Cuento - METAMORFOSIS DE UN HOMBRE EN EL OTOÑO DE LA VIDA

 


Por: Ricardo Gil Otaiza 

En realidad no sabría definirla. Era de aquellas mujeres que quitan el sueño. Gentil, tierna, hermosa, muy hermosa, extraor­dinariamente bella. La conocí en mis clases de la universidad. Desde que la vi, entendí el porqué de los tormentos de las pasio­nes, sus tristezas, sus amarguras. Jamás a mi edad hubiese podi­do imaginar siquiera, que mi corazón humillado por los desen­gaños de la vida, renaciera como ave fénix y palpitara por la sonrisa de una muchacha a quien le doblaba la edad. Mi pertur­bación fue mayor, al percibir en sus ojos la luz de la correspondencia.

Hacía casi dos años que había ingresado por concurso a la universidad capitalina. No es que fuera una gran cosa como profe­sional, sólo tuve un poco de suerte... eso, nada más. Me inicié en la docencia en medio de una soledad inmensa, interminable. Poco antes había estado frente al escritorio del abogado de mi mujer; ­bueno, debo decir ahora de mi exmujer, precisamente por la demanda de divorcio entablada por ella, bajo los argumentos de abandono de hogar, maltrato físico, etc. Tantos etcéteras, que no cabrían en la carpeta del archivo de nuestro caso.

En medio de todo ese barullo legal, quise cambiar de modo de vida. Estaba cansado ya de mi fachada formal (desde el punto de vista social), pero que era una mierda en la realidad.

Destrozado —ese era el término exacto para mi caso—, aunque en lo externo no tanto, mis emociones denotaban signos de des­equilibrio. En aquellos días, me desempeñaba como represen­tante de ventas de una importante compañía farmacéutica. Las ventas eran buenas, aunque no excelentes. Podía —lo sabía— sacar mejores ganancias, pero mi ánimo no daba para más. Estaba a punto de abandonarlo todo, tirar diez años de carrera en una profesión que podría convertirse en lucrativa y rentable, pero me faltaban agallas. Ahora que recapacito, debí haber mandado todo al carajo en su debido momento.

Mi matrimonio con Cristina era el fracaso total. No funcio­nábamos como pareja, peleábamos a toda hora y la vida se fue transformando en una burda caricatura conyugal. Mi apelli­do dejó de ser el de mi padre, para convertirse en Carlos Papas Carlos Comida, Carlos Dinero, Carlos Luz, agua y aseo. Mi metamorfosis impresionaba a mis antiguos compañeros. Nadie entendía mi situación, ya que ante los ojos de los demás, éramos el prototipo del matrimonio perfecto.

Aquella tarde, cuando me encontraba frente al abogado, comprendí que había fracasado. Junto al título del doctor, estaba colocado un espejo rayado por el tiempo. En él observé a un hombre vencido y acabado, la sombra del enamorado e ilusionado de otros tiempos. Igual cosa no podía pensar de Cristina. Se le notaba aún hermosa, enérgica, triunfante.

Como todo asunto legal, el nuestro consumió varios meses, tiempo en el cual traté de sobreponerme al desfalco emocional. Me fui a vivir a una vieja habitación en las afueras de la ciudad. Ella no dejó que me llevara nada, ni siquiera uno solo de mis libros. Como siempre se dice: tuve que empezar desde cero, sin nada, sin segunda da ropa para cambiarme. No sé hasta qué punto aquello era legal, pero no hice oposición alguna. Es más, le facilité a Cristina todo lo que se le antojó. Creo que me hubiese suicidado de habérmelo pedido.

Durante los meses de transición, empecé a comprar la prensa local diariamente, para recortar los avisos clasificados con ofertas de trabajo. No me habían despedido del mío, pero ya nada era igual para mí. Deseaba cambiar, olvidar, alejar todo lo que recordara aquella vida ficticia que llevé durante más de doce años.

Un día la Universidad Central publicó información acerca de un concurso de oposición en mi área. Me interesé y comencé a recaudar todos los documentos solicitados. Estudié como un des­graciado, día y noche sin parar. Adelgacé ocho kilos, perdí bas­tante cabello por la mala costumbre de leer frotándome la cabe­za. Afortunadamente, nadie más se presentó para hacerme oposi­ción en el concurso, y obtuve buenas calificaciones. De inme­diato di inicio a mi trabajo con alumnos de los primeros semes­tres de la carrera.

La Universidad Central era extraña para mí, ya que había egresado de la Universidad de Los Andes. Sus modos de operación eran distin­tos. Al poco tiempo me adapté a la nueva vida que me traería la paz anhelada.

A los pocos días, recibí la notificación del fin de la demanda por parte del abogado. Digo fin, no porque Cristina la retirara, sino porque todo estaba consumado. Éramos exesposos, examantes, examigos y exrivales.

No sé si sentí alivio. Pero recuerdo que mi estómago se albo­rotó, un leve sudor muy frío me recorrió la espina dorsal. Sin meditarlo asistí a la cita con el abogado, y en quince segundos desbaratamos doce años de experiencias, más malas que buenas.

Traje a colación todo esto, para tratar de explicar cuál era mi estado anímico cuando conocí a Mariela. Al principio fue una alumna más del curso, sólo eso, lo puedo asegurar. Luego la rela­ción con ella se fue tornando más estrecha. Sin pensado, la buscaba en su puesto de trabajo. Me gustaba el olor y el color de su piel. Toda ella me envolvió en una fascinación que nunca antes había conocido.

Sus compañeros de estudio lo captaron rápidamente. Lo anun­ciaban con sus sonrisas burlonas y cómplices. Yo la esperaba a la salida de la clase, con el simple y único pretexto de preguntarle si le había interesado el tema del día. Comencé a acecharla de manera diplomática. Ella aceptaba mis invitaciones al cafetín de la facultad. Hablábamos acerca de todos los temas posibles.

A dos cuadras de la parada de los autobuses, en una farmacia, era el sitio donde ella se embarcaba en mi auto. Creamos nues­tras propias contraseñas. En los pasillos de la facultad, apenas nos saludábamos. Fuera de ella, crecía incontenible una pasión desconocida para mí.

A los dos meses de ello, recibí una noche su inesperada visita.

     Debo confesar que jamás fui un donjuán. No tenía la pericia en el arte de la seducción. Aquella noche, ella inició unos de los ritos más profundos que pueda conocer el ser humano: el rito de la seducción y del acto amoroso. Nos amamos hasta el amane­cer. Conocí en ella una voluptuosidad depredadora, absorbente y deliciosa. Me enseñó cómo es que aman las mujeres de su edad, con aquella destreza que envidiarían las mismísimas putas.

Éramos pura carne, puro sexo, no había sentimientos durade­ros. Emprendía con ella el camino de la derrota final; la que nos indica que nos equivocamos de camino. Comprendía todo aque­llo, pero mi mente cerrada evitó la decisión certera.

Cómo abandonar aquel hermoso cuerpo en el que había co­nocido placeres remotos, apenas leídos en libros exóticos y leja­nos. Cómo aceptar que nos equivocamos de nuevo, con las ca­nas abundantes de las sienes y de la barba. Yo, el intelectual, el profesor universitario, el profesional, había caído en un abismo de lujuria. Aquel término despreciado por mí en otros tiempos, era mi vivencia existencial a los cuarenta y ocho años. Y lo peor, acompañado de una muchacha que no había cumplido los veinte.

El problema no era la diferencia de edad. El máximo conflic­to estaba planteado en función de mis metas otoñales, frente a los deseos de aventuras de una mujer que aún no había comenza­do a transitar una vida independiente y productiva. Lo mío era pura entelequia, pura filosofía tercermundista y pasada de moda. Eso era yo. Un completo estúpido, que no había aprendido nada de la vida a pesar de todos los golpes y de todas las canas.

Mi problema era en definitiva el intento de rehacer y ordenar lo poco que me quedaba. Pero había comenzado muy mal. Ya que estaba minando las pocas fuerzas que me ha­bían sobrado luego de la fastidiosa demanda de divorcio.

El entusiasmo inicial por mis clases, se convirtió en el tedio de una palabrería estéril e inútil. Me sentía frente a mis alumnos como un gran farsante. Con qué ejemplo de vida po­día motivarlos a emularme. Cómo pretendía formar, si yo —el profesor— estaba terriblemente desgastado moral y men­talmente. Tal vez eran mis rígidos principios religiosos, los que me hacían sentir de aquella forma. Sí, es verdad. Pero era mi manera de orientarme a través del mundo. En aquellos días sen­tía que tenía la brújula, pero sin agujas, sin mando sobre mis propios actos. Mi cultura era la del compromiso, la excusa por el deber no cumplido. Para todo tenía la respuesta, que a mi mane­ra de ver, solucionaba las grandes presiones a que estaba someti­do de manera constante.

Lo peor de mi cinismo era que aceptaba consciente la cercanía del borde, del despeñadero. Pero no quería doblegar mis deseos, los atávicos apetitos que consumían mis órganos, mis entrañas.

Ella representaba el ejemplar más digno de mi experiencia como hombre. Jamás había ostentado ser el amante de una "hem­bra" de aquella magnitud. Mi vanidad personal se veía ensalzada ante los halagos de la chiquilla. Su sonrisa era el filoso cuchillo que cercenaba constantemente mi voluntad.

Nada mejoró de mi anterior vida, todo lo contrario. La dulce fantasía que me mantenía flotando en el espacio, me exprimía como fruto maduro. No veía objetivamente lo difícil que resul­taría mi vida con una pavita, y para colmo mi alumna.

Todo eso significaría retrotraerme a tiempos superados. El amor no podía tocar las puertas de mi corazón, a mi edad. Estaba lleno de prejuicios. Era lógico, provenía de una familia andina de costumbres y maneras muy tradicionales. De sólidos princi­pios, fundamentalista ciento por ciento. Tal vez mi inmaduro comportamiento facilitó el duro desenlace.

Una mañana la pavita universitaria abandonó el nido. Voló a otros cielos menos complicados y grises. Apenas me dejó una es­cueta nota en la que me aclaraba su comportamiento. No se justifi­caba, en lo absoluto. Me aclaraba cuáles eran sus nuevos deseos y aspiraciones en la vida. Barrió con todo lo que tenía en mi bille­tera. A cambio me dejó una fotografía donde aparecía casi des­nuda, en una hermosa playa del oriente del país.

Como puede suponerse, quedé más solo que antes. Al profesor otoñal se le había ido su fresca muñeca de porcelana. La renaciente y lozana ave fénix, había perdido las alas y caminaba otra vez sin rumbo en la vida.

La dureza en mi alma se amal­gamó con la ira, y aumentó mis deseos de mandar nuevamente todo al mismísimo carajo.


Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).



Compartir:

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Buscar este blog

Ricardo Gil Otaiza

Ricardo Gil Otaiza

Sobre el autor

Puedes saber más sobre el autor en el siguiente enlace: Curriculum

Popular Posts

Categories

Ricardo Gil Otaiza 2020. Todos los derechos reservados. Con la tecnología de Blogger.