La vida discurre sin pedirnos permiso, sus pasos nos empujan muchas veces por senderos insospechados. Cada día se abre ante nosotros como un haz de luz, que en sus múltiples tonalidades nos muestra los derroteros ciertos entre esos dos puntos equidistantes que marcan nuestro devenir: el nacimiento y la partida. El 6 de junio de 2012, hace casi 9 años, y en una tarde encendida, ingresé como Miembro Correspondiente Estadal de esta noble institución. Miro las fotografías de entonces y la emoción me embarga, ninguno de los que posábamos en ellas, o éramos sorprendidos por el flach de la cámara del inefable Alirio, podíamos prever ni intuir lo que vendría; la profunda remezón en nuestra existencia, los cambios abruptos que nos marcarían a todos, y para siempre, con ardiente tizón. Me veo con cautela, como quien ausculta a un extraño, y me conmueven la mirada perpleja embargada de emoción, la amplia sonrisa y la tensión en el rostro, que solo son posibles cuando una persona es presa de antagonismos; sí, los antagonismos propios de la experiencia humana. Sin duda, estaba feliz. Un viejo sueño se cristalizaba; en mí se concentraban expectativas, retos y desafíos, y no sabía si reír o llorar, y opté, como mecanismo reflejo y atávico, por una suerte de amalgama de emociones que se agolpaban muy dentro, y me mantuve incólume a pesar de los hondos latidos del ser, por la fuerza que me daban los familiares y los amigos presentes, y porque sabía que no me podía quebrar, que tenía a toda costa que mantener la entereza, tal como lo pienso ahora. Reviso con atención cada fotografía, por cierto, 53 en total (¡qué desmesura!), veo uno a uno los rostros de los presentes y me digo, no sin melancolía, ¡cómo ha cambiado mi mundo! Mi esposa y mis hijas ya no están para el esperado abrazo que hoy anhelo de ellas; tampoco mi hermana y mi sobrino. Varios de los amigos fueron también aventados por la diáspora a lugares remotos. Algunos de los presentes en la ya lejana tarde de aquel miércoles partieron de este mundo, y de ellos me quedan la imagen y el cariño anidados dentro.
En aquél entonces estaba activo en mi cátedra universitaria de la Facultad de Farmacia y Bioanálisis, y leí un trabajo titulado El pensamiento complejo en la enseñanza de la Farmacognosia, anclado en la denominada filosofía de la ciencia, específicamente, en la epistemología. Quería dar aportes a mis alumnos, pero sobre todo a una ciencia que me había recibido años ha, y que me posibilitó un inesperado crecimiento intelectual y espiritual que me proyectó a futuro. Hoy mi realidad es otra, estoy jubilado, tal vez más cansado, y mis perspectivas existenciales e intelectuales han cambiado hasta el extremo de sentirme otro hombre. Mi visor, como un caleidoscopio, ha dado un giro de muchos grados, tal vez sea más incisivo e irónico; posiblemente más humano. He ganado nuevos e interesantes amigos de los que he aprendido bastante; perdí a otros, que quizá nunca lo fueron. La dura experiencia vivida de aquel tiempo a esta parte ha hecho que en mí afloren otras inquietudes, otros anhelos, lecturas distintas, escritura diversa. Del 2012 al día de hoy publiqué muchos libros, participé en múltiples eventos, ahondé, ya no en la Epistemología como entonces, sino en la Ontología. Este giro no ha sido un azar; la vida y sus permanentes lecciones me empujaron a ello, y estoy agradecido. Esta rama de la filosofía ha sido de enorme consuelo en momentos aciagos, al mirarme en mi propia esencia, al ahondar en donde se cuecen sentimientos y emociones; al penetrar con una nueva lupa en los intersticios del Ser en toda su complejidad.
El país de entonces ya no existe, porque si bien sabíamos que marchábamos con prisa hacia un abismo, no podíamos precisar lo dramática que sería la caída. Sabíamos, eso sí, de la enfermedad del presidente, pero los medios pretendían hacernos creer que todo estaba bien, que sería reelecto (como de hecho lo fue), y que el país seguiría su camino. Murió Hugo Chávez, se entronizó Nicolás Maduro, y la rueda del aciago destino nacional dio así sus enloquecidos giros. Conocíamos por las crónicas leídas de otros contextos, lo que era una hiperinflación, su impacto en la vida de todos, su cruda realidad, pero nada es comparable cuando lo leído penetra en nuestra piel como filosa daga, y se convierte en tragedia personal, familiar y colectiva. Aquel 6 de junio de 2012, y a pesar de todo: de los densos nubarrones que se avistaban en el horizonte, de la incipiente crisis económica (que preveía lo peor), de los enfrentamientos entre los bandos políticos, de la angustiante escasez de importantes rubros alimenticios, de la pérdida acelerada de la institucionalidad democrática, de la inseguridad y del crimen, éramos moderadamente optimistas, y hasta se podría afirmar que sutilmente felices. Para entonces pensábamos que no podíamos estar peor, que aquello era insostenible, pero ahora entiendo que aquellas eran frases hechas, pasadas de boca en boca, y los años nos demostraron con fidelidad absoluta y con cruel ironía, que la caída puede ser libre, como lo estudiábamos en las lejanas clases de física, y que las profundidades de los avernos son del tamaño de nuestras propias torpezas y errores.
Como si fuera poco lo vivido y sufrido en los últimos años, el 2020 llegó con una pandemia bajo el brazo. Las experiencias de la peste negra, de la gripe española, del cólera, del SIDA y del Ébola, entre otras muchas calamidades planetarias, unas más cercanas que otras, no fueron suficientes para enfrentar con cierta dignidad al enemigo que acechaba silente y despiadado en cada rincón. La arrogancia de la tecnociencia tuvo que bajar la cérvix frente a un desconocido que trastocaba con inquina sus bases y preceptos, además de sus alabados métodos predictivos. El 2020, y tal vez buena parte del presente año, quedarán impresos en nuestro ser por dejarnos la más profunda lección filosófica que las actuales generaciones hayamos recibido jamás: todo es posible en un mundo desbocado como el nuestro, en el que hemos trastocado el equilibrio planetario, en el que hemos jugado a ser demiurgos, y como aprendices de brujos destapamos la botella que guardaba mil demonios, y ahora tendremos que recoger los pasos extraviados si queremos devolverle al planeta y a la humanidad, la dignidad que merecemos y el futuro que anhelamos.
Aquí estoy, dignos académicos y amigos, casi 9 años después, para investirme con mucho orgullo como Individuo de Número Sillón 5 en las áreas de las Ciencias Físicas, Matemáticas, Naturales, Químicas, de la Salud y la Tecnología, pero desde lo transdisciplinario, es decir, desde la conjunción necesaria de lo múltiple y de lo diverso, y para ello echo mano, como ya lo he anunciado, de la Ontología, de la noción del ser como eje articulador, y he seleccionado para ello un texto que escribí a propósito de este ansiado momento, pero cuya publicación se adelantó algunas semanas, y que titulé La esencial heterogeneidad del ser. Debo expresar antes que ocuparé a partir del hoy el Sillón 5, dejado por la renuncia a su titularidad por parte del exrector, Dr. José Mendoza Angulo, quien, por las complejidades del existir (no creo en las casualidades ni tampoco en las causalidades) me entregó mi título de Farmacéutico en solemne acto en el Aula Magna de la Universidad de Los Andes la noche del 18 de julio de 1984, siendo aquél el último acto de grado que presidía como máxima autoridad de nuestra Alma Máter. Muchos años después me lo encontré en esta honorable institución, haciendo vida académica, y en la que dicho sea de paso dejó honda huella y una impronta de lucidez y espíritu combativo.
En mi perenne trajinar con los libros, me topé con un pensamiento del gran poeta y ensayista mexicano Octavio Paz, en su libro más emblemático, El arco y la lira, el cual expresa: “Religión y poesía tienden a realizar de una vez y para siempre esa posibilidad de ser que somos y que constituye nuestra manera propia de ser; ambas son tentativas por abrazar esa “otredad” que Machado llamaba la “esencial heterogeneidad del ser.” Debo confesar que en mí la reflexión se da a ráfagas, a destellos, como cuando un haz de luz penetra a través de una rendija en medio de la oscuridad, y quiebra la nada para hacerse consustancial con el momento que vivo. Esos destellos suelen llegarme desde la lectura, fundamentalmente, pero también desde la interacción con los otros. Empero, la lectura es en sí misma una conversación entre el autor y el lector, que deja en nosotros vasos comunicantes, los cuales nos permiten acceder a nuevas dimensiones y nociones del ser y de la existencia misma. Suelo recibir de manera permanente esos chispazos con mis lecturas, y estos se convierten así en catalizadores de procesos espirituales, cognitivos y filosóficos, que generalmente me empujan a dar inicio a reflexiones que suelen terminar en textos de distinta naturaleza y tamaño; incluso en libros o en capítulos de libros. El citado pensamiento de Paz me movió muy hondo durante varios meses hasta decidirme, en medio de la pandemia, a invertir largas horas en la amalgama de lo real y de lo abstracto, y dar así origen al tema de esta incorporación.
No es tarea de quien accede como Miembro Correspondiente o Individuo de Número de la Academia de Mérida, leer in extenso el trabajo que presenta, no es el objeto de esta reunión, ni tendría ningún sentido, porque podrán ustedes acceder con holgura a la publicación, pero sí lo es el reflexionar en torno de la temática a manera de discurso, que es, según el gran escritor argentino Jorge Luis Borges, el más elevado género literario. Les diré que nuestras vidas están signadas por lo prosaico y por lo poético, y es nuestra ceguera espiritual y gnoseológica la que nos impide articular desde ambas trincheras los espacios propicios para la vida. En el símil planteado por Paz, lo prosaico está representado por la prosa, con la que solemos escribir ensayo y narrativa, y lo poético, por la poesía, que es en sí misma el culmen, la síntesis de la creación literaria. Si me apuran les diré, que en el trabajo en cuestión elucido en líneas generales en torno de “la complementariedad prosa/poesía, lo que significa educar poéticamente, así como el reencuentro con los caminos extraviados, que nos haga reconocer la necesidad de mirar lo andado, y la búsqueda de senderos que posibiliten una vida verdadera. Esperanza y desesperanza, felicidad e infelicidad se mecen en nosotros, y en su isócrono movimiento abren espacios de luz, pero también de sombras”.
En este sentido, el pensamiento complejo me ha entregado innumerables herramientas, con las que he tenido acceso a miradas múltiples del existir, y de alguna manera ellas me han permitido tratar de enmendar la medianía (por no decir mediocridad) con la que vivimos el día a día, como si de una pesada y tediosa tarea escolar se tratara. Nos dejamos arrastrar en nuestra mal llamada cotidianidad, por todas las vicisitudes, y los años se nos van intentando apagar fuegos, urgencias, emergencias, apuros, impasses, errores, extravíos y desviaciones, sin prestar atención al eje central de nuestro paso por este planeta, es decir, vivir verdaderamente, lo que algunos denominan como una existencia plena. En palabras del pensamiento complejo: debemos vivir poéticamente, lo que equivale, señores, a otorgar a nuestro devenir un verdadero giro copernicano, y lo que implica a su vez un cambio de nuestra lente, de nuestra visión del mundo y de su densa realidad. “Lo prosaico se apodera de nuestra existencia. En el camino nos olvidamos de los claroscuros inherentes a esa ambivalencia de la que habláramos (prosa/poesía), dejándose de lado el otro extremo: lo poético…. No se trata acá de creer en la falsa ilusión de una existencia paradisíaca, libre de los avatares propios del día a día, sino que emerjan esas complejidades que nos caracterizan, y nos movamos echando mano de la “esencial heterogeneidad del ser”, aludida por el poeta Machado, para hacer menos chato un trajinar que podría llevarnos a alcanzar altas cimas de realización personal y colectiva”.
Como seres diversos, múltiples, pluridimensionales, y a la vez únicos, estamos dotados de sentidos para captar la vida en toda su excelsitud (cosmovisión), y también de la intuición y de la espiritualidad para percibir aquello que está fuera de la razón (de la Razón Ilustrada, qué duda cabe), pero que sin embargo nos acontece, y hace de nosotros seres lanzados a la abstracción, a la contemplación, pero también a lo fáctico y a la cruda realidad. Esa heterogeneidad, traducida en integralidad, nos permite la alternancia entre lo prosaico y lo poético, solo que muchas veces perdemos la visión del “todo” y nos dejamos arropar por la realidad, hasta borrar de nuestras vidas todo aquello que nos eleva y nos lleva a cimas de sorprendente autorrealización, como diría el gran Abraham Maslow.
Por supuesto, como humanos no podemos pretender vivir en todo momento dentro una burbuja poética, sería un éxtasis agotador y aburrido y la belleza perdería su sentido, y sería dejar de lado el otro platillo de la balanza, que nos equilibra y nos ubica en el ahora, solo que la poética del vivir nos recuerda a cada instante, que dentro de nosotros yace el germen de la completitud, pero se nos pasa la vida en su desesperada búsqueda, creyendo verla del otro lado de la cerca, cuando muchas veces en nuestro propio campo florecen los brotes y se dan los frutos del Edén prometido. “Esa complementariedad y alternancia que se nos menciona, solo será posible si nos abrimos a la dimensión de seres complejos, cuya trama de encuentros y desencuentros, de verdades y mentiras, de alegrías y tristezas, de luces y de sombras, forma parte de nuestra más profunda esencia, ya que sin ella no hubiésemos llegado a este punto de la historia, ni podríamos seguir avanzando a pesar de las adversidades. Esa capacidad para mecernos entre la fortuna y el infortunio, y salir fortalecidos, es precisamente la clave para un “ahora” que se nos muestra descarnado e incierto”.
Somos indiscutiblemente seres de ambivalencias. En nosotros se da en cuestión de nanosegundos la alternancia prosa-poesía, cielo-infierno, luz-oscuridad. Nuestro día a día es un crudo electrocardiograma, cuyos picos arriba y abajo dicen mucho de nuestras dicotomías, de nuestros claroscuros; de la multiplicidad de voces que nos habitan para hacer de nuestras vidas ricos universos hundidos en medio de la diversidad del mundo. El símil prosa/poesía, del que echa mano el pensamiento complejo, nos permite, no solo vislumbrar hacia lo interno nuestras grandes posibilidades salvíficas, y la comprensión del ser desde lo ontológico y lo fáctico, sino que a lo externo nos posibilita el vislumbre de caminos en medio de la vastedad oceánica de una realidad, que muchas veces nos sobrepasa hasta hacer de nosotros simples piezas de un infernal e incomprensible juego, del que casi nunca nos percatamos, y cuando oteamos luces en medio de la densa oscuridad, hemos llegado al final del camino y sin posibilidades de retorno a lo vivido. Ni más ni menos, una noria, un bucle recursivo, que realimenta prosa con más prosa.
Nuestra esencial heterogeneidad como hemos visto hasta ahora, implica haz y envés, las dos caras de una misma moneda, como solemos afirmar, pero también las dos caras de la hoja de la planta, que sabemos que están, y que tienen su propio brillo u opacidad, pero que jamás nos detenemos a diferenciar en su absoluta esencialidad (no hay posibilidad alguna de existencia de la una sin la otra); las mismas dos caras que nos caracterizan como humanos: la física, la que vemos en nosotros y en los demás, la que mostramos al mundo, pero también la oculta, la que subyace, la que nos constituye. En otras palabras, la ambivalencia de la que hemos venido hablando en el campo de las sensaciones y las emociones, pero en otros planos, a veces no tan sutiles. Podríamos también extrapolarlo a nuestros dos estados fundamentales: salud y enfermedad, lo que nos obliga a prestarle atención a la primera en todas sus manifestaciones: personal, social y ecológica, sin cuyo equilibrio habría la denominada salud total, que echa por tierra el viejo concepto según el cual la salud es la ausencia de enfermedad, para adentrase en los territorios de lo personal, de las relaciones humanas y de la biosfera (es decir, de todo lo que vive en el planeta). Hemos llegado como humanidad a un punto de quiebre ecológico de tal magnitud, que hemos puesto en riesgo la vida de la Tierra. Fíjense, señores, que a propósito no he dicho “la vida sobre la Tierra”, ya que en este sentido, conviene recordar la ya no tan novedosa noción de la Tierra-Gaia, que trae consigo el concepto de superorganismo vivo, que cambia para siempre nuestra relación con el planeta, al sentirnos “parte” y “todo” de ella, por lo cual, al emerger de sus entrañas, el daño que le infringimos es un daño que atenta contra nuestra propia sobrevivencia, de allí la necesaria acción para detener ya la destrucción que hemos emprendido en aras del desarrollo, que si bien ha traído progreso y “confort” (mas no calidad de vida), en contraposición ha socavado la entrañas del planeta. “Independientemente de los encuentros o desencuentros con las posturas intelectuales y académicas (que el tema suscita), en una cuestión estamos meridianamente de acuerdo: no habrá salud o bienestar humano si la psique está trastocada y si su mundo físico o su entorno luce un rostro enfermo y amenazante. La conjunción apropiada de todas estas variables, hace que el Ser disfrute de una plenitud que lo eleve a las más empinadas cimas de realización personal, familiar y social. En pocas palabras: lo poético del vivir”.
Regresando a Octavio Paz, cuyo pensamiento generó en mí toda esta reflexión ontológica, hay una expresión en su obra citada (El arco y la lira, p. 137) que concita suprema hondura: “La experiencia poética, como la religiosa es un salto mortal: un cambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturaleza original.” Más adelante agrega contundente: “La experiencia poética es una revelación de nuestra condición original. Y esa revelación se resuelve siempre en una creación: la de nosotros mismos. La revelación no descubre algo externo, que estaba ahí, ajeno, sino que el acto de descubrir entraña la creación de lo que va a ser descubierto: nuestro propio ser”. (p. 154) Recordemos que Paz, como el magnífico poeta que es (o que era, como queramos), utiliza figuras literarias para dejar en quien lo lee: imágenes, conceptos, sensaciones, que vayan más allá de la literalidad, para internarse en el terreno de lo sublime (pensamiento-espíritu) con conexión en lo fáctico (Terredad, como diría nuestro recordado bardo Eugenio Montejo).
No obstante, distinguidos amigos, y más allá de la belleza de las figuras literarias, creo que hay qué caracterizar lo poético en nuestras vidas, para comprender en toda su magnitud lo que en el trabajo planteo. En este punto expreso: “El disfrute frente al mar, o ante un amanecer o un atardecer, la paz de un bosque, las risas de los juegos infantiles, el canto de las aves mañaneras y vespertinas, la dulce tranquilidad y la sabiduría de la ancianidad bien llevada, la escucha y el éxtasis con una pieza sinfónica, la observación de una obra pictórica o escultórica, la inaudita beatitud y el silencio de un templo, el remanso del cadencioso correr de un río, la indefensión y la placidez del sueño de un recién nacido, la inocencia originaria de un animal, la belleza de una flor nacida para morir el mismo día, la magnificencia de la sierra nevada, el sabor y el color de una fruta fresca, la entrega y el placer en la lectura de una obra literaria, la alegría de la amistad, el abrazo amoroso a la pareja y a los hijos; todo, todo es poesía”. En otras palabras, la poesía no implica solo el escribir poemas (que muchas veces no contienen poesía, y lo sabemos de sobra); lo arriba enunciado es el summum de la poesía sin ser en sí un poema. Es la vida la que escribe, es la vida la que literaturaliza cada variable contenida en nuestro paso por la Tierra.
Por supuesto, abrirnos a la poética del existir implica un cambio profundo en nuestro ser, en nuestra manera de ver y de comprender el mundo y la existencia, porque es volver a nuestra esencial heterogeneidad, es consustanciarnos con lo que subyace en nosotros, es conectarnos con lo que bulle a cada instante y que por la prisa que llevamos en nuestro diario trajinar, no logramos captar ni mucho menos disfrutar en todo su esplendor e inconmensurable belleza. Muchos llegan al final de su existencia sin haber vivido jamás, y no me refiero a los que mueren de forma prematura; me refiero a aquellos quienes teniendo la posibilidad dentro de sí del mayor de los disfrutes, de leer en el entorno las más sublimes páginas de la poesía, de extasiarse frente a los más maravillosos sucesos (por nimios que parezcan), nos los reconocen y pasan de largo, supeditando lo importante a lo urgente, lo poético a lo prosaico. Su lógica simple les dice a lo interno que ya habrá tiempo para detenerse en “tonterías”, para mirar con otros ojos lo que se muestra ante sus ojos, sin detenerse a pensar que quizá ese portento, ese milagro de la vida, posiblemente no se repita jamás. No se repetirá jamás, por ejemplo, la infancia de nuestros hijos, pasa en un abrir y cerrar de ojos, y sin embargo, muchos eludimos y perdemos esos momentos de felicidad argumentando mil compromisos, y cuando hacemos el tiempo, cuando ya hemos cumplido con el negocio, con la universidad, o con lo que sea, esos niños ya son hombres y mujeres, y hemos dejado sus risas y sus juegos desperdigados a la vera del camino.
Como ya lo dije antes, no se trata de entregarnos por entero al disfrute orgiástico de los sentidos, obviando el envés de la existencia; se trata de buscar dentro de nosotros ese fiel de la balanza que nos posibilite mecernos entre lo prosaico y lo poético, como quien otea los primeros rayos de luz en plena oscuridad. Nos hace falta entender la relación de imágenes especulares que deberá haber entre ambas nociones, al parecer antinómicas, pero sin cuya sincronización, que dependerá de nosotros si resulta sinérgica o no, pasaremos de largo por la vida sin haber comprendido ni disfrutado en un ápice de su portentosa diversidad. Es entonces cuando nos cosificamos, hacemos de nuestro “todo” un algo gris u oscuro, perdemos de vista las tonalidades, los claroscuros, los sonidos y las voces de todo lo que bulle a nuestro alrededor. Dentro de nuestra racionalidad solo vemos problemas, responsabilidades, compromisos y trabajo, y obviamos las otras variables (ocio, disfrute, alegría, interrelación, empatía, juego, diversión, etc.), olvidándonos de que sin el necesario equilibrio prosa/poesía pronto llega la enfermedad y la muerte. Esos seres que nos habitan, esos niños que llevamos dentro, que nos susurran cosas al oído, que nos interpelan a cada instante, requieren de parte de nuestro lado racional y consciente, que establezcamos vasos comunicantes que los conecte y los ponga en sintonía con “el ahora”, de lo contrario perderemos para siempre su necesaria interrelación, hasta quedar apagados, hundidos en nuestros más profundos intersticios, y nosotros convertidos en seres hoscos, resentidos con la vida, frustrados en nuestros planes vitales, rumiando hasta el final en todo aquello que soñamos y que no llegó y, que según nuestra lógica del desengaño, se debió a la mala suerte que siempre nos atenazó.
La vida nos reclama a cada instante a conectarnos con nuestro “yo interior”, a escuchar sin dilaciones las voces que nos llegan desde adentro, que nos hablan en clave y que solo nosotros podemos descifrar. “De pronto un suceso imprevisto, bueno o malo, nos interpela y nos recuerda nuestra esencial heterogeneidad, así como el hondo desencuentro de los seres que nos habitan. La pandemia del Covid-19,… por ejemplo, ha sido un punto de inflexión en nuestras vidas. Sin percatarnos, lo inesperado tomó las riendas y nos sumergió en aguas profundas, para recordarnos que nuestra vida no era el vivir, y afloró muy pronto la ambivalencia, la complejidad que nos habita”. Al respecto nos dice Paz: “Encubierto por la vida profana o prosaica, nuestro ser de pronto recuerda su perdida identidad; y entonces aparece, emerge, ese “otro” que somos.” (p. 137) La pandemia nos ha impactado de tal modo, que nos ha regresado a nuestros orígenes, a tener que vérnoslas con nosotros mismos, con aquellos otros seres que nos habitan y que están atentos a las señales para aflorar, para emerger en nuestro auxilio, para intentar la sinergia en medio de nuestras más enconadas batallas. El reencuentro con la familia, el recogimiento y la reflexión, la interacción con los nuestros, la búsqueda de respuestas en medio de la tribulación, la oración, la lectura y la contemplación, la quietud de la mente y del cuerpo ya libres del barullo exterior, son apenas las señales inequívocas de una condición humana que va más allá de nuestras propias discrepancias, para internarse por los zigzagueantes senderos de la complejidad.
De la racionalidad extrema que nos empuja a la objetividad y al referente fáctico, tuvimos que dar el salto a la sensibilidad; del afanoso trabajo fuera de la casa, al a veces lúdico intercambio a través de la tecnología; de la atávica necesidad del contacto y del abrazo, a un distanciamiento que nos apremia a una mayor conexión en los territorios del espíritu. El principio dialógico, que separa nociones supuestamente antagónicas e irreconciliables, se articula a nuestro favor para corroborar hoy y siempre que los opuestos no se anulan, sino que se atraen y se complementan, y que siempre habrá vasos comunicantes que los pongan en contacto, que los reconcilien, que los amalgamen para dar respuesta a la complejidad que nos conforma. La noche y el día no se dan de manera abrupta, sino que entre ambas experiencias vitales hay recorridos que las entrecruzan y las matizan. Sus claroscuros, el alba y el atardecer, se conjuntan en puntos determinados del espectro lumínico, para traer consigo quiebre y renacer, de manera isócrona y permanente, y así ha sucedido desde el inicio del mundo. Igual con los seres humanos: somos únicos y a la vez diversos, y en esa dialógica hemos llegado a acuerdos, interrumpidos por las guerras, transijo, pero en esa alternancia ha sido posible el concepto de humanidad.
Nos educan para ganar la gran batalla por la vida, pero no para vivir poéticamente. La Razón Ilustrada trajo hasta nosotros la noción de saberes disjuntos, que no se interrelacionan, que no se complementan. Como se comprenderá, tal situación atenta contra la esencial heterogeneidad del ser, al no producirse la posibilidad de emersión en nosotros de lo poético del existir, para ponerlo en correspondencia con lo prosaico, de tal forma de articularlos para una adecuada comprensión del existir en su vasta densidad. Esta distorsión epistémica produce ceguera cognitiva, lo que nos lleva a creer que podemos explicar todo bajo el paradigma de la simplicidad, dejándose de lado la urdimbre que constituye el “todo”, es decir, la vida. Lamentablemente, el cartesianismo no solo está presente en el territorio de lo académico, sino en la noción misma que tenemos de la realidad. “Quienes enseñamos y quienes aprendemos, y toda la humanidad en general, anhelamos que la poética del vivir siga presente en cada uno de nosotros, que el conocimiento no vaya en contrasentido con la dinámica de la realidad física que nos envuelve, sino que sea herramienta clave para su develamiento y comprensión”. Lo ideal sería entonces que la educación en todos sus niveles nos preparara para vivir la vida en su más hondo sentido físico, espiritual y filosófico (¿y por qué no, metafísico?), y que sus herramientas nos permitan articular las densas variables que nos afectan, de tal manera de hacer nosotros seres ganados para la poética del vivir, y no seres incapacitados (posiblemente frustrados) para la gran experiencia que implica nuestro paso por la Tierra. “La esencial heterogeneidad del ser nos impele en estos difíciles momentos a reinventarnos, a sacar de lo más profundo de nosotros lo que nos constituye y que siempre ha estado allí”.
“El ser humano es fundamentalmente cuerpo. Un cuerpo vivo y no un cadáver, una realidad bio-psico-energético-cultural, dotada de un sistema perceptivo, cognitivo, afectivo, valorativo, informacional y espiritual.”, nos lo dice el teólogo y filósofo brasileño Leonardo Boff, en su libro El cuidado necesario (p. 93). En otras palabras, somos seres ambivalentes, insertos en una extraordinaria aventura planetaria, pero no estamos solos en ella, sino que tenemos que compartirla con otros seres (animales, plantas y microorganismos), so pena de romper con el equilibrio dinámico que hace posible el sostenimiento del planeta, y con él, su pase a las generaciones que vendrán. El reconocimiento y la comprensión de la esencial heterogeneidad del ser lucen hoy imperativos, sobre todo cuando la humanidad enfrenta profundos traumas, oscuros enemigos y dramáticos cambios epocales, que la hacen vulnerable frente al futuro. Prosa y poesía deberán así mecerse sin caer en el vacío, sin obnubilar los sentidos, pero buscando un equilibro que nos permita ser verdaderamente humanos y estar verdaderamente vivos.
Distinguidos colegas y amigos, precisamente en este punto final de mi reflexión me topé en las redes con una frase aludida a George Orwell, supuestamente inserta en su libro 1984, considerado por los críticos y por los lectores de asombrosa clarividencia, que podría ilustrar en pocas palabras, todo lo que aquí he pretendido con este largo discurso. Sin más, reticente como soy frente a todo lo que aparece en las redes, me di a la tarea de rastrear la frase en el ejemplar del libro que reposa en mi biblioteca, y para mi asombro, luego de casi una hora de búsqueda, hallé un diálogo entre Julia y Winston, personajes centrales, y allí apareció la frase, espléndida y desafiante. Veamos someramente el contexto. Ambos personajes discuten si los que ostentan el poder (es decir, la dictadura) pueden entrar en sus almas, hasta el extremo de obligarlo a él a dejar de amarla. Cito textualmente el diálogo:
“Julia reflexionó sobre ello.
–A eso no pueden obligarte –dijo al cabo de un rato. Es lo único que no pueden hacer. Pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.
–Eso es verdad –dijo Winston con un poco más de esperanza–. No pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aunque esto no tenga ningún resultado positivo, los habremos derrotado.”
Agrega el narrador omnisciente:
“Los hechos no podían ser ocultados, podían ser localizados por investigación, podían exprimirlos con la tortura. Pero si el objetivo no era salvar la vida sino mantenerse humanos hasta el final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos, es más, ni uno mismo podría suprimirlos. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho o pensado, pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría siempre inexpugnable.” (pp. 205-206)
Creo, apreciados colegas, que todos somos Julia y Winston, y en su dilema ético y fáctico nos mecemos a cada instante: no es salvar la vida sino mantenernos humanos hasta el final.
Antes de concluir estas páginas deseo leerles un poema (el número XIII) tomado de mi libro Lumen El fuego interior (2020), todavía inédito:
XIII
deshazte pronto de tus penas, mar-
cha a ritmo trepidante, llega a la cima
del Olimpo, pues es tarde en
el ahora. No vaciles un segundo, inci-
nera ya el hastío, haz de cada mo-
mento huella y destino
ven, apresúrate, la noche agota
callada su simiente, los espectros
yacen inquietos en las sombras; la
luz naciente coquetea con la aurora
e irrumpe sin permiso el nuevo día
ven, no hay tiempo que perder, el
cielo ha contado nuestros días, y ya
se asoman entre nosotros las pri-
meras marcas del olvido
ven, a galope sobre las horas, que cada
segundo gastado es un cruel desa-
fío; descubre tu rostro a las olas,
que el viento meza tu pelo, que ya
nada quede por decir entre nosotros
la luna se ha ocultado y
el sol enceguece, nada se detiene
en el isócrono batir del tiempo. Ven,
se hace tarde, y de nada vale volver
la mirada cuando todo se ha mar-
chado. Ven, no demores, es ahora;
la vida muere callada
Muchas gracias señores.
Bibliografía citada
Boff, L. (2012). El cuidado necesario. Madrid: Editorial Trotta.
Nietzsche, F. (2009). El ocaso de los ídolos. Barcelona: TusQuets Editores.
Orwell, G. (2016). 1984. Caracas: Tecni-ciencias libros.
Paz, O. (2012). El arco y la lira. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.
Rojas Guardia, A. (2017). El deseo y el infinito. Diarios (2015-2017). Caracas: Seix Barral Biblioteca Breve.
Nota:
Las citas personales fueron tomadas de mi ensayo titulado La esencial hererogeneidad del ser, publicado en laRevista del Grupo de Investigación en Comunidad y Salud (GICOS) de la Facultad de Medicina de la Universidad de Los Andes, Volumen 5, N° especial 2, Diciembre de 2020. Si desean leerlo in extenso o descargarlo, pueden entrar al Repositorio de la Universidad de Los Andes en donde se aloja la citada revista, desde el siguiente link:
www.saber.ula.ve
0 Comentarios:
Publicar un comentario