Cuento - MI VECINO EL ESCRITOR

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Lo recuerdo entre brumas y sueños, como también el tac-tac de su vieja y destartalada máquina de escribir Olympia. No había momento impropio, ni horarios, ni excusas, escribir fue su vida y su razón de ser. En la soledad de su estudio recreó la vida, inventó situaciones que divirtieron y alejaron el hastío. Escri­bió a toda hora, bajo la presión del cansancio físico y la incuria de su propio cuerpo. Yo era su vecino, y hasta lo llegué a envi­diar en la vorágine de su fama. Día tras día me asomé al balcón de mi cuarto con la esperanza de ver al hombre más admirado del país, intenté copiar su estilo de vida, pero fue más que impo­sible. Era incansable, inagotable; mientras mis fuerzas se agota­ban a la espera de la inspiración, aquel hombre —muy mayor para entonces— parecía un iluminado; jamás lo llegué a ver inac­tivo. Siempre me pregunté cuál había sido el secreto de su triunfo, leí con desesperación todos sus libros, escudriñé dentro de su uni­verso literario para encontrar la raíz de sus aciertos. Todo era muy evidente —claro— realidades perdidas dentro del universo común, calles como las que transitamos a diario, veredas perdi­das en ciudades, personajes nacidos de la nada. Tenía que haber algo que el admirado autor escondía a su público, esa varita que todos deseamos encontrar. En las mañanas, salía a pasear —algo muy breve— daba la vuelta a la manzana y tomaba un café en el restaurante de la esquina. Con los años sus pasos se hicieron breves, pero seguros, su cabeza siempre gacha y en la mano lleva­ba un bello bastón que resaltaba entre el sencillo atuendo. A pesar de haber transcurrido más de veinte años de todo aquello, siento el sabor de ayer, por mi mente cruzan a cada instante los recuerdos hermosos de mis pequeñas y grandes esperanzas de entonces. Yo también quería ser escritor como el vecino de enfrente, quería seguir ardientemente sus pasos. A pesar de la vida tan sobria que llevaba, lo veía distinto al resto de la gente que conocía. Cuando iba al colegio, lo hacía por la acera de la casa del escritor, con la sola idea de tropezarme algún día con él. Pero era un hombre muy solo y triste, creo que nadie vivía en su compañía, tenía una secretaria que le desembrollaba los papeles y le tramitaba sus publicaciones. Al caer el sol, ella, hermosa aún, salía rápidamente de su casa y se perdía en el labe­rinto de las tumultuosas calles. Mis padres me recriminaban tan­ta admiración por ese señor de enfrente, pero no podía evitarlo, una inmensa fuerza de atracción ejercía su figura sobre mí. Los amigos del colegio decían que era un viejo gruñón y mal encara­do, yo me molestaba y lo defendía a ultranza. Al leer sus libros no se podía uno imaginar que un hombre solo, sin esposa, hijos y ni siquiera un perro, recreaba y orquestaba fabulosas narracio­nes, exquisitas novelas que le valieron el favor de la crítica y varios premios importantes. Todo un mundo llevaba en su blanca cabeza, en esos ojos color azul intenso se reflejaba un ser inquieto, descon­tento de las cosas y del mundo que lo rodeaba. Yo fui creciendo como lo hacen también los árboles y los animales, y poco a poco encontré la anhelada inspiración, pero no en la literatura, sino en la música. Permanecí en el extranjero durante varios años —­seis exactamente. Viajé por varios países, conocí mucha gente y distintas culturas. Al llegar de nuevo a mi calle, me interesé por mi antiguo ídolo, por el viejo escritor de la casa de enfrente.

Todo había cambiado, las huellas del tiempo —inexorables— le habían modificado el rostro a las formas de mis recuerdos. La casa del viejo escritor ya no era su residencia, en cambio, ahora servía de escuela de música. Algo internamente me conmovió, tal vez en mis íntimos anhelos, me hubiese gustado encontrar todo, tal y como lo dejé. Al poco tiempo ingresé como profesor de teoría y solfeo en la escuela que funcionaba en la antigua casa del viejo escritor. El primer día fue grande mi emoción; me encontraba dentro del sitio que robó los sueños de mi infancia, dentro de la casa donde permaneció durante muchos años el hombre que más admiré e imité en mis primeros años. La resi­dencia era hermosa, alegre, con muchas entradas de sol, balco­nes internos y audaces, columnas perfectamente delineadas. Al lado del salón principal había una placa donde se recordaba es­cuetamente el nombre del escritor Bonifacio Herrera. Pasaron varias semanas, las que necesité para retomar el curso de mi vida. Organicé mis cosas, recorrí con entusiasmo las calles de mi vieja ciudad, visité eternos amigos, reviví olvidados amores. Una vez organizadas todas las cosas, quise hurgar un poco sobre el para­dero del viejo escritor. Pregunté afanosamente en diversos si­tios, en la escuela donde yo impartía enseñanza musical no pu­dieron —o no quisieron— ayudarme. Me dirigí a las oficinas del cementerio principal y allí no estaba su nombre. Fui a la oficina de la Dirección de Extranjería y no había abandonado el país. Mis padres no se enteraron de nada acerca del escritor, ya que se encontraban de viaje y, al regresar, ya no estaba allí viviendo.

Llegó un momento en que me sentí derrotado, no encontraba por ningún sitio al viejo escritor. Sólo me pude enterar que debi­do a su avanzada edad —93 años— se había retirado y en su casa editorial habían perdido toda comunicación con él. Desalenta­do, inicié una nueva semana de clases en el instituto, la verdad es que no sentía deseos de hablar con nadie. La música me molesta­ba, las risas de los niños me atormentaban. Uno de mis alumnos se me acercó una tarde y me dijo:

—Sabe profesor, el fin de semana mis padres me llevaron al ancianato que está a las afueras de la ciudad y me divertí mucho con los señores que allí viven. Yo miraba al niño con fingido interés, para nada me atraía su historia:

—Ah... muy bien, —dije en voz baja y sin esfuerzo.

—Sabe profesor —insistió el niño— conocí a un viejito que dice ser un gran escritor, me mostró varios libros en los cuales apare­ce su nombre... creo que se llama Bonifacio, no recuerdo su ape­llido. Recobré inmediatamente el aliento, levanté al niño en vilo. Me costaba creer la hermosa casualidad. Di por terminada las clases de ese día, y me dirigí rápidamente hacia el ancianato. Al llegar lo vi: estaba sentado cerca de la puerta. Nunca hablé con él, no sabía como iniciarle una conversación, conocía por referencias, su mal carácter. Sin preámbulos le dije:

—Buenas tardes escritor, mi nombre es Pablo Coronel.

—Buenas tardes hijo, siéntese, me gusta que me llamen escri­tor, eso fui en la vida... solo un escritor.

- Perdóneme pero estoy muy emocionado de poder hablar con usted, siempre quise hacerlo, pero el temor a que no me escuchara me lo impidió. Yo fui su vecino en la urbanización, viví al frente de su casa, siempre lo admiré en silencio.

—Usted debe ser el chiquillo que me espiaba a través del bal­cón casi a diario y en todo momento, ahora lo recuerdo. Me agradaba su interés por mí, los escritores somos un tanto vani­dosos. Siempre deseé que te me acercaras, estuve toda la vida muy solo. Mi única compañía fueron mis personajes... a veces les llamo mis fantasmas. Me persiguen cuando duermo, quieren cobrarme la fama. Pero yo no lo permito, les di vida, ellos me pertenecen, soy su padre y como tal, los trato como a unos hijos. Sabe joven, debí fundar una familia, tener unos verdaderos hi­jos. Nunca creí que la vejez fuera tan sola. Perdí la visión y casi no oigo y aquí me tratan como a otro más. Miles de perso­nas me conocieron, todos admiraron mis obras, estuve en la cum­bre de la fama y eso me convirtió en un ser arrogante y autosuficiente. Pensé que jamás necesitaría de nadie para vivir, que siempre me las arreglaría por mí mismo. Y qué equivocado estaba, joven. Me siento como aquellos padres que dan la vida, que lo entregan todo, que dejan de vivir por dar más de sí mismos y al final no reciben nada, se quedan con las manos vacías, abandonados por sus propias creaciones. Mi caso es similar hijo, me quedé solo después de haberle dado vida a cientos de personajes, después de haber llenado miles de páginas de libros con mis cuentos e historias. Todos se fueron, se quedaron entre los estantes, o tal vez murieron en los cestos de basura debido a la amarillez de sus rostros o lo carcomido de sus carátulas. Tal vez algunos personajes .fue­ron retornados por escritores más afortunados en la vida, y los supieron colocar en situaciones más favorables para su existen­cia. A lo mejor mi nombre aparezca en algún diccionario o texto de enseñanza, o me incluyan de personaje en alguna novela. Si eso sucediera, me gustaría que el escritor me diera un destino mejor: una esposa, unos hijos, unos nietos. Que borrara de mi vida la soledad y la tristeza, que me condujera a diario a los parques, que me llevara al cine, que me incluyera en alguna pelea calleje­ra, que me diera amigos. No me molestaría por nada de eso, por el contrario, me encantaría que se tomara esas licencias, sin ce­ñirse estrictamente a mi torpe realidad, a mi carácter impenetra­ble y quisquilloso, a mi manera de hacer la vida muy distinta a lo que creaba en mis propias novelas.

Guardé silencio durante un rato y luego me despedí con la promesa de regresar muy pronto. Durante meses fui a verlo en el instituto, sus palabras sabias y entendidas fueron regando la semilla que de escritor aún perma­necía en mí. Así fue como empecé a escribir mi primera novela, los fines de semana se la llevaba al viejo Bonifacio y él me daba sugerencias. Faltando sólo por escribir el último capítulo, no encontré en el acostumbrado sitio al viejo escritor. Turbado, pregunté a las religiosas encargadas por su paradero, y la res­puesta fue: “el viejo Bonifacio se encuentra gravemente enfer­mo, el médico del instituto nos dijo que lo dejáramos tranquilo, que su mal no tenía remedio”. Pedí a la religiosa que me permitiera hablar un momento con el viejo escritor, le dije que no lo moles­taría. Ella accedió con reticencias. Al entrar a la habitación, el viejo yacía sobre su lecho, apagado e inmóvil. Me fui acercando lentamente, al instante él despertó y me reconoció.

—Que bueno hijo que vino, llegué a creer que moriría sin despedirme de usted:

—Escritor —dije trémulo— ya verá que se recupera. Sabe, estoy finalizando la novela, me quedan sólo unas pocas páginas por escribir.

—Hijo, escriba que el viejo Bonifacio vivió sus últimos mo­mentos al Iado de sus familiares; que le cerraron los ojos su espo­sa y sus hijos. Escriba también, que sus amigos quejumbrosos ante la muerte, colmaron la habitación de perfumadas y exóticas flores... y guardaron finalmente un minuto de silencio.

Sin poder articular nuevas palabras, me levanté lentamente sin dejar de mirarlo, atravesé el umbral del hermoso recinto y me perdí en el ardor de aquella tarde.



Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).

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