Lo recuerdo entre
brumas y sueños, como también el tac-tac de su vieja y destartalada máquina de
escribir Olympia. No había
momento impropio, ni horarios, ni excusas, escribir fue su vida y su razón de
ser. En la soledad de su estudio recreó la vida, inventó situaciones que
divirtieron y alejaron el hastío. Escribió a toda hora, bajo la presión del
cansancio físico y la incuria de su propio cuerpo. Yo era su vecino, y hasta lo llegué a envidiar en la vorágine de su
fama. Día tras día me asomé al balcón de mi cuarto con la esperanza de ver al
hombre más admirado del país, intenté copiar su estilo de vida, pero fue más
que imposible. Era incansable, inagotable; mientras mis fuerzas se agotaban a
la espera de la inspiración, aquel hombre —muy mayor para entonces— parecía un
iluminado; jamás lo llegué a ver inactivo.
Siempre me pregunté cuál había sido el secreto de su triunfo, leí con
desesperación todos sus libros, escudriñé dentro de su universo literario para
encontrar la raíz de sus aciertos. Todo era muy evidente —claro— realidades perdidas dentro del
universo común, calles como las que transitamos a diario, veredas perdidas en
ciudades, personajes nacidos de la nada. Tenía que haber algo que el admirado
autor escondía a su público, esa varita que todos deseamos encontrar. En las
mañanas, salía a pasear —algo muy breve— daba la vuelta a la manzana y tomaba
un café en el restaurante de la esquina. Con los años sus pasos se hicieron
breves, pero seguros, su cabeza siempre gacha y en la mano llevaba un bello
bastón que resaltaba entre el sencillo atuendo. A pesar de haber transcurrido
más de veinte años de todo aquello, siento el sabor de ayer, por mi mente
cruzan a cada instante los recuerdos hermosos de mis pequeñas y grandes
esperanzas de entonces. Yo también quería ser escritor como el vecino de
enfrente, quería seguir ardientemente sus pasos. A pesar de la vida tan sobria
que llevaba, lo veía distinto al resto
de la gente que conocía. Cuando iba al colegio, lo hacía por la acera de la
casa del escritor, con la sola idea de tropezarme algún día con él. Pero era un
hombre muy solo y triste, creo que nadie vivía en su compañía, tenía una
secretaria que le desembrollaba los papeles y le tramitaba sus publicaciones.
Al caer el sol, ella, hermosa aún, salía rápidamente de su casa y se perdía en
el laberinto de las tumultuosas calles. Mis padres me recriminaban tanta
admiración por ese señor de enfrente, pero no podía evitarlo, una inmensa
fuerza de atracción ejercía su figura sobre mí. Los amigos del colegio decían
que era un viejo gruñón y mal encarado, yo me molestaba y lo defendía a
ultranza. Al leer sus libros no se podía uno imaginar que un hombre solo, sin
esposa, hijos y ni siquiera un perro, recreaba y orquestaba fabulosas narraciones,
exquisitas novelas que le valieron el favor de la crítica y varios premios
importantes. Todo un mundo llevaba en su blanca cabeza, en esos ojos color azul
intenso se reflejaba un ser inquieto, descontento de las cosas y del mundo que
lo rodeaba. Yo fui creciendo como lo hacen también los árboles y los animales, y
poco a poco encontré la anhelada inspiración, pero no en la literatura, sino en
la música. Permanecí en el extranjero durante varios años —seis exactamente.
Viajé por varios países, conocí mucha gente y distintas culturas. Al llegar de
nuevo a mi calle, me interesé por mi antiguo ídolo, por el viejo escritor de la
casa de enfrente.
Todo
había cambiado, las huellas del tiempo —inexorables— le habían modificado el
rostro a las formas de mis recuerdos. La casa del viejo escritor ya no era su
residencia, en cambio, ahora servía de escuela de música. Algo internamente me
conmovió, tal vez en mis íntimos anhelos, me hubiese gustado encontrar todo,
tal y como lo dejé. Al poco tiempo
ingresé como profesor de teoría y solfeo en la escuela que funcionaba en la
antigua casa del viejo escritor. El primer día fue grande mi emoción; me
encontraba dentro del sitio que robó los sueños de mi infancia, dentro de la
casa donde permaneció durante muchos años el hombre que más admiré e imité en
mis primeros años. La residencia era hermosa, alegre, con muchas entradas de
sol, balcones internos y audaces, columnas perfectamente delineadas. Al lado
del salón principal había una placa donde se recordaba escuetamente el nombre
del escritor Bonifacio Herrera. Pasaron varias semanas, las que necesité para
retomar el curso de mi vida. Organicé mis cosas, recorrí con entusiasmo las
calles de mi vieja ciudad, visité eternos amigos, reviví olvidados amores. Una
vez organizadas todas las cosas, quise hurgar un poco sobre el paradero del
viejo escritor. Pregunté afanosamente en diversos sitios, en la escuela donde
yo impartía enseñanza musical no pudieron —o no quisieron— ayudarme. Me dirigí
a las oficinas del cementerio principal y allí no estaba su nombre. Fui a la
oficina de
Llegó
un momento en que me sentí derrotado, no encontraba por ningún sitio al viejo
escritor. Sólo me pude enterar que debido a su avanzada edad —93 años— se
había retirado y en su casa editorial habían perdido toda comunicación con él.
Desalentado, inicié una nueva semana de clases en el instituto, la verdad es
que no sentía deseos de hablar con nadie. La música me molestaba, las risas de
los niños me atormentaban. Uno de mis alumnos se me acercó una tarde y me dijo:
—Sabe
profesor, el fin de semana mis padres me llevaron al ancianato que está a las
afueras de la ciudad y me divertí mucho con los señores que allí viven. Yo
miraba al niño con fingido interés, para nada me atraía su historia:
—Ah...
muy bien, —dije en voz baja y sin esfuerzo.
—Sabe
profesor —insistió el niño— conocí a un viejito que dice ser un gran escritor,
me mostró varios libros en los cuales aparece su nombre... creo que se llama
Bonifacio, no recuerdo su apellido. Recobré inmediatamente el aliento, levanté
al niño en vilo. Me costaba creer la hermosa casualidad. Di por terminada las
clases de ese día, y me dirigí rápidamente hacia el ancianato. Al llegar lo vi: estaba sentado cerca de la puerta. Nunca
hablé con él, no sabía como iniciarle una conversación, conocía por referencias,
su mal carácter. Sin preámbulos le dije:
—Buenas
tardes escritor, mi nombre es Pablo Coronel.
—Buenas tardes
hijo, siéntese, me gusta que me llamen escritor, eso fui en la vida... solo un
escritor.
-
Perdóneme pero estoy muy emocionado de poder hablar con usted, siempre quise
hacerlo, pero el temor a que no me escuchara me lo impidió. Yo fui su vecino en la urbanización, viví al frente de su
casa, siempre lo admiré en silencio.
—Usted
debe ser el chiquillo que me espiaba a través del balcón casi a diario y en
todo momento, ahora lo recuerdo. Me
agradaba su interés por mí, los escritores somos un tanto vanidosos. Siempre
deseé que te me acercaras, estuve toda la vida muy solo. Mi única compañía
fueron mis personajes... a veces les llamo mis fantasmas. Me persiguen cuando
duermo, quieren cobrarme la fama. Pero yo no lo permito, les di vida, ellos me pertenecen, soy su padre y como
tal, los trato como a unos hijos. Sabe joven, debí fundar una familia, tener
unos verdaderos hijos. Nunca creí que la vejez fuera tan sola. Perdí la visión
y casi no oigo y aquí me tratan como a otro más. Miles de personas me
conocieron, todos admiraron mis obras, estuve en la cumbre de la fama y eso me
convirtió en un ser arrogante y autosuficiente. Pensé que jamás necesitaría de
nadie para vivir, que siempre me las arreglaría por mí mismo. Y qué equivocado
estaba, joven. Me siento como aquellos padres que dan la vida, que lo entregan todo, que dejan de vivir por dar
más de sí mismos y al final no reciben nada, se quedan con las manos vacías,
abandonados por sus propias creaciones. Mi caso es similar hijo, me quedé solo
después de haberle dado vida a cientos de personajes, después de haber llenado
miles de páginas de libros con mis cuentos e historias. Todos se fueron, se
quedaron entre los estantes, o tal vez murieron en los cestos de basura debido
a la amarillez de sus rostros o lo carcomido de sus carátulas. Tal vez algunos personajes
.fueron retornados por escritores más afortunados en la vida, y los supieron
colocar en situaciones más favorables para su existencia. A lo mejor mi nombre
aparezca en algún diccionario o texto de enseñanza, o me incluyan de personaje
en alguna novela. Si eso sucediera, me gustaría que el escritor me diera un
destino mejor: una esposa, unos hijos, unos nietos. Que borrara de mi vida la
soledad y la tristeza, que me condujera a diario a los parques, que me llevara
al cine, que me incluyera en alguna pelea callejera, que me diera amigos. No
me molestaría por nada de eso, por el contrario, me encantaría que se tomara
esas licencias, sin ceñirse estrictamente a mi torpe realidad, a mi carácter
impenetrable y quisquilloso, a mi manera de hacer la vida muy distinta a lo
que creaba en mis propias novelas.
Guardé
silencio durante un rato y luego me despedí con la promesa de regresar muy
pronto. Durante meses fui a verlo en el instituto, sus palabras sabias y
entendidas fueron regando la semilla que de escritor aún permanecía en mí. Así
fue como empecé a escribir mi primera novela, los fines de semana se la llevaba
al viejo Bonifacio y él me daba sugerencias. Faltando sólo por escribir el
último capítulo, no encontré en el acostumbrado sitio al viejo escritor.
Turbado, pregunté a las religiosas encargadas por su paradero, y la respuesta
fue: “el viejo Bonifacio se encuentra gravemente enfermo, el médico del
instituto nos dijo que lo dejáramos tranquilo, que su mal no tenía remedio”.
Pedí a la religiosa que me permitiera hablar un momento con el viejo escritor,
le dije que no lo molestaría. Ella accedió con reticencias. Al entrar a la
habitación, el viejo yacía sobre su lecho, apagado e inmóvil. Me fui acercando
lentamente, al instante él despertó y me reconoció.
—Que
bueno hijo que vino, llegué a creer que moriría sin despedirme de usted:
—Escritor
—dije trémulo— ya verá que se recupera. Sabe, estoy finalizando la novela, me
quedan sólo unas pocas páginas por escribir.
—Hijo,
escriba que el viejo Bonifacio vivió sus últimos momentos al Iado de sus
familiares; que le cerraron los ojos su esposa y sus hijos. Escriba también,
que sus amigos quejumbrosos ante la muerte, colmaron la habitación de
perfumadas y exóticas flores... y guardaron finalmente un minuto de
silencio.
Sin
poder articular nuevas palabras, me levanté lentamente sin dejar de mirarlo,
atravesé el umbral del hermoso recinto y me
perdí en el ardor de aquella tarde.
Muy bonito
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