Cuento - EL REYEZUELO

 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Qué difícil es llegar al poder. Por eso se hace tan apetecible.

Soñamos con estar sentados en los pequeños tronos, que repre­sentan la voluntad del país en nuestras manos. Nos sumergimos en los vapores espesos de la contienda, de la lucha acérrima, con el único propósito de alcanzar lo que consideramos lo máximo, lo sublime, la cumbre de la realización personal.

En mi caso particular, me condujo el pío anhelo del servi­cio, de la entrega. Vociferé magnos programas, consignas bellísi­mas, elegantes discursos. Mi corazón estaba seccionado, fragmen­tado en miles y miles de trozos en pro de los más necesitados. Nun­ca había abrigado tan nobles aspiraciones. Me veía —cual Madre Teresa de Calcuta— prodigando beneficios, dádivas, abundantes limosnas. Nunca más conocería el mundo un hombre más cari­tativo, más desprendido de las cosas materiales y superfluas.

Caminé y caminé. Mis pies quedaban lacerados luego de las visitas a los barrios, a los cerros más empinados. Recobré en tres meses, mi olvidada figura de la lejana juventud. Mi pálida piel, por tantas y tantas horas de estar sentado frente a un escritorio, se tornó de un bronceado ideal, muy tropical y atractivo. Hasta los dolores reumáticos —mi constante queja en las visitas médi­cas— desaparecieron. El sabor de la cocina criolla lo había olvida­do, en cambio mi paladar degustaba sólo los finos platos de las cocinas europeas. Recordé las sabrosas arepas, los platos rebo­santes con perico andino, el exquisito sabor del guarapo de panela con limón. ¡Caramba!... sin duda alguna, la dura campaña elec­toral me devolvió parte de mi existencia, perdida en el correr afanoso y sin tregua de la vida ejecutiva.

No intenté —bajo ninguna circunstancia— desacreditar o des­calificar a mi contendor más cercano. Fue mi amigo en la época universitaria. Di las más estrictas instrucciones, para que se res­petaran sus afiches, sus consignas, sus pancartas. En fin, logré realizar una campaña de altura.

Me gané el aprecio y el entusiasmo popular. Hordas de fanáti­cos se aglomeraban para escuchar, bajo el inclemente sol, mis interminables horas de discursos, de ideas para el cambio. Me constituí en el paladín de la reforma del Estado, juré su moder­nización e inserción en el contexto del mundo moderno y súper civilizado. Saqué a relucir largas y tediosas listas de corruptos, a quienes prometí su encarcelamiento de llegar al poder. Prometí viviendas populares, canchas deportivas, escue­las, iglesias, calles, alumbrado eléctrico, cloacas, trabajo estable, orden en las finanzas, abaratamiento del costo de la vida, seguri­dad personal; bla, bla, bla...

En las noches me acostaba rendido, completamente extenua­do. Para ilustrar mi vida de campaña diré que no volví a hacerle el amor a mi mujer. Quería ahorrar todas mis fuerzas, para in­vertirlas en las clases populares cuando alcanzara el poder. Ella entendió mi posición. Es más, nunca me reclamó nada, absolu­tamente nada. Recibí de mi familia toda la comprensión que re­quería para obtener la máxima posición. Después, las aguas re­gresarían a sus cauces, y todo volvería a ser como antes. Es decir, mejor que antes.

Llegó el ansiado día de las elecciones. Me levanté muy tem­prano —a eso de las 4:00—, me bañé y tomé apenas, una taza de café. Estaba muy nervioso. Claro, era lógico. Se estaba jugan­do el futuro de mi país.

Todo transcurrió de manera normal. La gente se agolpaba en las puertas de los centros de votación. La frase manida de: el comportamiento cívico de la ciudadanía, no se hizo esperar.

Los escrutinios me dieron por ganador. El setenta y cinco por ciento de la población votante, me favoreció. De inmediato con­voqué a una rueda de prensa y esbocé con voz estentórea, mi programa de gobierno. Ratifiqué las promesas de la campaña reciente. Saludé efusivamente a la población.

 

Pero qué desgraciado fui. Una vez que pisé el Palacio de Go­bierno, sufrí un efecto de rebote instantáneo. Olvidé todo lo pro­metido. Ni yo mismo podía reconocerme. ¡Qué cara de coño de madre puse!

Me volví una piltrafa humana, un déspota, un engreído, un ser mísero y corrupto. Sabía que el poder cambiaba a la gente. Pero de esa manera tan ruin y absoluta, nunca lo llegué a pensar. Siempre había tenido como norte el no cambiar, el dar un giro definitivo a aquella pose ridícula de los gobernantes, que se creían unos reyecitos, y no eran más que unos reyezuelos. Es más, jura­ba que aquellos hombres malignos que habían llegado en épocas anteriores al poder, eran así desde siempre, por naturaleza. Pen­saba que habían engañado a su pueblo que depositó en ellos la confianza y la fe.

Yo definitivamente era un cerdo. Ya que hacía lo que hacía con plena conciencia. Nada me era vedado. Había estudiado la conducta humana, había interiorizado las patologías que confie­ren al ser humano rasgos despóticos. ¿Entonces... por qué lo hacía? ¿Qué me empujaba a ello?

Las reacciones no se hicieron esperar. El pueblo comenzó a exigirme lo que le correspondía. Yo en respuesta le mandaba a las fuerzas del orden público, para que lo ultrajaran y vejaran. De noche me sentaba frente a la pantalla del televisor y me enardecía con las imágenes de las protestas populares. Sólo me tranquiliza­ban los cintarazos, las ballenas de agua, las bombas lacrimógenas que certeramente lanzaban los policías contra los manifestantes. Hasta me contenté —muchas veces— con la muerte de algunos estudiantes. Mi familia me miraba y notaba en ellos la desaprobación. Me llegué a sentir como Nerón frente a los cristianos devorados por las fieras. Ello me estimulaba de una manera morbosa. Sentía que me fortalecía en el poder. Que ha­cía valer la fuerza de mi decisión y autoridad.

Comenzaron a crecer mis cuentas bancarias, las propiedades en el extranjero. El dinero público que debía estar destinado a obras de interés colectivo —tal y como lo había prometido en la campaña— lo multipliqué por altos intereses bancarios; a conse­cuencia de mi política económica nefasta y cruel para con la nación.

Cercené la libertad de prensa. Mandé a las cárceles de máxima seguridad a los opositores. Compré voluntades con miedo y bar­barie. Introduje —solapadamente— la pena capital para mis ene­migos. Me rodeé de un círculo ministerial tenebroso e incondi­cional. Rompí relaciones con los países del hemisferio occiden­tal. Envié espías a todas partes del mundo, con el ánimo de estar enterado —de primera fuente— de los acontecimientos más rele­vantes en el orden político.

Me convertí en el gobernante más puto que país latinoameri­cano conociera en sus quinientos años de historia. El relajo fue tal, que mi mujer se retiró calladamente para evitar el escándalo.

El país se transformó en mi feudo, en mi propiedad. Cuando el Congreso trató de impedirme tanto desatino, armé una tram­pa y lo anulé, lo desarticulé. Les di a sus integrantes veinti­cuatro horas para abandonarlo.

Aquella noche aciaga, cuando los conspiradores entraron al palacio armados hasta los dientes, me encontraba reposando una comilona con dos de mis mujeres favoritas. Nada escuchamos, nada intuimos. Dentro, el silencio era absoluto y romántico. Me sentía dueño del mundo. Mandé a llamar al edecán de más con­fianza, para que comiera de las migajas que había rechazado, har­to de placer. La voluptuosidad de las muchachas amenazaba con dejarme muerto. Mis fuerzas estaban en cero. No podía más con mi cuerpo.

Pero no ingresó mi edecán de confianza. En su lugar, irrumpió un insurrecto con ametralladora en mano. Sin mediar voz algu­na, disparó rasante con todo. Nada quedó en su lugar. Todo, absolutamente todo, perdió su forma y valor. Las dos jóvenes muchachas, quedaron tendidas en el suelo con sus cuerpos agu­jereados en medio de un mar de sangre. Yo me lancé al suelo, y la sangre de aquellas me arropó, dando la impresión —a simple vista— de mi exterminio total.

Así pude salvar mi vida. A costa de la vida de otros. Escapé del Palacio de Gobierno camuflado entre la basura y los escombros del asalto perpetrado por los insurrectos. De inmediato afeité mi rostro, cambié las ropas por harapos que conseguí a través de amigos clandestinos. A los dos días escapé del país y me dirigí a España, específicamente a un pueblo de Galicia. De allí pasé a Portugal (Lisboa), de donde escribo ésta, la última de mis cartas, antes de pasar al anonimato... a la muerte histórica.

No deseo justificarme, no... en absoluto. Merezco ser execrado de la vida misma. Debí haber muerto aquella tarde de febrero, para no tener que purgar mi conciencia. Soy cobarde. Sí. Muy cobarde. El poder me robó la dignidad, y con ella la valentía. Pedir perdón no es mi estilo. Jamás lo haría. Ahora que las cosas pasaron, pienso que todo en la naturaleza es un ciclo de vida. Unos mueren para que otros puedan vivir. Los malos son más necesa­rios que los buenos. De lo contrario, el mundo estaría superpoblado; más de lo que lo está hoy. Además, los malos es­tán presentes desde el inicio del mundo. Ya que si mal no re­cuerdo: Caín mató a su buen hermano Abel.

Mi problema no es que sea malo. Ojalá y lo fuese, estaría más tranquilo. Todo mi afán radica en que fui al poder con la mejor intención del mundo. Pretendí ser el salvador de mi pueblo. El segundo Libertador.

Siento que en mi corazón laten los sentimientos más nobles del mundo. Ahora sería incapaz de matar una mosca. Pero para poder hacer buenas obras como gobernante, hay que mantener­se en el poder, a como dé lugar. De lo contrario, sucede lo que a mí me sucedió: una vez que alcancé el poder y estando —como efectivamente lo estaba— dispuesto a realizar las buenas obras pro­metidas al sufrido pueblo, se alzaron unos delincuentes y me sa­caron del poder. Lo malo es que no me dejaron demostrar lo noble de mis sentimientos y propósitos. No crean que esto es cinismo... no. Tal vez sea locura. Eso dicen. No lo creo. Lo que pasa es que a los genios siempre los han tildado de locos. Y yo soy un genio. ¿Quién lo pone en duda? No estoy de acuerdo con aque­llos que dicen que la violencia engendra más violencia. No, no, no. Todo lo contrario. Es a través de la fuerza que se pueden alcanzar los mejores propósitos. Algo así como armarse hasta los dientes para mantener la paz. Es el mismo principio. En una de­mocracia los intereses de los oligarcas impiden el saneamiento, la prosperidad. Las dictaduras traen progreso y adelanto. No estoy loco. Bueno... a lo mejor sí. Sí, sí, sí, estoy loco de remate. Mejor pongo punto final a la carta, de lo contrario se me enredarán más las ideas. Debo prepararme para el retorno al poder. Porque de seguro: volveré. No a la fuerza. Esperaré un tiempo prudencial, el necesario para que la gente olvide. Me lanzaré de nuevo como candidato, reformularé mis antiguas convicciones. Haré moder­nos planteamientos. Ganaré las elecciones. La gente olvida. ¿Los muertos? ¿Quién se acuerda de ellos?



Tomado del libro Paraíso olvidado, publicado originalmente por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes (1996) y luego publicado en Cuentos, antología personal, editado por el Vicerrectorado Administrativo de la Universidad de Los Andes y ALEPH universitaria (2010).

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