En
realidad no sabría definirla. Era de aquellas mujeres que quitan el sueño.
Gentil, tierna, hermosa, muy hermosa, extraordinariamente bella. La conocí en
mis clases de la universidad. Desde que la vi, entendí el porqué de los
tormentos de las pasiones, sus tristezas, sus amarguras. Jamás a mi edad
hubiese podido imaginar siquiera, que mi corazón humillado por los desengaños
de la vida, renaciera como ave fénix y palpitara por la sonrisa de una muchacha
a quien le doblaba la edad. Mi perturbación fue mayor, al percibir en sus ojos
la luz de la correspondencia.
Hacía
casi dos años que había ingresado por concurso a la universidad capitalina. No
es que fuera una gran cosa como profesional, sólo tuve un poco de suerte... eso,
nada más. Me inicié en la docencia en medio de una soledad inmensa,
interminable. Poco antes había estado frente al escritorio del abogado de mi
mujer; bueno, debo decir ahora de mi exmujer, precisamente por la demanda de
divorcio entablada por ella, bajo los argumentos de abandono de hogar, maltrato
físico, etc. Tantos etcéteras, que no cabrían en la carpeta del archivo de
nuestro caso.
En medio
de todo ese barullo legal, quise cambiar de modo de vida. Estaba cansado ya de
mi fachada formal (desde el punto de vista social), pero que era una mierda en
la realidad.
Destrozado
—ese era el término exacto para mi caso—, aunque en lo externo no tanto, mis emociones
denotaban signos de desequilibrio. En aquellos
días, me desempeñaba como representante de ventas de una importante compañía
farmacéutica. Las ventas eran buenas, aunque no excelentes. Podía —lo sabía—
sacar mejores ganancias, pero mi ánimo no daba para más. Estaba a punto de
abandonarlo todo, tirar diez años de carrera en una profesión que podría
convertirse en lucrativa y rentable, pero me faltaban agallas. Ahora que
recapacito, debí haber mandado todo al carajo en su debido momento.
Mi
matrimonio con Cristina era el fracaso total. No funcionábamos como pareja,
peleábamos a toda hora y la vida se fue transformando en una burda caricatura conyugal.
Mi apellido dejó de ser el de mi padre, para convertirse en Carlos Papas
Carlos Comida, Carlos Dinero, Carlos Luz, agua y aseo. Mi metamorfosis impresionaba
a mis antiguos compañeros. Nadie entendía mi situación, ya que ante los ojos de
los demás, éramos el prototipo del matrimonio perfecto.
Aquella
tarde, cuando me encontraba frente al abogado, comprendí que había fracasado.
Junto al título del doctor, estaba colocado un espejo rayado por el tiempo. En
él observé a un hombre vencido y acabado, la sombra del enamorado e ilusionado
de otros tiempos. Igual cosa no podía pensar de Cristina. Se le notaba aún hermosa,
enérgica, triunfante.
Como
todo asunto legal, el nuestro consumió varios meses, tiempo en el cual traté de
sobreponerme al desfalco emocional. Me fui a vivir a una vieja habitación en
las afueras de la ciudad. Ella no dejó que me llevara nada, ni siquiera uno solo
de mis libros. Como siempre se dice: tuve que empezar desde cero, sin nada, sin
segunda da ropa para cambiarme. No sé hasta qué punto aquello era legal, pero
no hice oposición alguna. Es más, le facilité a Cristina todo lo que se le
antojó. Creo que me hubiese suicidado de habérmelo pedido.
Durante
los meses de transición, empecé a comprar la prensa local diariamente, para recortar
los avisos clasificados con ofertas de trabajo. No me habían despedido del mío,
pero ya nada era igual para mí. Deseaba cambiar, olvidar, alejar todo lo que
recordara aquella vida ficticia que llevé durante más de doce años.
Un día
A los
pocos días, recibí la notificación del fin de la demanda por parte del abogado.
Digo fin, no porque Cristina la retirara, sino porque todo estaba consumado. Éramos
exesposos, examantes, examigos y exrivales.
No sé si
sentí alivio. Pero recuerdo que mi estómago se alborotó, un leve sudor muy
frío me recorrió la espina dorsal. Sin meditarlo asistí a la cita con el
abogado, y en quince segundos desbaratamos doce años de experiencias, más malas
que buenas.
Traje a
colación todo esto, para tratar de explicar cuál era mi estado anímico cuando
conocí a Mariela. Al principio fue una alumna más del curso, sólo eso, lo puedo asegurar. Luego la relación con ella
se fue tornando más estrecha. Sin pensado, la buscaba en su puesto de trabajo.
Me gustaba el olor y el color de su piel. Toda ella me envolvió en una
fascinación que nunca antes había conocido.
Sus
compañeros de estudio lo captaron
rápidamente. Lo anunciaban con sus sonrisas burlonas y cómplices. Yo la
esperaba a la salida de la clase, con el simple y único pretexto de preguntarle
si le había interesado el tema del día. Comencé a acecharla de manera
diplomática. Ella aceptaba mis invitaciones al cafetín de la facultad.
Hablábamos acerca de todos los temas posibles.
A
dos cuadras de la parada de los autobuses, en una farmacia, era el sitio donde
ella se embarcaba en mi auto. Creamos nuestras propias contraseñas. En los
pasillos de la facultad, apenas nos saludábamos. Fuera de ella, crecía
incontenible una pasión desconocida para mí.
A los dos meses de ello, recibí una noche
su inesperada visita.
Debo confesar que jamás fui un donjuán. No
tenía la pericia en el arte de la seducción. Aquella noche, ella inició unos de
los ritos más profundos que pueda conocer el ser humano: el rito de la
seducción y del acto amoroso. Nos
amamos hasta el amanecer. Conocí en ella una voluptuosidad depredadora,
absorbente y deliciosa. Me enseñó cómo
es que aman las mujeres de su edad, con aquella destreza que envidiarían las
mismísimas putas.
Éramos
pura carne, puro sexo, no había sentimientos duraderos. Emprendía con ella el
camino de la derrota final; la que nos indica que nos equivocamos de camino.
Comprendía todo aquello, pero mi mente cerrada evitó la decisión certera.
Cómo
abandonar aquel hermoso cuerpo en el que había conocido placeres remotos,
apenas leídos en libros exóticos y lejanos.
Cómo aceptar que nos equivocamos de nuevo, con las canas abundantes de las
sienes y de la barba. Yo, el intelectual, el profesor universitario, el
profesional, había caído en un abismo de lujuria. Aquel término despreciado por
mí en otros tiempos, era mi vivencia existencial a los cuarenta y ocho años. Y lo peor, acompañado de una
muchacha que no había cumplido los veinte.
El
problema no era la diferencia de edad. El máximo conflicto estaba planteado en
función de mis metas otoñales, frente a los deseos de aventuras de una mujer
que aún no había comenzado a transitar una vida independiente y productiva. Lo mío era pura entelequia,
pura filosofía tercermundista y pasada
de moda. Eso era yo. Un completo estúpido,
que no había aprendido nada de la vida a pesar de todos los golpes y de todas
las canas.
Mi problema era en definitiva el intento de rehacer y
ordenar lo poco que me quedaba. Pero había comenzado muy mal. Ya que estaba minando
las pocas fuerzas que me habían sobrado luego de la fastidiosa demanda de
divorcio.
El entusiasmo inicial por mis clases, se convirtió en el
tedio de una palabrería estéril e inútil. Me sentía frente a mis alumnos como
un gran farsante. Con qué ejemplo de vida podía motivarlos a emularme. Cómo
pretendía formar, si yo —el profesor— estaba terriblemente desgastado moral y
mentalmente. Tal vez eran mis rígidos principios religiosos, los que me hacían
sentir de aquella forma. Sí, es verdad. Pero era mi manera de orientarme a
través del mundo. En aquellos días sentía que tenía la brújula, pero sin
agujas, sin mando sobre mis propios actos. Mi cultura era la del compromiso, la
excusa por el deber no cumplido. Para todo tenía la respuesta, que a mi manera
de ver, solucionaba las grandes presiones a que estaba sometido de manera
constante.
Lo peor de mi cinismo era que aceptaba consciente la
cercanía del borde, del despeñadero. Pero no quería doblegar mis deseos, los
atávicos apetitos que consumían mis órganos, mis entrañas.
Ella representaba el ejemplar más digno de mi experiencia
como hombre. Jamás había ostentado ser el amante de una "hembra" de
aquella magnitud. Mi vanidad personal se veía ensalzada ante los halagos de la
chiquilla. Su sonrisa era el filoso cuchillo que cercenaba constantemente mi
voluntad.
Nada mejoró de mi anterior vida, todo lo contrario. La
dulce fantasía que me mantenía flotando en el espacio, me exprimía como fruto
maduro. No veía objetivamente lo difícil que resultaría mi vida con una pavita,
y para colmo mi alumna.
Todo eso significaría retrotraerme a tiempos superados. El
amor no podía tocar las puertas de mi corazón, a mi edad. Estaba lleno de prejuicios. Era
lógico, provenía de una familia andina de costumbres y maneras muy
tradicionales. De sólidos principios, fundamentalista ciento por ciento. Tal
vez mi inmaduro comportamiento facilitó el duro desenlace.
Una
mañana la pavita universitaria abandonó el nido. Voló a otros cielos menos
complicados y grises. Apenas me dejó una escueta nota en la que me aclaraba su
comportamiento. No se justificaba, en lo absoluto.
Me aclaraba cuáles eran sus nuevos deseos y aspiraciones en la vida. Barrió con
todo lo que tenía en mi billetera. A
cambio me dejó una fotografía donde aparecía casi desnuda, en una hermosa
playa del oriente del país.
Como
puede suponerse, quedé más solo que antes. Al profesor otoñal se le había ido
su fresca muñeca de porcelana. La renaciente y lozana ave fénix, había perdido
las alas y caminaba otra vez sin rumbo en la vida.
La dureza en mi alma se amalgamó con la ira, y aumentó mis deseos de mandar nuevamente todo al mismísimo carajo.
Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).
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