TOLEDO Y EL FANTASMA DE BARTLEBY
Por: Ricardo Gil Otaiza
En la estación del tren, Toledo se sintió perdido, hundido en una multitud que le recordaba su dificultad para relacionarse. Percibió de pronto la vorágine de cientos de personas caminando de uno a otro lado de la estación, como la antesala del infierno. Se sentó a la espera de su tren y con desgano se puso a leer una novela de Vila-Matas que compró en una tienda de viejo por recomendación de su dueño. A medida que avanzaba en el texto, su vida se le asemejaba a la de ese fulano Bartleby, porque a pesar de ser escritor y de no haberse planteado nunca la posibilidad de no-serlo, sintió alguna vez que su vida era una novela inconclusa, escrita por un autor de la escritura del no. Es decir, el autor de la novela de su vida había decidido por alguna circunstancia poco definida —a su entender— no continuar escribiéndola. Al poco rato de estar en la lectura escuchó a lo lejos el ruido de la locomotora y pensó que de seguro era su tren que partía con rumbo a la costa. No contento con esa suposición, preguntó al hombre de la taquilla y éste le confirmó su destino.
Toledo pensó en los tres años que habían transcurrido desde su partida y maldijo su cobardía al no despedirse de Armanda. Con frecuencia se había imaginado el reencuentro y su piel ardía por el recuerdo. Los años fuera de la ciudad le habían servido para refrescar un poco ese atolondramiento que lo había marcado desde siempre; pero ahora, con la perspectiva del inminente regreso, sentía que todo estaba igual que antes: su desgano, ese sinsentido que lo había impulsado muchas veces al suicidio; esos largos silencios que tanto incomodaban a Armanda y que de alguna manera los separaba; ese vacío que escindía su vida en un antes y en un después de la nada total. Ahora que leía a Vila-Matas comprendía que su vida era producto de la mente enloquecida de un demiurgo de la no-creación, del no-encuentro, de la no-existencia y, en definitiva, de la no-historia. Jamás se le hubiese ocurrido sentirse objeto de estudio y de análisis por parte de un autor, de un creador de ficciones, de un escritor del sí-argumental, con la excusa de su propia no-vida. En ese barullo estaba cuando la puerta del vagón del tren se abrió frente a él y no tuvo más remedio que entrar. Una mujer de aspecto sencillo que estaba sentada con un bolso de mano sobre su regazo, al verlo entrar hizo ademán de abrirle un sitio para que se sentara junto a ella. Él, carcomido por una timidez prehistórica, prefirió abrirse espacio entre la nada de un asiento no ocupado. La mujer volvió a mirar hacia el campo que se abría espléndido a medida que el tren avanzaba y él no tuvo más remedio que seguir leyendo. Los movimientos del tren lo marearon, cerró el libro y se dio a la tarea nada difícil de imaginarse el reencuentro. Armanda lo recibiría esa misma tarde en el apartamento con una hermosa sonrisa, abrirían una botella de vino y continuarían la relación, solo interrumpida por la distancia. ¿Cómo estará Armanda? ¿Habrá envejecido durante estos tres años de ausencia? ¿Me habrá sido fiel? —se preguntaba una y otra vez, y las respuestas le lastimaban el presente. Si bien se veía igual que siempre cuando se miraba en el espejo, no dejaba de reconocer que los seres humanos somos presa de nuestros propios engaños, de nuestras subjetividades, y tal vez era ya un viejo imperdonable que no abría los ojos ante esa dura realidad.
De vez en cuando descubría con el rabillo del ojo que la mujer lo miraba, no de frente, sino de soslayo, pero cuando Toledo intentaba un saludo, una mueca, un simple mohín de mera complicidad viajera, ella recogía la mirada otra vez hacia la ventana. Intentó regresar a Vila-Matas, un autor interesante que apenas descubría en su nueva cultura libresca de los últimos años, pero una pérdida momentánea de la visión lo obligó a cerrar los ojos por temor a quedarse ciego. Se mantuvo con los ojos cerrados unos minutos, quizás una hora, al cabo de la cual echó un ligero vistazo al vagón y con alegría descubrió que su visión estaba intacta. Le aterraba lo narrado por Saramago en su espeluznante Ensayo sobre la ceguera, solo que el contexto cambiaba, porque su pérdida de visión no era blanca —lechosa como en la novela—, sino negra, como la de la cruda realidad.
Definitivamente, el autor del libro de su vida había decidido no escribir más, ser otro Bartleby, pasar a formar parte de autores como Robert Walser, cuyo desasosiego crecía cuanto más ansiaba lo ínfimo, lo pequeño, lo mínimo, la nada. Curiosamente había comprobado que su deseo por desaparecer se había transformado en un detalle, puesto que la vida continuaba sin mayores problemas, solo que con el agregado de la nota discordante en el panorama de las terribles guerras entre las culturas y entre sus dioses, que costaban la existencia a millares de personas. Apartando esa minucia, ese detalle imperceptible, todo era lo mismo: miseria, mediocridad, calor y muchas ganas de ser tras el aparente no-ser. La teoría de Vila-Matas perdía vigor cuando Toledo analizaba que la no-escritura, más que un deseo por desaparecer y esfumarse para siempre, lo que intentaba era atraer sobre sí la atención, exhibirse, disimular un ego gigantesco que pugnaba por mostrarse tras la apariencia de una nada, nada desdeñable por cierto. Más que sencillez por parte del escritor, la no-escritura implicaba —según su “humilde” parecer— una mera apariencia —por supuesto— inflada por unas inmensas ganas de ser más y más y más cada día.
2
Armanda lo recibió en la estación del tren con la fría hospitalidad de una asistente de compañía. En su rostro no se dibujó esa expresión que Toledo anhelaba encontrar. Supuso el hombre que aquella frialdad era producto de algo momentáneo, pasajero, surgido ante el abismo de tres largos años de no-olvido; de ese hiato que se impuso cuando las presiones por un matrimonio no anhelado lo llevaron a abandonar todo, incluso a ella, a quien amaba. Le explicaría sus dudas, su depresión, su afán por hallar un lugar en un mundo que imaginaba complejo y distante. Fueron días de miedo al suicidio, a perderse sin remedio en las neblinas de una inconciencia personal que lo amenazaba a cada instante. Ahora comprendía que ese demiurgo que según su parecer había perdido el norte en la redacción de su vida, no hallaba acomodo en ningún papel y bajo ninguna circunstancia y había optado “demoníacamente” por la no-escritura, por la austera página en blanco.
Ahora Toledo regresaba a recomponer los pedazos de esa no-vida. Mejor dicho, a retomar la batuta dejada por ese infame dios de la nada, y a reescribir su propia fábula. El método era lo de menos: agarraría la mochila, se la echaría al hombro y partiría en busca de esa nada dejada en el camino.
Esa noche, Toledo y Armanda fueron a cenar a un restaurante lujoso y no hablaron de la prolongada ausencia. Ya en casa se entregaron al amor, y, mientras lo hacían, Toledo sentía en la espalda el frío aterrador de un funesto plan echado a andar por fuerzas ajenas a ambos. Cuando ella se durmió, Toledo fue hasta la sala y comenzó a repasar trozos de la lectura dejada desde la estación del tren y cada vez se sentía como un Bartleby cuya escritura es la no-escritura y al mismo tiempo la negación del todo, incluso del ser. Lentamente había comenzado a poner en su lugar las piezas de ese rompecabezas que era su vida y no estaba dispuesto a dejárselas quitar por la no-existencia, por el vacío inconmensurable, por ese limbo siniestro que se posicionaba de su voluntad.
Ante la insistencia de Armanda, Toledo no tuvo más alternativa que decirle, con cara de niño regañado, que se había marchado de su lado para no perderla. Armanda no pudo contener una carcajada y ambos terminaron riéndose de sí mismos entregados a la magia de unos hilos que se empeñaban en cambiarlos a su antojo de posición en el escenario. Toledo pudo entonces contar a Armanda sus planes literarios, su estrategia que lo ubicaría en el “ambiente” con la fuerza y la energía que siempre había anhelado. Esa noche no durmieron afinando el plan que los llevaría a la cúspide, a lo más alto de ese sueño no realizado por culpa de un miserable demiurgo que se había olvidado de uno de sus personajes. Él, como el refulgente y prolijo autor de grandes obras literarias. Ella, como la agente literaria, como una nueva Carmen Balcells, que haría posible el milagro de un nuevo boom. De su propio boom literario.
La lista de escritores, de editores, de críticos, de publicistas y de académicos era lo de menos, para eso estaba la magia de la Internet. Durante los tres años de ausencia, en los que urdió el plan, Toledo recopiló con paciencia nombres de famosos, elaboró con esmero un fichero con citas de pensamientos de importantes personalidades del medio, buscó reseñas de libros y elogios literarios aparecidos en los más reconocidos periódicos de habla española, tanto de España como de América Latina. Buscó en su carpeta algunos textos propios leídos en presentaciones de libros o en foros académicos, bajó de la Web cientos de fotografías de autores consagrados y con enorme paciencia hizo precisos montajes para aparecer al lado de cada uno de ellos sonriente, disertando, compartiendo honores en mesas de ferias de libros, discutiendo temas cruciales para la humanidad, abrazándose con algunos, bajando del avión luego de un importante encuentro literario en Madagascar, en Londres, en Sevilla, en Barcelona, en Lisboa, en Roma, en Ciudad de México, en Lima, en Caracas, en Buenos Aires, en Montevideo, y hasta en el otro lado del mundo.
Las veinticuatro horas del día eran insuficientes para Toledo y Armanda, quien para ausentarse de la agencia buscó una constancia médica con un doctor amigo y logró sacarle a su jefe un mes de reposo. Toledo logró convencer a la fría publicista de las ventajas de su empresa y de las enormes ganancias que obtendrían una vez consolidados los planes. Le juró que una vez repletas las arcas se irían a disfrutar de playas paradisíacas, de cruceros de ensueño, que vivirían los mejores años de su vida sin privaciones, sin los temores de un futuro incierto.
Toledo estaba seguro de su gran talento. Se sentía presa de un demiurgo infame cuya capacidad de abstracción no había pasado de un estúpido cuento marginal. Estaba harto de tanta mediocridad, de reseñas en periódicos de provincia, de ver cada día cómo sus colegas y hasta los amigos de su generación se habían consolidado hasta alcanzar fama y notoriedad. En cambio, él, el brillante escritor, el intelectual privilegiado, el políglota, el estudioso de lenguas muertas, había llegado a la cuarentena y su periplo literario no había pasado de unos cuantos libros de escuetos tirajes cuyos ejemplares dormían el sueño eterno en los anaqueles de las editoriales, de breves notas en la prensa huérfanas de celebridad y de acierto, de miradas cómplices de lectores fugaces que se perdían luego en los recodos de una ciudad sin abolengo, de la conmiseración de algunos escritores trasnochados que habían tenido la amabilidad de devolverle el obsequio de su libro con comentarios traídos de los pelos y fuera de toda posibilidad estética y literaria. En fin, de un mundo que no lo comprendía, que no lo valoraba, que le pasaba de lado sin percatarse siquiera de su presencia.
Él sería su demiurgo. Desde ese momento rompería esa página en blanco y ese largo silencio. La literatura del “no”, aunque seguiría siendo “no-escritura”, no-creación, equivaldría a un gran “sí” ante el mundo circunscrito. A partir de entonces, ese misterioso personaje recreado por Vila-Matas, hundido en el ostracismo de su pendejada vital, se erigiría en otro, en el que siempre quiso ser, en ese autor celebrado por todos al que nunca faltan invitaciones, firmas de libros, eventos por asistir y estupendas fotografías. Su patética imagen personal blanqueada por el encierro de tantas noches en su “cuartel de operaciones”, aparecería ante todos como un ave fénix que remonta el vuelo desde sus propias cenizas.
Mientras tanto, Armanda no cesaba de trabajar. Desde su móvil hilvanaba el tejido de una densa trama social y literaria de la que luego sería difícil escapar. A veces sentía pánico ante los inmensos compromisos que en nombre de su importante representado asumía sin pudor. Viajes a lo ancho del país, entrevistas de radio y televisión, presentación de libros, conferencias, afiches, trípticos, comentarios en la prensa escrita, salidas al exterior. Todo bajo el gran respaldo de la agencia publicitaria de la que era empleada, si bien la mimada y la triunfante, pero una empleada nomás. Tendría que correr antes de que todo se revelara. Para evitar suspicacias o metidas de pata por parte de algunos de los clientes que preferían llamar directamente a la agencia, contactó a su jefe y le dijo que había logrado desde su nicho de enferma el contrato con un importante escritor y que no había perdido el tiempo, porque mientras descansaba en casa por su afección confesa, trabajaba con su celular personal para la agencia. Ante los hechos, el jefe no tuvo reparos en felicitarla por su abnegación y eficiencia, no sin antes manifestarle que los gastos del móvil correrían por cuenta de la compañía.
3
Comienza entonces la leyenda personal de Toledo, ahora llamado Toledo Paz. Cada ocurrencia literaria era atendida con premura por los medios que se apresuraban en captar palabras y gestos de una de las voces “más contundentes y sólidas de nuestra literatura”. El mes del encierro no había sido infructuoso, porque Toledo y Armanda terminaron de ensamblar un nuevo libro del eximio escritor que ya había adelantado durante los tres años del autoexilio. Con dedicación y esfuerzo cortaron y pegaron de la Internet hasta completar un grueso volumen. Una frase vargasllosiana, una ocurrencia borgeana, un desliz erótico denziliano, un momento mágico garcíamarquiano, una fina salida monterrosiana, que luego el autor aderezó y mejoró con su muy particular “estilo” toledano para refundar —según sus propias palabras— ese género inventado por Montaigne y adorado por Bacon. Los contactos sirvieron para que varias editoriales importantes se interesaran por la obra hasta cerrar firma con una empresa española, con sede en Barcelona, y otra nacional con sede en Caracas.
Con una espléndida sonrisa de triunfador y una costosa y humeante pipa en la mano, Toledo Paz anunció al mundo, a través de los medios, la inminente salida al mercado de su muy esperado libro de ensayos.
A partir de la publicación del libro, la vida, tanto de Toledo como de Armanda, cambió. La astuta agente literaria infló las cifras de ventas del libro y de inmediato la prensa nacional —e internacional— se interesó por el nuevo fenómeno literario. Todos los días la prensa se hacía eco del estruendo editorial ocasionado por el best seller de Toledo Paz. Los académicos se acomodaron bien sus birretes y sus togas para invitar a la eminencia que había logrado el milagro de vender libros como arroz dentro de su propio país y en España. Cien mil, doscientos mil, un millón de ejemplares no daban abasto para atender la creciente demanda del libro en las librerías de acá y de más allá del Atlántico. Toledo y Armanda disfrutaban del triunfo mientras los más acérrimos críticos se devanaban los sesos buscando máculas, yerros, puntos de inflexión para meterse, para joderles la partida. En fin, hurgando aquí y allá para develar la génesis del famoso libraco.
Fue la revista Impacto editorial la que dio el primer pitazo de alerta, causando rápida conmoción en los predios literarios y académicos nacionales. Luego le siguió Filigrana de París, Crepúsculo de Bogotá, Clave y letra de Lisboa, Amanecer impreso de Ciudad de México, Lenguas muertas de Sao Paulo y Bellas letras de Tegucigalpa.
Los académicos que se habían rasgado las vestiduras en favor de Toledo denigrando a las generaciones mediocres e inmediatistas anteriores al fenómeno toledano, rápidamente recogieron velas e hicieron un mohín de asco ante el inmenso fraude. Los medios de comunicación que le habían prestado toda la atención callaron ante las evidencias y denunciaron haber sido sorprendidos en su “buena fe”. Las editoriales de acá y de más allá, que gustosas mandaron los libros a la imprenta, presurosas enviaron a sus agentes de todos los países europeos y latinoamericanos a recoger de inmediato las ediciones. La farsa había terminado.
4
En la estación del tren, Toledo se sintió perdido, hundido en una multitud que le recordaba su imposibilidad de relacionarse, y pensó en Armanda. En el morral llevaba pocas cosas: el libro de Vila-Matas, el borrador de una novela inconclusa que algún día terminaría, una vieja navaja que le acompañaba desde niño, una fotografía de Armanda y algo de ropa. La noche en la estación era fría y el tren demoraba en llegar más de lo anunciado.
Una mujer de aspecto sencillo que estaba sentada con un bolso de mano sobre su regazo, al verlo entrar hizo el ademán de abrirle un sitio para que se sentara junto a ella. Toledo aceptó. De pronto creyó ser otra vez la marioneta de un oscuro demiurgo que aún no encontraba lugar para él en su no-escritura. A medida que el tren iniciaba su marcha, Toledo sintió que las páginas atrapadas de su vida comenzaban a moverse al ritmo de la locomotora, y en un intento por desterrar para siempre ese fantasma de Bartleby que se había instalado en su vida como un pesado objeto, abrió la mochila, tomó un bolígrafo y papel y con ellos quiso saldar definitivamente su fracaso.
Tomado de mi libro Trilogía de espectros (Fondo de Publicaciones de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes, APULA, 2010).
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