Y SE HIZO EL FUEGO

Y SE HIZO EL FUEGO 

Por: Ricardo Gil Otaiza 

El penetrante olor a pólvora y el peso de la ruma de los cuerpos desgarrados y vueltos unos sobre otros, fue lo único que reconoció Joseph como signos de vida en medio de la pestilencia de la muerte. En la madrugada, cuando los hombres de las cuadrillas metían en bolsas negras los restos humanos para llevarlos al día siguiente hasta los hornos crematorios, uno de ellos notó signos vitales en alguno de los cuerpos y no dio el parte a su jefe. En medio de la noche que aún se resistía a dejar colar el primer atisbo de la aurora, el soldado lo arrastró como pudo, le vendó con destreza las heridas y lo depositó en un vertedero de basura hasta que terminó la guardia. Allí permaneció Joseph Facundo varias horas presa de las ratas, de las cucarachas y de todo tipo de inmundicias sin recordar cuándo fue movido hasta un sitio “seguro” fuera del campo de exterminio porque estaba inconsciente.

 Con la ayuda de dos personeros del régimen, que en el fondo detestaban el atroz genocidio, pudo salir con un pasaporte falso y llegar a América. Permaneció tres años en México, dos en Guatemala y varios meses en Nicaragua, hasta que se embarcó hacia Venezuela. Al poco tiempo ingresó al Seminario Mayor de Caracas y concluyó sin muchos problemas la carrera eclesiástica. Como presbítero fue enviado a atender varias parroquias en la región capital y en medio del arduo trabajo social sacaba tiempo para la escritura, su vocación verdadera. De noche se sentaba frente al mar y su pensamiento se perdía en la remota infancia y todo ello lo fue plasmando en el papel hasta que tuvo un libro completo. “El libro de su vida” —como solía llamarlo.

No le costó mucho esfuerzo lograr la publicación del manuscrito. La historia era tan real que parecía producto de una imaginación enferma por una desbordada fantasía. Es decir, los límites entre la realidad y la invención parecían completamente trastocados en su libro y eso cautivó al editor, que sin dilaciones lo envió a la imprenta. A pesar de ser su primer libro, en el texto se dejaba ver una escritura cuidada, profunda, como si el autor pretendiera en cada frase romper de un solo tajo cualquier duda acerca de su talento. No obstante, el libro pasó por debajo de la mesa y solo fue leído por un puñado de lectores ganados por la amistad con el autor. 

A pesar del desencanto, poco a poco Joseph fue agigantando su obra. Cada día, luego de las tareas ordinarias de la parroquia se dedicaba con extrema disciplina a recrear anécdotas. No en balde su explosiva niñez y juventud continuaron siendo objeto de su atención, porque al fin llegó el esperado reconocimiento. Su nombre dejó de ser desconocido en los medios, en las librerías, en la calle y entre los pocos críticos serios de la nación. Comenzó a percibir ingresos extra que le permitieron apoyar con mayor fuerza una serie de obras sociales que le habían consumido varios años de esfuerzos y de diligencias infructuosas ante los burócratas del Estado. El “trabajo de las almas” —como eufemísticamente lo llamaba— y la escritura, se convirtieron en sus grandes pasiones. No perdía oportunidad para hablar de sus libros y ello denotaba que se sentía muy orgulloso de ellos.

A la vuelta de 10 años su obra se hizo vasta, cargada de géneros literarios. Aunque por razones que no gustaba aclarar sentía predilección por el cuento, en su obra predominaban la novela y el ensayo. Fue tal su prolija actividad literaria que de la noche a la mañana el número de libros inéditos superó en cantidad al de los publicados. Intentando entonces drenar un poco la frustración que se iba agolpando, las homilías eran —por decirlo de alguna manera— literarias. Cuando hablaba del Antiguo Testamento, por ejemplo, no se refería a los padres de la iglesia o a los profetas, sino a meros autores de ese gran libro al que todos llaman La Biblia, llegando al extremo de tildarlos de narradores, de fabuladores, de inventores de esas “maravillosas” historias que múltiples generaciones han saboreado —y creído a pie juntillas— con el correr de los siglos. Ni Dios escapó a sus elucubraciones, pues lo describía como al gran demiurgo del universo: ese autor omnisciente y omnipresente que se encarga de mover los hilos de esos personajes (títeres) que somos todos nosotros, es decir, el género humano.

Nadie, ni siquiera él mismo, se percató de las pequeñas lagunas que poco a poco fueron poblando su cabeza. Olvidos tontos, alguna olvidada en la cerradura de la puerta, el fogón prendido en la cocina, un párrafo repetido de manera no deliberada, el nombre olvidado de algún amigo, el título de un clásico perdido en las oscuridades de su mente, la fecha patria no recordada, la novela dejada a medias durante un tiempo muy prolongado, el cambio inaudito del nombre de algún personaje, la ruptura abrupta de la anécdota narrada en un cuento, el texto sin el título correspondiente, el libro comprado y dejado en la librería, el lapicero no devuelto a tiempo a su dueño, el no recordar el número de libros publicados, el olvido de alguno de sus libros, el no recordar haber escrito un texto leído por otro, el no recordar dónde vivía. En fin, nimiedades que se fueron convirtiendo en una cultura, en un hiato que todos aceptaban sin asombro como un vacío “normal” producido por la edad que ya comenzaba asomarse sin tregua.

La situación tomó otro rumbo cuando el autor ya no pudo regresar solo a la parroquia y un amigo, al reconocerlo, tuvo que llevarlo de vuelta a casa. Fue entonces cuando de la nimiedad, que hasta hace poco tiempo causaba risa entre los conocidos, la situación se tornó en un problema que trastocó la vida de la comunidad. Ahora Joseph ya no podía atender a sus feligreses y amigos con el mismo ahínco de antes y era a él a quien ahora tenían que ayudar. Su “demencia” comenzó a producir grandes conflictos éticos al plantearse todos sin rubor alguno la posibilidad de tener que internarlo en un psiquiátrico o en una casa para ancianos porque la parroquia lucía francamente abandonada. La junta de vecinos llevó el problema a una de sus reuniones y decidió por unanimidad que al sacerdote lo dejarían como huésped en la casa cural para que se dedicara —si era su gusto— solo a las labores de escritura y le pedirían a la curia un sacerdote adjunto que supliera los vacíos de su titular. 

Al cesar en sus funciones, Joseph Facundo perdió interés en involucrarse en la vida de la comunidad, y no se sabe en qué momento y por qué abandonó la literatura. Pero eso no quedó allí. Comenzó a mostrar un profundo interés por la crítica y se dio a la obsesiva tarea de leer con fines analíticos. Para ello se percató de tener sobre la mesa de estudio una libreta en la que a cada instante tomaba notas acerca de lo que iba leyendo. A veces se le veía buscar con afán en diccionarios y en manuales en un intento por “desmontar” de manera crítica todo aquel libro que cayera en sus manos. En medio del desorden de los anaqueles iba al lugar exacto, tomaba el libro que requería y al abrirlo hallaba la nota escrita hacía muchos años, quizás décadas atrás. Sus juicios eran implacables, severos, intimidatorios, creaban a su alrededor toda una polvareda de animadversiones y deseos de venganza. Por intermedio de un viejo amigo llegado de Europa consiguió una columna en la prensa local y allí vertía cada domingo su veneno, su curare que hacía trizas una obra, que reventaba cualquier posibilidad de éxito o que redimía con inusitada fuerza y convicción algún autor olvidado. En poco tiempo, Joseph pasó de ser un escritor exitoso y amado por sus lectores a un vehemente crítico, un inquisidor terrible y temido de la palabra a quien todos odiaban.

Absorto como estaba en su labor de crítico literario, Joseph olvidó sus propios libros. En otras palabras, no recordaba que era autor de una prolija y admirada obra literaria. En medio de su febril actividad crítica, la gente empezó a no recordar ya la verdadera causa de su retiro de la parroquia y fue así como edificó sobre las cenizas de su pasado no muy lejano un presente plasmado de crítica y decenas de enemigos gratuitos. Era tal la pasión de Joseph por su nueva actividad literaria que muy pronto cayó en la inútil y torpe pretensión de criticar con saña a los grandes clásicos universales. A partir de su labor crítica, Madame Bovary, por ejemplo, ya no era lo que desde siempre significó para todos, sino una puta cualquiera arrastrada en el estercolero de una vana y muy ardiente lucha por el poder. Sin ir muy lejos, su atrevimiento llegó al colmo de denostar La Biblia al afirmar que cada uno de los textos que la constituyen no son precisamente historia sagrada, sino literatura barata, cuyo verdadero significado no pasa de ser una engañifa para mantener atados a sus pies más de cuatro mil años de historia judía y cristiana. Ni decir de los clásicos contemporáneos: Rayuela, Conversaciones en la catedral, La casa verde, Cien años de soledad, La muerte de Artemio Cruz, Yo El Supremo, La familia de Pascual Duarte, El tambor de hojalata, Casas muertas, Doña Bárbara, Los pequeños seres y Lanzas coloradas, entre otras, que tildaba de basura publicitaria, muchos de los cuales eran, según él, productos de un supuesto boom latinoamericano al que calificaba de simple guarida de rufianes, borrachos y putañeros con Carlos Barral y Carmen Balcells a la cabeza. 

Muy pronto, uno de los autores “insultados”, o caídos en desgracia, es decir, en la incisiva y demoledora pluma de Joseph, enterado como estaba de la inminente locura y desatino del crítico, se las arregló para llevarle hasta su casa una caja llena de libros. Inmutable, Joseph Facundo mostró una leve mueca de aquiescencia frente al autor de aquel legajo, que por extraños arreglos del destino llevaba su mismo nombre y apellido. Agradecido por tan deferente detalle, Joseph dijo a su colega que le diera tiempo para leer todo aquello y una vez que terminara la jornada escribiría ensayos críticos que daría a conocer a través de su columna de prensa. El colega se despidió de Joseph con una sonrisa a medio camino entre la picardía y la sorna. No podía creer cómo aquel hombre mayor y enjuto, por muy loco que estuviera, no se reconociera en las carátulas de sus propios libros. Pensó: “Este viejo me está tomando por idiota”. 

Al cabo de varias semanas, el colega volvió a aparecer por casa de Joseph. Esta vez la encontró cerrada. Al ver que nadie atendía su llamado empujó la puerta y ésta se abrió con facilidad. Lentamente entró al recinto y pudo ver al viejo crítico en el patio dando vueltas sobre sí mismo. Extrañado, el colega se acercó un poco más y luego contó lo siguiente: “Vi al viejo Joseph alucinado, perdido en su propio mundo, danzando alrededor de algo que de entrada no pude reconocer. Poco a poco avancé y me di cuenta de que en el medio del patio se hallaban los libros que yo le había dejado semana atrás. Estaban desparramados sin orden ni concierto sobre el piso. Joseph saltaba para no pisarlos, al tiempo que aplaudía con furia hasta que el sonido de las palmas se hacía hosco y cruel. De pronto, el viejo se desabrochó el pantalón, se sentó y comenzó a defecar y a orinar sobre ellos. Cuando terminó, tomó una garrafa que estaba cerca de él y comenzó a rociar los libros con un líquido rojizo y de olor fuerte (presumo que era gasolina o keroseno) hasta que lo agotó, tomó un fósforo y en un solo acto lo lanzó encendido y se hizo el fuego. Todo comenzó arder en medio de una llama gigantesca y esplendorosa. La fogata tardó mucho en agotarse. De vez en cuando salían de en medio de los libros chispas azules y rojas que saltaban hacia todos los lados amenazando con quemarnos. El viejo Joseph Facundo se sentó cerca de mí y sin pronunciar palabra alguna presenció aquel espectáculo —su propio espectáculo— hasta que los libros quedaron calcinados, convertidos en una masa negra y nauseabunda. Solo cenizas”. 

“Por un momento, nuestras miradas se cruzaron y fue entonces cuando Joseph se dio cuenta de mi presencia y me dijo con voz ronca, pastosa, como salida del mismísimo infierno: “Todos esos libros eran basura, una mierda. No merecían ni una sola de mis críticas en la prensa”.






Tomado de mi libro Trilogía de espectros (Fondo de Publicaciones de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes, APULA, 2010).







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