Por: Ricardo Gil Otaiza
No puedo hacerlo, mi mano derecha aún se halla temblorosa, mis ojos cerrados y los pensamientos divagando a través del universo. Es el segundo intento y la cobardía me vuelve a hacer una mala jugada, ya no tengo otra alternativa. Mi destino es errar continuamente y soportar por el resto de la vida esta pesada carga. El arma que empuño en este preciso momento de nada me sirve, es un objeto inútil como todo lo que me rodea, como mi propia vida. Me encuentro solo en la celda, he planeado perfectamente mi final, debajo del mugriento colchón donde tantas noches paso meditando sobre mi destino, he colocado la última de mis cartas, ya no recuerdo a quién va dirigida. Estos aciagos momentos anulan mi inteligencia, esa capacidad de discernir entre lo bueno y lo malo no está presente, una sola meta se abre entre la espesa neblina de mis pensamientos: acabar de una buena vez con tanta miseria humana. Al fin y al cabo nadie me espera fuera de todo esto. No ha quedado en el mundo un solo ser a quien poder confiar toda mi desdicha. Mi madre —muy anciana— es una persona distante que en algún otro país decidió pasar el resto de su vida. Los amigos, pocos en verdad, han pasado sus propias penalidades en busca de la supervivencia. Los puedo contar con los dedos de una mano. Casi pierdo la razón. Cuento una y otra vez los barrotes de la celda, de uno en uno y por pares, de derecha a izquierda casi siempre.
Las manchas del techo me provocan imaginármelas como hermosas mujeres muy gordas y alegres, de rostros diversos y amarillentos. ¿Acaso serán asiáticas? Las tres paredes restantes son todas unos libros abiertos, allí se encuentran escritas una serie de cosas e intimidades, que a veces me provocan risas. Dibujos muy simples mostrando el apareamiento de seres humanos, el morbo en su máxima expresión de creatividad e inocencia. En vano camino a través de la estrecha celda, las horas se me hacen interminables, desesperantes, cruelmente monótonas, busco en mi mente una sola razón para seguir viviendo y no la encuentro. Es como estar al borde de un profundo precipicio luego de un fatigoso camino, se llega sin aliento; pero se llega, quieras o no, sin tu consentimiento o aprobación. Miras al frente y no vislumbras alternativas, salidas, caminos nuevos y honrosos. De repente, se pierde el sentido de la existencia, se siente un gran vacío, un dolor en lo más profundo del ser, como dirían los creyentes: dolor en el alma. De vez en cuando escucho ruidos lejanos, gritos y quejas, deben ser de otros que, como yo, sufren la crueldad de un destino incierto.
Miro al alrededor y de veras siento asco, repugnancia por toda esta parafernalia de justicia, de una justicia muy injusta, donde estar vivo es ya mucho decir. Con la noche llegan también sus fantasmas, los recuerdos del pasado y del futuro también. Lloro, de veras lo hago con más frecuencia de lo que acostumbraba en mis días felices. Lloro no sólo por el presente y el futuro, sino también por el pasado. Horas y horas llorando de espaldas al mundo, mirando hacia la pared (mi única compañera). Sueño despierto, creo no haber dormido durante muchos días, durante siglos enteros en los cuales he tenido que hacer frente a esta terrible realidad. El profundo silencio de la noche me causa pena; canciones lejanas llegan como murmullos: "te quiero mucho/mucho, mucho, mucho/mucho más que antes/siempre hasta morir". Una y otra vez se repiten las mismas frases, como en los boleros de antes, que tanto me han gustado, sobre todo aquellos que hablan de ese amor inmenso que suele haber entre un hombre y una mujer.
Los perros ladran incesantemente durante la noche, a veces lo hacen como seres humanos desgarrados por un gran dolor, pero otras veces parecen lobos vigilantes a cada movimiento, queriendo devorar todo a su paso. Doy una vuelta en el colchón mugriento, mi nariz, siempre tan aguda, de inmediato percibe la fetidez producida por las excretas humanas. Me vuelvo a colocar en la posición anterior, y el sonido chillón del viejo jergón me acompaña. Cuánta soledad, cuánto silencio, no falta mucho para amanecer. Por el pequeño orificio de la pared que da para la calle, se comienzan a filtrar débiles destellos de luz que le van devolviendo de manera lenta la vida a este aposento. Comienzo extrañamente a sentir deseos de cerrar los ojos, quizás cansados de funcionar casi 24 horas, me coloco la almohada sobre el rostro y decido olvidar por unos instantes, que sigo estando vivo.
Muy de mañana me levanto fatigado por las incompletas horas de descanso. Siento rabia, no lo niego, de volver a encontrarme con mi realidad. Me miro ante un pequeño espejo que logré ingresar a la celda sin ser descubierto, y me horrorizo ante mi rostro. Mi cabello comienza a escasear cerca de la frente, los ojos enrojecidos hasta casi sangrar por la irritación. Me miro durante largo rato y comienzo a hablar conmigo mismo, un diálogo amistoso con ese hombre que se asoma ante esa ventanita; no se rían, creo a veces enloquecer. Repito de manera constante mi nombre y el de mis familiares, cuento cifras astronómicas y las combino al arbitrio. Toco de vez en cuando mi cuerpo para percatarme que aún siento. Pasan los días, los meses y los años y la sentencia judicial no se hace presente. Ya leí en la prensa la eterna agonía de los detenidos en espera de sus condenas o de su absolución, es muy común en los países de Latinoamérica; claro, nunca pensé que yo lo viviría en carne propia. Uno nunca cree que las cosas malas del mundo lo alcanzarán, las ve muy lejanas e inalcanzables, se conoce la tragedia ajena y hasta se lamenta, nos hacemos solidarios unos con otros, los estudiantes universitarios salen a las calles y protestan, queman autobuses, lanzan consignas, pegan carteles. La realidad sigue presente, como una bomba activa y peligrosa, a punto de estallar. Todos la conocen y nadie hace nada para mejorada. Pienso tanto que a veces creo que las neuronas se me van a fundir, pienso y pienso y mientras más lo hago sigo sin comprender lo sucedido, pasó tan rápido, tan ajeno que si no me lo dicen mucho tiempo después de sucedido, no lo creo. Recuerdo sólo mis manos llenas de sangre, sangre rojo intenso, viva, incandescente. Mucha confusión al principio, más que nada, atolondramiento. ¿Saben amigos?, sigo sin creer, no es cinismo, es la verdad. Sin que el guardia me vea, levanto con lentitud un trozo de ladrillo del piso de la vieja cárcel, extraigo el arma envuelta de manera cuidadosa en trapos inmundos, me acuesto lentamente y me doy vuelta hacia la pared para contemplada. Recuerdo con claridad el día en que uno de los guardias me la pasó a cambio de unos cuantos billetes que escondía con celo para ocasiones importantes. Dentro de la cárcel, unas cuantas monedas te pueden salvar la vida, unos billetes te pueden proporcionar la libertad. Efectivamente, para mí esa arma significaría la libertad en un sentido muy particular, me liberaría del oprobio, de la desnudez, del hambre, de la vergüenza de volver a mirar a los ojos de mis seres amados un día. Algún día saldría a contar al mundo mi verdad, quizás, la única verdad. No se nace criminal, no se nace sinvergüenza, son las cosas del mundo las que te dañan. Esa arma sería mi vía de escape hacia la libertad, hacia la vida, por eso mis manos tiemblan cuando intento el suicidio. Dentro de mí, ese otro yo, bueno —que supongo subyace en mi corazón—, me grita a menudo la posibilidad del retorno; pero como dijo Pérez Bonalde, un poeta de mi tierra luego del destierro:
"¡Apura, apura, postillón!, ¡agita
el látigo inclemente!
¡Al hogar, al hogar!, que ya palpita
por él mi corazón..., mas, no, ¡detente!
¡Oh infinita aflicción!, ¡Oh desgraciado
de mí, que en mi soñar hube olvidado
que ya no tengo hogar…!"
Qué duras me suenan aquellas palabras tan lejanas en el tiempo, pero tan exactas en mi realidad. Si aquel hombre lloró amargamente la pérdida de su madre durante su ausencia del país, yo mi orgullo, mi dignidad como ser humano. Qué parecidos somos los dos, nunca nos conocimos, nunca conversamos, su época no corresponde con la mía, pero lo entiendo en su tragedia y en su dolor, creo haber llorado también por su tragedia. Cada vez que leo aquel poema siento un nudo en la garganta, los ojos se me llenan de lágrimas, la piel se me eriza toda. Pobre hombre —me digo constantemente para darme consuelo.
Sé que a lo mejor un mismo destino nos atará algún día, que nuestros caminos en dimensiones distintas se encontrarán. Yo cometí probablemente un crimen, no lo sé todavía, que lo juzguen los hombres. Sin embargo, dentro de mí palpita el ansia de gritar, de poder decir a los demás mi experiencia, algún día, a lo mejor, alguien leerá estas páginas llenas de dolor. Y así como sufro una tragedia ajena, ese lector vivirá como suya la mía.
¡Si pudiera retornar a mis días felices! No lo sabía hasta hoy. De verdad que hasta hoy me entero de que alguna vez fui feliz. Que corrí sin ataduras por los caminos de la vida, siempre mirando de frente, siempre al horizonte. Mi piel se encrespa al recordar la vida... porque hoy estoy muerto. Aunque parezca un lugar común, se puede morir muchas veces en la vida, antes de producirse la muerte definitiva.
Recuerdos gratos los de mi infancia, mi madre siempre a mi lado cuidándome contra los eternos enemigos infantiles, los años escolares de alegres juegos, parecía papagayo cuando la brisa tocaba mi rostro. Muchas veces creía despegar mis pies del suelo, tener la invulnerabilidad poderosa de un hombre de acero, o la elasticidad de un hombre de goma.
¡Ay!... mis cumpleaños, hermosos recuerdos también. Todos nos reuníamos alrededor de una vieja mesa donde recibíamos cada día el banquete de una humilde ración. Al término de la conocida canción: "Ay que noche tan preciosa /es la noche de tu día..." bañaba gozoso con mi fluida saliva el flamante pastel de cumpleaños.
Los episodios llegan a mi mente desordenados, recuerdo vagamente mi primera comunión. La noche anterior me fue imposible conciliar el sueño. Di vueltas en la cama como una hoja seca en el viento. A las cinco de la mañana me lancé de la cama como un bólido y salí alegremente de casa vestido con un traje a la usanza de los años sesenta. ¡Qué años aquellos! Los Beatles triunfando por el mundo entero. Sandro de América haciendo delirar y desnudar a las atolondradas muchachas de entonces... si lo hubieran visto años antes de partir: viejo, calvo y barrigón. Creo recordar la canción que pegó:
"Rosa, Rosa, tan maravillosa/ como blanca diosa, que mi amor provoca...” Sin duda, fueron años inolvidables. Poco después el mundo despertó ante la novedad de la marihuana. Recuerdo cómo muchos de los vecinos de mi barrio se transformaron de pronto en taciturnos, esquivos. Descuidaron sus aspectos, dejaron crecer sus cabellos y sus ropas lucían como harapos. Yo era apenas un chiquillo para entonces; no entendía muy bien lo que estaba sucediendo. Los llamados hippies conformaron minúsculos grupos errantes que se oponían a lo establecido. A decir verdad, no hacían mal a nadie, más que a ellos mismos. A muchos no los volví a ver nunca más y al preguntarle al dueño de un taller, en cuya pared trasera tenían su sitio de reunión, me dijo ensombrecido: "casi todos murieron".
Para mi desgracia me hice hombre, empecé a comprender la oscura realidad de mi existencia. Todos los castillos de fantasía —que la niñez construyó pacientemente— se vinieron abajo como si fueran de naipes, y con ellos, los sueños de ser un gran señor, respetado y educado. Cada día me despertaba con la pesada carga de una obligación que sin duda, no me correspondía. Tenía que poner mi rostro serio para aparentar más edad, mis ojos no podían mirar de frente a nadie, ese maldito me lo impedía. Maldigo mil veces la hora en que mi madre viuda de mi padre muy joven aún, puso los ojos en ese mísero camionero. A partir de ese momento se acabó en nuestra humilde casa la tranquilidad y la felicidad. De noche mi hermana —de doce años— y yo mucho mayor, sufríamos en silencio las golpizas crueles con que ese mal nacido pagaba a mi madre su amor y sus desvelos. Ella callaba, paciente y resignada, los designios de su destino.
Dentro de mí algo extraño a mi piel afloraba con paciencia, como aquellas plantas que nacen en sitios no propios para su desarrollo. Ese algo no lo podía descifrar, ni yo mismo lo entendía. Admito que nunca —hasta ese momento— había abrigado odio y resentimiento en mi corazón. Pasaba la vida entre lances y traspiés, entre hambre y más hambre. Yo a duras penas alcancé el bachillerato, mi hermana iba por el segundo año. De manera lenta y sin darse cuenta, mi madre nos iba abandonando; todo su cuidado y trabajo estaba dirigido a su "viejito" —como cariñosamente lo llamaba. Mi hermana había heredado una figura producto de la mezcla europea y venezolana. Sus ojos inmensos y de color café, cabellos lisos y largos, labios carnosos y rosados y el encanto del trópico, tentaban los deseos del mundo. Entre ella y mi madre se fue originando una rivalidad silenciosa, esa rivalidad que brota al comparar fotografías de ayer y las hermosas y coloridas estampas de los tiempos adelantados. La relación se hizo cada día más torpe entre las dos. Yo observaba la situación y a pesar de mi edad —un poco más de veinte— no lograba comprender el porqué de aquella tirantez.
El marido de mi madre trató siempre en lo posible de ganarse mi voluntad. Cuando iba a la ciudad me invitaba a que le acompañara. Yo, reticente, inventaba alguna excusa. Si llegaba del mercado, algún presente me obsequiaba. Mi madre nos expiaba con sorna desde el lavadero, situado a la salida trasera de la casa. Cuando le devolvíamos la mirada, sonrojada, simulaba estar haciendo algo y se daba de inmediato la vuelta.
Temía a la noche. Cuando las luces de las casas cercanas perdían el brillo, mi cuerpo comenzaba a captar ciertos extraños efluvios. Muchas veces me levanté con un machete en la mano y revisaba toda la casa creyendo ver algún intruso. Sombras y sonidos ajenos se hacían notar de vez en cuando. Nuestra casa era muy pequeña y pobre, las paredes no alcanzaban a proteger la intimidad de los que en ella habitaban. Tenía apenas dos habitaciones y un espacio que servía para la cocina. En la habitación más grande dormía mi madre con su viejito, en la otra, mi hermana y yo. Un buen día, se le ocurrió al camionero echar mano de nuestra habitación para guardar una cantidad de trastos. Los muchachos éramos replegados a un rincón del cuarto matrimonial, separados sólo a través de un biombo destartalado que perteneció a mi difunto padre.
Noche tras noche fuimos testigos silentes de la frecuencia, modos y formas cómo el camionero le hacía el amor a mi madre. A media noche nos despertaban un coro acompasado de quejidos y golpes secos, que mi hermana —dentro de la inocencia propia de su edad— confundía con almas en pena.
Una buena noche mientras mi hermana dormía y yo pensaba en nuestro azaroso destino, comencé a ver a través del biombo divisorio una sombra que se movía lentamente, cada vez aumentaba en tamaño, cada vez más y más. De pronto, mi hermana abrió los ojos y al observar la gigantesca sombra, dio un grito estremecedor que posiblemente escuchó todo el caserío. Al instante, la sombra cayó aparatosamente oyéndose los improperios del viejito, que trató de incorporarse infructuosamente del piso. Se fracturó dos costillas y un hueso de la mano que tardó muchos meses en soldar. La angustia que el espectáculo causó lógicamente a mi madre, a mí me proporcionó un fuerte ataque de risa que me dejó extenuado durante varios minutos, no me podía contener. Me imaginaba al camionero en su acto de malabarismo conyugal, colocado frente a mi madre sobre sus dos flacas canillas, tratando de atinar desde la altura de la baranda de la cama, el centro de la virtud y del gozo femenino.
Durante el día mi madre se dedicaba a las labores domésticas, el camionero servía de acompañante a un viejo chofer que viajaba diariamente a la ciudad en intercambio comercial de mercancía textil. Mi hermana asistía a la única escuela del caserío. Yo trataba de ganarme la vida jugando con mis amigos en un salón nocturno a pocos minutos de la casa. En realidad era más lo que aprendía de la vida misma, que lo percibido como ganancia en los juegos. Regresaba a casa a eso de las ocho —a más tardar— tomaba la cena y salía al pequeño jardín a beber el encanto y la brisa de las noches casi siempre estrelladas.
Recuerdo que una vez le escuché decir a un amigo mío, que cuando uno podía observar a una estrella fugaz se pedían tres deseos y que todos se cumplían. Noche tras noche, luego de cenar me sentaba a mirar el firmamento fijamente, casi sin pestañear. Muchas veces me hablaban y no respondía, era como si estuviese hipnotizado. Me tenían que mover bruscamente para sacarme del ensimismamiento. Cuando se anunció la cercanía a la tierra del famoso cometa Halley, mi permanencia frente al misterioso cielo se prolongaba hasta altas horas de la madrugada.
Confieso sinceramente, que a pesar de mi gran esfuerzo físico y de voluntad por verlo, el fausto cometa no se presentó ante mi presencia nunca. Después de mucho tiempo de observación —creo que meses—, una noche vi cómo una estrella fugaz saltó de un lado a otro. No podía creerlo, el tan ansiado espectáculo cruzó ante mis ojos tan velozmente, como fue mi alegría. Por supuesto, pedí los deseos —no sólo tres, sino que los reforcé para asegurarme. Más valía que no hubiese visto la estrella fugaz. A partir de entonces comenzaron mis desgracias, sucedió lo que sucedió, lo que me marcó para siempre, lo que sin duda cambió el rumbo de mi vida. Lo que me tiene atado desde hace años a estas inmundas rejas ya desgastadas por el esfuerzo de mis manos. Creo no haber cometido ese crimen que me imputan, fue sin duda mi otro yo, ese otro personaje que subyace muy dentro del ser humano y que se asoma cuando menos lo esperas. Recuerdo —como en sueños— la piel blanda y penetrable al filo de la hojilla del arma que encontraron entre mis manos. El contraste del brillo del cuchillo con el rojo incandescente del líquido espeso que fluía de ese ser viviente, hizo que yo perdiera momentáneamente la razón, que cayera sin permiso sobre el cuerpo fláccido y sin vida del viejito de mi madre. Al poco tiempo desperté en la sala de la medicatura principal del pueblo. A mi lado derecho, el inspector de policía esperaba tan impaciente, que cualquiera que no lo conociera, hubiese jurado que era por lo menos mi padre. Su primera reacción al verme abrir los ojos fue preguntarme a quemarropa: ¿Por qué lo hiciste hijo de puta? ¿Qué necesidad tenías de ajusticiar así a un cristiano?
En realidad no era cinismo de mi parte; pero no recordaba en absoluto nada de lo sucedido. En mi cabeza llegaban vaporosos recuerdos, que se enlazaban de forma juguetona sin plantarme en el momento que vivía. Mi primera reacción fue responderle con otra pregunta: ¿de qué me está usted hablando?, ¿de cuál ajusticiamiento? El hombre me miró con asco y repugnancia; me hubiese marcado la cara de una bofetada, o me hubiera caído a coñazo limpio de no ser porque se encontraba en la medicatura. Habló algo con otro hombre que le esperaba en la puerta y salió sin decir palabra alguna. No estaba conmigo nadie conocido, ni mi madre, ni mi hermana.
Pasaron varios días de aquello, poco a poco fui recuperando las riendas de mi conciencia, fui tejiendo silenciosamente respuestas a tantas interrogantes. Sin embargo, había grandes huecos, vacíos insoslayables que llenar. Tenía fuertes pesadillas que me despertaban bañado en un sudor pegajoso y fétido. Una vez recuperado —no del todo— me impidieron regresar a casa. Sin entenderlo fui a parar de narices en la comisaría, y de allí a la cárcel principal del pueblo.
Había mucho silencio cerca de mí; todos me miraban como si fuera una especie rara y nueva para la ciencia. Una mañana recibí la visita de mi madre; al verme sentí el filo de su mirada inquisidora, algo me decía que yo no lograba entender. Pasamos varios minutos en silencio, luego me dijo sin emoción: "Ramón, tu hermana y yo nos vamos del país. Quería participártelo". Dio media vuelta y tomó la vía de la salida. Entonces yo le dije: —¿Qué pasó, mamá, me lo puedes explicar de una buena vez? —Ella respondió—: ¡que Dios te perdone!
Hoy en la paz de mi celda recuerdo aquellos momentos y se me crispa la piel, al no saber del porqué se está en un sitio como éste. Un día me enteré por un compañero de celda, de la razón de mi encierro. A medida que el hombre me contaba lo que había leído en la prensa, se iban despejando cada una de mis incógnitas, hasta que por fin hallé la verdad, mi verdad, mi razón.
La noche que vi por primera vez un lucero errante, fue para mi desgracia la fatídica noche de mi vida. De regreso a casa a eso de las once, llegué en absoluto silencio —es mi costumbre caminar sin que se sientan mis pasos— escuché un ruido extraño en el solarcito aledaño al lavandero. Como pude, a oscuras, me dirigí sigilosamente hacia la cocina, tomé un cuchillo y comencé a indagar. Al acercarme al lugar las voces se fueron haciendo claras y entendibles. Dos personas forcejeaban. Era una mujer y un hombre. Al acercarme más y más, vi que el hombre estaba ultrajando a la mujer, quien yacía semidesnuda sobre la tierra. El hombre la golpeaba salvajemente por el rostro para que cediera a sus apetencias. Al ver todo ello, intervine. Para mi sorpresa era el camionero quien violaba a la jovencita que de momento no pude reconocer, por la sangre que brotaba copiosamente de su rostro (producto de los golpes).
Nos engarzamos en una pelea cuerpo a cuerpo. Él, más fuerte que yo. Traté de hacer uso del cuchillo en varias oportunidades, pero el camionero me lo impedía. Tomó una piedra y con ella me golpeaba furiosamente por la cabeza. En un segundo se descuidó, y hundí el cuchillo profundamente en su vientre, así me quedé hasta que mi padrastro fue cayendo lentamente con la mirada perdida hacia un costado. Me horroricé, temblaba, mis manos parecían de carnicero, mi respiración tenía el estertor de los criminales que tanto había leído, me sentía como Pascual Duarte cuando asesinó a su madre. La muchacha violada me miró sollozante, acurrucada a un lado de los dos muertos —digo dos, porque a partir de ese momento yo también había muerto. Como pude me acerqué y al mirarle el rostro a la mujer reconocí a mi hermana. El canalla ultrajó a mi hermana, había saciado en ella sus instintos sexuales depravados. Comencé a sentir náuseas, la cabeza me empezó a dar vueltas, un sudor frío me impregnó y no supe más de mí.
Esa verdad me mantuvo durante mucho tiempo tranquilo, en paz con mi alma, hasta que recibí la segunda y última —hasta los momentos— visita de mi madre. Estaba muy cambiada, se había cortado su larga cabellera, su frente estaba surcada por decenas de líneas, pequeñas bolsas colgaban audazmente de sus ojos. Sin expresión —como una estatua de cera— se me acercó sin rozarme y me dijo: “Tu hermana se prostituyó, trabaja en un bar de ejecutivos en California. Hay algo más que debes saber, algo que te va a doler tanto como me dolió a mí hace ya muchos años”. Le dije: —¿qué me puede doler a estas alturas de mi vida? bajó la mirada y jugueteó con los dedos índices. (Yo continué)... Ya no espero nada bueno de la vida, se puede decir que llevo una vida vegetativa —dije. Ella retomó el hilo pausadamente: "Hijo, no te guardo rencor por lo que hiciste, al fin y al cabo, bien que has pagado tu crimen. Tu hermana era amante del canalla de Porfirio desde hacía varios meses. Yo lo sabía pero... ¿qué podía hacer? No tenía armas para luchar. Él me mantenía, me daba para todos los gastos de la casa. Además, la belleza de mi hija y su juventud deslumbraron a ese sinvergüenza —que Dios se lo perdone".
A medida que mi madre hablaba escapaban de mi cuerpo la fuerza y la vitalidad que me habían mantenido en pie durante tanto tiempo. Le dije a mi madre: "vete y no vuelvas más nunca a visitarme, no tienes hijo, yo he muerto ya dos veces".
Levanté el ladrillo y descubrí como tantas veces el arma fría. La dirigí lentamente hacia mi sien derecha, y dije en voz alta: ¡camionero, ahora sí que me ganaste!... Pero de nuevo la cobardía me venció. No pude apretar el maldito gatillo.
Me quedé con el arma levantada por varios minutos. Inmóvil. Creo que sin respirar. Comencé a escuchar pasos cercanos, sin duda se dirigían hacia mi celda. Apresuradamente guardé el arma. De inmediato una voz grave me dijo: "Ramón Briceño, este sobre es para usted".
Tomé entre mis manos aquel sobre, no me atrevía a develar su contenido, el pánico se apoderó de mí. Cuando mejoró mi ánimo, lo abrí y de un solo tirón leí su contenido:
"El lunes 27 de Febrero se inicia el juicio en su contra, pronto recibirá la visita del abogado defensor público".
Aquella noticia me hubiese alegrado horas antes de la visita de mi madre. Ahora todo carecía de sentido... Ya para qué (pensé desanimado). Si me quedé sin mi verdad... sin mi único alegato.
*Cuento publicado originalmente en el libro Paraíso olvidado (Consejo de Publicaciones de la ULA, 1996). En el año 2010 fue incorporado al libro Cuentos Antología personal editado por el Vicerrectorado Administrativo de la ULA y ALEPH universitaria.
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