Qué difícil es
llegar al poder. Por eso se hace tan apetecible.
Soñamos
con estar sentados en los pequeños tronos, que representan la voluntad del
país en nuestras manos. Nos sumergimos en los vapores espesos de la contienda,
de la lucha acérrima, con el único propósito de alcanzar lo que consideramos lo
máximo, lo sublime, la cumbre de la realización personal.
En mi
caso particular, me condujo el pío anhelo del servicio, de la entrega.
Vociferé magnos programas, consignas bellísimas, elegantes discursos. Mi
corazón estaba seccionado, fragmentado en miles y miles de trozos en pro de
los más necesitados. Nunca había abrigado tan nobles aspiraciones. Me veía
—cual Madre Teresa de Calcuta— prodigando beneficios, dádivas, abundantes
limosnas. Nunca más conocería el mundo un hombre más caritativo, más
desprendido de las cosas materiales y superfluas.
Caminé y
caminé. Mis pies quedaban lacerados luego de las visitas a los barrios, a los
cerros más empinados. Recobré en tres meses, mi olvidada figura de la lejana
juventud. Mi pálida piel, por tantas y tantas horas de estar sentado frente a
un escritorio, se tornó de un bronceado ideal, muy tropical y atractivo. Hasta
los dolores reumáticos —mi constante queja en las visitas médicas—
desaparecieron. El sabor de la cocina criolla lo había olvidado, en cambio mi
paladar degustaba sólo los finos platos de las cocinas europeas. Recordé las
sabrosas arepas, los platos rebosantes con perico andino, el exquisito sabor
del guarapo de panela con limón. ¡Caramba!... sin duda alguna, la dura campaña
electoral me devolvió parte de mi existencia, perdida en el correr afanoso y
sin tregua de la vida ejecutiva.
No
intenté —bajo ninguna circunstancia— desacreditar o descalificar a mi
contendor más cercano. Fue mi amigo en la época universitaria. Di las más
estrictas instrucciones, para que se respetaran sus afiches, sus consignas,
sus pancartas. En fin, logré realizar una campaña de altura.
Me
gané el aprecio y el entusiasmo popular. Hordas de fanáticos se aglomeraban
para escuchar, bajo el inclemente sol, mis interminables horas de discursos, de
ideas para el cambio. Me constituí en el paladín de la reforma del Estado, juré
su modernización e inserción en el contexto del mundo moderno y súper
civilizado. Saqué a relucir largas y tediosas listas de corruptos, a quienes
prometí su encarcelamiento de llegar al poder. Prometí viviendas populares,
canchas deportivas, escuelas, iglesias, calles, alumbrado eléctrico, cloacas,
trabajo estable, orden en las finanzas, abaratamiento del costo de la vida,
seguridad personal; bla, bla, bla...
En las
noches me acostaba rendido, completamente extenuado. Para ilustrar mi vida de
campaña diré que no volví a hacerle el amor a mi mujer. Quería ahorrar todas
mis fuerzas, para invertirlas en las clases populares cuando alcanzara el
poder. Ella entendió mi posición. Es más, nunca me reclamó nada, absolutamente
nada. Recibí de mi familia toda la comprensión que requería para obtener la
máxima posición. Después, las aguas regresarían a sus cauces, y todo volvería
a ser como antes. Es decir, mejor que antes.
Llegó el
ansiado día de las elecciones. Me levanté muy temprano —a eso de las 4:00—, me
bañé y tomé apenas, una taza de café. Estaba muy nervioso. Claro, era lógico.
Se estaba jugando el futuro de mi país.
Todo
transcurrió de manera normal. La gente se agolpaba en las puertas de los
centros de votación. La frase manida de: el
comportamiento cívico de la ciudadanía, no se hizo esperar.
Los
escrutinios me dieron por ganador. El setenta y cinco por ciento de la
población votante, me favoreció. De inmediato convoqué a una rueda de prensa y
esbocé con voz estentórea, mi programa de gobierno. Ratifiqué las promesas de
la campaña reciente. Saludé efusivamente a la población.
Pero qué
desgraciado fui. Una vez que pisé el Palacio de Gobierno, sufrí un efecto de
rebote instantáneo. Olvidé todo lo prometido. Ni yo mismo podía reconocerme.
¡Qué cara de coño de madre puse!
Me volví
una piltrafa humana, un déspota, un engreído, un ser mísero y corrupto. Sabía
que el poder cambiaba a la gente. Pero de esa manera tan ruin y absoluta, nunca
lo llegué a pensar. Siempre había tenido como norte el no cambiar, el dar un
giro definitivo a aquella pose ridícula de los gobernantes, que se creían unos
reyecitos, y no eran más que unos reyezuelos. Es más, juraba que aquellos
hombres malignos que habían llegado en épocas anteriores al poder, eran así
desde siempre, por naturaleza. Pensaba que habían engañado a su pueblo que
depositó en ellos la confianza y la fe.
Yo
definitivamente era un cerdo. Ya que hacía lo que hacía con plena conciencia.
Nada me era vedado. Había estudiado la conducta humana, había interiorizado las
patologías que confieren al ser humano rasgos despóticos. ¿Entonces... por qué
lo hacía? ¿Qué me empujaba a ello?
Las
reacciones no se hicieron esperar. El pueblo comenzó a exigirme lo que le correspondía.
Yo en respuesta le mandaba a las fuerzas del orden público, para que lo
ultrajaran y vejaran. De noche me sentaba frente a la pantalla del televisor y
me enardecía con las imágenes de las protestas populares. Sólo me tranquilizaban
los cintarazos, las ballenas de agua, las bombas lacrimógenas que certeramente
lanzaban los policías contra los manifestantes. Hasta me contenté —muchas veces— con la muerte de algunos estudiantes.
Mi familia me miraba y notaba en ellos la desaprobación. Me llegué a sentir
como Nerón frente a los cristianos devorados por las fieras. Ello me estimulaba
de una manera morbosa. Sentía que me fortalecía en el poder. Que hacía valer
la fuerza de mi decisión y autoridad.
Comenzaron a crecer mis cuentas bancarias, las propiedades
en el extranjero. El dinero público que debía estar destinado a obras de
interés colectivo —tal y como lo había prometido en la campaña— lo multipliqué
por altos intereses bancarios; a consecuencia de mi política económica nefasta
y
cruel
para con la nación.
Cercené la libertad de prensa. Mandé a las cárceles de
máxima seguridad a los opositores. Compré voluntades con miedo y barbarie.
Introduje —solapadamente— la pena capital para mis enemigos. Me rodeé de un
círculo ministerial tenebroso e incondicional. Rompí relaciones con los países
del hemisferio occidental. Envié espías a todas partes del mundo, con el ánimo
de estar enterado —de primera fuente— de los acontecimientos más relevantes en
el orden político.
Me convertí en el gobernante más puto que país latinoamericano
conociera en sus quinientos años de historia. El relajo fue tal, que mi mujer
se retiró calladamente para evitar el escándalo.
El país se transformó en mi feudo, en mi propiedad. Cuando
el Congreso trató de impedirme tanto desatino, armé una trampa y lo anulé, lo
desarticulé. Les di a sus integrantes veinticuatro horas para abandonarlo.
Aquella noche aciaga, cuando los conspiradores entraron al
palacio armados hasta los dientes, me encontraba reposando una comilona con dos
de mis mujeres favoritas. Nada escuchamos, nada intuimos. Dentro, el silencio
era absoluto y romántico. Me sentía dueño del mundo. Mandé a llamar al edecán
de más confianza, para que comiera de las migajas que había rechazado, harto
de placer. La voluptuosidad de las muchachas amenazaba con dejarme muerto. Mis
fuerzas estaban en cero. No podía más con mi cuerpo.
Pero no ingresó mi edecán de confianza. En su lugar,
irrumpió un insurrecto con ametralladora en mano. Sin mediar voz alguna,
disparó rasante con todo. Nada quedó en su lugar. Todo, absolutamente todo,
perdió su forma y valor. Las dos jóvenes muchachas, quedaron tendidas en el
suelo con sus cuerpos agujereados en medio de un mar de sangre. Yo me lancé al
suelo, y la sangre de aquellas me arropó, dando la impresión —a simple vista—
de mi exterminio total.
Así pude salvar mi vida. A costa de la vida de otros.
Escapé del Palacio de Gobierno camuflado entre la basura y los escombros del
asalto perpetrado por los insurrectos. De inmediato afeité mi rostro, cambié
las ropas por harapos que conseguí a través de amigos clandestinos. A los dos
días escapé del país y me dirigí a España, específicamente a un pueblo de
Galicia. De allí pasé a Portugal (Lisboa), de donde escribo ésta, la última de
mis cartas, antes de pasar al anonimato... a la muerte histórica.
No deseo justificarme, no... en absoluto. Merezco ser
execrado de la vida misma. Debí haber muerto aquella tarde de febrero, para no
tener que purgar mi conciencia. Soy cobarde. Sí. Muy cobarde. El poder me robó
la dignidad, y con ella la valentía. Pedir perdón no es mi estilo. Jamás lo
haría. Ahora que las cosas pasaron, pienso que todo en la naturaleza es un
ciclo de vida. Unos mueren para que otros puedan vivir. Los malos son más
necesarios que los buenos. De lo contrario, el mundo estaría superpoblado; más
de lo que lo está hoy. Además, los malos están presentes desde el inicio del
mundo. Ya que si mal no recuerdo: Caín mató a su buen hermano Abel.
Mi
problema no es que sea malo. Ojalá y lo fuese,
estaría más tranquilo. Todo mi afán radica en que fui al poder con la mejor
intención del mundo. Pretendí ser el salvador de mi pueblo. El segundo
Libertador.
Siento
que en mi corazón laten los sentimientos más nobles del mundo. Ahora sería
incapaz de matar una mosca. Pero para poder hacer buenas obras como gobernante,
hay que mantenerse en el poder, a como dé lugar. De lo contrario, sucede lo que a mí me sucedió: una vez que alcancé el
poder y estando —como efectivamente lo estaba— dispuesto a realizar las buenas
obras prometidas al sufrido pueblo, se alzaron unos delincuentes y me sacaron
del poder. Lo malo es que no me dejaron demostrar lo noble de mis sentimientos
y propósitos. No crean que esto es cinismo... no. Tal vez sea locura. Eso
dicen. No lo creo. Lo que pasa es que a los genios siempre los han tildado de
locos. Y yo soy un genio. ¿Quién lo pone en duda? No estoy de acuerdo con aquellos
que dicen que la violencia engendra más violencia. No, no, no. Todo lo
contrario. Es a través de la fuerza que se pueden alcanzar los mejores
propósitos. Algo así como armarse hasta los dientes para mantener la paz. Es el
mismo principio. En una democracia los intereses de los oligarcas impiden el
saneamiento, la prosperidad. Las dictaduras traen progreso y adelanto. No estoy
loco. Bueno... a lo mejor sí. Sí, sí, sí, estoy loco de remate. Mejor pongo
punto final a la carta, de lo contrario se me enredarán más las ideas. Debo
prepararme para el retorno al poder. Porque de seguro: volveré. No a la fuerza.
Esperaré un tiempo prudencial, el necesario para que la gente olvide. Me
lanzaré de nuevo como candidato, reformularé mis antiguas convicciones. Haré
modernos planteamientos. Ganaré las elecciones. La gente olvida. ¿Los muertos?
¿Quién se acuerda de ellos?
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