VIEJO

 

VIEJO 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

Lentamente fue subiendo las escaleras de la farmacia, como si el cuerpo resultara una carga demasiada pesada para sus fuerzas. Si se le mirara de frente se podría advertir con angustia que cada paso inseguro del viejo auguraba el peligro inminente de una caída, pero con manos sólidas, seguramente acostumbradas al trabajo del campo, se agarraba de los pasamanos y avanzaba hacia las alturas con la sonrisa de quien está seguro de antemano del éxito de su intrincada empresa. Una vez que logró llegar al segundo nivel, buscó la farmacia con sus ojos afinados de aspecto oriental sin asustarse ante lo complejo de varias puertas iguales con letreros iguales e iguales colores. Su determinación no había sido en absoluto apocada por lo aventurado de la búsqueda, ya que en pocos minutos el viejo se encontraba feliz ante el mostrador del boticario. Sin esperar a que alguien se le acercara para que lo atendiese, dio las buenas tardes con voz potente y empezó a tamborilear con los dedos de una mano el vidrio con la impaciencia de alguien a quien no le queda mucho tiempo. Salió entonces desde las sombras de la rebotica un hombre de aspecto jovial, aunque con calva prematura, que al ver el porte del anciano imaginó enseguida sus intenciones. 

El viejo intentó entablar conversación, pero se vio cortado por la voz incisiva del empleado que lo conminó con rapidez a que indicara su pedido. Respondió que venía de muy lejos, de un pueblo perdido en la cordillera, y que no tenía dinero para comprar el jarabe para una tos de perro que no lo dejaba dormir, con la mala suerte de no poder trabajar en ningún oficio porque la lepra ahuyentaba la posibilidad de tratar de cerca a las personas. Entonces el empleado se acercó al viejo y pudo reconocer en su rostro y orejas las huellas profundas de esa enfermedad terrible que no había dado tregua al hombre para envejecer con cierta dignidad. Llamó al farmacéutico y éste se dirigió de inmediato hasta el anaquel y tomó un frasco de jarabe de codeína que había recibido como muestra médica de un laboratorio, entregándoselo al viejo mientras le explicaba con detalles cómo debía tomarlo. 

A los dos meses, el anciano regresó a la farmacia. En esta nueva oportunidad no le costó tanto trabajo alcanzar el segundo nivel y en pocos segundos estaba frente al mostrador dando las buenas tardes con voz potente y tamborileando el vidrio con sus dedos. Desde la oscuridad de la rebotica salió el empleado de la calva prematura y exhortó al viejo a que hiciera su pedido. Éste le repitió la misma triste historia del pueblo perdido en la cordillera y de que no tenía dinero para comprar jarabe de codeína para una tos de perro que había empezado a mejorar un poco. El empleado llamó al farmacéutico, quien fue hasta el anaquel, buscó una nueva muestra médica de jarabe y se la entregó al viejo explicándole con detalle cómo debía tomarlo. 

Al mes, el anciano regresó a la farmacia. Esta vez alcanzó el segundo nivel en cuestión de segundos. Al parecer, esa práctica había sentado bien a sus encalambradas coyunturas. Una vez ubicado frente al mostrador de la farmacia dio con voz potente las buenas tardes y no tuvo tiempo para tamborilear con sus dedos sobre el vidrio porque en el acto salió desde el fondo de la farmacia el calvo prematuro y le conminó como siempre a que hiciera su pedido. El viejo, con voz cansada pero firme, le habló por tercera vez sobre su infortunio en un lugar perdido en la cordillera, añadiendo que no poseía ni un solo centavo para comprar jarabe para una tos de perro que estaba a punto de desaparecer. El empleado llamó al farmacéutico y le contó la historia, éste se perdió entre los anaqueles y al rato salió con un frasco de jarabe de codeína (ya no una muestra médica porque se había acabado, sino un original) se lo entregó al viejo y le explicó con detalle cómo debía seguir tomándolo.

Pero a los quince días regresó. El empleado —que lo observaba desde una ventana— no pudo entender cómo hizo para subir tan rápido la escalera. Se le veía alegre y jovial. Entró, se paró ante el mostrador y tamborileó con dos dedos el vidrio, a pesar de que ya el empleado lo esperaba con cara de circunstancias. El viejo, con voz potente, le dio las buenas tardes y le contó una vez más la triste historia del caserío perdido de la cordillera y de que no tenía dinero para comprar un jarabe de codeína para evitar la tos de perro que le había costado Dios y su santa ayuda curar. Entonces el empleado entró a la trastienda y habló con el farmacéutico. Al poco tiempo salió y dijo que lamentablemente los dueños habían tenido que despedir al farmacéutico por estar regalando frascos de jarabe de codeína, lo cual había llevado a la farmacia al borde de la quiebra. 

El viejo se puso triste y le dijo que estaba agradecido con ese gran hombre que le había curado la tos de perro con un jarabe tan bueno. Se lamentó de su suerte y de no poder obsequiar al doctor lo único que tenía de valor en su vida. “No tengo mujer ni hijos —añadió mientras sollozaba—, y me hacía ilusión escriturar mi conuco a ese buen hombre. ¡Lamentable, muy lamentable!” —dijo el viejo mientras bajaba las escaleras de la farmacia con suma dificultad.  



Tomado de mi libro Trilogía de espectros (Fondo de Publicaciones de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes, APULA, 2010).







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