiar. Hoy conozco una historia que llega a mis manos sin la suficiente preparación anímica dada la importancia que para mí ella representa. A simple vista se trata de una simple historia de amor, pero que al profundizarse en su contenido desvela misterios en la comprensión de tantas actuaciones del abuelo y que durante mi niñez representaron los arcanos guardados de una familia no tan simple ni vulgar. 



Santa Elena de Avatares, a 14 de febrero de 1934


Escribo esta historia  con la remota seguridad de que algún día pueda ser leída por mi nieto Guzmán. Lo que aquí narro implica un afán por ahuyentar culpas ajenas. Hoy, vistos los acontecimientos fuera de su contexto natural, parecieran como atroces, crueles, marcados por un destino nefasto. Sin embargo, cuando nos ubicamos en la temporalidad que les confiere su dimensión en el espacio y en el tiempo, podemos apreciar con mayor fuerza la carga emotiva que los llevó a ser lo que fueron: trozos de vida... de nuestras vidas. 

Mi padre... bueno... ¿Cómo describirlo sin ignorar su influjo en nuestras vidas? Se graduó de médico cirujano en la más vieja e importante universidad del país, y con honores académicos. Era apenas un joven lleno de ilusiones que muy pronto las vería deshechas por la tragedia. Era decididamente guapo, el más guapo de nuestra familia. Esa misma belleza física posibilitó que llevara una vida de amores furtivos, de honores mancillados. Mi madre se enamoró perdidamente de él y dejó a un lado la posibilidad de una vida que le prometía toda clase de fortuna material. Él se instaló desde comienzos de su carrera en una antigua y nombrada residencia para hombres de bien. Llegó una tarde a aquél viejo caserón colmado de toda clase de pertenencias, y de inmediato quedó impresionado de la belleza de la residencia que había sido un hotel de importancia en la época de la colonia española en América. Le impactaron sus inmensos portales ricamente trabajados con altorrelieves de gran exquisitez que le daban a la entrada visos principescos. Los frescos del zaguán y de la sala principal era lo que más había gustado a aquel joven que llegaba con deseos de convertirse en un flamante doctor. Con inmensas maletas, casi a reventar, caminó extasiado cada espacio del lugar, siendo cautelosamente observado por las mujeres de la servidumbre y por una chica que le pareció distinta desde que la vio asomada a través de una de las ventanas que daban al patio central. Él se quitó de inmediato —y con gran vergüenza— el sombrero de pajilla que llevaba puesto, y que por el nerviosismo había olvidado quitarse, y con un gesto pasado de moda saludó a la joven que al instante cerró el postigo y se internó en las profundidades de su alcoba. Doña Fresia, la regente de la residencia, salió a su encuentro y dio de inmediato la orden para que fuera conducido hasta su habitación. No sin antes leerle con vehemencia la cartilla de los deberes a cumplir, si deseaba permanecer durante todo el tiempo de sus estudios en aquella casa decente y de categoría. Doña Fresia había sido categórica cuando le expresó la prohibición absoluta de relacionarse con las mujeres de la casa, a riesgo de salir de inmediato sin devolvérsele el dinero ya cancelado por adelantado. Con las únicas personas que podía hablar era con ella, regente y dueña de la casa, su amantísimo esposo, don Javier Alcibíades, y con las mujeres de la servidumbre; eso sí, lo estrictamente necesario y que fuera conducente a la realización de algún servicio extra: lavado de ropa y planchado, comida, etcétera. La hora de entrada a la residencia era la seis de la tarde, a menos que avisara con anticipación acerca de alguna actividad académica que requiriera de su tiempo libre. Y que no se le ocurriera inventar algún despropósito, porque sus contactos con las autoridades de la universidad le habían permitido sanear, dentro de su casa, cualquier intento insano e indecente que se estuviera fraguando. No se permitía entrar al comedor sin abrigo y sin corbata, y jamás, por ninguna circunstancia, podía ser visto en paños menores por alguien de la casa, o por cualquier otro residente. Después de las once de la noche no se permitía que los residentes tuvieran encendida la luz, porque eso, amén de ser contrario al espíritu de las ánimas que desean descansar en paz, altera el ritmo del sueño de los vivos.  

 Una vez en su habitación, le preguntaron si deseaba comer la media mañana, cuya costumbre se había extendido por casi todas las regiones de los países andinos. Él no quiso aceptar nada, puesto de que el cúmulo de imposiciones que le había notificado doña Fresia, amén de ser insoportables y pueriles, eran imposibles de llevar a cabo a plena satisfacción de nadie. Se desabrochó la pajarita, se quitó los zapatos y de un solo salto cayó exánime sobre las sábanas que olían a esencia de rosas. El olor le desagradó, ya que siempre lo había asociado con la cursilería de empapar las cartas de amor con esa fragancia nauseabunda y pueblerina. No obstante, se quedó tranquilo, pensativo, con el ánimo golpeado por el cansancio del largo viaje y por la imagen de la mujer a través de aquella ventana que lo observaba como presa de la curiosidad cuando algo extraño cae en nuestras manos. Se contentó que su habitación contara con baño privado, ya que le parecía bochornoso tener que salir aterido de frío a saciar las  necesidades, mas si se vive en un sitio como ese en el cual se sentía observado en los más pequeños detalles. Se quitó la camisa, dejó caer el pantalón en la losa del piso y con pasos perezosos avanzó hacia el espejo y encontró un rostro cansado, brillante por el sudor de dieciséis horas de viaje a través de empinadas y peligrosas laderas que dejaban ver hondos precipicios. Lavó su rostro con cierta parsimonia y sintió el golpe del agua helada que le entumeció la piel. A medida que se lavaba recobraba lentamente el ánimo y la fortaleza. Estaba seguro de que esa noche dormiría profundamente; lo necesario como para emprender al día siguiente algunas gestiones en la universidad. Desembaló sus libros y puso en orden la ropa dentro del escaparate. Desenrolló la manta y se dejó escurrir dentro de las sábanas que sintió frías y ajenas a sus recuerdos. Emprendería una nueva vida y al cabo de cuatros años sería un médico de la república, tal y como había sido siempre su anhelo y, en especial, el de su padre. Recordó a su “viejo” y algunas lágrimas recorrieron su rostro hasta caer con fuerza en la comisura de los labios, sintió su sabor salado, su tibieza absoluta, y con un gesto brusco intentó borrar los recuerdos secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Muy pronto se quedó dormido. 

Al día siguiente el sol le calentó el rostro hasta despertarlo. Había dormido demasiado y sin sobresaltos, lamentó que fueran las nueve de la mañana y sintió que el tiempo no le alcanzaría para sus propósitos. Se duchó rápidamente y veinte minutos después se encontraba en el comedor para la primera comida en aquella residencia. Doña Fresia lo saludó con parsimonia y ordenó a una de las muchachas de la cocina que le trajera café con leche, arepas y huevos revueltos con tocineta al bachiller Guzmán. Después de las preguntas de rigor acerca de cómo pasó la noche y si se sentía cómodo con los servicios de su negocio, doña Fresia abandonó el comedor, no sin antes recordarle que el almuerzo se servía a las 12.00 sin demora. De pronto una voz cálida y aflautada se hizo sentir en el comedor; era la hija de doña Fresia que hacía su entrada triunfal, bastantes veces ensayadas a hurtadillas de su madre, quien era en extremo celosa con su única hija. Se trataba de una hermosa muchacha, de unos quince o dieciséis años, de elegante porte, no muy alta, con ojos muy negros y grandes, de cabello oscuro que le caía sobre el hombro. Al reírse dejó al descubierto una espléndida dentadura que brillaba de blanca. Al entrar al comedor lo hizo con gracia, caminando en el aire, su delgada figura hacía de la muchacha de gran delicadeza, etérea, invisible a los ojos de la mayoría; pero no a los de  Guzmán, quien al verla sintió cómo si una fuerte ráfaga de sangre le hiriera el rostro. Al verla, Guzmán se levantó y le extendió la mano para saludarla. En el mismo instante en el que las dos manos se iban a tocar, doña Fresia entró y con voz imponente le dijo a su hija que se retirara a su habitación. La muchacha salió apresuradamente del comedor y doña Fresia no se inmutó para reclamarle a Guzmán su primera falta al reglamento que le había leído la noche anterior. El bajó la mirada y reconoció que la extrema belleza de su hija lo había hecho olvidar de que una de las normas de la residencia era precisamente el no contacto con las mujeres de la casa.  Sin embargo, en el fondo de su corazón doña Fresia se había sentido halagada con las palabras exultantes del joven acerca de su hija; muy para sí las tomó como un halago indirecto a su persona. Guzmán presentó de nuevo disculpas por la situación y pidió permiso para retirarse.

Mi padre era estudioso y aplicado, el apellido Guzmán comenzó a ser nombrado por todos en la universidad y los compañeros lo acosaban  a preguntas a la salida de la clase de anatomía. Si bien en un comienzo fue una buena dosis para su ego bastante lastimado por la ausencia familiar, luego se tornó pesado y le restaba tiempo para dedicarse a sus estudios. Mi padre se fue aislando como signo de una soledad que deseaba para adelantar en su carrera. A las constantes arremetidas de sus compañeros respondía con un no rotundo que le fue ganando animadversión, creyendo todos que se trataba de soberbia u orgullo por sus altas calificaciones. Guzmán no tenía amigos y los días de fines de semana y feriados los pasaba encerrado en su habitación buscando en los libros los secretos guardados por los grandes médicos de la humanidad. De Hipócrates, hasta de algunos de sus profesores de la universidad, Guzmán aprendió técnicas curativas y estrategias para el abordaje del paciente y de un diagnóstico certero. Su carácter ermitaño le creó un halo de misterio a su alrededor, razón por la que el aislamiento, aunado a las estrictas medidas disciplinarias de doña Fresia, dieron a mi padre fama de “raro”, de ser extraño y distinto a los demás. En el fondo sabía de los comentarios en los pasillos de la universidad y entre los compañeros de la residencia, pero ello no le causaba la más mínima inquietud. Cuando no estudiaba, se dedicaba a escribir poemas, y la imagen de la hija de doña Fresia se iba haciendo presente como una musa necesaria. Día a día adelantó en su trabajo literario y al cabo de varias semanas tenía tantos poemas escritos, que se asombró de eso. Llegó alcanzar un grado de expresión lírica y musical sorprendente; sus sentimientos ocultos fueron aflorando y las palabras escritas le eran insuficientes como intercesoras de su creciente pasión. Se vio atribulado, caminando a grandes pasos de un lado a otro dentro de su habitación, se frotaba las manos empapadas de sudor, que se transformaba poco a poco en un río que amenazaba con delatarlo en su onanismo mental. Una mañana que decidió no ir  la universidad hasta tanto no se comunicara con la chica, preparó un plan para hacerle llegar poco a poco cada una de las cartas que le eran destinadas. Se vistió para el desayuno, guardó con disimulo la carta dentro del bolsillo externo del abrigo, y salió a hacerle frente a esa situación que ya se le hacía insoportable. 

La carta llegó a manos de la chica y supo de una pasión que se encendía a pasos agigantados. Lo había visto unas dos veces; pero eso bastaba para afirmar su amor y las inmensas ansias por establecer algún tipo de contacto. ¿Cómo superar las barreras de doña Fresia? —se preguntaba constantemente. Aquella mañana cuando una de las muchachas de la servidumbre le entregó el sobre, su corazón saltó en el pecho. Leyó obviando frases enteras; como si con eso acelerara el tránsito hacia una felicidad desconocida. A partir de aquél momento los contactos se hicieron frecuentes con la soterrada ayuda de Rosa, que la había visto crecer.  Pasaron tres meses y la pasión de ambos ya era incontenible. No se conformaban con leerse. La necesidad del contacto físico buscó motivos para el encuentro en la casita de campo de la familia de doña Fresia, con arreglo de la buena de Rosa. Al verse no sabían cómo expresarse el amor que se tenían. Ambos estaban paralizados, uno frente al otro. Lentamente él la atrajo hacia su cuerpo, y se abrazaron suavemente. De pronto la luz se hizo tenue y se encontraron solos en medio de una habitación vacía, que había sido dejada para albergar a unos huéspedes europeos que jamás llegaron. Él fue despojando el cuerpo de ella de sus vestiduras, y ambos se descubrieron desnudos y deseosos. Durante dos horas se amaron sin importar otra razón que no fuera complacer al amante, y complacerse. Exhaustos y sudosos se dejaron caer sobre la piedra que recubría la tierra húmeda, y así permanecieron hasta que los tomó la luz del amanecer por sorpresa. 

Muy pronto la felicidad comenzó a fugárseles por la vía de la desavenencia e imposición familiar. A doña Fresia una fuerte corazonada la impulsó a realizar todos los trámites para entregar a su hija al cuidado de las Hermanas del Divino Corazón de María. El sufrimiento de la chica fue grande al enterarse de que jamás volvería a ver su amante. De inmediato comenzó a perder peso y el sueño, su rostro se tiñó con el azul de la palidez anémica y frecuentes desmayos alteraron su vida no ya feliz ni sosegada. Alarmada, doña Fresia mandó a llamar al médico, pero éste no se hallaba en la ciudad. A pesar de su precario estado de salud, su madre no perdía una ocasión para recordarle su salida inminente hacia el convento, ubicado a más de dieciséis hora de camino. Los desmayos frecuentes y la inaudita delgadez de la muchacha, obligaron a su amante a increpar a la madre para que dejara de hostigarla. Como es de suponer, doña Fresia lo echó de su casa, y mi padre tuvo que irse a una pensión vecina. Desde allí pudo enterarse de los pormenores de la salud de ella y decidió entonces lo que debió hacer desde hacía mucho tiempo: llevársela lejos donde no la alcanzara el poder de doña Fresia. A media noche entró a la casa vecina sin que lo sintieran y logró raptar a la muchacha y partieron de inmediato. 

Mi madre no daba señales de recobrar la salud. Es más, fuertes hemorragias la habían azotado durante todo el camino. Guzmán, inquieto, decidió presentarse en el pequeño hospital del pueblo y pidió que la atendieran. Sobre una delgada camilla acostaron a su amante y con la ayuda de un estetoscopio el médico la fue auscultando y encontró alteraciones en su ritmo cardíaco y respiratorio. Luego de un lento reconocimiento el médico llegó a una conclusión que ya presentía mi padre: ella estaba embarazada y en grave peligro de aborto. ¿Cómo no se había dado cuenta siendo estudiante de medicina? Constantemente Guzmán se recriminaba su ignorancia y la irresponsabilidad de haberla sometido a diez horas de camino fatigoso, poniendo en riesgo su vida y la del bebé. La muchacha permaneció en cama durante 7 meses, tiempo en el cual Guzmán tuvo que emplearse como obrero de minería para poder hacerle frente a todas sus obligaciones. Llegaba ya de noche y conversaban hasta que se quedaban dormidos. La vida se hizo entonces cruel. Él vegetando en un trabajo que le exigía más de lo que sus exiguas fuerzas podían ofrecerle; ella por no poder moverse y sentirse no más que una piltrafa humana tendida en un camastro en el que habían dormido varias generaciones de lugareños. Además, fuertes ataques de tos la asediaban cuando se acercaba la noche, agotándose hasta el extremo de tener que depender de Guzmán para orinar y defecar. De repente a él lo poseía la depresión y el desengaño, llegando incluso a pensar en una muerte rápida y liberadora. Los meses fueron transcurriendo y llegó con anticipación el día del alumbramiento. Guzmán se hallaba internado en lo más profundo de la roca viva, de donde extraían el carbón, y no regresaría hasta el siguiente fin de semana. Ella tuvo que parir sola, sin fuerzas, arrancando al bebé con sus uñas de las garras de un vientre que no cesaba de manar sangre y agua. Arrastrándose como una perra callejera pudo llegar hasta donde supuestamente estaba la bolsa con la ropa, las tijeras y demás cosas que habían adquirido con esfuerzo; pero no la encontró. Siguiendo instrucciones de su instinto animal, cortó el cordón umbilical con sus dientes y limpió al niño con la lengua; lo envolvió como pudo y se quedó dormida con su escuálido pecho seco dentro de la boca del recién nacido. A los dos días regresó Guzmán del trabajo y encontró a su mujer muerta y bañada en  sangre. El bebé aún respiraba y seguía mamando de los tumefactos pechos. Horrorizado lo tomó entre sus brazos y con su cuerpo le dio calor hasta que recobró el llanto. A su mujer la enterró detrás de la casa y se marchó de allí para siempre sin dejar rastro. 

Más adelante, cuando yo ya había crecido, pudo mi padre finalizar su carrera profesional. Había perdido las ilusiones y las ganas de cambiar el mundo, empero, el estudio le permitió liberarse de los fantasmas que lo atormentaban desde la muerte de su mujer... Regresó a la vieja pensión en la que conociera a mi madre y nadie lo reconoció. Doña Fresia era una respetable anciana que todavía lloraba la ausencia de su hija y maldecía el nombre de aquel infame que le había destrozado su vida. La casa permanecía tal cual y Guzmán no pudo contener el llanto cuando se paró frente a la ventana desde la que por primera vez viera a mi madre. Comprendió en aquel instante que ya nada tenía que hacer allí, y se retiró con la certeza de haber saldado sus recuerdos...


***

Ahora comprendo el sufrimiento del abuelo. Llevaba la  soledad y el dolor impregnados en su piel. El haber nacido en tal difíciles condiciones y ser el centro de la trama de la tragedia de sus padres, lo condujeron a un laberinto de imprecisiones peligrosas, y hasta demoníacas. A poco entendió que su vida no sería fácil, e inteligentemente se lanzó a alcanzar un menguado equilibrio psíquico, que se le desmoronaba con cualquier ventarrón existencialista.  Luego el abandono por parte de la abuela —y de mis tíos— configuró un cuadro que rayó con la locura y la fantasmagoría de un raciocinio desmigajado y perverso. Los años de su madurez los vivieron bajo el sometimiento de un régimen castrense, en cuyos recintos se doblega la innata voluntad en pos de un ideal patrio, y pudo sostenerse sin la trivial ayuda de una familia que supuestamente da la armazón para el anhelado “equilibrio” psíquico y sentimental.  Fue a combatir a la guerrilla en los años dorados del presidente Caldera, y formó parte de su estratégico plan de “Pacificación” en las montañas. No obstante, el abuelo sufría el resquebrajamiento de su principio de libertad. Llegaba a casa y se encontraba con que su nieto, es decir: yo, no había regresado, fungiendo   —con muy buena representación dramática— de alumno de una academia para la que no tenía ganas; ni mucho menos pasión.  

El Hombre Solitario, como se hacía llamar el abuelo entre sus consecuentes escuchas telefónicos, soslayó su inmediatez personal con pecados y deudas que no le correspondían. De pronto —tal vez subrepticiamente deseándolo— se vio involucrado en decenas de enojosas situaciones que lo hicieron reconciliar con el hombre enfermo que llevaba por dentro. Su catarsis diaria le permitió querellarse con más de uno en pos de una dimensión social que estaba lejos de comprender; y mucho menos de aceptar. Buscaba entre las voces sin rostro una compañía que le había sido negada desde el mismo instante de ser concebido en el vientre de su madre. Tal vez aspiraba a una comunicación superior que lo exonerara de la culpa de un parricidio que jamás cometió; siendo solo una víctima más de una sociedad interconectada; pero excesivamente deshumanizada. 


***


—¡Aló!, habla el Hombre Solitario.  Intento —¿en vano?— liquidar la soledad que me agobia y el deseo de ser parte de tu presente.  Por favor no me cuelgue la bocina, escucha lo que tengo que decirte. 

—Hola, amigo, tanto tiempo sin conversar. Busqué hasta hoy disfrazar con mi trabajo nocturno el desprecio que siento por esta sociedad hipócrita y chauvinista. Sí, Flash desea ahora desvelar su afán por decirle al mundo que jamás ha existido sobre el planeta un ser humano que pueda echarle en cara su desprecio por su “condición” de marica.

—Todos somos, de alguna manera, bufones de un destino inconmovible e inútil.  Mírame a mí: escondido por años en la bocina fría y esperpéntica de un teléfono, tratando de ahuyentar mi soledad, y creo que la he aumentado. Solo te digo, Flash, asume con dignidad tu condición.  Ve y dile al mundo que estás vivo...

—¿Y yo, que llevo años con estos hábitos que me laceran la piel?

—Ay, Sor Juana Inés, tu caso es muy particular. Creo que no tiene cura tu mal, de seguir ocultándole al mundo tus propias maravillas. Has que tu piel muestre lo que esconde tu alma...

—¿Y mis años dedicados a la oración y al sacrifico de los placeres mundanos que tanto le atraen al mortal humano?

—Mírate en mi espejo: viejo, solo y triste, sentado en un  diván hablando con fantasmas, y rumiando mis penas. Libera tu espíritu de aquellas vagas melancolías que aprisionan tu ser y lánzate al mundo a reconquistar el tiempo pasado y el venidero.  El presente es una ilusión sin límites...  

—¿Y qué hago con mi fe?

—Ponla al servicio del hombre, y no de una elite... No se te perdonará...

—¿Y yo, cómo escapo de este entierro en vida?

—Landaeta: tú eres tu propio carcelero. Rompe las murallas que te impiden crecer como ser humano. No acotes tu existencia. Serás lo que desees ser y llegarás hasta donde te alcancen tus fuerzas. 

—Y yo, Matusalén, ¿cómo hago para adaptarme a las distintas generaciones que pueblan la tierra sin caer en la tentación de ser parte de alguna de ellas?

—Ay, amigo, tu sabiduría te conducirá a tomar la decisión más acertada. No siempre la vida eterna es lo más conveniente para el hombre y su destino. Y aunque vivamos para perpetuarnos, en el cambio de piel se realiza el milagro universal de la multiplicación de la especie. Dejarás huella en el planeta, pero tu forzado empeño por no abandonarlo con el correr del tiempo, hará que de la conciencia del hombre brote el deseo por ser todopoderoso; entonces sobrevendrá la gran catástrofe, el fin de los tiempos. Allí no habrá llanto ni rechinar de dientes. 

—¿Entonces, eso quiere decir que mis descubrimientos y mis pócimas no tienen un valor verdadero para el hombre y para la civilización?

—Matusalén: todo tiene un valor; pero relativo. El gran error del hombre ha sido precisamente el pretender tener la verdad absoluta de todo. Eso no existe. Las verdades cambian como nuestra propia piel. Hoy es una cosa y mañana será otra. Nada de lo humano persiste; nuestra obra es finita...

—Y tú, Hombre Solitario, ¿qué vas a hacer con tu vida?

—Buena pregunta, Matusalén. Me preparo para apearme de este mundo. No soporto mi ingrimitud. Tengo sobre mi mesa todo listo para convertirme en un etcétera. 

—¿Y eso no es paradójico con todo lo que me has expresado?

—En absoluto, mi partida no es suicida, sino redentora. Está visto que puedo influir positivamente en la vida de los demás; pero nada puedo hacer por la mía. Me hundo en la oscuridad de mi anonimato. Regreso a la soledad que me confiere mi misma naturaleza. Mi ciclo ha finalizado y retorno a las profundidades del vientre de mi madre. He dejado todo preparado. Nada le faltará a mi nieto. En el cofre hallará respuestas a sus tantas interrogantes y muy pronto —más de lo que uno cree— no seré más que un vago recuerdo en su vida... en sus vidas...  

—¿Y no aspiras a un milagro que de un vuelco a tu existencia?

—En otros tiempos lo pedí. Luego constaté satisfecho que no llora la virgen ni el crucifijo por los pecados del mundo. ¿Y qué puedo aspirar yo si soy tan solo una pieza en este complicado y gran rompecabezas que es este alocado planeta...? Desde entonces busqué solo el goce estético al visitar las viejas y desvencijadas iglesias. A partir de allí me comencé a sentir —no sé si merecidamente— como un héroe con la  espada rota.  Así mismo... 


***

El abuelo desapareció sin dejar huellas.  En su apartamento no se constataron señales de violación de las cerraduras o de los sistemas de seguridad. Di parte a las autoridades y nos empeñamos en un plan de rastreo que duró tres meses consecutivos. Nada pudimos hallar; tan solo un silencio que aún hoy me crispa la piel. De vez en cuando entro al apartamento en el que mi abuelo realizaba sus interminables llamadas anónimas, y la nostalgia me juega malas partidas. No puedo contener las lágrimas por su extraña desaparición. Pongo en funcionamiento la grabadora y escucho mil veces los mensajes dejados por decenas de personas que, como él, buscaban consuelo a su extrema soledad. Al final de los mismos solo queda un sonido chillón que indica cuándo el teléfono ha sido colgado.  Luego el mismo silencio, y el crujir de los muebles de madera que preguntan por su ausencia... 





Relato tomado del libro Hombre Solitario y otros relatos (Consejo de Publicaciones de la ULA, 2002), que fuera incluido luego en Cuentos Antología Personal (Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria, 2010).






Compartir:

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Buscar este blog

Ricardo Gil Otaiza

Ricardo Gil Otaiza

Sobre el autor

Puedes saber más sobre el autor en el siguiente enlace: Curriculum

Popular Posts

Categories

Ricardo Gil Otaiza 2020. Todos los derechos reservados. Con la tecnología de Blogger.